La historia del niño que pisó una mina explosiva en Tibú (Norte de Santander)
José David Moncada, con apenas 14 años, perdió la pierna izquierda después de pisar un artefacto que, según pobladores, habría instalado la guerrilla del Eln, en la vereda La Silla. Desde diciembre de 2020, la guerra entre este grupo y las Agc no cesa. Se disputan la entrada al Catatumbo, donde los cultivos de coca ascienden a 41.000 hectáreas.
Rosalba* dice que fueron las ánimas quienes le avisaron que su hijo de catorce años, José David Moncada Galvis, estaba en peligro. Mientras estaba cocinando, sintió que toda la casa se movió. Los árboles se mecieron de un lado a otro, después de un fuerte estruendo. Se preocupó cuando el vecino, con quien su hijo había salido a limpiar la yuca, no le contestó. Timbró y timbró hasta que en la séptima llamada atendió. Escuchó primero unos lamentos y luego al hombre que le advertía que podían morirse: “Busque gente que venga por nosotros, porque nos mocharon la pierna y el brazo con una mina”.
Salió corriendo de su casa, ubicada en una vereda de La Silla, en el corregimiento Campo Dos del municipio de Tibú (Norte de Santander), hacia los cultivos de yuca. A buen paso, el recorrido es de 45 minutos, pero ella, que corrió con todas sus fuerzas, en veinte estaba ahí. “Uno por un hijo se revienta”, asegura. Los encontró a ambos ensangrentados al lado del caño donde la comunidad recoge el agua. Ellos solo querían llenar su botella antes de seguir el recorrido, cuando José David pisó la mina. Era el sábado 20 de marzo, a las 9:30 a.m.
“La gente de la vereda llegó con las hamacas y me los ayudaron a sacar de ahí. La piernita derecha le colgaba a mi niño, mientras que la otra no apareció. Fue una bendición que no perdiera las dos. Luego un señor que trabaja en una mina de carbón los llevó en su carro hasta el pueblo, donde estaba la ambulancia. De ahí fuimos hasta La Florida, donde el Ejército dio el helicóptero para llevarlos a la clínica en Cúcuta. A las 11:00 a.m. ya estábamos allá. Menos mal fue rápido, porque se hubieran muerto desangrados“, relata Rosalba.
(Lea también: Por territorios minados, 1.500 indígenas están confinados en Frontino (Antioquia))
José David fue el último niño víctima de las minas antipersonales reportada en Colombia hasta el pasado viernes. De acuerdo con la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, en lo corrido de 2021 se han presentado 41 víctimas (25 civiles y 16 miembros de la Fuerza Pública). Cuatro de ellas murieron tras la explosión.
Aunque se esperaba que con la firma del Acuerdo de Paz este flagelo fuera eliminado, los casos aún se siguen presentado, principalmente en zonas con alto índice de cultivos de coca y disputa entre grupos armados ilegales, como Tibú. El Gobierno tiene en su lista 12.032 víctimas de minas antipersonales, de las cuales 4.791 son civiles y 7.241 son miembros de la Fuerza Pública. De ellas, 1.239 son menores de edad.
A José David le amputaron la pierna izquierda; lograron salvarle la derecha. Los médicos aseguran que ha evolucionado satisfactoriamente y, aunque tardará al menos un mes en el hospital, está fuera de peligro. Su estado de ánimo varía. Por momentos, el niño dice que no quiere vivir más, pero cuando su madre le recuerda cómo su hermana ha vivido 17 años con parálisis cerebral, él vuelve a tomar fuerza y se aferra a la idea de que una prótesis le permitirá seguir con su trabajo corriendo en los campos de arroz para ahuyentar a los pájaros y jugar fútbol con amigos del pueblo. Rosalba le responde: “Confiando en Dios, que alguien nos ayude a conseguir la prótesis”. Ambos le piden al Gobierno que los apoye para una buena prótesis que le permita a José David caminar de nuevo, una vez esté completamente recuperado.
