La historia del exjefe guerrillero Rubín Morro y su hija: un reencuentro que tardó 20 años
Martín Cruz (su nombre de bautizo) tuvo que esperar a que se dieran las negociaciones de paz con el Estado colombiano, en Cuba, en 2014, para conocer a su hija, quien fue entregada a una familia adoptiva en 1997. No tenía ni un año de edad cuando la vio por última vez.
Esta historia comienza cuando Rubín Morro, un mando medio de la guerrilla de las Farc, le pone una flor roja en la oreja a otra guerrillera y le pide, en contra de las reglas de ese grupo alzado en armas, que tengan una hija. La historia continúa con el nacimiento de esa hija, quien debe ser entregada a una familia adoptiva después del asesinato de la mamá y en vista de que el papá no puede salir del monte a cuidarla. Rubín solo pudo conocerla 17 años después, cuando negociaba el Acuerdo de Paz con el Estado colombiano, en 2016.
“Ella se llamaba Glodys. Era de origen paisa-cordobés. Era negra, su cabello era largo, rizo. Más o menos en 1996 nos enamoramos. Yo estaba en el Frente 5º y ella era de la unidad de Iván Márquez, pero estábamos cerca. Duramos como dos años. Era una mujer valiente, bonita, además. Mi hija se parece mucho a ella, sobre todo cuando hace pucheros”, recuerda Rubín.
En un parque, en Bogotá, relata cómo hace 23 años, mientras bajaba con Glodys por el río Atrato, le contó acerca de su deseo de ser padre de una niña. Ella le respondió de tajo: “Yo no vine a la guerrilla a parir, yo vine a ser guerrillera”. Durante una semana se alejaron. “Busqué la mejor rosa y le dije ‘te amo’. Nos abrazamos y nos pedimos perdón”. El tema de la hija quedó enterrado.
(Lea más del especial: La justicia y la verdad avanzan para las víctimas)
Cada uno se fue con su frente. Se enviaban cartas o, si podían, mensajes por radio. Rubín no sabe cuántos meses pasaron cuando Glodys le dijo que necesitaba hablar urgentemente con él y sin rodeos le dijo que estaba embarazada. “Ella ‘tamprió’. Eso significa que no se tomó sus pastillas anticonceptivas. Yo no sabía que había tomado esa decisión, porque nunca resolvimos ese tema. Igual eso no importó. La respaldé desde el primer día. Le dije: ‘Vamos a tener ese bebé’”.
El problema es que, como lo reconoció Rubín Morro ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en octubre de este año, tener hijos en la guerrilla era un imposible. Él, que estaba en la dirigencia, sabía que se debía elegir entre ser padre o ser guerrillero, porque ambos papeles eran incompatibles. “Nos fuimos a hablar con el mando y yo no sabía cómo decirle, me empecé a enredar hasta que ella soltó la verdad: ‘Es que yo estoy embarazada, camarada’”.
Los castigos llegaron. “En el mes de abril, me llamó la dirección, me notificaron la sanción por violar las normas de planificación, tal medida era para la pareja y a mí, por estar ejerciendo funciones de mando, me la aplicaban más duro, me leyeron que debería hacer doce metros de trinchera, metro y medio de hondo por ochenta centímetros de ancha, diez conferencias sobre planificación familiar de una hora cada una y la correspondiente autocrítica. Pagué tal sanción como estaba establecida”, cuenta Rubín.
Glodys asumió con entereza su embarazo en la selva. Rubín recuerda que pasó los ríos del Chocó, cargó su fusil y marchó durante horas, teniendo siete meses de gestación. Nunca se hizo una ecografía ni un control. Aunque el riesgo era inminente, no quería ir a la ciudad. Solo pudieron convencerla cuando estaba a punto de parir y cuando se llevó un susto por una tropa del enemigo cerca del campamento. En ese momento decidió irse a Medellín a tener al bebé. “A mí se me metió en la cabeza que tenía que ser una niña. Y así fue. El 7 de mayo de 1997 tuvimos a nuestra hija Catalina. Me enteré a los cuatro días, mandé a un guerrillero para que me buscara una foto. Era hermosa. Me soñaba con cargarla, consentirla, muñequear”, relata el exguerrillero.
