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Adelaida* recuerda el día en que casi la coge la Policía con 2.100 gramos de pasta base de coca que había transportado pegados a su cuerpo bajo dos capas de ropa desde la vereda Sabanas de la Fuga hasta el casco urbano de San José del Guaviare. Era una mercancía de su sobrino, pero ya antes había corrido el riesgo con pasta producida por ella misma, porque mientras en su vereda las Farc pagaban a $1.600 el gramo y con un vale que a veces se demoraban hasta seis meses en cambiar, en el pueblo los compradores de los “paras” la pagaban a $2.100 y en efectivo.
Ese día, un pastor alemán alertó a un policía de que algo pasaba entre la fila de los que llegaban a San José. Ladraba desesperado. Adelaida juró que había caído. Pero se salvó porque una señora delante suyo llevaba 40 gramos, “con los que seguro le habían pagado algo”. El policía se los quitó y las dejó pasar a las dos.
Eran de seis a 24 horas por trocha solo para recibir $500 de más por gramo, pero esa diferencia multiplicada por la producción de dos meses representaba más de $1 millón, que le servían para pagar los fiados: los químicos de la producción y el mercado con el que alimentaba a su familia durante ese tiempo. Con el resto de la plata, podía pagarles a los trabajadores, comprar otros insumos y guardar algo de ganancia.
Como Adelaida, contrario a lo que se piensa, han sido muchas las mujeres en Colombia con un rol activo en todas las actividades ligadas a la coca. Han sido dueñas de cultivo, jornaleras que cocinan para trabajadores o raspan la mata, “químicas” que hacen los procesos de transformación de la hoja a la pasta y encargadas de transportarla cuando los compradores no llegan a las fincas. Tras el Acuerdo de Paz con las Farc, muchas mujeres han buscado alternativas legales para seguir sosteniendo a sus familias y en varias regiones el Acuerdo representó una oportunidad para aliarse, pero el vacío de información sobre ellas ha sido una barrera.
El panorama nacional
Según explican Irina Cuesta, socióloga e investigadora de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), y Luz Piedad Caicedo, antropóloga y codirectora de la Corporación Humanas, hay al menos dos condiciones que han limitado el estudio sobre las cocaleras en Colombia: primero, la condición de ilegalidad, que dificulta la caracterización de cuántos son y cómo viven hombres y mujeres en esta economía; y, segundo, que las actividades agrícolas y las economías ilegales suelen asociarse a los hombres.
Se han hecho algunos intentos por pintar ese panorama, sobre todo, tras la firma del Acuerdo de Paz con la exguerrilla de las Farc. Y se han dado, según Cuesta, “gracias a los procesos que las mismas mujeres han liderado para exigir reconocimiento y demandar acciones diferenciadas al Estado”. Uno de los estudios más recientes fue realizado por la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito y el Ministerio de Justicia en zonas de cultivos de coca en Catatumbo, Meta, Guaviare, Putumayo, Caquetá y Pacífico, en donde se estima que unas 123.000 familias viven de esta economía.
Según este informe, “a diferencia del resto del país, en las regiones productoras de cultivos de coca viven más hombres (54,6 %) que mujeres (45,4 %)”. Y en estas zonas, solo 8,7 % del total de hogares tienen mujeres como cabezas de hogar. Según le dijo UNODC a Colomba+20, este año está prevista una investigación para caracterizar a las mujeres habitantes de regiones afectadas por cultivos de coca en Antioquia, Córdoba, Nariño y Putumayo.
A estas cifras se suman las de mujeres vinculadas al Plan Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), el programa del Acuerdo de Paz para que las familias cocaleras iniciaran proyectos productivos legales. Del total de inscritas, el 36 % tiene titulares mujeres: 35.810 de 99.097.
(Vea: Los cacaoteros, la apuesta de Arauca para mantener el departamento libre de coca)
Las cifras varían según la fuente. En cambio sí hay coincidencias en los estudios cualitativos que se han desarrollado desde centros de investigación como la FIP, Dejusticia y Corporación Humanas. Todos concuerdan en que las mujeres trabajaron en todas las etapas de producción de la coca, como los hombres, pero tenían condiciones y riesgos distintos a ellos.