Pareciera que Rosalba es una mujer tranquila, pero la verdad es que habla desde la resignación de sufrir la guerra desde hace décadas. Eso sí, su “año maldito”, como lo llama, fue 2020. Hace apenas ocho meses, fue desplazada de la vereda La Silla y estando en el refugio asesinaron a Johnny, su segundo hijo, de 22 años. “Él fue a comprarle unos pañales a mi hija enfermita. Viniendo para acá, una moto se le pegó y le dijo que lo siguiera. Le tocó hacerlo y más adelante lo agarraron y lo mataron. Le pegaron cuatro tiros en el estómago”.
Le pidió a otros desplazados que le ayudaran a buscarlo, pero la gente tenía pánico. Junto a José David y su niña alzada en brazos, lo encontraron tirado en la carretera. “Se llevaron su moto y el celular. (...) Lo raro es que él nunca tuvo amenazas, pero esa zona es complicada”. Después de ese hecho, José David dejó la escuela y se dedicó a trabajar en el campo para conseguir dinero para la familia, pues Rosalba siempre debe estar cuidando a su hija. También arrendaban su terreno para ganado.
Ella prefiere no hablar del tema ni opinar sobre lo que está pasando en Tibú, pero otra persona de la zona, que no reveló su nombre por seguridad, cuenta que, en julio del año pasado, al menos 460 personas se fueron de la vereda por los rumores de que “los paramilitares iban a matar a toda la gente”. Nadie quiso averiguar si eran ciertos y menos después de la masacre del 18 de julio, en la que fueron asesinadas seis personas en las veredas Vigilancia y Totumito, corregimiento de Banco de Arena, zona rural de Cúcuta, colindante con La Silla. Ese hecho marcó un antes y un después: “Los combates eran duros, pero uno los escucha lejos. Con eso nos dimos cuenta de que por el control se llevarían por delante a cualquiera”. Cerraron sus casas de madera y se fueron.
La disputa por La Silla
La vereda La Silla, en Tibú, se ha convertido en una de las grandes zonas de disputa de los grupos armados por dos razones principales. La primera es que, de acuerdo con el último reporte del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), Tibú es el municipio “con más cultivos, con un 27 % de toda la coca del país (20.000 hectáreas)”. Y la segunda es que se trata de un corredor estratégico: está cerca de la frontera con Venezuela, colinda con la zona rural de Cúcuta y también es la puerta hacia la región del Catatumbo, donde están otros municipios con altos índices de cultivos ilícitos, como Sardinata, El Tarra y Teorama y ha sido una región de alta presencia de la guerrilla del Eln. En total, hay 41.000 hectáreas en esa zona.
(Le puede interesar: Entre 2016 y 2020, 75 líderes de sustitución de coca fueron asesinados)
Aunque más de una cuarta parte de la coca se encuentra en Catatumbo, solo el 3 % de los beneficiarios del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), creado después del Acuerdo de Paz, están en esta región. Tanto el Gobierno como las Naciones Unidas aseguran que se han entablado varias conversaciones con las comunidades, pero la reducción de los cultivos ha sido imposible.
Desde las comunidades señalan que no se puede negociar cuando no hay Estado que respalde esa decisión. En Tibú y otros municipios del Catatumbo no hay hospitales, colegios ni siquiera carreteras para sacar otros productos que no sea la coca. Los campesinos sobreviven con esas ganancias. Uno de ellos, dedicado a raspar, afirma que recibe cada tres meses $400.000 libres con los que mantiene a su familia. Para él no es una baja suma; por el contrario, alardea de ella si la compara con las pérdidas que le traerían otros productos en la región.
A esas condiciones hay que sumarle las amenazas de muerte para quienes se resistan a cultivar, además de los combates y la instalación de minas o artefactos explosivos hechizos por el control territorial. En Tibú, revela el Informe estadístico sobre las dinámicas de violencia en el departamento de Norte de Santander, desde 2014 a 2019, han sido asesinadas 364 personas, secuestradas 32, amenazadas 597, desaparecidas 99 y afectadas por minas antipersonales 164, cifras alarmantes para un municipio que apenas tiene 36.000 habitantes.
