La realidad invisible de los colombianos exiliados en países fronterizos
En los últimos 20 años, al menos 524.496 personas solicitaron refugio en los cinco países que tienen fronteras con Colombia, pero solo el 5 % de estas han sido reconocidas como víctimas del conflicto. Este 27 de febrero, en Ibarra (Ecuador), la Comisión de la Verdad hará un reconocimiento a sus voces.
Orlando Castaño Cuéllar tiene 21 años. Es colombiano, pero no tiene cédula. Y por su acento es difícil saber dónde nació. A veces, cuando va a decir “pan”, realmente dice “pam”, tal como la gente del Valle del Cauca. Pero cuando se refiere a la universidad, dice “la facultad”, como lo hace la gente en Argentina. “Muchas cosas se me han pegado”, explica refiriéndose a su forma de hablar y de comportarse. Nació en Cali y vivió en Dagua hasta sus seis años. Es el menor de los tres hijos de Humberto y Marisol, y el que hoy en día cuenta la historia de su familia, una que se sostenía de la panadería y se vio alcanzada por el conflicto armado y, para protegerse, se exilió en Ecuador y luego llegó a Argentina con cuatro cajas de cartón envueltas con cinta pegante.
A pesar de que varios de sus recuerdos sobre el conflicto son vagos, Orlando tiene clara la historia de su familia a fuerza de escucharla y narrarla muchas veces. Su relato comienza saliendo de Dagua, donde su padre era panadero, y yéndose a Llorente, un corregimiento de Tumaco (Nariño) a buscar una oportunidad para mejorar su economía. La encontraron, sí, se hicieron a una finca llena de árboles y estaban felices, pero también los sorprendió el conflicto. Llegaron finalizando 2008, un año en el que se reportaron 12.609 víctimas del conflicto en el municipio. El año siguiente, 2009, se reportarían casi 17.000.
Pero los Castaño Cuéllar solo pensaban en mejorar su vida. Humberto, el padre, comenzó a hacer pan, mientras Marisol y su hijo mayor, de 15 años, salían a venderlo en una carreta. A principios de 2009, cuando Marisol fue a inscribir a su hijo al colegio, un hombre le dijo que si él mataba a su marido, ella tenía que ser la mujer de él. A eso se le sumó que miembros de la guerrilla de las Farc anotaron al joven para luego ir por él y llevárselo a raspar coca. En los meses siguientes apareció un conocido que dijo que tenía un local en San Lorenzo (Ecuador) perfecto para poner una panadería donde podían irse a trabajar. Humberto fue a verlo y, sin pensarlo dos veces, toda la familia se desplazó a Ecuador el 1° de abril de 2009. Dejaron la finca, los electrodomésticos y muebles, y se llevaron la ropa. Los hijos desertaron del colegio.
“El exilio es algo de lo que se puede hablar, pero que es muy difícil que te hagas a la idea, porque cuando no se ha vivido una experiencia así, no se sabe lo que significa el desarraigo total, la pérdida de vínculos”, dice el comisionado de la Verdad, Carlos Beristain, quien se ha dedicado a escuchar las voces de las víctimas en el exilio. Lo que algunas personas le han dicho es que “se trata de empezar de nuevo la vida, pero no desde los pedazos, sino desde las cenizas, porque a veces no quedó nada. No quedó nada de lo que éramos”. Ese recomienzo resulta más difícil si se suma que sucede en las fronteras: lugares invisibles en los que pasa todo, pero nadie mira. Es ahí, en los cinco países que limitan con Colombia, hacia donde han salido la mayoría de exiliados de este país.
“La población que ha tenido que huir a través de los países en frontera, en muchos sentidos, es una población más vulnerable. Tiene un perfil sobre todo de personas del mundo campesino. Algunas comunidades étnicas binacionales que han tenido que huir, y también población afrodescendiente que ha sido objeto, digamos, de violencia masiva y que a través de eso ha tenido que salir, a veces también de forma colectiva. Es un tipo de exilio que hay que señalar también por las condiciones de vulnerabilidad”, explica Beristain.
Por eso la Comisión de la Verdad reconocerá este sábado 27 de febrero a las personas exiliadas en las fronteras con Colombia en un encuentro que pretende no solo dar a conocer lo que ha significado el exilio para miles de personas, sino también hacer un camino de vuelta con quienes confiaron sus relatos. Se hará en Ibarra (Ecuador) y será transmitido por las redes de la Comisión.