Ninguno de los dos podía hacerlo. Glodys se había comprometido a volver a la guerrilla. Pero antes viajó a Girardot para presentarle la niña a su suegra. Allí duraron un par de días hasta que decidió volver a Medellín, pero esta vez acompañada de un sobrino de Rubín. En ese camino, la bajaron del bus y la desaparecieron. Hasta hoy, Rubín no entiende por qué no asesinaron a Catalina.
Además del dolor del asesinato, sentía la impotencia de no poder hacer nada, porque estaba anclado a una vida guerrillera. A Catalina la pudo ver unos días después y decidió llevársela, de nuevo en contra de las reglas, a un campamento: “Me desmoroné. Pasé de la rudeza de la guerra a la ternura de no saber cómo cargarla. No hallaba cómo sostenerla. Se me pegaba en ese entonces de la barba. Compramos un canguro y me la tercié. La gente no lo podía creer porque siempre me vieron como un tipo rudo. Una compañera me dijo cómo debía cambiarle el pañal, darle de comer y bañarla. Intentaba dormir con ella, pero me daba miedo espicharla, entonces no dormía”.
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Pero Rubín sabía que las rosas no crecen en desiertos hostiles. A los ocho días la sacó del campamento y se la entregó a su suegra, que vivía en Bogotá. Pero en esa casa Catalina tampoco duró mucho. Rubín decidió dejarla en manos de una familia amiga. Hasta los 17 años poco hablaron. A Catalina le dijeron que su padre biológico era un finquero. “Era difícil decirle que era guerrillero. En la televisión veía que éramos unos monstruos. Además, la ponía en riesgo. Eso pasó hasta su adolescencia, cuando ella preguntó por su historia”, dice el excombatiente.
Según la versión de Catalina, su insistencia la llevó a saber la verdad: “Cuando tenía más o menos ocho años, supe que yo tenía otro papá diferente al que me había criado toda la vida. Me sentía muy triste y estaba muy chiquita para entender muchas cosas. Recuerdo que yo siempre estaba preguntando sobre esto, pero mi papá y mi mamá me evitaban. Y siempre pensaba: si tengo otro papá, debo tener otra mamá. Las dudas cada vez iban aumentando hasta que una vez ellos decidieron contarme. Mi papá comenzó a tener comunicación conmigo, me decía que él vivía en una finca y tenía muchas vacas y caballos. Yo era feliz contándole a todo el mundo que yo tenía otro papá que era ganadero, pero la información sobre mi mamá era muy poca, decidí desistir y no volver a preguntar sobre esto”.
No era un ganadero, estaba lejos de serlo. Martín Cruz, como fue bautizado, estuvo 37 años en las Farc. Es hijo de los fundadores de la guerrilla. Estuvo al lado de Manuel Marulanda y siempre vivió en la clandestinidad. Es fundador del frente 25 y estuvo veinticinco años en el frente 5º, en la dirección del bloque Efraín Guzmán. Fue el responsable de varios delitos y crímenes de lesa humanidad, como el secuestro de Óscar Tulio Lizcano, el excongresista que se les voló en 2008.
Cuando comenzó el proceso de paz, en 2012, Rubín pensó que esa era la oportunidad de volver a ver a su hija. En 2014, cuando empezaron a arreciar los combates, pidió que le dieran esa oportunidad de ir a La Habana (Cuba) antes de que lo mataran. Pasaron un par de semanas en La Habana juntos. En sus largas caminatas por el centro, el malecón y varias mañanas en la playa hablaron de su madre, de las decisiones de Rubín, de la vida en la guerra. Lloraron, se consolaron, pelearon. Catalina empezó a sentir que extrañaba a la familia que la crió y a él se le hacía un hueco en el estómago por no ser el dueño de esas añoranzas. “Me acuerdo que le dije a Pastor Alape: ‘¿Qué hago?’. Ella se quería ir y Pastor me dijo que le diera tiempo. Yo había hecho todo para recuperarla, pero no se recupera una hija en quince días. Eso no se construye así. Y ella lo confirmó. Le dije que cuando estuviera preparada me volviera a buscar”.
