Juan Miguel Álvarez: relatos sobre la violencia en las dos Colombias
En el libro “Verde tierra calcinada”, Juan Miguel Álvarez narra la hostilidad de la guerra colombiana, la exposición de las zonas rurales más pobres y las consecuencias de que en las ciudades aún se crea que ese conflicto es lejano y ajeno.
Laura Camila Arévalo Domínguez
En “esa oscuridad de monte en la que a dos metros de distancia solo se ve la noche absoluta” viven los más frágiles. Los que le contaron a Juan Miguel Álvarez que las fosas para enterrar a las víctimas —que eran sus papás, hermanos, tíos, esposos e hijos— no se excavaban rectangulares. Se hacían como un hoyo redondo porque para los paramilitares era mucho más sencillo desaparecer personas descuartizadas que optar por deshacerse de un “cuerpo estirado y rígido”.
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En esa Colombia profunda aún siguen resistiendo los campesinos acorralados que habitan las zonas rojas en las que, según lo que ellos mismos han podido concluir, el Estado no envía nada más que Ejército porque si invierte en obras sociales les facilita la vida a los grupos armados. Allá están los pobres, los más vulnerables, los que, sin armas, han tenido que defenderse de los paramilitares que los acusaban de guerrilleros, de los guerrilleros que creían que les ayudaban a los paramilitares o del Ejército que, en vez de defenderlos, les atribuyó crímenes ya ni saben de qué ni por qué.
Álvarez, periodista y cronista, fue escogido como uno de los finalistas del Premio Biblioteca Narrativa Colombiana 2019, por Verde tierra calcinada, un libro de crónicas que narra lo que encontró a lo largo de los meses en los que fue contratado por la oficina de Especiales Regionales de la revista Semana para recopilar historias de resiliencia y perdón con motivo de las negociaciones de paz en La Habana.
“¿Después de cuántos viajes por esta verde tierra calcinada lograré acostumbrarme a este tipo de periodismo?”, se preguntó Álvarez en las páginas de su libro. Seguramente nunca, pero de ese cuestionamiento nació el título de una obra que, con descripciones precisas, recreó el trasegar del desplazamiento, la hostilidad de la pobreza, la impotencia de la vulnerabilidad y el salvajismo de la guerra. Los puntos fijados en el mapa fueron La Puria y Guaduas, en el Chocó; el Cañón de las Hermosas, en Tolima; El Arenillo, en el Valle del Cauca; La Balsa, en Nariño; Calamar, en Guaviare, y La Coca, en Quindío.
Es difícil escribir de guerra en un país que ya está harto. En Colombia la memoria falla tanto que se habla de cincuenta años de conflicto. Como si los muertos anteriores ya no contaran, como si esas víctimas no se tuviesen que tomar en cuenta para entender el porqué de nuestra continua inclinación a la violencia. Sí, Colombia tiene derecho al hastío del conflicto, pero ese tedio se convierte en apatía y esta guerra interna aún no termina. En el libro de Álvarez, las historias transcurren por los días en los que el gobierno de Juan Manuel Santos negociaba con la extinta guerrilla de las Farc, pero no son lejanas a este tiempo, en el que el cumplimiento de los acuerdos tambalea, las disidencias de las Farc ocupan tierras que antes habitaba esa guerrilla, los cultivos ilícitos siguen cobrando vidas, no se ha comenzado a negociar con la guerrilla del Eln y hoy, 11 de enero, ya se cuentan siete líderes sociales asesinados.
Sí, la violencia es agotadora, pero los que viven en medio no pueden apagar el televisor y desentenderse de la guerra. Es más, ni siquiera tienen televisor, acueducto, electricidad, ni señal para celular y no todas sus tierras han sido devueltas para cultivar. Ellos viven sobre, en medio, debajo y al lado del peligro. Aunque el panorama después de negociar la paz ha sido más amable, la lucha continúa.
Álvarez, con unas pausas entre cada viaje a las zonas rurales, habla de contrastes. De cómo fue “retornar a la burbuja”: volver a Bogotá. De la estructura de madera y bahareque, con las paredes deterioradas, piso de tabla y comida sin cubiertos, al Parque de la 93 “con sus restaurantes que ofrecen cartas a precios neoyorquinos y vías en las que transitan Mercedes-Benz, BMW y Audis”.
