La resistencia de las mujeres campesinas e indígenas de El Zulia (Norte de Santander)
La Asociación Nacional de Mujeres Campesinas e Indígenas (Amucic) fue desarticulada casi por completo tras la arremetida paramilitar en este departamento. Alrededor de 20 mujeres que sobrevivieron resisten para no dejar morir la organización.
Otoniel Umaña Murgueitio - @Otonielumaa
Nacieron para ser grandes, se extendieron por todo el país como la Asociación Nacional de Mujeres Campesinas e Indígenas (Amucic) y se convirtieron en una fuerza arrolladora en la década del 80 con cerca de 100.000 integrantes en 29 regiones del país.
El objetivo era hablar en todo el territorio sobre actividades sociales como reparación de vías, escuelas, viviendas y proyectos agroindustriales y pecuarios. El fenómeno creció tanto, que se convirtieron en objetivo militar de los grupos armados ilegales a finales de los 90.
Así fue como la Asociación, con sede en El Zulia, Norte de Santander, que para el año 2000 era conformada por 6.092 mujeres en el departamento y 420 en el municipio, quedó reducida a un puñado de solo 20 incansables señoras con canas, cargadas de recuerdos dolorosos, pero con la ilusión de volver a ser transformadoras sociales.
A finales de 1998 ya tenían una hacienda de 19 hectáreas donde criaban pollos, peces, gallinas, cerdos, cabras y vacas. Tenían árboles frutales y hasta panadería. “Había 14 habitaciones, donde las niñas de las veredas que estudiaban quinto de primaria pernoctaban de lunes a viernes y recibían capacitación en técnicas agropecuarias”, recuerda Amparo Ángel, una de las integrantes.
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Ese prometedor proyecto fue acabado de un momento a otro: “Vinieron los paramilitares mandados por unos políticos, según manifestaron ellos mismos, porque no nos consta, y se apropiaron de nuestras tierras. Un dolor terrible, no queríamos saber nada de Amucic”, manifiesta Tulia Castañeda mientras cierra los ojos para ocultar que vienen las lágrimas.
Lo peor estaba por llegar. En agosto de 2000, a las 7 de la noche, hombres armados sacaron de su casa a Martha Cecilia Hernández Luque, la presidenta regional, y a su esposo, y les dispararon. La macabra noticia parecía sepultarlas. “Era una mujer que sabía transmitir una orden, aunque no tenía más que tercero de primaria. Era nuestra líder”, afirma Tulia Castañeda, fiscal de Amucic, con la voz quebrada y mirando la enorme foto que reposa como recuerdo a la entrada de la sede de la Asociación, que fue construida en 2016 con el apoyo de la Unidad de Víctimas.
Aseguran que el crimen lo cometieron los paramilitares porque la líder se hizo fuerte políticamente a nivel regional y su trabajo empezaba a generar cambios sociales. “Lo perdimos todo, llegaron los ‘paras’ porque consideraban que la Asociación trabajaba para la guerrilla, siendo yo una funcionaria del Estado en ese momento”, afirma doña Tulia.
Una voz autorizada es la de Elkin Caballero, exalcalde de El Zulia, quien manifiesta: “El objetivo era exterminar todo aquello que oliera a presidentes de juntas, líderes comunales o todos los que exigieran los derechos ante el Estado”.
María Reyes Montañez asegura que era una época en la que la vida valía poco. Reyes sobrevivió al asesinato de su esposo, un concejal activo del municipio, e incluso manifiesta que nunca la repararon por ese daño. “En mi vereda hubo muchos muertos, más los que llegaban de Cúcuta, de aquí de El Zulia. Amanecían por la carretera tantos muertos, que uno no sabía”.
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Hoy la situación social de este municipio fronterizo con Venezuela es muy delicada. A los 18.000 habitantes se les suman 5.000 desplazados. El consumo de drogas está disparado en los adolescentes. Hay calles que nunca han conocido el pavimento, no hay empresas y solo el campo agropecuario genera algunas posibilidades. A este hecho se le suma que los venezolanos ofrecen una mano de obra más barata, lo que ha generado acciones violentas entre los ciudadanos. Todas estas son afirmaciones muy visibles que hace Carlos Flórez Gómez, el párroco, quien no se calla nada: “Las víctimas que vienen de afuera han pasado a engrosar los cinturones de miseria del municipio”.