Catalina tardó dos años en buscarlo de nuevo. En 2017, cuando estaba en La Elvira (Cauca), apareció. Fue hasta el espacio territorial y allí conoció la vida de su padre. Despojándose de los prejuicios y los resentimientos, aceptó su ayuda para estudiar. En el marco del proceso de paz, el gobierno de Cuba otorgó 1.000 becas a Colombia: 500 para Farc y 500 para el Gobierno nacional. Con esas becas se han beneficiado víctimas, miembros de organizaciones y familiares de los excombatientes.
“Ella tuvo que hacer exámenes y argumentar por qué quería estudiar Medicina. A mí me llenó de orgullo decir que quería servirle a este país. Ha ganado todos los semestres y ahora mi sueño es verla convertida en una profesional”, asegura Rubín. Cuando viene a Colombia de vacaciones divide su tiempo: una parte la pasa con él y la otra con su padre de crianza. Ambos se llevan bien. Tienen un pacto de turnarse el pago de los tiquetes de avión para cuando ella quiera volver y también se reparten los gastos de su estadía en Cuba.
Ella es prudente con sus palabras y resume su historia como un proceso de altibajos: “Esto no puede ser lineal, pero hemos sabido llevar las cosas y tenernos paciencia el uno con el otro, hemos tenido conversaciones largas, nos decimos nuestras diferencias y hemos aceptado con amor y comprensión. Tenemos en común las ganas de formar una buena relación de padre e hija y con el tiempo lo hemos ido logrando, sabemos que no podemos devolver el tiempo, pero también sabemos que nos queda una vida por delante para dar todo de sí mismos”.
Un gran aliciente para reconstruir el vínculo han sido sus reconocimientos de verdad ante la justicia. Rubín fue el único de los exjefes guerrilleros que aceptó ante la JEP que sí hubo reclutamiento forzado y violencia sexual en las Farc. El exjefe guerrillero admite: “No debimos recibir muchachos. Nos equivocamos. Eran otras épocas, ¿no? Cuando salimos de ese monte llegamos a otra realidad en la que nos dimos cuenta de tantos errores. Y ella está ahí para mostrarme eso también, con cariño. Yo pensaba: el dolor de la separación que sentí con ella, muchos más padres y madres tuvieron que vivirlo por nuestras decisiones de llevarnos a sus hijos a la guerrilla”.
(Lea más: Escuelas de Palabra: una apuesta educativa para no repetir la guerra)
Catalina es compasiva. Sabe que el proceso será difícil, doloroso, así que está pendiente de cuándo tiene que comparecer: “Me dice que no puedo ocultar nada, que repare a las víctimas. Y cuando salgo, me escribe para saber cómo fue. Cuando ella me dice que está orgullosa es un nuevo impulso”. Se parecen mucho. Tienen la misma nariz y temperamento fuerte, aunque ambos son sensibles. Rubín encuentra refugio en la poesía y espera compilar sus historias en un libro. Trabaja en comunicaciones del partido FARC y sigue en su trabajo de contar la verdad.
Sobre Catalina asegura que “es sueños y esperanzas de un pronto futuro, es génesis y metas realizables”. Aunque están separados, mientras ella acaba su carrera de Medicina, los dos se aferran a un mismo recuerdo de cuando él estaba en la guerra, para calmar las ansias: “Estaba sentada afuera de la casa hablando con él, eran como las ocho de la noche, y me estaba preguntando cómo era mi pelo, mi cara, y yo iba respondiendo sus preguntas, hasta que le pregunté:
—Papi, ¿tú estás muy lejos?
—Mira la Luna, ¿al igual que yo, ves una forma de mapa en la Luna? —respondió.