Orlando y su familia se sintieron identificados cuando escucharon hablar a la gente de la Comisión en la búsqueda que estaban haciendo para recoger testimonios en los países vecinos. Cuando ese encuentro se dio, la familia Castaño Cuéllar llevaba años en Argentina, donde llegaron tras dos desplazamientos más.
Las cosas en San Lorenzo tampoco fueron como pensaban. El hombre quiso que trabajaran mucho más de lo pactado y, después de demorarse una mañana entera en la oficina de la organización HIAS (Organización Judía Global que protege al refugiado cuya vida se encuentra en peligro) para pedir protección internacional, los echó porque estaban incumpliendo los horarios. Les consiguieron un hogar temporal y luego se mudaron a una casa. Los niños volvieron a estudiar y el padre a la panadería. Las cosas empezaron a mejorar, incluso pudieron contratar a empleados del barrio que, además, los protegían de las pandillas que controlaban la zona. Sin embargo, un malentendido con uno de esos grupos los llevó a desplazarse otra vez. “Un día a las 3:40 p.m. robaron una camioneta por ahí. Una 4x4. Y llegó la policía, pero no los pillo. Los tipos ya se habían ido con la 4x4 sin ningún problema. Mi padre salió a las cuatro en punto, como siempre, a vender el pan. Y a las cuatro y diez llegaron los policías justo donde estaban los ladrones. Ya alguien por ahí los aventó. Pensaron que mi padre había salido y los había aventado. Desde ahí todo empeoró muchísimo”, recuerda Orlando.
En HIAS les aconsejaron mudarse a Santo Domingo. Les consiguieron vivienda y se fueron. “Lo único que nos pudimos llevar fue nuestra ropa y mandamos un camión, pero ya se nos habían llevado cosas y las únicas que llegaron fueron los colchones mojados, un horno que teníamos y una pipa de gas. Mi padre comenzó a vender Bonice y morocho (bebida ecuatoriana) en las terminales y en las escuelas. Empezamos a sobrevivir”.
Pero allí también llegó el conflicto. Un día, en la terminal, el papá de Orlando vio que se bajaron de un bus unas personas de San Lorenzo que él conocía. Se escondió porque le dio miedo, y al día siguiente las noticias locales reportaron los asesinatos de varias personas que, como ellos, se habían ido de San Lorenzo a Santo Domingo. “Otra vez con miedo. Volvimos a ir a HIAS y les contamos la historia que le estoy contando, y nos dieron una opción que se llama ‘la opción del tercer país’. La historia se enviaba a diferentes países de Latinoamérica, Europa o cualquier parte y el país elige, te dice: me parece que puedo ayudar. Y nos ayudaron a venir a Argentina”.
El 28 de diciembre de 2012 se bajaron de un avión cargando cuatro cajas de cartón embaladas en cinta pegante. Una vez más habían tenido que dejar todo y, esta vez, el hermano mayor se había quedado en Ecuador, pues se enamoró y formó allá su familia.
Ese último hecho es el único que hace que la voz de Orlando se entrecorte y pare el relato. Es que las amenazas, que dejar todo lo que habían construido con tanto trabajo, más que sentir miedo. Y más difícil para ellos saber que tienen una nueva integrante en la familia, una nieta de seis años a la que solo conocen por videollamada. Para Orlando ese es quizás uno de los puntos que más lo pone a pensar sobre lo que significa el exilio.
“Lo más difícil ha sido la cuestión de la familia. Yo salí muy pequeño, me acuerdo muy poco de mi familia y en 2017 mi abuelo por parte de padre murió. Para mí fue muy duro por el hecho de no acordarme de nada, porque no puede compartir nada con él, no supe cómo era. Y el 12 de febrero mi abuelo por parte de madre murió también. Con él sí tenía un poco más de recuerdo, pero igual te pega mucho el hecho de no poder ir al entierro, no poder estar allí con una familia”, entonces piensa en su sobrina, en que ella tampoco tiene recuerdos con sus abuelos.
La posibilidad de retorno para la familia divide las opiniones. Por un lado, Humberto, el padre que tiene ya 61 años, piensa como el comisionado Beristain: “Los procesos del retorno siempre son un nuevo desplazamiento. No son volver a la situación que fue”. Por eso se pregunta quién en Colombia le va a dar trabajo o cómo podría volver a montar un negocio desde cero, y para qué si en Argentina ahora les está yendo bien. Marisol, la madre, y Maricel, la hija mayor, en cambio, sienten un gran aprecio por Colombia y extrañan a la familia. Quisieran volver. Pero Orlando, que no se siente de aquí ni de allá, siente que no puede opinar sobre política en ninguno de los países, piensa que si se viene para Colombia tendría que volver a acostumbrarse. Además, dice, “si volvemos, volveríamos como cuando llegamos a Ecuador o a Argentina: con una mano adelante y la otra atrás”.
