La Escuela para la Paz de las víctimas del conflicto en Córdoba

A través de un modelo socioecológico que comenzó en Lorica (Córdoba), buscan que campesinos e indígenas tengan en sus casas los alimentos que requieren para vivir y así puedan invertir sus recursos en otros proyectos.

Valentina Parada Lugo
27 de julio de 2020 - 11:00 a. m.
Un campesino o indígena con un ABIF saca de 15 a 25 productos para consumo
Un campesino o indígena con un ABIF saca de 15 a 25 productos para consumo
Foto: Juan José López
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Iván Correa vive su propia paz. Dice que el estado de tranquilidad que hoy tiene va más allá de que los actores armados cesen los enfrentamientos por el control del territorio. Para él, la paz no es solo la que se firmó en el Acuerdo de La Habana en 2016. No. Para él, la paz es tener en su casa todo lo que se necesita para “vivir sabroso”. Eso: la autosuficiencia para todos, es lo que promueve la Escuela Sociológica para la Paz, creada hace 21 años por la Asociación de Productores para el Desarrollo Comunitario de la Ciénaga Grande del Bajo Sinú (Asprocig), pero que se consolidó desde 2014 como un proyecto de vida para las víctimas del conflicto armado del país.

A través de un modelo que fomenta la socioecología y busca reivindicar el papel de los campesinos e indígenas, el objetivo de la Escuela es enseñar a las familias a crear en sus propias casas unos ABIF (Agenatón Biodiverso Familiar). En palabras de uno de sus creadores, Juan José López Negrete, “los ABIF son una sigla propia que creamos en la Asociación para hacer referencia a los espacios campestres donde se unen la vida humana, la vida vegetal y la vida animal”.

Entonces, las parcelas donde viven las familias en el campo se convierten en una especie de bosques, donde deben ser sembradas como mínimo 83 especies vegetales en las que haya al menos seis tipos de plantas diferentes: ornamentales, medicinales, energéticas, frutales, hortalizas y productoras protectoras. Pero no es como crear un jardín convencional que adorne las casas, pues este modelo tiene como objetivo que las plantaciones rodeen todo el lugar y que allí también puedan vivir diferentes tipos de animales en su hábitat natural.

Por ejemplo, en el ABIF que tiene Correa con su familia, de 2.500 metros cuadrados (incluyendo el espacio de la casa), hay plantaciones de plátano, cebolla, cebollín, ajo, ají, remolacha, tomate, yuca, papa, berenjena, lechuga, pepino, zanahoria, naranja, limón, manzana, papaya, ahuyama, piña y banano, entre muchas otras frutas y verduras. También tienen plantas medicinales como sábila, manzanilla, eucalipto, albahaca, tomillo, jengibre y menta. En el mismo espacio tiene galpones, ganado, animales domésticos y una pileta donde mantiene sus pescados. Toda su casa está rodeada de flores exuberantes y ornamentales.

La esencia de esta metodología, como lo indica su sigla, es que sea un proceso familiar. “El requisito de oro es que participe toda la familia en los ciclos de formación. Todos tienen que trabajar en el ABIF: desde los más chicos hasta los más viejos deben conocerlo y volverlo parte de sus vidas. No aceptamos una sola persona porque esto es comunitario”, dice López.

A simple vista, pareciera ser un simple modelo de proyecto productivo; sin embargo, la intención es mucho más profunda. Normalmente, los agricultores y campesinos venden sus mejores cosechas por el valor que tienen en el mercado y dejan lo que sobra para ellos. Para quienes hacen parte de este proceso es obligatorio que sus productos sean de consumo propio y solo cuando garanticen su alimentación pueden comercializar los excedentes o intercambiarlos con las personas de la Escuela.

Uno de los asuntos más curiosos e innovadores es que, pese a que la manutención del ABIF es familiar, al momento de comercializar los excedentes, la Asociación solo entrega el dinero de lo vendido a la esposa o a las mujeres que haya en el hogar. Ellas son las encargadas de liderar y administrar las finanzas de la familia.

