La herida abierta de la Unión Patriótica
El caso más importante de Colombia en derechos humanos, el exterminio de la UP, pasa a la Corte Interamericana. La pelea por la reparación individual o colectiva divide opiniones, pero el examen de la CIDH constituye un aporte a la verdad sobre un grave capítulo de la guerra que hoy se quiere concluir.
Redacción Judicial
Hace 25 años, cuando la lista de víctimas de la Unión Patriótica (UP) ya era escandalosa y la impunidad dominaba en la mayoría de los expedientes, en busca de protección sus directivas decidieron llevar el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Después de una larga espera sin que frenaran la estigmatización, las amenazas o la violencia en su contra, el organismo internacional concluyó que el Estado fue responsable por la violación de un sinnúmero de derechos, y recomendó la reparación integral de víctimas, con medidas de satisfacción tanto individuales como colectivas.
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La respuesta del Estado fue manifestar su desacuerdo y anunciar que somete el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El director de la Agencia de Defensa del Estado, Luis Guillermo Vélez, expuso la principal razón de la discrepancia: se aspiraba a que la CIDH le diera enfoque colectivo a la reparación, en el marco de justicia transicional e implementación del proceso de paz que hoy vive el país. En la práctica, el nudo de la discordia es que, según la UP, son 6.528 casos desde que el movimiento surgió el 28 de mayo de 1985, producto de los acuerdos de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las Farc.
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En sus casi 60 años de defensa de los derechos humanos en el continente, difícilmente la CIDH había abordado un capítulo de tales proporciones en número de víctimas y dificultad para relacionar hechos y afectados. Eso explica que se haya tomado un cuarto de siglo para pronunciarse, desde que la corporación Reiniciar y la Comisión Colombiana de Juristas le solicitaron que evaluara el exterminio de la UP. Con un agravante: a pesar de que la acción se interpuso en 1993, hasta hoy persisten las amenazas contra sus directivos. La última, procedente de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia.
Por eso, necesariamente la visión de la CIDH es histórica. Cuando el caso llegó a manos de ese organismo, la UP –con apenas ocho años de creada– presentó un listado de 1.163 ejecuciones extrajudiciales, 123 desapariciones forzadas, 43 intentos de homicidio o 225 amenazas de muerte, todas acciones enmarcadas en cinco operaciones de exterminio. La principal motivación para hacerlo fueron dos intervenciones del Estado en 1992. Primero, la Corte Constitucional instó a la Defensoría del Pueblo a revelar al país las dimensiones del caso UP. Esta entidad lo hizo y dejó al descubierto una oprobiosa verdad.
La Defensoría resaltó que la mayoría de los dirigentes de la UP que accedieron a cargos en el Congreso, las asambleas, los concejos y las alcaldías a partir de 1986, fueron asesinados, y de 717 homicidios de líderes de la organización política, solo había avances en 10 procesos penales. A partir de la elección popular de alcaldes en 1988, la violencia se incrementó. Además del homicidio de dos candidatos presidenciales –Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo–, los listados sumaron dos senadores, dos representantes, cinco diputados, 45 concejales y cuatro alcaldes, entre decenas de víctimas.
En fotos: Los rostros ausentes de la UP
Lo paradójico es que este registro de violencia entre los años 1985 y 1992, en vez de declinar a partir de la solicitud de la UP ante la CIDH, siguió en aumento. En agosto de 1994 fue asesinado el senador Manuel Cepeda Vargas, y con este magnicidio, los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos evidenciaron la persistencia en los crímenes. De hecho, el caso UP empezó a ser caracterizado como producto de un plan sistemático de exterminio. En 1997, cuando la CIDH admitió estudiarlo, ya el paramilitarismo había multiplicado las víctimas de esta organización política.
Ante la contundencia de los hechos, la CIDH planteó a las partes –Estado y UP– la búsqueda de una solución amistosa. En marzo de 2000, de manera paralela al proceso de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc, se constituyó una comisión mixta en procura de satisfacer los derechos a la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. Un año después, se creó un grupo de trabajo apoyado por el director de la Organización Mundial contra la Tortura, Eric Sotas, y el entonces relator para Colombia de la CIDH, Robert Goldman. El principal objetivo fue dar impulso a las investigaciones en la Fiscalía y Procuraduría.
Sin embargo, la posibilidad de la solución amistosa fracasó en la era Uribe, en medio de circunstancias que para la UP llevaron a esa ruptura. Inicialmente, la decisión del Consejo Nacional Electoral de quitarle la personería jurídica, y después, por la negativa para implementar medidas de resarcimiento de los derechos conculcados, la morosidad para destinar dineros e impulsar el proceso sugerido por la CIDH y el rechazo a que un grupo de fiscales e investigadores se dedicaran de manera exclusiva al esclarecimiento del exterminio. Eso, sin contar que el número de víctimas siguió en aumento.
