Viaje al Yarí, zona dominada por la disidencia de FARC que comanda Calarcá Córdoba
Colombia+20 recorrió la zona rural de San Vicente del Caguán, donde el abandono estatal abrió un boquete para que grupos ilegales instauren su orden. En medio del proceso de paz que lleva el Gobierno Petro con la disidencia de Calarcá Córdoba, el grupo reparte tierras y avanza en la construcción de obras que generan debate.
Julián Ríos Monroy
La guerra le dio el nombre de Argemiro. Tiene 22 años, la mirada punzante y una piel cobriza curtida por el sol que contrasta con su uniforme verde. Los 12 kilos de la ametralladora comando 762 que cuelga de su hombro derecho lo hacen caminar más despacio que el resto. Al llegar a la camioneta 4x4, toma impulso y mete el arma dentro del platón. “Téngame acá este animal, camarada”, le dice a otra de las guerrilleras, unos cinco años menor que él, mientras sube de un brinco y se acomoda.
Son las 12:30 p. m. del último sábado de noviembre y la temperatura está en 32 grados en las sabanas del Yarí, otrora zona de retaguardia del Bloque Oriental de las extintas FARC que firmaron la paz con el Estado en 2016. Recorremos la misma carretera que cientos de antiguos combatientes de esa guerrilla caminaron para asistir a la Décima Conferencia, en la que socializaron ese Acuerdo de Paz y decidieron entregar las armas. Poco después de que el conductor se pone en marcha, Argemiro empieza a deshacerse de sus curiosidades.
—¿Y qué dicen de la guerrilla allá en la ciudad? Me imagino que nos tienen miedo…
—Alguna gente sí.
—Es que han metido muchos cuentos de nosotros. Acá estamos es luchando por los pobres y contra la oligarquía —me dice con el ceño fruncido y esa voz grave que no conoce de decibeles bajos.
La conversación continúa mientras nos movemos de regreso a El Diamante, el caserío donde nos recibieron los miembros del Estado Mayor de Bloques y Frentes (EMBF), la mayor disidencia de las FARC que se mantiene en un proceso de paz con el Gobierno Petro. Para llegar hasta allá hay que recorrer durante cuatro horas una trocha de casi 200 kilómetros en la que solo hay permiso de transitar de 6 de la mañana a 6 de la tarde.
No hay forma de llegar sin comer del polvo rojo del camino. Los vehículos que serpentean por estas llanuras (habitadas por más vacas que personas) deben andar con los vidrios abajo, y los motociclistas tienen prohibido usar casco, para identificar quién se mueve por la región.
Son medidas que se tomaron hacia mitad de año, cuando se dividió el Estado Mayor Central (EMC) e inició la guerra entre sus dos comandantes: Iván Mordisco y Calarcá Córdoba (que continúa en la mesa de diálogos junto a las estructuras del EMBF).
“Esto es como un sándwich. Nosotros, la población, somos la carne, estamos en la mitad de esos grupos. No son solo Mordisco y Calarcá, sino también la Segunda Marquetalia (creda por Iván Márquez)”, dice el sacerdote Emilio Chancí, quien llegó a esta región hace 21 años.
El temor ante una incursión de un grupo enemigo es tal que desde hace casi dos años los pobladores deben portar un carné especial, expedido por la Junta de Acción Comunal: la prueba de que son locales.
La norma, por supuesto, no la impuso la Registraduría, la Alcaldía ni ninguna institución del Estado. Acá, en medio de las sabanas del Yarí, nadie sabe qué es eso. El abandono es tan latente que ni siquiera tenemos certeza del municipio o departamento al que pertenecen estas tierras, que llevan décadas en litigio entre La Macarena (Meta) y San Vicente del Caguán (Caquetá).