Según Moritz Tenthoff, representante de la ONG belga Broederlijk Delen, que financia el proyecto desde 2014, la prioridad ahora son las víctimas del conflicto armado y la paz territorial: “Nos dimos cuenta de que había un problema latente y era el masivo desplazamiento de víctimas de todo el país que llegaban hasta el sur de Córdoba a empezar su vida de ceros. También con las personas a quienes les estaban restituyendo tierras en ese lugar y quisimos enfocarnos en ellos, porque normalmente una persona cuando llega en esta situación le cuesta más volver a tener sentido de pertenencia por el territorio nuevo… y comenzar a construir es muy difícil”, cuenta.

Tenthoff, aunque por su apellido pudiera creerse que solo es un extranjero, dice que en los quince años que ha vivido en Colombia se ha convertido en un nacional más. Incluso vive en la zona rural de Popayán y tiene, como todas las personas con las que trabaja, cultivos para su consumo propio.

“Estoy construyendo también mi propio ABIF. Me gusta poder vivir parte de la experiencia que viven las organizaciones con las que trabajo para entender mejor su realidad y estoy feliz que lo puedo hacer desde el campo y no desde la ciudad”, cuenta entre risas.

Avinael Lozano Arias es víctima del conflicto armado. Ha sido desplazado dos veces. Primero, de su municipio natal: La Paz (Cesar). Luego tuvo que salir de Tolú Viejo, en Sucre, hasta que llegó al sur de Córdoba en busca de nuevas oportunidades. Allí conoció a la que hoy es su esposa, Nelly Johanna Geney, con quien tiene tres hijos: Santiago Manuel, César y Saralí. Su lucha desde hace 25 años ha sido por la restitución de la tierra que le quitaron los grupos armados.

Para él, Asprocig fue su casa desde que se asentó en Córdoba con las manos vacías. Toda la vida ha sido campesino, pero no cultivaba tantos productos como ahora. Su proceso de liderazgo ha sido tal, que durante dos de los cinco años que lleva haciendo parte de la Escuela se ha dedicado a ser dinamizador; es decir, hace seguimiento y acompañamiento a las familias que recién construyen su ABIF. Su trabajo está en los municipios de Uré, Puerto Libertador, Tierralta y seis veredas más del municipio de Ayapel.

Un día común y corriente para Avinael comienza desde las 5 de la mañana, cuando se levanta con su esposa a alimentar a las gallinas y empezar las labores de la tierra. Alista su machete para sumergirse en el espacio de la parcela colectiva que le corresponde y comienza a hacer mantenimiento a las plantaciones. Hace una pausa sobre las 9 de la mañana para desayunar y despedir a sus hijos, que van al colegio. Luego, con su esposa, se distribuyen las tareas y recogen lo cosechado diariamente. La rutina se repite en la tarde, cuando la familia vuelve a completarse. “Nosotros tenemos claro que este debe ser un proceso familiar y por eso siempre los involucramos a todos, hasta a la más pequeña, que tiene solo cuatro años, pero ella siempre dice que quiere ayudar”, narra.

La idea de la Escuela, como dice Juan José López, uno de sus creadores, es que la gente deje de ver a los campesinos únicamente como sujetos productores y cultivadores de la tierra y se reivindique su papel como sujetos culturales.

“Esto funciona, literalmente, como una Escuela. A las familias que comienzan a capacitarse les dejamos unas tareas y si las cumplen nosotros les damos incentivos, que pueden ser herramientas para construcción, semillas, instrumentos musicales, libros, balones o lo que pidan”.

Las tareas pueden ser comenzar con sus siembras, reforestar las zonas donde viven, sembrar árboles, cuidar las cuencas o hacer labores ambientales en general.

De hecho, Naudel González Madera, que tiene un ABIF con su familia desde hace veinte años, dice que siempre soñó con ser poeta. Lo inspira la naturaleza, la vida y su familia, pero nunca se le pasó por la mente que un campesino pudiera llegar a ser más que labrador de tierra. “Desde que conozco esta metodología, sé que no solo sirvo para trabajar el campo, sino que también puedo tener otros talentos o sueños”.