Desde que se firmó el Acuerdo de Paz y la extinta guerrilla de las Farc dejó la zona, empezó una disputa de nunca acabar. Primero entre las guerrillas del Epl y el Eln. Luego entre el Eln y los Rastrojos. “Pero ahí ganaron los elenos con la ayuda de la Guardia Nacional Venezolana. Eso fue una mortandad terrible en ambos países. Entre 2019 y 2020 hablaban de masacres, muchas de ellas que jamás se contaron. De a tres y hasta cinco personas”, señala un funcionario que también prefirió no identificarse por razones de seguridad.
El Eln ha tenido el control hasta hoy, pero la disputa sigue. El funcionario detalla que los Rastrojos, debilitados, fueron absorbidos por las Agc, quienes están desde diciembre y tienen como objetivo subir hasta Catatumbo, para controlar las rutas de narcotráfico y los cultivos de coca. Para detenerlos, instalan minas en las trochas y ambos grupos amedrantan a los campesinos. “Les dicen a los campesinos que si son de un bando o de otro, y ahí en la mitad ellos deciden desplazarse”, agrega la fuente.
(Le recomendamos: La vida en un barrio de migrantes en el corazón del conflicto en el Catatumbo)
Para Wilfredo Cañizares, presidente de la Fundación Progresar, la expansión de las Agc, que podría desatar una guerra tan sangrienta como la que vivieron hace veinte años, no ha podido comenzar porque el Eln no se los ha permitido: “Les tienen una contención en La Silla-Totumito. Pero si se dejan ganar ese terreno, las Agc tienen un pie adentro del Catatumbo; estarían a una hora del casco urbano de Tibú”.
Para mantener ese poder, el Eln ha controlado cada movimiento de la población. “En agosto de 2020, hicieron una reunión y nos quitaron los celulares. Duramos así hasta los primeros días de diciembre, cuando los entregaron. La orden era que a quien usara un celular ellos lo ajusticiaban. Todos teníamos miedo porque tenían como un aparato lector. Cada vez que lo prendían, salía un puntico rojo”, narra otro campesino de La Silla. También comenzaron los toques de queda desde las 7:00 p.m.
La guerrilla hizo tres reuniones. En la segunda, cuando se dieron cuenta de que diez personas tenían otros dispositivos, los pusieron a limpiar carreteras y volvieron a amenazar a la población. “El 22 de diciembre volvieron a recogerlos otra vez bajo la excusa de que estábamos pasando información al otro grupo armado; es decir, a las Agc. Después de las 7:00 p.m. había toque de queda”, agrega.
El 28 de diciembre volvió el terror. Empezaron los enfrentamientos entre los elenos y las Agc desde las 7:30 a.m. Tres horas después, dicen, se escuchó un estruendo, como si fuese un cilindro bomba. “Nosotros bajamos, pero solo nos dejaron salir a la iglesia de La Silla. Quien bajaba no podía volver a subir. Nos tenían retenidos”.
El Ejército, dos días después, llegó a la zona; sin embargo, la comunidad le pidió que no entrara al municipio porque los amenazaron con que si entraban, “los sacaban a tiros” y la población civil quedaba en la mitad. “Nosotros les dijimos que por favor no llegaran a La Silla, que si querían salvar al campesino que se devolvieran, que estábamos cansados de tanta violencia y había muchos niños que estaban en riesgo. Ese día se fueron, pero luego regresaron por los alrededores”, cuenta otra habitante.
No saben cómo, pero el 6 y 7 de enero, miembros de las Agc lograron entrar al pueblo y pintaron mensajes en las paredes de las viviendas, acusándolos de “sapos”. Inmediatamente llegó la Defensoría del Pueblo, quien les pidió que no salieran de sus casas. Ya era demasiado tarde: “Nosotros le respondimos que preferíamos perder las cosas que la vida. Sabíamos que el terreno está completamente minado. Solo podíamos caminar por las trochas. Además, han asesinado a muchos líderes”. Solo en 2020, según la Corporación red departamental de defensores de derechos humanos, fueron asesinados cuatro líderes en Tibú.