Tan latente, que la vía por la que nos movemos fue construida entre la comunidad y la guerrilla, que las casas de material son un lujo de pocos, que los servicios públicos básicos todavía son una ilusión, que los niños ven casi imposible llegar a una universidad, cuando viven a siete horas por tierra de Florencia, 12 de Villavicencio y 15 de Bogotá.
Lea también: La preocupación por “expansión paramilitar” en cinco regiones durante Gobierno Petro
Por eso, en parte, es que ingresar al grupo armado ilegal que tiene el poder del territorio se convierte en una opción para los jóvenes, así hayan crecido viendo cómo esa misma organización rebelde cobra extorsiones y es responsable de desplazamiento forzado y amenaza a líderes sociales y firmantes de paz, entre otros hechos.
Por eso, en parte, es que los pobladores de las 300.000 hectáreas de selvas y sabanas del Yarí han pedido que en esta nueva negociación de paz (la segunda que tiene como epicentro su región) se priorice una transformación de verdad en su territorio, para que de una vez por todas puedan vivir tranquilos e impulsar sus alternativas de desarrollo con la seguridad de que no llegará una nueva estructura armada, con otro brazalete, a ejercer el dominio y arrebatarles a más jóvenes para la misma guerra sinfín, que ha dejado al menos 62.473 víctimas en San Vicente del Caguán.
La disidencia llena los vacíos ante la mirada del Estado
En la década de 1970, el periodista Germán Castro Caycedo recorrió estas tierras para rastrear la historia de su libro Mi alma se la dejo al diablo.
“En los llanos del Yarí todos éramos pobres. Todos luchábamos mucho. Los hatos eran muy grandes: miles de hectáreas de tierra virgen que teníamos que dominar”, relata uno de los personajes. “Tierra fértil, pero alejada de todo, sin carreteras, sin un puesto de salud, sin una droga. Tierra dura, señor. Tierra brava”.
Cincuenta años después, sus palabras siguen vigentes casi en toda esta región, excepto en El Diamante.
En medio de la llanura, frente a las casas de paredes de tabla y techo de zinc, se levanta un colegio hecho de ladrillo y cemento, con 11 salones, dormitorios para internado, baños enchapados en baldosa, sala de reuniones, biblioteca, laboratorios, parque infantil y cancha de baloncesto. A menos de 500 metros se ven tractores y una cosechadora frente a tres graneros gigantes con toda la infraestructura agroindustrial necesaria para procesar arroz y emplear a medio centenar de personas: ascensor, limpiador, rodillo, separador, molino y una máquina de empacado.
Más allá, junto a una finca extensa cultivada con caña, sorgo, maíz y frijol, se construye un trapiche de panela, y seis kilómetros en dirección oriente aparece una construcción en concreto, de casi 20 metros de altura: el acueducto para abastecer a todas esas obras.
Le puede interesar: Así nació el grupo que se separó de Mordisco y que ahora negocia la paz con Petro
Ese caserío moderno enterrado en el Yarí podría parecer el milagro de la presencia estatal que las comunidades han reclamado gobierno tras gobierno, pero un mural en lo alto del acueducto, con el rostro pintado de un viejo conocido en esta zona, delata quién está detrás de la construcción: el Bloque Jorge Suárez Briceño del EMBF.
El boquete que abrió el abandono del Estado acá es de tal magnitud, que el grupo pudo construir todas esas obras desde hace más de dos años sin cuestionamiento alguno, con todas las ventajas que eso representa para legitimarse ante la población.
Con la ventana que le ha dado el proceso de paz, el jefe del grupo disidente, Alexánder Díaz Mendoza (Calarcá), recorre las construcciones y las enseña sin modestia. Ha traído a los negociadores del Gobierno, a los representantes de las Naciones Unidas y los países garantes y acompañantes, a las cabezas de las entidades encargadas de formalizar el funcionamiento del colegio (el que más trabas ha tenido, especialmente porque en un primer momento se le llamó Gentil Duarte, como uno de los primeros disidentes del Acuerdo de 2016).