Una relación agridulce
Ofir Silva, de tez clara y ojos oscuros, es del Meta pero ha vivido toda su vida en Sabanas de la Fuga y también conoció esos tiempos en los que entre esa vereda y el casco urbano de San José del Guaviare se podían gastar hasta dos días cuando el carro se varaba entre la trocha, en un trayecto que hoy demora dos horas. Tiene 51 años y desde los 19 se dedicó a la coca, “porque no había de otra”. Sentada en el jardín de su casa, con una luz tenue que se cuela entre los árboles, Ofir recuerda el trajín que tuvo que vivir al pasar por todas las etapas del proceso: “Al día siguiente de salir de donde mis papás cogí cocina y empecé a preparar comida para 30 trabajadores”, cuenta.
Conoció al papá de su primer hijo y con la plata que ganaban como jornaleros compraron una tierra. “Ahí ya fui esposa de un cultivador”. Junto a él, raspaba, fumigaba y aprendió a “quimiquear”. Pero un día la guerrilla lo amenazó porque un campesino lo señaló de robar ganado, y él se tuvo que desplazar. Ofir quedó sola.
“Él se fue y quedaron las matas, entonces me tocó ponerle frente. Pagaba los raspachines, les cocinaba, raspaba con ellos y yo misma hacía la química”, recuerda. Era pesado pero se sentía empoderada porque era más normal ver hombres administrando los cultivos. Sin embargo, ella tenía una carga adicional: la del cuidado del hogar.
Según el DANE, casi cuatro de cada diez mujeres rurales se encuentran en situación de pobreza multidimensional; solo tres de cada diez mujeres rurales en edad de trabajar tienen un empleo frente a siete de cada diez hombres, y el 92,9 % de las mujeres en el campo desarrollan actividades de trabajo no remunerado. Y aunque hay estudios que indican que “las mujeres cocaleras tienen condiciones similares a los de los hombres, pero muy superiores a las de otras mujeres rurales”, Irina Cuesta y Luz Piedad Caicedo coinciden en que “tal como pasa con las mujeres del campo en general, las cocaleras deben distribuir su tiempo entre tareas productivas y las del cuidado”.
Luz Nery Sarmiento lo reafirma: aunque la coca era la única alternativa para tener un ingreso familiar más o menos fijo, “era una forma de esclavitud para la mujer”. Luz Nery vive en el corregimiento de El Capricho, es morena y tiene ojos color miel. En el cultivo que tenía con su esposo era él quien administraba y ella quien cocinaba para los trabajadores y estaba pendiente del hogar. “Uno se mataba mucho, pero cuando el esposo vendía la mercancía no había nada para la mujer. Por ahí unas chanclas... pero uno debía seguir callada y sumisa en la casa”, dice.
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Esa es la doble cara de la economía cocalera para las mujeres: en contextos de alta vulnerabilidad, es una salida económica para el sostenimiento familiar e incluso significa un empoderamiento para quienes administran cultivos o jornalean en cultivos ajenos porque les genera unos recursos propios. Pero no es ajena a la sobrecarga femenina del trabajo productivo y del cuidado y, además, genera mayores riesgos de seguridad porque, dice Cuesta, “no hay que perder de vista que es un cultivo regulado con violencia por actores armados”. Solo en Guaviare, el conflicto entre los frentes 1 y 7 de las Farc y el Bloque Centauros de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) dejó 96.426 víctimas, entre ellas 86.175 desplazados y 321 víctimas de violencia sexual.
El PNIS, una esperanza perdida
A Lida Cadena, trigueña y de mirada tranquila, nunca le terminó de gustar el trabajo con la coca. Creció en el corregimiento de Charras-Boquerón viendo a su mamá sembrar, cosechar y producir e hizo lo mismo con su esposo. Pero pensaba que inconscientemente podía estar ocasionando un daño al ser su labor una parte de la cadena de las drogas. Eso, sumado al riesgo de sembrar para que le arrancaran las matas o se las fumigaran con glifosato, la había llevado a buscar una alternativa: la maracuyá. Sembró un cultivo pequeño junto con su esposo y no les fue tan bien. Pero unos meses después, en 2017, apareció el PNIS. “Y pensamos que íbamos a tener más opciones, más insumos e íbamos a poder sembrar más, pero la verdad es que nos dejaron estancados”, señala.