Sin comida y con miedo, de nuevo, en menos de un año, 23 familias fueron desplazadas. Unas salieron a Tibú, otras decidieron ir a Cúcuta, algunas más a los corregimientos cercanos. Y menos mal lo hicieron, según los campesinos, porque los combates siguen y nadie puede ir a los cultivos de coca, su sustento, por amenazas de minas.
Denuncian que solo han recibido por parte de la Alcaldía un mercado y el compromiso de que les pagarán tres meses de arriendo. Elisa Montoya, secretaria de Posconflicto, desmiente estas afirmaciones y aclara que ya fueron entregadas todas las ayudas humanitarias y que ahora le compete al Gobierno Nacional ayudar a las familias víctimas. El panorama ahora es que la mayoría no tiene en intenciones de volver a las veredas y permanece a la deriva y sin trabajo en Cúcuta, la ciudad con mayor índice de informalidad del país (72,9%).
Ahora Rosalba vive en otro corregimiento de Santander del Norte, con su hermana, que le ofreció una habitación. Allí estaba tratando de ganarse la vida como empleada doméstica en fincas arroceras. La familia decidió que lo mejor era salir de su tierra en La Silla y por eso volvió a la vereda quince días con la intención de venderla. A la semana, José David pisó la mina. “Por vender ese lugar me pasó eso. Mejor me hubiera quedado sin nada y pidiendo limosna para que David no pasara por esto. A esa maldita tierra no volvemos”, lamenta. Hoy está en el hospital acompañando a su hijo en la rehabilitación de su pierna y en las citas de su hija para sobrellevar la parálisis. José David ya entró a la ruta de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz como víctima de minas antipersonales y está siendo atendido, en compañía del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.
Este diario intentó ir hasta La Silla, pero la comunidad aseguró que no era recomendable por los enfrentamientos y constantes retenes de los grupos armados. “Nadie puede garantizar que no les vaya a pasar nada”, repiten. La situación es tan delicada que solo se visita la región si se está acompañado de un organismo internacional, la Defensoría del Pueblo o la Secretaría de Posconflicto de Cúcuta, pero ninguna tenía agenda durante la semana de la visita. Intentamos comunicarnos con la alcaldesa del municipio, pero al cierre de esta edición fue imposible contactarla.
*Nombre cambiado a petición de la fuente.
**No se pierda la segunda entrega sobre la violencia en la zona rural de Cúcuta en la edición de mañana.
Rosalba* dice que fueron las ánimas quienes le avisaron que su hijo de catorce años, José David Moncada Galvis, estaba en peligro. Mientras estaba cocinando, sintió que toda la casa se movió. Los árboles se mecieron de un lado a otro, después de un fuerte estruendo. Se preocupó cuando el vecino, con quien su hijo había salido a limpiar la yuca, no le contestó. Timbró y timbró hasta que en la séptima llamada atendió. Escuchó primero unos lamentos y luego al hombre que le advertía que podían morirse: “Busque gente que venga por nosotros, porque nos mocharon la pierna y el brazo con una mina”.
Salió corriendo de su casa, ubicada en una vereda de La Silla, en el corregimiento Campo Dos del municipio de Tibú (Norte de Santander), hacia los cultivos de yuca. A buen paso, el recorrido es de 45 minutos, pero ella, que corrió con todas sus fuerzas, en veinte estaba ahí. “Uno por un hijo se revienta”, asegura. Los encontró a ambos ensangrentados al lado del caño donde la comunidad recoge el agua. Ellos solo querían llenar su botella antes de seguir el recorrido, cuando José David pisó la mina. Era el sábado 20 de marzo, a las 9:30 a.m.
“La gente de la vereda llegó con las hamacas y me los ayudaron a sacar de ahí. La piernita derecha le colgaba a mi niño, mientras que la otra no apareció. Fue una bendición que no perdiera las dos. Luego un señor que trabaja en una mina de carbón los llevó en su carro hasta el pueblo, donde estaba la ambulancia. De ahí fuimos hasta La Florida, donde el Ejército dio el helicóptero para llevarlos a la clínica en Cúcuta. A las 11:00 a.m. ya estábamos allá. Menos mal fue rápido, porque se hubieran muerto desangrados“, relata Rosalba.