—Sí.
— ¿Ves? Entonces no estoy tan lejos.
Después de esto nunca dejé de ver la Luna”.
Esta historia comienza cuando Rubín Morro, un mando medio de la guerrilla de las Farc, le pone una flor roja en la oreja a otra guerrillera y le pide, en contra de las reglas de ese grupo alzado en armas, que tengan una hija. La historia continúa con el nacimiento de esa hija, quien debe ser entregada a una familia adoptiva después del asesinato de la mamá y en vista de que el papá no puede salir del monte a cuidarla. Rubín solo pudo conocerla 17 años después, cuando negociaba el Acuerdo de Paz con el Estado colombiano, en 2016.
“Ella se llamaba Glodys. Era de origen paisa-cordobés. Era negra, su cabello era largo, rizo. Más o menos en 1996 nos enamoramos. Yo estaba en el Frente 5º y ella era de la unidad de Iván Márquez, pero estábamos cerca. Duramos como dos años. Era una mujer valiente, bonita, además. Mi hija se parece mucho a ella, sobre todo cuando hace pucheros”, recuerda Rubín.
En un parque, en Bogotá, relata cómo hace 23 años, mientras bajaba con Glodys por el río Atrato, le contó acerca de su deseo de ser padre de una niña. Ella le respondió de tajo: “Yo no vine a la guerrilla a parir, yo vine a ser guerrillera”. Durante una semana se alejaron. “Busqué la mejor rosa y le dije ‘te amo’. Nos abrazamos y nos pedimos perdón”. El tema de la hija quedó enterrado.
(Lea más del especial: La justicia y la verdad avanzan para las víctimas)
Cada uno se fue con su frente. Se enviaban cartas o, si podían, mensajes por radio. Rubín no sabe cuántos meses pasaron cuando Glodys le dijo que necesitaba hablar urgentemente con él y sin rodeos le dijo que estaba embarazada. “Ella ‘tamprió’. Eso significa que no se tomó sus pastillas anticonceptivas. Yo no sabía que había tomado esa decisión, porque nunca resolvimos ese tema. Igual eso no importó. La respaldé desde el primer día. Le dije: ‘Vamos a tener ese bebé’”.
El problema es que, como lo reconoció Rubín Morro ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en octubre de este año, tener hijos en la guerrilla era un imposible. Él, que estaba en la dirigencia, sabía que se debía elegir entre ser padre o ser guerrillero, porque ambos papeles eran incompatibles. “Nos fuimos a hablar con el mando y yo no sabía cómo decirle, me empecé a enredar hasta que ella soltó la verdad: ‘Es que yo estoy embarazada, camarada’”.
Los castigos llegaron. “En el mes de abril, me llamó la dirección, me notificaron la sanción por violar las normas de planificación, tal medida era para la pareja y a mí, por estar ejerciendo funciones de mando, me la aplicaban más duro, me leyeron que debería hacer doce metros de trinchera, metro y medio de hondo por ochenta centímetros de ancha, diez conferencias sobre planificación familiar de una hora cada una y la correspondiente autocrítica. Pagué tal sanción como estaba establecida”, cuenta Rubín.
Glodys asumió con entereza su embarazo en la selva. Rubín recuerda que pasó los ríos del Chocó, cargó su fusil y marchó durante horas, teniendo siete meses de gestación. Nunca se hizo una ecografía ni un control. Aunque el riesgo era inminente, no quería ir a la ciudad. Solo pudieron convencerla cuando estaba a punto de parir y cuando se llevó un susto por una tropa del enemigo cerca del campamento. En ese momento decidió irse a Medellín a tener al bebé. “A mí se me metió en la cabeza que tenía que ser una niña. Y así fue. El 7 de mayo de 1997 tuvimos a nuestra hija Catalina. Me enteré a los cuatro días, mandé a un guerrillero para que me buscara una foto. Era hermosa. Me soñaba con cargarla, consentirla, muñequear”, relata el exguerrillero.