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En una entrevista con “Arcadia”, mencionó que una de las mejores recompensas de dedicarse a lo que hace es notar los efectos que ese trabajo genera en las comunidades que visita. ¿Cuáles son esos efectos?
El efecto principal es la reflexión. Mi libro anterior, Balas por encargo, ha sido puesto en discusión en colegios públicos, en oficinas de poder judicial y en otras de la Fuerza Pública. Las personas llevan al debate lo que leyeron allí y han sacado —me lo han dicho— conclusiones para transformar su futuro, para tomar otras decisiones, para mejorar su trabajo y su vida. Un dato: varios comandantes de policía judicial que han pasado por Pereira terminan poniendo a sus subalternos a leer el libro para que sepan a qué se enfrentan en la ciudad. Para mí, como autor, eso es un logro mayor.
Usted mencionó que con los “bandidos” también se habla, pero “hay que saberlos llevar”. ¿Cómo aprendió a manejar la situación con ellos? ¿Cómo se llevan?
Saberlos llevar quiere decir no prometer cosas que no se pueden cumplir; hablar siempre con la verdad: “Soy reportero y quiero hablar con usted para esto y esto. No pienso rehabilitarlo ante la sociedad, quiero entenderlo”. Dejarles eso claro es la única manera de trabajar de manera correcta con bandidos; evitas ir dejando enemigos armados por ahí y no traicionas a la sociedad ni violas el Estado de derecho.
¿Qué lo impulsa para seguir en el filo del riesgo? Leyendo el libro pude notar que el miedo se impone en muchas ocasiones y que las posibilidades de caer en manos de esos “bandidos” se incrementan acercándose a estas zonas.
No tengo una respuesta exacta para esta pregunta. De hecho, me he planteado poner por escrito circunstancias de la historia de mi vida para ver si allí hay respuesta a esa pregunta. Con esto le estoy queriendo decir que también me lo he preguntado.
Decir que como reportero me siento obligado moralmente resulta desmesurado o maniqueo: no lo siento así, a pesar de que sí mantengo arriba mi ánimo combativo. Decir que me siento obligado económicamente tampoco es honesto: hay trabajos que podría hacer y que no me reportarían riesgo alguno.
Especulando, podría decir que es una mezcla —que aún no he descifrado— de educación familiar, formación profesional y una dosis congénita no menor de temeridad.
¿La sensación de “retornar a la burbuja”, de volver a Bogotá, se parece a la culpa o a la angustia? ¿Cómo la describiría?
Ambas. Es imposible no sentir algo de culpa y de ahí saltar a la angustia. Creo que si uno tiene consciencia de su origen, sabe que está del lado elevado de la balanza. Mi educación privilegiada, mi mundo de luces finas es resultado de un cuadro fijado hace años en la historia del país. Cuando Colombia se estaba resolviendo como Estado-nación hubo quienes quedaron del lado de las virtudes y hubo quienes quedaron del lado de las carencias. Y yo no olvido y lo tengo presente siempre en mi trabajo: quedé del lado de las virtudes. De ahí que me sienta, primero, agradecido y luego con un saldo por cubrir.
A las zonas rojas, como se menciona en “Tierra verde calcinada”, el Estado solo enviaba Ejército y no invertía en obras sociales. Su presencia solo era la del fusil y se convirtieron en una de las amenazas para la población civil. ¿Este hecho justifica que, en esas zonas, y en los miles de casos en los que el Estado les ha fallado a los colombianos en materia de justicia, atención y reparación, la gente se decida a hacer justicia por su cuenta? Se lo pregunto porque esta es la excusa del acorralamiento, de la falta de opciones, de la impotencia.
Es una respuesta que tiene respuestas diferentes según el momento histórico. En Colombia ha habido situaciones tan graves y extremas que quizá se haya justificado la justicia a mano propia. Pero también ha habido enceguecidos que han buscado la justicia a mano propia por puro fanatismo ideológico o intereses económicos. No es una respuesta que se pueda establecer de manera general para nuestra intrincada historia de violencia.