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Orlando Castaño Cuéllar tiene 21 años. Es colombiano, pero no tiene cédula. Y por su acento es difícil saber dónde nació. A veces, cuando va a decir “pan”, realmente dice “pam”, tal como la gente del Valle del Cauca. Pero cuando se refiere a la universidad, dice “la facultad”, como lo hace la gente en Argentina. “Muchas cosas se me han pegado”, explica refiriéndose a su forma de hablar y de comportarse. Nació en Cali y vivió en Dagua hasta sus seis años. Es el menor de los tres hijos de Humberto y Marisol, y el que hoy en día cuenta la historia de su familia, una que se sostenía de la panadería y se vio alcanzada por el conflicto armado y, para protegerse, se exilió en Ecuador y luego llegó a Argentina con cuatro cajas de cartón envueltas con cinta pegante.
A pesar de que varios de sus recuerdos sobre el conflicto son vagos, Orlando tiene clara la historia de su familia a fuerza de escucharla y narrarla muchas veces. Su relato comienza saliendo de Dagua, donde su padre era panadero, y yéndose a Llorente, un corregimiento de Tumaco (Nariño) a buscar una oportunidad para mejorar su economía. La encontraron, sí, se hicieron a una finca llena de árboles y estaban felices, pero también los sorprendió el conflicto. Llegaron finalizando 2008, un año en el que se reportaron 12.609 víctimas del conflicto en el municipio. El año siguiente, 2009, se reportarían casi 17.000.
Pero los Castaño Cuéllar solo pensaban en mejorar su vida. Humberto, el padre, comenzó a hacer pan, mientras Marisol y su hijo mayor, de 15 años, salían a venderlo en una carreta. A principios de 2009, cuando Marisol fue a inscribir a su hijo al colegio, un hombre le dijo que si él mataba a su marido, ella tenía que ser la mujer de él. A eso se le sumó que miembros de la guerrilla de las Farc anotaron al joven para luego ir por él y llevárselo a raspar coca. En los meses siguientes apareció un conocido que dijo que tenía un local en San Lorenzo (Ecuador) perfecto para poner una panadería donde podían irse a trabajar. Humberto fue a verlo y, sin pensarlo dos veces, toda la familia se desplazó a Ecuador el 1° de abril de 2009. Dejaron la finca, los electrodomésticos y muebles, y se llevaron la ropa. Los hijos desertaron del colegio.
“El exilio es algo de lo que se puede hablar, pero que es muy difícil que te hagas a la idea, porque cuando no se ha vivido una experiencia así, no se sabe lo que significa el desarraigo total, la pérdida de vínculos”, dice el comisionado de la Verdad, Carlos Beristain, quien se ha dedicado a escuchar las voces de las víctimas en el exilio. Lo que algunas personas le han dicho es que “se trata de empezar de nuevo la vida, pero no desde los pedazos, sino desde las cenizas, porque a veces no quedó nada. No quedó nada de lo que éramos”. Ese recomienzo resulta más difícil si se suma que sucede en las fronteras: lugares invisibles en los que pasa todo, pero nadie mira. Es ahí, en los cinco países que limitan con Colombia, hacia donde han salido la mayoría de exiliados de este país.
“La población que ha tenido que huir a través de los países en frontera, en muchos sentidos, es una población más vulnerable. Tiene un perfil sobre todo de personas del mundo campesino. Algunas comunidades étnicas binacionales que han tenido que huir, y también población afrodescendiente que ha sido objeto, digamos, de violencia masiva y que a través de eso ha tenido que salir, a veces también de forma colectiva. Es un tipo de exilio que hay que señalar también por las condiciones de vulnerabilidad”, explica Beristain.
Por eso la Comisión de la Verdad reconocerá este sábado 27 de febrero a las personas exiliadas en las fronteras con Colombia en un encuentro que pretende no solo dar a conocer lo que ha significado el exilio para miles de personas, sino también hacer un camino de vuelta con quienes confiaron sus relatos. Se hará en Ibarra (Ecuador) y será transmitido por las redes de la Comisión.
Orlando y su familia se sintieron identificados cuando escucharon hablar a la gente de la Comisión en la búsqueda que estaban haciendo para recoger testimonios en los países vecinos. Cuando ese encuentro se dio, la familia Castaño Cuéllar llevaba años en Argentina, donde llegaron tras dos desplazamientos más.