La Escuela Sociológica para la Paz ha sido replicada en trece departamentos del país. Actualmente hay 2.666 ABIF en el ciclo de creación del proyecto, que dura tres años. En este tiempo, la Asociación brinda capacitaciones a las familias sobre temas relacionados con los cultivos y también con el cuidado de la naturaleza y filosofía. En Chocó, Antioquia, Bolívar, Valle del Cauca, Cauca, Putumayo, Guaviare, Meta, Amazonas y Guainía ya se ha venido replicando este modelo y aunque Asprocig no lleve una cuenta sobre el número de familias que se han beneficiado en sus 21 años de funcionamiento, saben que son más de 7.000 y la idea es llegar a 4.800 familias víctimas más en los próximos cuatro años.

Una de las zonas donde se espera mayor crecimiento del proyecto es en la subregión de La Mojana, en Sucre. Desde comienzos de este año, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) conoció el funcionamiento de la Escuela y decidió replicarlo en este departamento en once municipios de la región, donde esperan implementar 4.878 ABIF en el tiempo que durará su proyecto (2018 -2025).

Para implementar el proyecto en departamentos tan diferentes del país, Juan José López explica que estos espacios deben cumplir los requisitos establecidos para la creación, pero se adaptan a las necesidades y condiciones de vida de las familias. Comenta que funciona como el Acuerdo de Paz firmado en 2016: “El aspecto central es que se debe trabajar según las necesidades de las poblaciones y en esto es igual que el enfoque territorial de lo pactado en La Habana”.

Jemima Chica Herrera, gobernadora suplente del cabildo indígena zenú Tierra Santa de La Apartada (Córdoba), dice que gracias a esta forma de vida ha podido sobrevivir durante la cuarentena por la pandemia del COVID-19. “Nosotros no tenemos parcelas ni espacios grandes. Somos 124 familias que tenemos patios colectivos y allí cultivamos nuestras frutas, verduras y plantas. Antes sembrábamos, pero lo hacíamos distinto. Arrancábamos cosas que creíamos que no servían, por ejemplo no sabíamos que la planta de orégano servía para espantar las moscas de los cultivos y la casa. Todo eso nos lo enseñaron en la Asociación”, menciona.

Las capacitaciones y los talleres que dan a las familias no son solamente durante el ciclo de formación de los primeros tres años, sino que periódicamente se abren espacios para que participen todas las personas interesadas y puedan actualizar sus conocimientos.

En el proceso de construcción de un ABIF y de intercambio de conocimiento participan familias que ya han terminado su ciclo, bajo los roles de formadores y dinamizadores. Los primeros se encargan de trabajar de manera colectiva, capacitando a un representante de la familia por ABIF. Los segundos son quienes forman a todo el grupo familiar de manera más particular en cada casa donde se esté estructurando el proyecto.

Para medir el impacto de la metodología basta con conocer la transformación de la vida de Iván Muñoz y su esposa Damaris, que es la realidad de cientos de familias ahora. “Antes nos enfocábamos en tener recursos para vivir el día a día y comprar la comida por fuera. Pero con todo eso resuelto y con los excedentes que comercializamos, hemos podido ahorrar y pagar la universidad a cuatro hijos. Tres de ellos en la universidad pública y uno de ellos en una privada”, dice con orgullo.

Royber Iván, Yamelis e Ivanna, los tres mayores, se graduaron como contadores públicos. Iván Darío, de 18 años, va en segundo semestre de Ingeniería de sistemas, y Nareth y Juan Daniel, los más pequeños, están terminando sus estudios de bachillerato. “Esto es algo que yo veía como imposible, porque yo solo hice hasta tercero de primaria, pero tener mis hijos profesionales es un sueño hecho realidad. Mi hijo menor dice que quiere seguir haciendo crecer el ABIF, porque es el camino para lograr todos sus deseos en la vida”.

Valentina Parada Lugo

Por Valentina Parada Lugo

Comunicadora Social - Periodista de la Universidad Autónoma de Occidente, con experiencia en cubrimiento de conflicto armado y crisis humanitaria. @valentinaplugo vparada@elespectador.com

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