(Lea también: Por territorios minados, 1.500 indígenas están confinados en Frontino (Antioquia))
José David fue el último niño víctima de las minas antipersonales reportada en Colombia hasta el pasado viernes. De acuerdo con la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, en lo corrido de 2021 se han presentado 41 víctimas (25 civiles y 16 miembros de la Fuerza Pública). Cuatro de ellas murieron tras la explosión.
Aunque se esperaba que con la firma del Acuerdo de Paz este flagelo fuera eliminado, los casos aún se siguen presentado, principalmente en zonas con alto índice de cultivos de coca y disputa entre grupos armados ilegales, como Tibú. El Gobierno tiene en su lista 12.032 víctimas de minas antipersonales, de las cuales 4.791 son civiles y 7.241 son miembros de la Fuerza Pública. De ellas, 1.239 son menores de edad.
A José David le amputaron la pierna izquierda; lograron salvarle la derecha. Los médicos aseguran que ha evolucionado satisfactoriamente y, aunque tardará al menos un mes en el hospital, está fuera de peligro. Su estado de ánimo varía. Por momentos, el niño dice que no quiere vivir más, pero cuando su madre le recuerda cómo su hermana ha vivido 17 años con parálisis cerebral, él vuelve a tomar fuerza y se aferra a la idea de que una prótesis le permitirá seguir con su trabajo corriendo en los campos de arroz para ahuyentar a los pájaros y jugar fútbol con amigos del pueblo. Rosalba le responde: “Confiando en Dios, que alguien nos ayude a conseguir la prótesis”. Ambos le piden al Gobierno que los apoye para una buena prótesis que le permita a José David caminar de nuevo, una vez esté completamente recuperado.
Pareciera que Rosalba es una mujer tranquila, pero la verdad es que habla desde la resignación de sufrir la guerra desde hace décadas. Eso sí, su “año maldito”, como lo llama, fue 2020. Hace apenas ocho meses, fue desplazada de la vereda La Silla y estando en el refugio asesinaron a Johnny, su segundo hijo, de 22 años. “Él fue a comprarle unos pañales a mi hija enfermita. Viniendo para acá, una moto se le pegó y le dijo que lo siguiera. Le tocó hacerlo y más adelante lo agarraron y lo mataron. Le pegaron cuatro tiros en el estómago”.
Le pidió a otros desplazados que le ayudaran a buscarlo, pero la gente tenía pánico. Junto a José David y su niña alzada en brazos, lo encontraron tirado en la carretera. “Se llevaron su moto y el celular. (...) Lo raro es que él nunca tuvo amenazas, pero esa zona es complicada”. Después de ese hecho, José David dejó la escuela y se dedicó a trabajar en el campo para conseguir dinero para la familia, pues Rosalba siempre debe estar cuidando a su hija. También arrendaban su terreno para ganado.
Ella prefiere no hablar del tema ni opinar sobre lo que está pasando en Tibú, pero otra persona de la zona, que no reveló su nombre por seguridad, cuenta que, en julio del año pasado, al menos 460 personas se fueron de la vereda por los rumores de que “los paramilitares iban a matar a toda la gente”. Nadie quiso averiguar si eran ciertos y menos después de la masacre del 18 de julio, en la que fueron asesinadas seis personas en las veredas Vigilancia y Totumito, corregimiento de Banco de Arena, zona rural de Cúcuta, colindante con La Silla. Ese hecho marcó un antes y un después: “Los combates eran duros, pero uno los escucha lejos. Con eso nos dimos cuenta de que por el control se llevarían por delante a cualquiera”. Cerraron sus casas de madera y se fueron.
La disputa por La Silla
La vereda La Silla, en Tibú, se ha convertido en una de las grandes zonas de disputa de los grupos armados por dos razones principales. La primera es que, de acuerdo con el último reporte del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), Tibú es el municipio “con más cultivos, con un 27 % de toda la coca del país (20.000 hectáreas)”. Y la segunda es que se trata de un corredor estratégico: está cerca de la frontera con Venezuela, colinda con la zona rural de Cúcuta y también es la puerta hacia la región del Catatumbo, donde están otros municipios con altos índices de cultivos ilícitos, como Sardinata, El Tarra y Teorama y ha sido una región de alta presencia de la guerrilla del Eln. En total, hay 41.000 hectáreas en esa zona.