Las cosas en San Lorenzo tampoco fueron como pensaban. El hombre quiso que trabajaran mucho más de lo pactado y, después de demorarse una mañana entera en la oficina de la organización HIAS (Organización Judía Global que protege al refugiado cuya vida se encuentra en peligro) para pedir protección internacional, los echó porque estaban incumpliendo los horarios. Les consiguieron un hogar temporal y luego se mudaron a una casa. Los niños volvieron a estudiar y el padre a la panadería. Las cosas empezaron a mejorar, incluso pudieron contratar a empleados del barrio que, además, los protegían de las pandillas que controlaban la zona. Sin embargo, un malentendido con uno de esos grupos los llevó a desplazarse otra vez. “Un día a las 3:40 p.m. robaron una camioneta por ahí. Una 4x4. Y llegó la policía, pero no los pillo. Los tipos ya se habían ido con la 4x4 sin ningún problema. Mi padre salió a las cuatro en punto, como siempre, a vender el pan. Y a las cuatro y diez llegaron los policías justo donde estaban los ladrones. Ya alguien por ahí los aventó. Pensaron que mi padre había salido y los había aventado. Desde ahí todo empeoró muchísimo”, recuerda Orlando.
En HIAS les aconsejaron mudarse a Santo Domingo. Les consiguieron vivienda y se fueron. “Lo único que nos pudimos llevar fue nuestra ropa y mandamos un camión, pero ya se nos habían llevado cosas y las únicas que llegaron fueron los colchones mojados, un horno que teníamos y una pipa de gas. Mi padre comenzó a vender Bonice y morocho (bebida ecuatoriana) en las terminales y en las escuelas. Empezamos a sobrevivir”.
Pero allí también llegó el conflicto. Un día, en la terminal, el papá de Orlando vio que se bajaron de un bus unas personas de San Lorenzo que él conocía. Se escondió porque le dio miedo, y al día siguiente las noticias locales reportaron los asesinatos de varias personas que, como ellos, se habían ido de San Lorenzo a Santo Domingo. “Otra vez con miedo. Volvimos a ir a HIAS y les contamos la historia que le estoy contando, y nos dieron una opción que se llama ‘la opción del tercer país’. La historia se enviaba a diferentes países de Latinoamérica, Europa o cualquier parte y el país elige, te dice: me parece que puedo ayudar. Y nos ayudaron a venir a Argentina”.
El 28 de diciembre de 2012 se bajaron de un avión cargando cuatro cajas de cartón embaladas en cinta pegante. Una vez más habían tenido que dejar todo y, esta vez, el hermano mayor se había quedado en Ecuador, pues se enamoró y formó allá su familia.
Ese último hecho es el único que hace que la voz de Orlando se entrecorte y pare el relato. Es que las amenazas, que dejar todo lo que habían construido con tanto trabajo, más que sentir miedo. Y más difícil para ellos saber que tienen una nueva integrante en la familia, una nieta de seis años a la que solo conocen por videollamada. Para Orlando ese es quizás uno de los puntos que más lo pone a pensar sobre lo que significa el exilio.
“Lo más difícil ha sido la cuestión de la familia. Yo salí muy pequeño, me acuerdo muy poco de mi familia y en 2017 mi abuelo por parte de padre murió. Para mí fue muy duro por el hecho de no acordarme de nada, porque no puede compartir nada con él, no supe cómo era. Y el 12 de febrero mi abuelo por parte de madre murió también. Con él sí tenía un poco más de recuerdo, pero igual te pega mucho el hecho de no poder ir al entierro, no poder estar allí con una familia”, entonces piensa en su sobrina, en que ella tampoco tiene recuerdos con sus abuelos.
La posibilidad de retorno para la familia divide las opiniones. Por un lado, Humberto, el padre que tiene ya 61 años, piensa como el comisionado Beristain: “Los procesos del retorno siempre son un nuevo desplazamiento. No son volver a la situación que fue”. Por eso se pregunta quién en Colombia le va a dar trabajo o cómo podría volver a montar un negocio desde cero, y para qué si en Argentina ahora les está yendo bien. Marisol, la madre, y Maricel, la hija mayor, en cambio, sienten un gran aprecio por Colombia y extrañan a la familia. Quisieran volver. Pero Orlando, que no se siente de aquí ni de allá, siente que no puede opinar sobre política en ninguno de los países, piensa que si se viene para Colombia tendría que volver a acostumbrarse. Además, dice, “si volvemos, volveríamos como cuando llegamos a Ecuador o a Argentina: con una mano adelante y la otra atrás”.
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