La solución amistosa no prosperó, y tampoco el propósito del gobierno Uribe de que la Ley de Justicia y Paz resolviera el tema y promoviera la reparación. Por el contrario, así como desde 1985 los integrantes de la UP habían sufrido la estigmatización de agentes estatales al ser señalados como brazo político de las Farc, el detonante de la ruptura definitiva fue que el propio presidente Uribe también lo hizo. En más de una ocasión, incluso en su campaña reeleccionista de 2006, argumentó que la violencia contra la UP había obedecido a la combinación de formas de lucha entre las armas y la política.
En el gobierno Santos, además de proponer un plan especial de reparaciones a las víctimas de la UP en el contexto del proceso de paz de La Habana, en septiembre de 2016, en un acto público, con presencia de miembros y sobrevivientes del grupo político, el Estado reconoció su responsabilidad. En su criterio, en su enfoque de reparación transformadora y colectiva, esta acción debe ser considerada como una medida de satisfacción y no repetición. Asimismo, el Ejecutivo sostiene que la restitución de la personería jurídica o el fortalecimiento de las medidas de protección también son evidencias de su cumplimiento.
Impunidad permanente
A pesar de sus argumentos, por la decisión del Gobierno de remitir el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos se deduce que no compartió las conclusiones de la CIDH que, según se ha conocido, consideró incipientes los avances oficiales en materia de reparación a la UP. No obstante, son las evidencias históricas las que pesan en contra del Estado. En principio, porque son múltiples los crímenes producto de la acción conjunta entre la Fuerza Pública y el paramilitarismo, y también porque, aunque fueron reiterados los anuncios de investigaciones judiciales, prevalece la impunidad.
En tal sentido, y a pesar de la reserva a la que están sujetos tanto el Gobierno como la UP, ha trascendido que la CIDH fue clara en concluir que el Estado colombiano es responsable de la violación de múltiples derechos de los militantes de la UP, y que igualmente no supo protegerlos como se había acordado desde su creación en 1985. Con una consideración adicional: la débil acción de la justicia para esclarecer, al menos, los más graves sucesos. En la actualidad, la mayoría de los expedientes continúan sin avances, lo que se traduce en que el Estado no ha cumplido con su deber de investigar y sancionar.
Si a ello se suman los episodios de estigmatización contra sus militantes e, incluso, de montajes judiciales para asociar a algunos de sus líderes con acciones de la guerrilla, la síntesis es que la CIDH no podía pronunciarse contra las evidencias. Es decir, salta a la vista la gravedad de lo ocurrido. El propio Estado, en su declaración pública de esta semana, lo admitió y por eso recalcó que ya reconoció su responsabilidad. El tema es que, justamente por el elevado número de víctimas en casi todas las regiones del país, la visión de la CIDH es que la responsabilidad del Estado en algunos casos llegó a bordear la tolerancia.
Por eso, al margen del debate sobre las medidas de reparación en el contexto del proceso de paz de La Habana, la Ley de Víctimas o el Estatuto de la Oposición, la recomendación básica de la CIDH es contundente: las decisiones a la hora de reparar víctimas deben ser tanto individuales como colectivas. Y es ahí donde el Estado expresa su desacuerdo. Según el director de la Agencia de Defensa Jurídica del Estado, Luis Guillermo Vélez, porque se desconoce “el enfoque de reparación transformadora y colectiva” de los actuales mecanismos de justicia transicional y, en particular, de los adoptados en el Acuerdo Final de Paz.
Sin embargo, pese a las dificultades por el alto número de víctimas, los casos que ya fueron evaluados por el sistema o los diversos listados que existen, lo que se conoce es que la CIDH insistió en las medidas de satisfacción no solo colectivas, sino también individuales, recomendando la creación de un mecanismo de concertación entre el Estado y la UP para superar los obstáculos. Lo primordial es que los distintos grupos de afectados por violaciones de derechos a la vida, la integridad personal, la libertad o las garantías políticas sean debidamente compensados por un Estado que no supo defenderlos.
Lo demás es que el documento de la CIDH se convierta en insumo para la construcción de memoria, pues ha trascendido que incluye la evaluación de los casos más emblemáticos en el exterminio de la UP. Según los expertos, el examen de la Corte Interamericana se puede tomar de dos a tres años y, de ratificarse la postura de la CIDH, el próximo gobierno tendría que abordar las indemnizaciones que, si se hacen de forma individual, cada víctima tendría compensación adecuada; si es colectiva, el pago a cada una sería mínimo. Pero, más allá de esas consideraciones, lo esencial ahora es admitir que la aniquilación de la UP marca un capítulo vergonzoso en la historia de Colombia.