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Aunque más de una cuarta parte de la coca se encuentra en Catatumbo, solo el 3 % de los beneficiarios del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), creado después del Acuerdo de Paz, están en esta región. Tanto el Gobierno como las Naciones Unidas aseguran que se han entablado varias conversaciones con las comunidades, pero la reducción de los cultivos ha sido imposible.
Desde las comunidades señalan que no se puede negociar cuando no hay Estado que respalde esa decisión. En Tibú y otros municipios del Catatumbo no hay hospitales, colegios ni siquiera carreteras para sacar otros productos que no sea la coca. Los campesinos sobreviven con esas ganancias. Uno de ellos, dedicado a raspar, afirma que recibe cada tres meses $400.000 libres con los que mantiene a su familia. Para él no es una baja suma; por el contrario, alardea de ella si la compara con las pérdidas que le traerían otros productos en la región.
A esas condiciones hay que sumarle las amenazas de muerte para quienes se resistan a cultivar, además de los combates y la instalación de minas o artefactos explosivos hechizos por el control territorial. En Tibú, revela el Informe estadístico sobre las dinámicas de violencia en el departamento de Norte de Santander, desde 2014 a 2019, han sido asesinadas 364 personas, secuestradas 32, amenazadas 597, desaparecidas 99 y afectadas por minas antipersonales 164, cifras alarmantes para un municipio que apenas tiene 36.000 habitantes.
Desde que se firmó el Acuerdo de Paz y la extinta guerrilla de las Farc dejó la zona, empezó una disputa de nunca acabar. Primero entre las guerrillas del Epl y el Eln. Luego entre el Eln y los Rastrojos. “Pero ahí ganaron los elenos con la ayuda de la Guardia Nacional Venezolana. Eso fue una mortandad terrible en ambos países. Entre 2019 y 2020 hablaban de masacres, muchas de ellas que jamás se contaron. De a tres y hasta cinco personas”, señala un funcionario que también prefirió no identificarse por razones de seguridad.
El Eln ha tenido el control hasta hoy, pero la disputa sigue. El funcionario detalla que los Rastrojos, debilitados, fueron absorbidos por las Agc, quienes están desde diciembre y tienen como objetivo subir hasta Catatumbo, para controlar las rutas de narcotráfico y los cultivos de coca. Para detenerlos, instalan minas en las trochas y ambos grupos amedrantan a los campesinos. “Les dicen a los campesinos que si son de un bando o de otro, y ahí en la mitad ellos deciden desplazarse”, agrega la fuente.
(Le recomendamos: La vida en un barrio de migrantes en el corazón del conflicto en el Catatumbo)
Para Wilfredo Cañizares, presidente de la Fundación Progresar, la expansión de las Agc, que podría desatar una guerra tan sangrienta como la que vivieron hace veinte años, no ha podido comenzar porque el Eln no se los ha permitido: “Les tienen una contención en La Silla-Totumito. Pero si se dejan ganar ese terreno, las Agc tienen un pie adentro del Catatumbo; estarían a una hora del casco urbano de Tibú”.
Para mantener ese poder, el Eln ha controlado cada movimiento de la población. “En agosto de 2020, hicieron una reunión y nos quitaron los celulares. Duramos así hasta los primeros días de diciembre, cuando los entregaron. La orden era que a quien usara un celular ellos lo ajusticiaban. Todos teníamos miedo porque tenían como un aparato lector. Cada vez que lo prendían, salía un puntico rojo”, narra otro campesino de La Silla. También comenzaron los toques de queda desde las 7:00 p.m.
La guerrilla hizo tres reuniones. En la segunda, cuando se dieron cuenta de que diez personas tenían otros dispositivos, los pusieron a limpiar carreteras y volvieron a amenazar a la población. “El 22 de diciembre volvieron a recogerlos otra vez bajo la excusa de que estábamos pasando información al otro grupo armado; es decir, a las Agc. Después de las 7:00 p.m. había toque de queda”, agrega.