“Sí, esto lo construimos las FARC, yo no puedo negarlo, pero eso no es de nosotros, eso es de los campesinos. La lucha de nosotros es porque haya herramientas, tierra, transformaciones. Estamos implementando las transformaciones nosotros, que somos proletarios”, nos dice Calarcá unas horas más tarde, durante una extensa entrevista que se publicó el sábado pasado en este periódico y en la que, entre otros temas, hablaba del futuro de los diálogos de paz y su negativa a entregar las armas.
Además: Gobierno revoca nombramiento de siete disidentes de FARC como gestores de paz
Kyle Jhonson, investigador de la Fundación Conflict Responses, asegura que hay que hacer una lectura más amplia de esas obras: “Claramente, es un intento de construir legitimidad. No es que hagan todo porque tienen un gran corazón; eso tiene una ganancia, una inversión en construcción de poder en lo local, y de alguna forma es un gana gana: sirve para negociar y sirve para la guerra”.
En diálogo con Colombia+20, Camilo González Posso, jefe de la delegación de Gobierno en los diálogos con la disidencia de Calarcá, habló sobre algunos de los proyectos que se están adelantando en esa región, como el colegio.
“Hay muchas acciones que vienen haciendo grupos guerrilleros desde hace tiempo. Ha sido parte de la relación con las comunidades. En este caso estamos considerando unas iniciativas del Bloque Suárez Briceño en el Yarí, pero la idea es que eso entre a ser parte de un funcionamiento institucional que se vaya a regularizando y vaya transitando a la institucionalidad”, explicó.
Estando acá, lo único claro es que no se pueden hacer lecturas en blanco y negro ni poner a la población en un extremo de rechazo o respaldo absolutos a la nueva configuración del poder a manos de esa disidencia.
De hecho, las organizaciones sociales, campesinas y étnicas de esta región de la Orinoquia, que llevan más de cuatro décadas consolidando sus apuestas, han debatido de fondo al respecto.
Un líder campesino que pidió no citar su nombre resume así la situación: “Ha habido tensiones leves y muchas reflexiones, porque mientras algunos ven esas obras del grupo como una forma de ‘echarse al bolsillo’ a las comunidades, otros plantean que es un proyecto importante, porque han hecho puentes, vías, escuelas, han entregado tierras. Se lo digo sencillo: lo que debería hacer el Estado lo está haciendo la guerrilla”.
La tierra y el debate por la deforestación
Las sabanas del Yarí han sido testigo del reciclaje de la guerra en Colombia y podrían ser un modelo a escala de la historia del país. En los años 50, algunos comandantes de las guerrillas liberales de Guadalupe Salcedo que no se desmovilizaron resultaron en el Yarí.
Luego, estas llanuras fueron el destino de miles de campesinos que huían de la época de La Violencia y buscaban un pedazo de tierra. Como documentó la Comisión de la Verdad, los rumores sobre esos terrenos extensos, fértiles y sin control del Estado llegaron a oídos de los narcos del cartel de Medellín, que compraron haciendas, promovieron los cultivos de coca y construyeron Tranquilanda, un complejo de producción de cocaína con 19 laboratorios y nueve pistas de aterrizaje que fue descubierto y desmantelado en 1984. Las FARC se encargaron de sacar a los narcos del territorio, que tras el bombardeo a Casa Verde, en 1991, se convertiría en su zona de retaguardia estratégica.
Una de las personas que se ha dedicado a estudiar los líos de estas tierras es Pedro Arenas, cofundador de la corporación Viso Mutop y delegado del Gobierno en los diálogos de paz con el EMBF. Según explica, además de la falta de un proceso de zonificación ambiental, los desafíos del ordenamiento territorial están atados a que parte de los predios pertenecen a zonas especiales de manejo, colindan con zonas de reserva forestal o Parques Nacionales Naturales.
