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El pescador Abel Antonio González fue interceptado por un grupo de hombres armados cuando hacía el trayecto entre Taparal, un caserío a orillas del río San Juan, y Quícharo, otro pueblo más pequeño al que se llega remontando aguas arriba por un afluente pequeño y cristalino.
Los armados le ordenaron que se embarcara con ellos en una lancha, en la que se lo llevaron para asesinarlo. Pero Abel Antonio logró escaparse porque se arrojó al río, a pesar de sus heridas. Llegó a Quícharo con ayuda de un hermano y de allí tuvo que salir huyendo a Docordó, el único municipio de la región, cabecera del Litoral del San Juan. Hasta allá lo persiguieron las amenazas, por eso al final Abel Antonio terminó desplazado en Buenaventura. Todo esto ocurrió en 2008, mientras en el río San Juan en Chocó se sufría la disputa entre las Farc y las nuevas estructuras paramilitares que se reconfiguraron tras la desmovilización de las Autodefensas.
Tal hecho motivó que la mayoría de familias de Quícharo se desplazara a otros caseríos del río San Juan, por miedo a las represalias que los armados pudieran tomar contra ellos debido a que habían ayudado a escapar al pescador Abel Antonio González.
“La comunidad se desplazó porque había rumores de que el grupo armado que atentó contra la vida del señor González iba a ir a Quícharo a hacerle responder a la comunidad por escaparse. Las tres comunidades debieron asumir la responsabilidad reuniéndose con los grupos armados ilegales, mediando para que no atentaran contra la comunidad de Quícharo”, declararon los habitantes.
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Esta historia está contenida en uno de los cinco tomos del informe Etnocidio, daño al territorio y perspectivas de armonización, que fue presentado por la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico (CIVP) el pasado 15 de junio en Bogotá, con presencia de delegados de todo el litoral así como de miembros del cuerpo diplomático, organizaciones de cooperación internacional y representantes de distintos sectores de la sociedad civil. El presidente Iván Duque también fue invitado al evento, pero no confirmó su asistencia, desde su oficina respondieron que no se presentaría por asuntos de agenda.
“La violación de derechos humanos continúa en el Pacífico, vivimos una tragedia humanitaria”, aseguró el sacerdote Albeiro Parra durante el lanzamiento, detallando que el mandato para crear una Comisión propia, que investigara y esclareciera las dinámicas del conflicto en la región desde una mirada étnica, fue dado por varias organizaciones étnico-territoriales en 2014 durante la asamblea anual de la Coordinación Regional del Pacífico, la cual el sacerdote preside.
Ello ocurrió antes de que los diálogos de La Habana llegaran a buen termino, antes también de que se hubiera creado la Comisión de la Verdad, cuyo propósito será producir un informe (que se entregará el próximo 28 de junio) para esclarecer las causas que subyacen a la violencia en Colombia. Desde entonces varios consejos comunitarios y organizaciones indígenas se pensaron una investigación a gran escala que hiciera lo mismo, desde su perspectiva, en los territorios colectivos del Pacífico colombiano.
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El resultado es este informe recién lanzado, que abarca un periodo de estudio desde 1982, cuando aparecen los primeros grupos guerrilleros en la región pacífica, hasta 2018, primer año del mandato de Iván Duque. El informe está dividido en cinco tomos que cubren diez subregiones del litoral desde el Darién hasta Tumaco, en la frontera con el Ecuador.
“Estamos marcando un hito”, aseguró Mary Cruz Rentería, secretaria general de la CIVP y activista del Proceso de Comunidades Negras en Buenaventura: “nos tocó hacer este informe en un contexto donde se violan los derechos, no es un producto acabado”, dijo. Su meta próxima será recorrer de nuevo el litoral socializando los hallazgos de la investigación. La Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico no tiene precedentes en el mundo, pues es la primera de su tipo que se crea para esclarecer los daños que el conflicto armado provocó sobre comunidades étnicas. Su gran apuesta política es que las recomendaciones del informe tengan impacto en la sociedad civil y las decisiones del gobierno.
Jesús Alfonso Flórez, un antropólogo y antiguo sacerdote que asesoró todo el proceso, explica que el carácter autónomo e independiente de la CIVP no busca ni rivalizar, ni convertirse en una verdad paralela al trabajo que está realizando la Comisión de la Verdad, sino que quieren ser ejercicios complementarios.
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De hecho, este mismo informe fue entregado a la CEV en Cali durante un evento privado con el comisionado Leyner Palacios, quien antes de integrar la Comisión de la Verdad se había desempeñado justamente como secretario general de la CIVP. De acuerdo con Palacios, una de las tesis de la CEV sobre los estragos del conflicto en los territorios étnicos tiene que ver con que existe un racismo estructural de la sociedad colombiana.
“Esto se permite porque es una forma de consolidar el racismo”, dijo Leyner Palacios cuando tomó la palabra en el evento. Según él, la violencia contra estas comunidades no escandaliza al establecimiento, se permite y se tolera, como si negros e indígenas fueran “sujetos de menor valor”.
Para la CIVP todo el proceso metodológico parte de entender “el territorio como sujeto de derechos, por lo tanto, es la primera víctima del conflicto”, sostiene Jesús Flórez, quien puntualiza que el concepto de etnocidio, que atraviesa toda la investigación, se explica en la manera como la guerra destruyó la identidad de los pueblos étnicos: “El conflicto generó otras formas de relacionarse con el territorio”, asegura Florez.
Entre los hallazgos más significativos están varias categorías de daño causadas por la guerra y que demostrarían que se rompieron dinámicas clave para la identidad de los pueblos afro e indígenas, como el uso que hacían de sus recursos o los cambios en la producción y la cultura tradicional que generaron, por ejemplo, la llegada de los cultivos ilícitos, del extractivismo o de los megaproyectos, siendo Buenaventura una muestra emblemática de este último caso.
Según el informe, la violencia provocó “una desestructuración cultural caracterizada como etnocidio manifestado en la profanación del territorio a través de los daños a la espiritualidad propia, al medio ambiente, al uso y control del territorio, a las relaciones sociales y a la integridad y dignidad de las personas”.
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Entre los elementos reveladores están los testimonios de pobladores que dan cuenta de grupos armados que únicamente operaron en la región del Pacífico y que son prácticamente desconocidos en la historia del país, como ocurre con las Fuerzas Armadas Revolucionarias Indígenas del Pacífico (Farip), el grupo Benkos Biohó, una guerrilla afrocolombiana que existió en el río San Juan y fue exterminada por el Ejército, o el Ejército Revolucionario Guevarista, la disidencia del Eln que consolidó su base de operaciones entre el Chocó y el occidente del Risaralda, además fue la única guerrilla desmovilizada gracias a la ley de Justicia y Paz.
De acuerdo con las cifras y tablas citadas en el informe, los mayores picos de violencia registrados en la región coinciden (como en el resto del país) con el ascenso del paramilitarismo a finales de los noventa y los comienzos de la seguridad democrática durante el primer gobierno de Álvaro Uribe.
Al final del evento tomó la palabra Juliette de Rivero, representante en Colombia de la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Sus palabras fueron el cierre de una jornada en la que los pueblos étnicos del Pacífico clamaron para que su testimonio sea conocido: “Esta verdad queda sembrada en nuestras conciencias. Es una verdad que le duele al territorio, a los pueblos, a sus mujeres, a los niños”, dijo Rivero, que hizo un fuerte llamado a los grupos armados: “basta de sembrar muerte y terror”.