El religioso hace un llamado al Gobierno para que se comprometa con Norte de Santander: “Es doloroso decirlo, desde el punto de vista de nuestros gobernantes, los pueblos han sido utilizados únicamente para llevar votos, pero después les dan la espalda”.
Lo que viene para ellas
Las 20 mujeres son conscientes de que están resquebrajadas a nivel productivo y con altos niveles de desconfianza, producto de la violencia, pero se resisten a dejar desaparecer la Asociación. Por eso se reúnen semanalmente en su nueva sede, de 300 metros cuadrados (antes eran 19 hectáreas), para proyectarse. Escriben decenas de proyectos que les permitan un respiro, aunque muchos o casi todos se quedan en las gavetas por falta de financiación. El más reciente es el de cría y procesamiento de cerdos con múltiples propósitos, entre ellos la venta de chorizos. En 2017, el Ministerio de Trabajo facilitó la adecuación de una porqueriza, la compra de una planta potabilizadora de agua y los registros del Invima. El municipio suministró para este proyecto, a título de alquiler, un lote a 15 minutos del casco urbano. Los avances no se ven y este hecho las desilusiona, aunque no pierden la esperanza. Maribel Gamba es la coordinadora técnica de la organización que les realiza acompañamiento: “La idea es que puedan recuperar las capacidades laborales, porque ellas las perdieron con la violencia, pero pueden ser reparadas”.
Con cara de angustia, en medio de la maleza, descansando sus brazos en las barandas de las porquerizas que esperan por los cerdos, Amparo Ángel dice: “Esperamos que esto sea una realidad, un progreso para las mujeres, lo merecemos. Que nosotros veamos que nos van a dar un pedazo de tierra que nos produzca, que tenga agua y luz”.
Lo más grave, según la psicóloga Rosa María Pérez, es que el actor armado ha regresado a la región. Hay un registro de más de 4.000 víctimas insatisfechas, la mayoría de Amucic, y la reparación colectiva cada vez está más cerca de la improvisación.
Nacieron para ser grandes, se extendieron por todo el país como la Asociación Nacional de Mujeres Campesinas e Indígenas (Amucic) y se convirtieron en una fuerza arrolladora en la década del 80 con cerca de 100.000 integrantes en 29 regiones del país.
El objetivo era hablar en todo el territorio sobre actividades sociales como reparación de vías, escuelas, viviendas y proyectos agroindustriales y pecuarios. El fenómeno creció tanto, que se convirtieron en objetivo militar de los grupos armados ilegales a finales de los 90.
Así fue como la Asociación, con sede en El Zulia, Norte de Santander, que para el año 2000 era conformada por 6.092 mujeres en el departamento y 420 en el municipio, quedó reducida a un puñado de solo 20 incansables señoras con canas, cargadas de recuerdos dolorosos, pero con la ilusión de volver a ser transformadoras sociales.
A finales de 1998 ya tenían una hacienda de 19 hectáreas donde criaban pollos, peces, gallinas, cerdos, cabras y vacas. Tenían árboles frutales y hasta panadería. “Había 14 habitaciones, donde las niñas de las veredas que estudiaban quinto de primaria pernoctaban de lunes a viernes y recibían capacitación en técnicas agropecuarias”, recuerda Amparo Ángel, una de las integrantes.
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Ese prometedor proyecto fue acabado de un momento a otro: “Vinieron los paramilitares mandados por unos políticos, según manifestaron ellos mismos, porque no nos consta, y se apropiaron de nuestras tierras. Un dolor terrible, no queríamos saber nada de Amucic”, manifiesta Tulia Castañeda mientras cierra los ojos para ocultar que vienen las lágrimas.