Ninguno de los dos podía hacerlo. Glodys se había comprometido a volver a la guerrilla. Pero antes viajó a Girardot para presentarle la niña a su suegra. Allí duraron un par de días hasta que decidió volver a Medellín, pero esta vez acompañada de un sobrino de Rubín. En ese camino, la bajaron del bus y la desaparecieron. Hasta hoy, Rubín no entiende por qué no asesinaron a Catalina.
Además del dolor del asesinato, sentía la impotencia de no poder hacer nada, porque estaba anclado a una vida guerrillera. A Catalina la pudo ver unos días después y decidió llevársela, de nuevo en contra de las reglas, a un campamento: “Me desmoroné. Pasé de la rudeza de la guerra a la ternura de no saber cómo cargarla. No hallaba cómo sostenerla. Se me pegaba en ese entonces de la barba. Compramos un canguro y me la tercié. La gente no lo podía creer porque siempre me vieron como un tipo rudo. Una compañera me dijo cómo debía cambiarle el pañal, darle de comer y bañarla. Intentaba dormir con ella, pero me daba miedo espicharla, entonces no dormía”.
(Puede interesarle: Diez verdades que no conocíamos del conflicto armado)
Pero Rubín sabía que las rosas no crecen en desiertos hostiles. A los ocho días la sacó del campamento y se la entregó a su suegra, que vivía en Bogotá. Pero en esa casa Catalina tampoco duró mucho. Rubín decidió dejarla en manos de una familia amiga. Hasta los 17 años poco hablaron. A Catalina le dijeron que su padre biológico era un finquero. “Era difícil decirle que era guerrillero. En la televisión veía que éramos unos monstruos. Además, la ponía en riesgo. Eso pasó hasta su adolescencia, cuando ella preguntó por su historia”, dice el excombatiente.
Según la versión de Catalina, su insistencia la llevó a saber la verdad: “Cuando tenía más o menos ocho años, supe que yo tenía otro papá diferente al que me había criado toda la vida. Me sentía muy triste y estaba muy chiquita para entender muchas cosas. Recuerdo que yo siempre estaba preguntando sobre esto, pero mi papá y mi mamá me evitaban. Y siempre pensaba: si tengo otro papá, debo tener otra mamá. Las dudas cada vez iban aumentando hasta que una vez ellos decidieron contarme. Mi papá comenzó a tener comunicación conmigo, me decía que él vivía en una finca y tenía muchas vacas y caballos. Yo era feliz contándole a todo el mundo que yo tenía otro papá que era ganadero, pero la información sobre mi mamá era muy poca, decidí desistir y no volver a preguntar sobre esto”.
No era un ganadero, estaba lejos de serlo. Martín Cruz, como fue bautizado, estuvo 37 años en las Farc. Es hijo de los fundadores de la guerrilla. Estuvo al lado de Manuel Marulanda y siempre vivió en la clandestinidad. Es fundador del frente 25 y estuvo veinticinco años en el frente 5º, en la dirección del bloque Efraín Guzmán. Fue el responsable de varios delitos y crímenes de lesa humanidad, como el secuestro de Óscar Tulio Lizcano, el excongresista que se les voló en 2008.
Cuando comenzó el proceso de paz, en 2012, Rubín pensó que esa era la oportunidad de volver a ver a su hija. En 2014, cuando empezaron a arreciar los combates, pidió que le dieran esa oportunidad de ir a La Habana (Cuba) antes de que lo mataran. Pasaron un par de semanas en La Habana juntos. En sus largas caminatas por el centro, el malecón y varias mañanas en la playa hablaron de su madre, de las decisiones de Rubín, de la vida en la guerra. Lloraron, se consolaron, pelearon. Catalina empezó a sentir que extrañaba a la familia que la crió y a él se le hacía un hueco en el estómago por no ser el dueño de esas añoranzas. “Me acuerdo que le dije a Pastor Alape: ‘¿Qué hago?’. Ella se quería ir y Pastor me dijo que le diera tiempo. Yo había hecho todo para recuperarla, pero no se recupera una hija en quince días. Eso no se construye así. Y ella lo confirmó. Le dije que cuando estuviera preparada me volviera a buscar”.