(Sobre el PNIS: En Briceño (Antioquia) arrancaron la coca, pero no los proyectos productivos)
El programa de sustitución pretendía que las familias cocaleras arrancaran sus matas a cambio de un plan de $36 millones a 29 meses que incluía dinero para seguridad alimentaria, insumos para una huerta casera, proyectos productivos legales y la asistencia técnica para todo el proceso.
De eso, denuncian Ofir, Luz Nery, Blanca y Lida, les han entregado “a trancas” los $12 millones de asistencia alimentaria y algunos animales para la huerta casera. “que venían enfermos y se morían rápido” Pero de los proyectos, que eran su principal ilusión y, dice Ofir, “la verdadera alternativa para acabar la coca” no han visto nada.
Así lo muestran las cifras a octubre de 2021: en San José del Guaviare se inscribieron 3.163 familias cultivadoras y no cultivadoras, de las cuales 805 (25,4 %) tienen mujeres titulares. Y los incumplimientos no discriminan por género: del total de familias, al 82 % ya les entregaron los pagos para asistencia alimentaria, pero solo el 16 % ha iniciado proyectos productivos. “La gente está aguantando hambre y qué van a hacer ahora que no hay coca”, cuestiona Ofir.
Aliarse para llenar el vacío
Haberse inscrito al PNIS, sin embargo, representó para las mujeres cocaleras la posibilidad de encontrarse porque, en palabras de Luz Piedad Caicedo, “por primera vez existieron como sujetos de derechos y no como delincuentes”.
En San José del Guaviare, gracias a la convocatoria y capacitación de la ONG Paz Sostenible para Colombia, un grupo de 35 mujeres y cinco hombres del PNIS decidieron unirse para crear la Cooperativa Multiactiva de Familias Solidarias (Coomfasol), con la que quieren resolver, al menos en Guaviare, un problema estructural: el del transporte y la venta sin intermediarios y a precios justos de los productos del campo. Lo hacen mediante mercados campesinos y alianzas con entidades.
De cocalera, Ofir pasó a ser la presidenta, Luz Nery, la tesorera, y Blanca y Lida, dos de las asociadas. “La idea es que el campesino vea que hay alternativas legales, que sí se puede cultivar y que sí se puede vender lo que se cosecha, aunque tenga menos rentabilidad que la coca, pero estamos más tranquilos”, explica Flor Alba Quevedo, la única de las asociadas que nunca trabajó con la coca, pero fue convocada por las demás por su reconocimiento como lideresa de juntas de acción comunal.
En dos años, Coomfasol ha organizado trece mercados campesinos: diez en San José, uno en Calamar, otro en El Retorno y uno virtual, en plena pandemia. En ellos, han participado entre 40 y 60 campesinos y han hecho ventas de $25 a $32 millones, a excepción del mercado virtual, que generó $43 millones. Además, han hecho alianzas con entidades como el Bienestar Familiar, el Ejército, la Policía y las cárceles, que antes compraban productos de otros departamentos, para que compren local.
Por esos logros, las mujeres concuerdan en dos puntos: que la cooperativa ha representado un cambio significativo en sus vidas y que esperan que el Gobierno les cumpla para poder continuar con sus proyectos.
Para Irina Cuesta, de la FIP, iniciativas como estas también demuestran que las políticas antidrogas y las de desarrollo rural “deben poner a las mujeres en el centro y entenderlas como agentes activas, porque son ellas quienes conocen sus condiciones y tienen propuestas concretas para solucionar sus problemas”. Flor Alba lo reafirma: “Ese paso de lo ilícito a lo lícito y la creación de Coomfasol ha servido para que mujeres socias y no socias se empoderen y decidan qué quieren cultivar y cómo, sabiendo que en lo legal hay más paz”.
*Nombre cambiado por solicitud de la fuente.
**Este reportaje hace parte del proyecto de International Media Support “Implementando la Resolución 1325 a través de los medios”, con el apoyo de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo.