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Una corta obra de teatro comienza con varias personas sentadas haciendo una U, se miran y se presentan. Cada quien dice su lugar de origen, y llega el turno del que nació en Juan Frío. Inmediatamente los otros miran señalan, le dicen paramilitar, le hablan de violencia. Entonces esa persona se cubre y luego se levanta: su tierra ya no es más violencia ni dolor, ahora Juan Frío es territorio de esperanza.
Esta escena se dio en la conmemoración Huellas y Resistencia en Juan Frío: territorio de esperanza, un espacio en el que los habitantes de Juan Frío, en cabeza de las mujeres, recordaron y homenajearon a las víctimas de la masacre del 24 de septiembre de 2000. Ese fue el inicio de la incursión paramilitar en su territorio, cuando, a manos del Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia, fueron asesinados cinco hombres y una mujer.
A partir de esa fecha, las armas de las AUC se instalaron en el territorio, intentando sacar a las guerrillas de las Farc y del Eln que hacían presencia en el Catatumbo. La zona era estratégica para el cultivo de coca y el narcotráfico, pues es fronteriza con Venezuela. Ese año en Villa del Rosario las víctimas reportadas fueron 224, mientras que en 1999 habían sido 71. Los dos años siguientes a la masacre las víctimas fueron en promedio 400 por año. Juan Frío fue, además, el lugar en el que los paramilitares instalaron la práctica macabra de cremar cuerpos en hornos crematorios que construyeron. De esa manera desaparecieron al menos 506 personas, según cuenta el libro Me hablarás del fuego: los hornos de la infamia, de Javier Osuna.
Los grupos guerrilleros que estaban y la violencia paramilitar que arremetió con furia crearon un estigma sobre este corregimiento, y es de eso de lo que se quieren sacudir. Juan Frío ya no es así, “no es un territorio de violencia, sí hemos sido tocados por la violencia, pero ya es justo que nos dejen tranquilos”, dice Fideligna Gómez, una mujer que hace 37 años vive en este corregimiento. Es víctima del conflicto, fue secuestrada y torturada, y ahora hace parte de la Junta de Acción Comunal, desde donde trabajó por la conmemoración de las víctimas. De hecho, Juan Frío es sujeto de reparación colectiva desde 2013 y por eso cada año se organiza una conmemoración con apoyo de la Unidad para las Víctimas y de la cooperación alemana GIZ.
Gómez cuenta que cada vez hacen algo mejor para recordar a los que ya no están, por eso se puso tan feliz cuando desde la organización Quinta con Quinta le presentaron la idea de conmemorar desde el arte y de la mano del Centro Nacional de Memoria Histórica. “La Quinta” no es ajena al territorio, de hecho este grupo de jóvenes nortesantandereanos ya llevaban un proceso con los niños y jóvenes del territorio a través de la Escuela Itinerante Del Norte Bravos Hijos, así como un proyecto con mujeres y niñas, apoyado por el Fondo Lunaria.
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Todo se juntó para hacer memoria. Desde junio Paola Cañizares y Andrea Quiñonez, de 5ta con 5ta, empezaron a trabajar con un grupo de 25 mujeres y niñas de todas las edades para pensar “cómo era el papel de las mujeres como constructoras de memoria, cómo pensar un tejido social desde la concepción de feminidad de cada una y cómo hacíamos ese proceso teniendo como herramienta artística el tejido”, explica Quiñonez, quien fue la tallerista de tejido. Esta actividad ya la había desarrollado en otras ocasiones, pero esta vez decidieron tejer mochilas y, a través de la técnica Wayúu, crearon las Mochilas de la memoria, tomando elementos de las Tejedoras de Mapuján, viendo el tejido como una posibilidad de sanación.
Cañizares, por su parte, trabajó desde la creación audiovisual con las más jóvenes. Tomaron fotografías y realizaron el documental Tejedoras de memoria, sobre el trabajo que estaban realizando las otras mujeres. Estos Círculos de sororidad, como se llamó el proceso, pusieron en evidencia las heridas que la misma guerra había dejado en las mujeres, que vivieron el conflicto de manera distinta.
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Andrea Cañizares explica que las primeras sesiones fueron tensas, quizás porque la violencia siempre complica la convivencia y genera desconfianza. “Lo que sentimos es que en el ejercicio de encontrarnos todos los sábados y hacer actividades que nos ayudaban a expresar, a soltar y la misma realización de los productos fue haciendo más agradable el proceso”, dice. Además tenían otro objetivo: “quisimos derribar esas rivalidades que nos han metido en la cabeza, eso que no nos deja construir porque nos crían como enemigas. Y en el contexto rural muchas veces se refuerza esa violencia diciendo "si la violaron fue por algo" o "si se metió con el comandante paramilitar era porque le gustaba". Pudimos avanzar simbólicamente en construir un tejido social de mujeres, que está cargado de afectos y de cuidado”.
De esa manera las mujeres podrían exteriorizar ese cariño, aunque fuera para hablar del dolor.Y llegó el momento para la memoria. Durante el taller de tejido las mujeres, además, bordaron un lienzo de manera colectiva. Ahí pusieron lo que ellas veían en su corregimiento: las famosas cachamas, las hortalizas y la paz. Esa tela se convirtió en el boceto de un gran mural a la entrada del pueblo, en la pared de la casa de un hijo de Nohora Albeira de García Delgado y Carlos Julio García, víctimas de la masacre. Ahí empezó la Caminata por la vida, inaugurando el muro y recordando a estas dos personas. Luego caminaron por cuatro estaciones más, que fueron los lugares en los que murieron las víctimas: en el colegio, en una casa, en una trocha y donde está la virgen. Hubo eucaristía, un rap, escrito e interpretado por mujeres, inspirado en ese episodio violento, actos simbólicos, documental y la pequeña obra de teatro.
Ahora, a la entrada de Juan Frío se siente el olor a cilantro, se ve una valla que da la bienvenida y dice que ese es un territorio de paz y aparece el mural que le recuerda a los habitantes de este corregimiento que ellos no son lo que les hicieron, que hay esperanza, que se están reconstruyendo y la iniciativa la llevan las mujeres.