“Hay una diversidad de figuras de ordenamiento que necesitan armonizarse y actualizarse, sobre todo en cuanto a ocupación humana, y todo eso debe atender a desafíos y compromisos que tenemos para proteger los ecosistemas”, dice Arenas.
El tema ha sido una de las principales trabas en la mesa de diálogos de paz, pues requiere compromisos del Ministerio de Ambiente, la Agencia Nacional de Tierras y el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, entre otras instituciones.
Y, al igual que con las obras, el tema de las tierras ha sido capitalizado por el Estado Mayor de Frentes y Bloques, que en sus zonas de dominio está entregando predios a campesinos y recientemente prohibió la deforestación. En otras regiones, el grupo ha adelantado una suerte de censos, que incluyen mediciones de las fincas, para cobrar extorsiones (que ellos llaman “impuestos”) a los propietarios.
“Lo que todo esto muestra es que estamos ante grupos más pragmáticos, que no van tras revoluciones nacionales sino locales o, incluso, veredales. Usan como telón de fondo la ausencia estatal para mostrar que lo que hacen sí funciona”, dice Luis Fernando Trejos, profesor de la Universidad del Norte.
Mientras los diálogos avanzan a paso lento, la población del Yarí vive entre la promesa de paz y el temor de que se desate una nueva guerra. Los rumores de que las estructuras de Mordisco o la Segunda Marquetalia quieren ganarle terreno a Calarcá se extienden por una región que ha resistido a lo más cruento del conflicto, pero que mantiene la expectativa de que un día puedan vivir en paz y abrir las puertas de su territorio al mundo.
*Esta pieza periodística hace parte de la iniciativa “Comunidades que Transforman” de El Espectador, el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ por su sigla en inglés) y la Embajada de la Unión Europea. Esta es una alianza para producir contenidos que narran los esfuerzos de las organizaciones comunitarias, las autoridades y el sector privado en la construcción de paz.
✉️ Si tiene información o denuncias sobre temas relacionadas con la paz, el conflicto, las negociaciones de paz o algún otro tema que quiera compartirnos o que trabajemos, puede escribirnos a: cmorales@elespectador.com; jrios@elespectador.com; pmesa@elespectador.com; jcontreras@elespectador.com o aosorio@elespectador.com
La guerra le dio el nombre de Argemiro. Tiene 22 años, la mirada punzante y una piel cobriza curtida por el sol que contrasta con su uniforme verde. Los 12 kilos de la ametralladora comando 762 que cuelga de su hombro derecho lo hacen caminar más despacio que el resto. Al llegar a la camioneta 4x4, toma impulso y mete el arma dentro del platón. “Téngame acá este animal, camarada”, le dice a otra de las guerrilleras, unos cinco años menor que él, mientras sube de un brinco y se acomoda.
Son las 12:30 p. m. del último sábado de noviembre y la temperatura está en 32 grados en las sabanas del Yarí, otrora zona de retaguardia del Bloque Oriental de las extintas FARC que firmaron la paz con el Estado en 2016. Recorremos la misma carretera que cientos de antiguos combatientes de esa guerrilla caminaron para asistir a la Décima Conferencia, en la que socializaron ese Acuerdo de Paz y decidieron entregar las armas. Poco después de que el conductor se pone en marcha, Argemiro empieza a deshacerse de sus curiosidades.
—¿Y qué dicen de la guerrilla allá en la ciudad? Me imagino que nos tienen miedo…
—Alguna gente sí.
—Es que han metido muchos cuentos de nosotros. Acá estamos es luchando por los pobres y contra la oligarquía —me dice con el ceño fruncido y esa voz grave que no conoce de decibeles bajos.
La conversación continúa mientras nos movemos de regreso a El Diamante, el caserío donde nos recibieron los miembros del Estado Mayor de Bloques y Frentes (EMBF), la mayor disidencia de las FARC que se mantiene en un proceso de paz con el Gobierno Petro. Para llegar hasta allá hay que recorrer durante cuatro horas una trocha de casi 200 kilómetros en la que solo hay permiso de transitar de 6 de la mañana a 6 de la tarde.
No hay forma de llegar sin comer del polvo rojo del camino. Los vehículos que serpentean por estas llanuras (habitadas por más vacas que personas) deben andar con los vidrios abajo, y los motociclistas tienen prohibido usar casco, para identificar quién se mueve por la región.
Son medidas que se tomaron hacia mitad de año, cuando se dividió el Estado Mayor Central (EMC) e inició la guerra entre sus dos comandantes: Iván Mordisco y Calarcá Córdoba (que continúa en la mesa de diálogos junto a las estructuras del EMBF).
“Esto es como un sándwich. Nosotros, la población, somos la carne, estamos en la mitad de esos grupos. No son solo Mordisco y Calarcá, sino también la Segunda Marquetalia (creda por Iván Márquez)”, dice el sacerdote Emilio Chancí, quien llegó a esta región hace 21 años.
El temor ante una incursión de un grupo enemigo es tal que desde hace casi dos años los pobladores deben portar un carné especial, expedido por la Junta de Acción Comunal: la prueba de que son locales.
La norma, por supuesto, no la impuso la Registraduría, la Alcaldía ni ninguna institución del Estado. Acá, en medio de las sabanas del Yarí, nadie sabe qué es eso. El abandono es tan latente que ni siquiera tenemos certeza del municipio o departamento al que pertenecen estas tierras, que llevan décadas en litigio entre La Macarena (Meta) y San Vicente del Caguán (Caquetá).
Tan latente, que la vía por la que nos movemos fue construida entre la comunidad y la guerrilla, que las casas de material son un lujo de pocos, que los servicios públicos básicos todavía son una ilusión, que los niños ven casi imposible llegar a una universidad, cuando viven a siete horas por tierra de Florencia, 12 de Villavicencio y 15 de Bogotá.
Lea también: La preocupación por “expansión paramilitar” en cinco regiones durante Gobierno Petro
Por eso, en parte, es que ingresar al grupo armado ilegal que tiene el poder del territorio se convierte en una opción para los jóvenes, así hayan crecido viendo cómo esa misma organización rebelde cobra extorsiones y es responsable de desplazamiento forzado y amenaza a líderes sociales y firmantes de paz, entre otros hechos.
Por eso, en parte, es que los pobladores de las 300.000 hectáreas de selvas y sabanas del Yarí han pedido que en esta nueva negociación de paz (la segunda que tiene como epicentro su región) se priorice una transformación de verdad en su territorio, para que de una vez por todas puedan vivir tranquilos e impulsar sus alternativas de desarrollo con la seguridad de que no llegará una nueva estructura armada, con otro brazalete, a ejercer el dominio y arrebatarles a más jóvenes para la misma guerra sinfín, que ha dejado al menos 62.473 víctimas en San Vicente del Caguán.
La disidencia llena los vacíos ante la mirada del Estado
En la década de 1970, el periodista Germán Castro Caycedo recorrió estas tierras para rastrear la historia de su libro Mi alma se la dejo al diablo.
“En los llanos del Yarí todos éramos pobres. Todos luchábamos mucho. Los hatos eran muy grandes: miles de hectáreas de tierra virgen que teníamos que dominar”, relata uno de los personajes. “Tierra fértil, pero alejada de todo, sin carreteras, sin un puesto de salud, sin una droga. Tierra dura, señor. Tierra brava”.
Cincuenta años después, sus palabras siguen vigentes casi en toda esta región, excepto en El Diamante.
En medio de la llanura, frente a las casas de paredes de tabla y techo de zinc, se levanta un colegio hecho de ladrillo y cemento, con 11 salones, dormitorios para internado, baños enchapados en baldosa, sala de reuniones, biblioteca, laboratorios, parque infantil y cancha de baloncesto. A menos de 500 metros se ven tractores y una cosechadora frente a tres graneros gigantes con toda la infraestructura agroindustrial necesaria para procesar arroz y emplear a medio centenar de personas: ascensor, limpiador, rodillo, separador, molino y una máquina de empacado.
Más allá, junto a una finca extensa cultivada con caña, sorgo, maíz y frijol, se construye un trapiche de panela, y seis kilómetros en dirección oriente aparece una construcción en concreto, de casi 20 metros de altura: el acueducto para abastecer a todas esas obras.
Le puede interesar: Así nació el grupo que se separó de Mordisco y que ahora negocia la paz con Petro
Ese caserío moderno enterrado en el Yarí podría parecer el milagro de la presencia estatal que las comunidades han reclamado gobierno tras gobierno, pero un mural en lo alto del acueducto, con el rostro pintado de un viejo conocido en esta zona, delata quién está detrás de la construcción: el Bloque Jorge Suárez Briceño del EMBF.
El boquete que abrió el abandono del Estado acá es de tal magnitud, que el grupo pudo construir todas esas obras desde hace más de dos años sin cuestionamiento alguno, con todas las ventajas que eso representa para legitimarse ante la población.
Con la ventana que le ha dado el proceso de paz, el jefe del grupo disidente, Alexánder Díaz Mendoza (Calarcá), recorre las construcciones y las enseña sin modestia. Ha traído a los negociadores del Gobierno, a los representantes de las Naciones Unidas y los países garantes y acompañantes, a las cabezas de las entidades encargadas de formalizar el funcionamiento del colegio (el que más trabas ha tenido, especialmente porque en un primer momento se le llamó Gentil Duarte, como uno de los primeros disidentes del Acuerdo de 2016).
“Sí, esto lo construimos las FARC, yo no puedo negarlo, pero eso no es de nosotros, eso es de los campesinos. La lucha de nosotros es porque haya herramientas, tierra, transformaciones. Estamos implementando las transformaciones nosotros, que somos proletarios”, nos dice Calarcá unas horas más tarde, durante una extensa entrevista que se publicó el sábado pasado en este periódico y en la que, entre otros temas, hablaba del futuro de los diálogos de paz y su negativa a entregar las armas.
Además: Gobierno revoca nombramiento de siete disidentes de FARC como gestores de paz
Kyle Jhonson, investigador de la Fundación Conflict Responses, asegura que hay que hacer una lectura más amplia de esas obras: “Claramente, es un intento de construir legitimidad. No es que hagan todo porque tienen un gran corazón; eso tiene una ganancia, una inversión en construcción de poder en lo local, y de alguna forma es un gana gana: sirve para negociar y sirve para la guerra”.
En diálogo con Colombia+20, Camilo González Posso, jefe de la delegación de Gobierno en los diálogos con la disidencia de Calarcá, habló sobre algunos de los proyectos que se están adelantando en esa región, como el colegio.
“Hay muchas acciones que vienen haciendo grupos guerrilleros desde hace tiempo. Ha sido parte de la relación con las comunidades. En este caso estamos considerando unas iniciativas del Bloque Suárez Briceño en el Yarí, pero la idea es que eso entre a ser parte de un funcionamiento institucional que se vaya a regularizando y vaya transitando a la institucionalidad”, explicó.
Estando acá, lo único claro es que no se pueden hacer lecturas en blanco y negro ni poner a la población en un extremo de rechazo o respaldo absolutos a la nueva configuración del poder a manos de esa disidencia.
De hecho, las organizaciones sociales, campesinas y étnicas de esta región de la Orinoquia, que llevan más de cuatro décadas consolidando sus apuestas, han debatido de fondo al respecto.
Un líder campesino que pidió no citar su nombre resume así la situación: “Ha habido tensiones leves y muchas reflexiones, porque mientras algunos ven esas obras del grupo como una forma de ‘echarse al bolsillo’ a las comunidades, otros plantean que es un proyecto importante, porque han hecho puentes, vías, escuelas, han entregado tierras. Se lo digo sencillo: lo que debería hacer el Estado lo está haciendo la guerrilla”.