Catalina tardó dos años en buscarlo de nuevo. En 2017, cuando estaba en La Elvira (Cauca), apareció. Fue hasta el espacio territorial y allí conoció la vida de su padre. Despojándose de los prejuicios y los resentimientos, aceptó su ayuda para estudiar. En el marco del proceso de paz, el gobierno de Cuba otorgó 1.000 becas a Colombia: 500 para Farc y 500 para el Gobierno nacional. Con esas becas se han beneficiado víctimas, miembros de organizaciones y familiares de los excombatientes.
“Ella tuvo que hacer exámenes y argumentar por qué quería estudiar Medicina. A mí me llenó de orgullo decir que quería servirle a este país. Ha ganado todos los semestres y ahora mi sueño es verla convertida en una profesional”, asegura Rubín. Cuando viene a Colombia de vacaciones divide su tiempo: una parte la pasa con él y la otra con su padre de crianza. Ambos se llevan bien. Tienen un pacto de turnarse el pago de los tiquetes de avión para cuando ella quiera volver y también se reparten los gastos de su estadía en Cuba.
Ella es prudente con sus palabras y resume su historia como un proceso de altibajos: “Esto no puede ser lineal, pero hemos sabido llevar las cosas y tenernos paciencia el uno con el otro, hemos tenido conversaciones largas, nos decimos nuestras diferencias y hemos aceptado con amor y comprensión. Tenemos en común las ganas de formar una buena relación de padre e hija y con el tiempo lo hemos ido logrando, sabemos que no podemos devolver el tiempo, pero también sabemos que nos queda una vida por delante para dar todo de sí mismos”.
Un gran aliciente para reconstruir el vínculo han sido sus reconocimientos de verdad ante la justicia. Rubín fue el único de los exjefes guerrilleros que aceptó ante la JEP que sí hubo reclutamiento forzado y violencia sexual en las Farc. El exjefe guerrillero admite: “No debimos recibir muchachos. Nos equivocamos. Eran otras épocas, ¿no? Cuando salimos de ese monte llegamos a otra realidad en la que nos dimos cuenta de tantos errores. Y ella está ahí para mostrarme eso también, con cariño. Yo pensaba: el dolor de la separación que sentí con ella, muchos más padres y madres tuvieron que vivirlo por nuestras decisiones de llevarnos a sus hijos a la guerrilla”.
(Lea más: Escuelas de Palabra: una apuesta educativa para no repetir la guerra)
Catalina es compasiva. Sabe que el proceso será difícil, doloroso, así que está pendiente de cuándo tiene que comparecer: “Me dice que no puedo ocultar nada, que repare a las víctimas. Y cuando salgo, me escribe para saber cómo fue. Cuando ella me dice que está orgullosa es un nuevo impulso”. Se parecen mucho. Tienen la misma nariz y temperamento fuerte, aunque ambos son sensibles. Rubín encuentra refugio en la poesía y espera compilar sus historias en un libro. Trabaja en comunicaciones del partido FARC y sigue en su trabajo de contar la verdad.
Sobre Catalina asegura que “es sueños y esperanzas de un pronto futuro, es génesis y metas realizables”. Aunque están separados, mientras ella acaba su carrera de Medicina, los dos se aferran a un mismo recuerdo de cuando él estaba en la guerra, para calmar las ansias: “Estaba sentada afuera de la casa hablando con él, eran como las ocho de la noche, y me estaba preguntando cómo era mi pelo, mi cara, y yo iba respondiendo sus preguntas, hasta que le pregunté:
—Papi, ¿tú estás muy lejos?
—Mira la Luna, ¿al igual que yo, ves una forma de mapa en la Luna? —respondió.
—Sí.
— ¿Ves? Entonces no estoy tan lejos.
Después de esto nunca dejé de ver la Luna”.