Cuando uno sale a terreno y conoce que hay personas con el dolor más hondo y la indignación como única fuerza moral, comprende y hasta se vuelve solidario cuando estas personas optan por olvidar el Estado de derecho. Pero luego, uno se para del otro lado y mira con distancia y se dice que la justicia a mano propia solo traerá más violencia.
El caso es que en este país ha habido fundamentalistas que se han aprovechado de esos momentos de enorme indignación para convencer de sus paraísos artificiales. Y mucha gente les ha creído y aquí seguimos dándonos bala por cualquier cosa.
Según su experiencia y teniendo en cuenta los acuerdos de paz, los cumplimientos, exguerrilleros desmovilizados, incumplimientos, disidencias de las Farc y la quietud de una negociación con el Eln, actualmente, ¿el estado militarista que menciona en el libro sigue siendo más importante que el estado de bienestar para el Gobierno colombiano?
El concepto “estado militarista” es despectivo y lo he usado con ese fin. Sin embargo, no es una idea que pruebe un estado de cosas. Ha habido momentos en que Colombia ha sido un Estado militarista. Desde Rojas Pinilla para acá, la Fuerza Pública ha sido la arteria central por la que discurren y se toman decisiones políticas que afectan a toda la sociedad. En otras palabras: los gobernantes de turno han ejercido el poder siempre cuidando de incrementar el alcance social de las instituciones militares y de policía. Pudo haber sido el acuerdo tácito que quedó al inicio del Frente Nacional. Un juego: no habrá más golpes de Estado —quizá dijeron los militares—, pero si llega el momento en que el presidente nos tenga que hacer caso, nos tendrá que hacer caso.
Se puede decir que es culpa de la situación de conflicto armado, pero también se puede decir que es la defensa de unos privilegios disfrazada de ideología. Hoy, que en términos de control político es casi lo mismo que decir hace diez o veinte años, pareciera que se siguen tomando las principales decisiones del país procurando no alterar la comodidad de la Fuerza Pública. Y eso, de manera despectiva, puede seguir llamándose “estado militarista”. Y mientras ese tipo de estado siga inconmovible, el estado de bienestar seguirá siendo un plan B.
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En “esa oscuridad de monte en la que a dos metros de distancia solo se ve la noche absoluta” viven los más frágiles. Los que le contaron a Juan Miguel Álvarez que las fosas para enterrar a las víctimas —que eran sus papás, hermanos, tíos, esposos e hijos— no se excavaban rectangulares. Se hacían como un hoyo redondo porque para los paramilitares era mucho más sencillo desaparecer personas descuartizadas que optar por deshacerse de un “cuerpo estirado y rígido”.
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En esa Colombia profunda aún siguen resistiendo los campesinos acorralados que habitan las zonas rojas en las que, según lo que ellos mismos han podido concluir, el Estado no envía nada más que Ejército porque si invierte en obras sociales les facilita la vida a los grupos armados. Allá están los pobres, los más vulnerables, los que, sin armas, han tenido que defenderse de los paramilitares que los acusaban de guerrilleros, de los guerrilleros que creían que les ayudaban a los paramilitares o del Ejército que, en vez de defenderlos, les atribuyó crímenes ya ni saben de qué ni por qué.
Álvarez, periodista y cronista, fue escogido como uno de los finalistas del Premio Biblioteca Narrativa Colombiana 2019, por Verde tierra calcinada, un libro de crónicas que narra lo que encontró a lo largo de los meses en los que fue contratado por la oficina de Especiales Regionales de la revista Semana para recopilar historias de resiliencia y perdón con motivo de las negociaciones de paz en La Habana.
“¿Después de cuántos viajes por esta verde tierra calcinada lograré acostumbrarme a este tipo de periodismo?”, se preguntó Álvarez en las páginas de su libro. Seguramente nunca, pero de ese cuestionamiento nació el título de una obra que, con descripciones precisas, recreó el trasegar del desplazamiento, la hostilidad de la pobreza, la impotencia de la vulnerabilidad y el salvajismo de la guerra. Los puntos fijados en el mapa fueron La Puria y Guaduas, en el Chocó; el Cañón de las Hermosas, en Tolima; El Arenillo, en el Valle del Cauca; La Balsa, en Nariño; Calamar, en Guaviare, y La Coca, en Quindío.