Hace 25 años, cuando la lista de víctimas de la Unión Patriótica (UP) ya era escandalosa y la impunidad dominaba en la mayoría de los expedientes, en busca de protección sus directivas decidieron llevar el caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Después de una larga espera sin que frenaran la estigmatización, las amenazas o la violencia en su contra, el organismo internacional concluyó que el Estado fue responsable por la violación de un sinnúmero de derechos, y recomendó la reparación integral de víctimas, con medidas de satisfacción tanto individuales como colectivas.
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La respuesta del Estado fue manifestar su desacuerdo y anunciar que somete el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El director de la Agencia de Defensa del Estado, Luis Guillermo Vélez, expuso la principal razón de la discrepancia: se aspiraba a que la CIDH le diera enfoque colectivo a la reparación, en el marco de justicia transicional e implementación del proceso de paz que hoy vive el país. En la práctica, el nudo de la discordia es que, según la UP, son 6.528 casos desde que el movimiento surgió el 28 de mayo de 1985, producto de los acuerdos de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las Farc.
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En sus casi 60 años de defensa de los derechos humanos en el continente, difícilmente la CIDH había abordado un capítulo de tales proporciones en número de víctimas y dificultad para relacionar hechos y afectados. Eso explica que se haya tomado un cuarto de siglo para pronunciarse, desde que la corporación Reiniciar y la Comisión Colombiana de Juristas le solicitaron que evaluara el exterminio de la UP. Con un agravante: a pesar de que la acción se interpuso en 1993, hasta hoy persisten las amenazas contra sus directivos. La última, procedente de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia.
Por eso, necesariamente la visión de la CIDH es histórica. Cuando el caso llegó a manos de ese organismo, la UP –con apenas ocho años de creada– presentó un listado de 1.163 ejecuciones extrajudiciales, 123 desapariciones forzadas, 43 intentos de homicidio o 225 amenazas de muerte, todas acciones enmarcadas en cinco operaciones de exterminio. La principal motivación para hacerlo fueron dos intervenciones del Estado en 1992. Primero, la Corte Constitucional instó a la Defensoría del Pueblo a revelar al país las dimensiones del caso UP. Esta entidad lo hizo y dejó al descubierto una oprobiosa verdad.
La Defensoría resaltó que la mayoría de los dirigentes de la UP que accedieron a cargos en el Congreso, las asambleas, los concejos y las alcaldías a partir de 1986, fueron asesinados, y de 717 homicidios de líderes de la organización política, solo había avances en 10 procesos penales. A partir de la elección popular de alcaldes en 1988, la violencia se incrementó. Además del homicidio de dos candidatos presidenciales –Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo–, los listados sumaron dos senadores, dos representantes, cinco diputados, 45 concejales y cuatro alcaldes, entre decenas de víctimas.
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Lo paradójico es que este registro de violencia entre los años 1985 y 1992, en vez de declinar a partir de la solicitud de la UP ante la CIDH, siguió en aumento. En agosto de 1994 fue asesinado el senador Manuel Cepeda Vargas, y con este magnicidio, los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos evidenciaron la persistencia en los crímenes. De hecho, el caso UP empezó a ser caracterizado como producto de un plan sistemático de exterminio. En 1997, cuando la CIDH admitió estudiarlo, ya el paramilitarismo había multiplicado las víctimas de esta organización política.
Ante la contundencia de los hechos, la CIDH planteó a las partes –Estado y UP– la búsqueda de una solución amistosa. En marzo de 2000, de manera paralela al proceso de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc, se constituyó una comisión mixta en procura de satisfacer los derechos a la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. Un año después, se creó un grupo de trabajo apoyado por el director de la Organización Mundial contra la Tortura, Eric Sotas, y el entonces relator para Colombia de la CIDH, Robert Goldman. El principal objetivo fue dar impulso a las investigaciones en la Fiscalía y Procuraduría.
Sin embargo, la posibilidad de la solución amistosa fracasó en la era Uribe, en medio de circunstancias que para la UP llevaron a esa ruptura. Inicialmente, la decisión del Consejo Nacional Electoral de quitarle la personería jurídica, y después, por la negativa para implementar medidas de resarcimiento de los derechos conculcados, la morosidad para destinar dineros e impulsar el proceso sugerido por la CIDH y el rechazo a que un grupo de fiscales e investigadores se dedicaran de manera exclusiva al esclarecimiento del exterminio. Eso, sin contar que el número de víctimas siguió en aumento.