Lo peor estaba por llegar. En agosto de 2000, a las 7 de la noche, hombres armados sacaron de su casa a Martha Cecilia Hernández Luque, la presidenta regional, y a su esposo, y les dispararon. La macabra noticia parecía sepultarlas. “Era una mujer que sabía transmitir una orden, aunque no tenía más que tercero de primaria. Era nuestra líder”, afirma Tulia Castañeda, fiscal de Amucic, con la voz quebrada y mirando la enorme foto que reposa como recuerdo a la entrada de la sede de la Asociación, que fue construida en 2016 con el apoyo de la Unidad de Víctimas.
Aseguran que el crimen lo cometieron los paramilitares porque la líder se hizo fuerte políticamente a nivel regional y su trabajo empezaba a generar cambios sociales. “Lo perdimos todo, llegaron los ‘paras’ porque consideraban que la Asociación trabajaba para la guerrilla, siendo yo una funcionaria del Estado en ese momento”, afirma doña Tulia.
Una voz autorizada es la de Elkin Caballero, exalcalde de El Zulia, quien manifiesta: “El objetivo era exterminar todo aquello que oliera a presidentes de juntas, líderes comunales o todos los que exigieran los derechos ante el Estado”.
María Reyes Montañez asegura que era una época en la que la vida valía poco. Reyes sobrevivió al asesinato de su esposo, un concejal activo del municipio, e incluso manifiesta que nunca la repararon por ese daño. “En mi vereda hubo muchos muertos, más los que llegaban de Cúcuta, de aquí de El Zulia. Amanecían por la carretera tantos muertos, que uno no sabía”.
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Hoy la situación social de este municipio fronterizo con Venezuela es muy delicada. A los 18.000 habitantes se les suman 5.000 desplazados. El consumo de drogas está disparado en los adolescentes. Hay calles que nunca han conocido el pavimento, no hay empresas y solo el campo agropecuario genera algunas posibilidades. A este hecho se le suma que los venezolanos ofrecen una mano de obra más barata, lo que ha generado acciones violentas entre los ciudadanos. Todas estas son afirmaciones muy visibles que hace Carlos Flórez Gómez, el párroco, quien no se calla nada: “Las víctimas que vienen de afuera han pasado a engrosar los cinturones de miseria del municipio”.
El religioso hace un llamado al Gobierno para que se comprometa con Norte de Santander: “Es doloroso decirlo, desde el punto de vista de nuestros gobernantes, los pueblos han sido utilizados únicamente para llevar votos, pero después les dan la espalda”.
Lo que viene para ellas
Las 20 mujeres son conscientes de que están resquebrajadas a nivel productivo y con altos niveles de desconfianza, producto de la violencia, pero se resisten a dejar desaparecer la Asociación. Por eso se reúnen semanalmente en su nueva sede, de 300 metros cuadrados (antes eran 19 hectáreas), para proyectarse. Escriben decenas de proyectos que les permitan un respiro, aunque muchos o casi todos se quedan en las gavetas por falta de financiación. El más reciente es el de cría y procesamiento de cerdos con múltiples propósitos, entre ellos la venta de chorizos. En 2017, el Ministerio de Trabajo facilitó la adecuación de una porqueriza, la compra de una planta potabilizadora de agua y los registros del Invima. El municipio suministró para este proyecto, a título de alquiler, un lote a 15 minutos del casco urbano. Los avances no se ven y este hecho las desilusiona, aunque no pierden la esperanza. Maribel Gamba es la coordinadora técnica de la organización que les realiza acompañamiento: “La idea es que puedan recuperar las capacidades laborales, porque ellas las perdieron con la violencia, pero pueden ser reparadas”.
Con cara de angustia, en medio de la maleza, descansando sus brazos en las barandas de las porquerizas que esperan por los cerdos, Amparo Ángel dice: “Esperamos que esto sea una realidad, un progreso para las mujeres, lo merecemos. Que nosotros veamos que nos van a dar un pedazo de tierra que nos produzca, que tenga agua y luz”.
Lo más grave, según la psicóloga Rosa María Pérez, es que el actor armado ha regresado a la región. Hay un registro de más de 4.000 víctimas insatisfechas, la mayoría de Amucic, y la reparación colectiva cada vez está más cerca de la improvisación.