Es difícil escribir de guerra en un país que ya está harto. En Colombia la memoria falla tanto que se habla de cincuenta años de conflicto. Como si los muertos anteriores ya no contaran, como si esas víctimas no se tuviesen que tomar en cuenta para entender el porqué de nuestra continua inclinación a la violencia. Sí, Colombia tiene derecho al hastío del conflicto, pero ese tedio se convierte en apatía y esta guerra interna aún no termina. En el libro de Álvarez, las historias transcurren por los días en los que el gobierno de Juan Manuel Santos negociaba con la extinta guerrilla de las Farc, pero no son lejanas a este tiempo, en el que el cumplimiento de los acuerdos tambalea, las disidencias de las Farc ocupan tierras que antes habitaba esa guerrilla, los cultivos ilícitos siguen cobrando vidas, no se ha comenzado a negociar con la guerrilla del Eln y hoy, 11 de enero, ya se cuentan siete líderes sociales asesinados.
Sí, la violencia es agotadora, pero los que viven en medio no pueden apagar el televisor y desentenderse de la guerra. Es más, ni siquiera tienen televisor, acueducto, electricidad, ni señal para celular y no todas sus tierras han sido devueltas para cultivar. Ellos viven sobre, en medio, debajo y al lado del peligro. Aunque el panorama después de negociar la paz ha sido más amable, la lucha continúa.
Álvarez, con unas pausas entre cada viaje a las zonas rurales, habla de contrastes. De cómo fue “retornar a la burbuja”: volver a Bogotá. De la estructura de madera y bahareque, con las paredes deterioradas, piso de tabla y comida sin cubiertos, al Parque de la 93 “con sus restaurantes que ofrecen cartas a precios neoyorquinos y vías en las que transitan Mercedes-Benz, BMW y Audis”.
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En una entrevista con “Arcadia”, mencionó que una de las mejores recompensas de dedicarse a lo que hace es notar los efectos que ese trabajo genera en las comunidades que visita. ¿Cuáles son esos efectos?
El efecto principal es la reflexión. Mi libro anterior, Balas por encargo, ha sido puesto en discusión en colegios públicos, en oficinas de poder judicial y en otras de la Fuerza Pública. Las personas llevan al debate lo que leyeron allí y han sacado —me lo han dicho— conclusiones para transformar su futuro, para tomar otras decisiones, para mejorar su trabajo y su vida. Un dato: varios comandantes de policía judicial que han pasado por Pereira terminan poniendo a sus subalternos a leer el libro para que sepan a qué se enfrentan en la ciudad. Para mí, como autor, eso es un logro mayor.
Usted mencionó que con los “bandidos” también se habla, pero “hay que saberlos llevar”. ¿Cómo aprendió a manejar la situación con ellos? ¿Cómo se llevan?
Saberlos llevar quiere decir no prometer cosas que no se pueden cumplir; hablar siempre con la verdad: “Soy reportero y quiero hablar con usted para esto y esto. No pienso rehabilitarlo ante la sociedad, quiero entenderlo”. Dejarles eso claro es la única manera de trabajar de manera correcta con bandidos; evitas ir dejando enemigos armados por ahí y no traicionas a la sociedad ni violas el Estado de derecho.
¿Qué lo impulsa para seguir en el filo del riesgo? Leyendo el libro pude notar que el miedo se impone en muchas ocasiones y que las posibilidades de caer en manos de esos “bandidos” se incrementan acercándose a estas zonas.
No tengo una respuesta exacta para esta pregunta. De hecho, me he planteado poner por escrito circunstancias de la historia de mi vida para ver si allí hay respuesta a esa pregunta. Con esto le estoy queriendo decir que también me lo he preguntado.
Decir que como reportero me siento obligado moralmente resulta desmesurado o maniqueo: no lo siento así, a pesar de que sí mantengo arriba mi ánimo combativo. Decir que me siento obligado económicamente tampoco es honesto: hay trabajos que podría hacer y que no me reportarían riesgo alguno.