La solución amistosa no prosperó, y tampoco el propósito del gobierno Uribe de que la Ley de Justicia y Paz resolviera el tema y promoviera la reparación. Por el contrario, así como desde 1985 los integrantes de la UP habían sufrido la estigmatización de agentes estatales al ser señalados como brazo político de las Farc, el detonante de la ruptura definitiva fue que el propio presidente Uribe también lo hizo. En más de una ocasión, incluso en su campaña reeleccionista de 2006, argumentó que la violencia contra la UP había obedecido a la combinación de formas de lucha entre las armas y la política.
En el gobierno Santos, además de proponer un plan especial de reparaciones a las víctimas de la UP en el contexto del proceso de paz de La Habana, en septiembre de 2016, en un acto público, con presencia de miembros y sobrevivientes del grupo político, el Estado reconoció su responsabilidad. En su criterio, en su enfoque de reparación transformadora y colectiva, esta acción debe ser considerada como una medida de satisfacción y no repetición. Asimismo, el Ejecutivo sostiene que la restitución de la personería jurídica o el fortalecimiento de las medidas de protección también son evidencias de su cumplimiento.
Impunidad permanente
A pesar de sus argumentos, por la decisión del Gobierno de remitir el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos se deduce que no compartió las conclusiones de la CIDH que, según se ha conocido, consideró incipientes los avances oficiales en materia de reparación a la UP. No obstante, son las evidencias históricas las que pesan en contra del Estado. En principio, porque son múltiples los crímenes producto de la acción conjunta entre la Fuerza Pública y el paramilitarismo, y también porque, aunque fueron reiterados los anuncios de investigaciones judiciales, prevalece la impunidad.
En tal sentido, y a pesar de la reserva a la que están sujetos tanto el Gobierno como la UP, ha trascendido que la CIDH fue clara en concluir que el Estado colombiano es responsable de la violación de múltiples derechos de los militantes de la UP, y que igualmente no supo protegerlos como se había acordado desde su creación en 1985. Con una consideración adicional: la débil acción de la justicia para esclarecer, al menos, los más graves sucesos. En la actualidad, la mayoría de los expedientes continúan sin avances, lo que se traduce en que el Estado no ha cumplido con su deber de investigar y sancionar.
Si a ello se suman los episodios de estigmatización contra sus militantes e, incluso, de montajes judiciales para asociar a algunos de sus líderes con acciones de la guerrilla, la síntesis es que la CIDH no podía pronunciarse contra las evidencias. Es decir, salta a la vista la gravedad de lo ocurrido. El propio Estado, en su declaración pública de esta semana, lo admitió y por eso recalcó que ya reconoció su responsabilidad. El tema es que, justamente por el elevado número de víctimas en casi todas las regiones del país, la visión de la CIDH es que la responsabilidad del Estado en algunos casos llegó a bordear la tolerancia.
Por eso, al margen del debate sobre las medidas de reparación en el contexto del proceso de paz de La Habana, la Ley de Víctimas o el Estatuto de la Oposición, la recomendación básica de la CIDH es contundente: las decisiones a la hora de reparar víctimas deben ser tanto individuales como colectivas. Y es ahí donde el Estado expresa su desacuerdo. Según el director de la Agencia de Defensa Jurídica del Estado, Luis Guillermo Vélez, porque se desconoce “el enfoque de reparación transformadora y colectiva” de los actuales mecanismos de justicia transicional y, en particular, de los adoptados en el Acuerdo Final de Paz.
Sin embargo, pese a las dificultades por el alto número de víctimas, los casos que ya fueron evaluados por el sistema o los diversos listados que existen, lo que se conoce es que la CIDH insistió en las medidas de satisfacción no solo colectivas, sino también individuales, recomendando la creación de un mecanismo de concertación entre el Estado y la UP para superar los obstáculos. Lo primordial es que los distintos grupos de afectados por violaciones de derechos a la vida, la integridad personal, la libertad o las garantías políticas sean debidamente compensados por un Estado que no supo defenderlos.
Lo demás es que el documento de la CIDH se convierta en insumo para la construcción de memoria, pues ha trascendido que incluye la evaluación de los casos más emblemáticos en el exterminio de la UP. Según los expertos, el examen de la Corte Interamericana se puede tomar de dos a tres años y, de ratificarse la postura de la CIDH, el próximo gobierno tendría que abordar las indemnizaciones que, si se hacen de forma individual, cada víctima tendría compensación adecuada; si es colectiva, el pago a cada una sería mínimo. Pero, más allá de esas consideraciones, lo esencial ahora es admitir que la aniquilación de la UP marca un capítulo vergonzoso en la historia de Colombia.