La tierra y el debate por la deforestación
Las sabanas del Yarí han sido testigo del reciclaje de la guerra en Colombia y podrían ser un modelo a escala de la historia del país. En los años 50, algunos comandantes de las guerrillas liberales de Guadalupe Salcedo que no se desmovilizaron resultaron en el Yarí.
Luego, estas llanuras fueron el destino de miles de campesinos que huían de la época de La Violencia y buscaban un pedazo de tierra. Como documentó la Comisión de la Verdad, los rumores sobre esos terrenos extensos, fértiles y sin control del Estado llegaron a oídos de los narcos del cartel de Medellín, que compraron haciendas, promovieron los cultivos de coca y construyeron Tranquilanda, un complejo de producción de cocaína con 19 laboratorios y nueve pistas de aterrizaje que fue descubierto y desmantelado en 1984. Las FARC se encargaron de sacar a los narcos del territorio, que tras el bombardeo a Casa Verde, en 1991, se convertiría en su zona de retaguardia estratégica.
Una de las personas que se ha dedicado a estudiar los líos de estas tierras es Pedro Arenas, cofundador de la corporación Viso Mutop y delegado del Gobierno en los diálogos de paz con el EMBF. Según explica, además de la falta de un proceso de zonificación ambiental, los desafíos del ordenamiento territorial están atados a que parte de los predios pertenecen a zonas especiales de manejo, colindan con zonas de reserva forestal o Parques Nacionales Naturales.
“Hay una diversidad de figuras de ordenamiento que necesitan armonizarse y actualizarse, sobre todo en cuanto a ocupación humana, y todo eso debe atender a desafíos y compromisos que tenemos para proteger los ecosistemas”, dice Arenas.
El tema ha sido una de las principales trabas en la mesa de diálogos de paz, pues requiere compromisos del Ministerio de Ambiente, la Agencia Nacional de Tierras y el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, entre otras instituciones.
Y, al igual que con las obras, el tema de las tierras ha sido capitalizado por el Estado Mayor de Frentes y Bloques, que en sus zonas de dominio está entregando predios a campesinos y recientemente prohibió la deforestación. En otras regiones, el grupo ha adelantado una suerte de censos, que incluyen mediciones de las fincas, para cobrar extorsiones (que ellos llaman “impuestos”) a los propietarios.
“Lo que todo esto muestra es que estamos ante grupos más pragmáticos, que no van tras revoluciones nacionales sino locales o, incluso, veredales. Usan como telón de fondo la ausencia estatal para mostrar que lo que hacen sí funciona”, dice Luis Fernando Trejos, profesor de la Universidad del Norte.
Mientras los diálogos avanzan a paso lento, la población del Yarí vive entre la promesa de paz y el temor de que se desate una nueva guerra. Los rumores de que las estructuras de Mordisco o la Segunda Marquetalia quieren ganarle terreno a Calarcá se extienden por una región que ha resistido a lo más cruento del conflicto, pero que mantiene la expectativa de que un día puedan vivir en paz y abrir las puertas de su territorio al mundo.
*Esta pieza periodística hace parte de la iniciativa “Comunidades que Transforman” de El Espectador, el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ por su sigla en inglés) y la Embajada de la Unión Europea. Esta es una alianza para producir contenidos que narran los esfuerzos de las organizaciones comunitarias, las autoridades y el sector privado en la construcción de paz.
✉️ Si tiene información o denuncias sobre temas relacionadas con la paz, el conflicto, las negociaciones de paz o algún otro tema que quiera compartirnos o que trabajemos, puede escribirnos a: cmorales@elespectador.com; jrios@elespectador.com; pmesa@elespectador.com; jcontreras@elespectador.com o aosorio@elespectador.com