Especulando, podría decir que es una mezcla —que aún no he descifrado— de educación familiar, formación profesional y una dosis congénita no menor de temeridad.
¿La sensación de “retornar a la burbuja”, de volver a Bogotá, se parece a la culpa o a la angustia? ¿Cómo la describiría?
Ambas. Es imposible no sentir algo de culpa y de ahí saltar a la angustia. Creo que si uno tiene consciencia de su origen, sabe que está del lado elevado de la balanza. Mi educación privilegiada, mi mundo de luces finas es resultado de un cuadro fijado hace años en la historia del país. Cuando Colombia se estaba resolviendo como Estado-nación hubo quienes quedaron del lado de las virtudes y hubo quienes quedaron del lado de las carencias. Y yo no olvido y lo tengo presente siempre en mi trabajo: quedé del lado de las virtudes. De ahí que me sienta, primero, agradecido y luego con un saldo por cubrir.
A las zonas rojas, como se menciona en “Tierra verde calcinada”, el Estado solo enviaba Ejército y no invertía en obras sociales. Su presencia solo era la del fusil y se convirtieron en una de las amenazas para la población civil. ¿Este hecho justifica que, en esas zonas, y en los miles de casos en los que el Estado les ha fallado a los colombianos en materia de justicia, atención y reparación, la gente se decida a hacer justicia por su cuenta? Se lo pregunto porque esta es la excusa del acorralamiento, de la falta de opciones, de la impotencia.
Es una respuesta que tiene respuestas diferentes según el momento histórico. En Colombia ha habido situaciones tan graves y extremas que quizá se haya justificado la justicia a mano propia. Pero también ha habido enceguecidos que han buscado la justicia a mano propia por puro fanatismo ideológico o intereses económicos. No es una respuesta que se pueda establecer de manera general para nuestra intrincada historia de violencia.
Cuando uno sale a terreno y conoce que hay personas con el dolor más hondo y la indignación como única fuerza moral, comprende y hasta se vuelve solidario cuando estas personas optan por olvidar el Estado de derecho. Pero luego, uno se para del otro lado y mira con distancia y se dice que la justicia a mano propia solo traerá más violencia.
El caso es que en este país ha habido fundamentalistas que se han aprovechado de esos momentos de enorme indignación para convencer de sus paraísos artificiales. Y mucha gente les ha creído y aquí seguimos dándonos bala por cualquier cosa.
Según su experiencia y teniendo en cuenta los acuerdos de paz, los cumplimientos, exguerrilleros desmovilizados, incumplimientos, disidencias de las Farc y la quietud de una negociación con el Eln, actualmente, ¿el estado militarista que menciona en el libro sigue siendo más importante que el estado de bienestar para el Gobierno colombiano?
El concepto “estado militarista” es despectivo y lo he usado con ese fin. Sin embargo, no es una idea que pruebe un estado de cosas. Ha habido momentos en que Colombia ha sido un Estado militarista. Desde Rojas Pinilla para acá, la Fuerza Pública ha sido la arteria central por la que discurren y se toman decisiones políticas que afectan a toda la sociedad. En otras palabras: los gobernantes de turno han ejercido el poder siempre cuidando de incrementar el alcance social de las instituciones militares y de policía. Pudo haber sido el acuerdo tácito que quedó al inicio del Frente Nacional. Un juego: no habrá más golpes de Estado —quizá dijeron los militares—, pero si llega el momento en que el presidente nos tenga que hacer caso, nos tendrá que hacer caso.
Se puede decir que es culpa de la situación de conflicto armado, pero también se puede decir que es la defensa de unos privilegios disfrazada de ideología. Hoy, que en términos de control político es casi lo mismo que decir hace diez o veinte años, pareciera que se siguen tomando las principales decisiones del país procurando no alterar la comodidad de la Fuerza Pública. Y eso, de manera despectiva, puede seguir llamándose “estado militarista”. Y mientras ese tipo de estado siga inconmovible, el estado de bienestar seguirá siendo un plan B.
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