El 28 de diciembre volvió el terror. Empezaron los enfrentamientos entre los elenos y las Agc desde las 7:30 a.m. Tres horas después, dicen, se escuchó un estruendo, como si fuese un cilindro bomba. “Nosotros bajamos, pero solo nos dejaron salir a la iglesia de La Silla. Quien bajaba no podía volver a subir. Nos tenían retenidos”.
El Ejército, dos días después, llegó a la zona; sin embargo, la comunidad le pidió que no entrara al municipio porque los amenazaron con que si entraban, “los sacaban a tiros” y la población civil quedaba en la mitad. “Nosotros les dijimos que por favor no llegaran a La Silla, que si querían salvar al campesino que se devolvieran, que estábamos cansados de tanta violencia y había muchos niños que estaban en riesgo. Ese día se fueron, pero luego regresaron por los alrededores”, cuenta otra habitante.
No saben cómo, pero el 6 y 7 de enero, miembros de las Agc lograron entrar al pueblo y pintaron mensajes en las paredes de las viviendas, acusándolos de “sapos”. Inmediatamente llegó la Defensoría del Pueblo, quien les pidió que no salieran de sus casas. Ya era demasiado tarde: “Nosotros le respondimos que preferíamos perder las cosas que la vida. Sabíamos que el terreno está completamente minado. Solo podíamos caminar por las trochas. Además, han asesinado a muchos líderes”. Solo en 2020, según la Corporación red departamental de defensores de derechos humanos, fueron asesinados cuatro líderes en Tibú.
Sin comida y con miedo, de nuevo, en menos de un año, 23 familias fueron desplazadas. Unas salieron a Tibú, otras decidieron ir a Cúcuta, algunas más a los corregimientos cercanos. Y menos mal lo hicieron, según los campesinos, porque los combates siguen y nadie puede ir a los cultivos de coca, su sustento, por amenazas de minas.
Denuncian que solo han recibido por parte de la Alcaldía un mercado y el compromiso de que les pagarán tres meses de arriendo. Elisa Montoya, secretaria de Posconflicto, desmiente estas afirmaciones y aclara que ya fueron entregadas todas las ayudas humanitarias y que ahora le compete al Gobierno Nacional ayudar a las familias víctimas. El panorama ahora es que la mayoría no tiene en intenciones de volver a las veredas y permanece a la deriva y sin trabajo en Cúcuta, la ciudad con mayor índice de informalidad del país (72,9%).
Ahora Rosalba vive en otro corregimiento de Santander del Norte, con su hermana, que le ofreció una habitación. Allí estaba tratando de ganarse la vida como empleada doméstica en fincas arroceras. La familia decidió que lo mejor era salir de su tierra en La Silla y por eso volvió a la vereda quince días con la intención de venderla. A la semana, José David pisó la mina. “Por vender ese lugar me pasó eso. Mejor me hubiera quedado sin nada y pidiendo limosna para que David no pasara por esto. A esa maldita tierra no volvemos”, lamenta. Hoy está en el hospital acompañando a su hijo en la rehabilitación de su pierna y en las citas de su hija para sobrellevar la parálisis. José David ya entró a la ruta de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz como víctima de minas antipersonales y está siendo atendido, en compañía del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.
Este diario intentó ir hasta La Silla, pero la comunidad aseguró que no era recomendable por los enfrentamientos y constantes retenes de los grupos armados. “Nadie puede garantizar que no les vaya a pasar nada”, repiten. La situación es tan delicada que solo se visita la región si se está acompañado de un organismo internacional, la Defensoría del Pueblo o la Secretaría de Posconflicto de Cúcuta, pero ninguna tenía agenda durante la semana de la visita. Intentamos comunicarnos con la alcaldesa del municipio, pero al cierre de esta edición fue imposible contactarla.
*Nombre cambiado a petición de la fuente.
**No se pierda la segunda entrega sobre la violencia en la zona rural de Cúcuta en la edición de mañana.