Las huellas de la violencia en la Comuna 13

El 26 de octubre de 2002, Hernando de Jesús Balvin salió de su casa en el barrio El Corazón, en la Comuna 13 de Medellín, nueve días después de  la Operación Orión. Nunca más volvió y desde entonces Alejandra  no sabe de su paradero.

Natalia Tamayo Gaviria - @nataliatg13
09 de mayo de 2018 - 03:00 a. m.
En 2002 el papá de Alejandra Balvin desapareció en la Comuna 13. / Luis Benavides - El Espectador
En 2002 el papá de Alejandra Balvin desapareció en la Comuna 13. / Luis Benavides - El Espectador
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Lo último que le dijo Hernando de Jesús Balvin a su familia fue que volvería en la tarde. A las siete de la noche de ese 26 de octubre de 2002, cuando lo esperaban en su casa, no apareció. No llamó y tampoco envió un mensaje de texto para avisar que se demoraba. Cuando su esposa, Amparo Cano, salió a buscarlo, los paramilitares que patrullaban las calles le dieron un ultimátum: tenía 24 horas para irse de su casa y dejar el barrio El Corazón, de la Comuna 13, en Medellín.

Han pasado ya 15 años y seis meses y ni Amparo ni su hija Alejandra saben de Hernando. Recuerdan que aquel 26 de octubre salió a las seis de la mañana junto a unos hombres armados y vestidos con trajes camuflados que tocaron a la puerta preguntando por él. Los atendió, se cambió las chanclas con las que se levantaba habitualmente y se puso unos zapatos Brahma color café. Se despidió, como el que cree que va a volver pronto.

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“Él se organizaba para salir a trabajar. Lo único que escuché fue que le dijeron que iba a una reunión y que regresaría en la tarde. Desde ahí, no volvimos a saber nada más”, cuenta Alejandra.

Tenía 13 años cuando vio por última vez a su papá, en una época en la que la comuna donde vivían era un campo de batalla en el que Fuerza Pública, paramilitares, milicianos de las Farc, Eln y hasta los denominados Comandos Armados del Pueblo se disputaban el control territorial. Fue en ese contexto en el que se realizó la denominada Operación Orión, la intervención militar urbana más grande que ha tenido lugar en una ciudad, de acuerdo al informe de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación.

Alejandra recuerda que durante las disputas se escuchaba que las personas desaparecían sin dejar rastro y que en las mañanas aparecían muertas, si es que las volvían a ver. Se decía también que hombres con trajes camuflados caminaban por las calles armados, que llegaban órdenes de no salir de las casas y que los unos y los otros se disparaban sin temor. Cuando los helicópteros sobrevolaban la zona y el sonido de las balas no permitía conciliar el sueño, el mejor lugar para resguardarse y pasar la noche era debajo de la cama. La infancia de Alejandra se partió en dos: antes y después de 2002.

En la Comuna 13 el conflicto comenzó a arraigarse cuando grupos milicianos se asentaron a finales de los 80 y se fortalecieron durante la década de los 90. La 13, como se le conoce, es una ruta de acceso para el tráfico de drogas y armas que conecta a la capital antioqueña con el Chocó y el Urabá.

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La presencia de estos personajes se facilitó por la ausencia del Estado en la zona, un territorio de invasión que se convirtió en el hogar de campesinos que llegaban desplazados por el conflicto. Aun así, Alejandra asegura que antes de la presencia de la Fuerza Pública se vivía en una aparente calma. “Salíamos, nos veíamos con los del barrio, las personas iban a trabajar con tranquilidad. Claro que había factores de violencia con las milicias, pero uno solo escuchaba, mas no veía”.

Con el paso de los años, además de las guerrillas, llegaron a la comuna las autodefensas. Para 2002 la zona era un campo de guerra en el que unos peleaban su derecho a garantizar la seguridad, mientras los otros trataban de buscar la manera de fortalecer su negocio.

La presencia militar cambió la cotidianidad. “Durante y después de las operaciones fue muy traumático. Se veía de frente cómo mataban a la gente, cómo gritaban cuando las sacaban de sus casas”, dice Alejandra antes de hacer un silencio necesario para rebobinar el pasado en su mente. En medio de los operativos, cualquier persona era sospechosa y objetivo militar.

Entre las intervenciones del Ejército, la más recordada es la de Orión, que ocurrió entre el 16 y el 17 de octubre de 2002. De acuerdo con la Corporación para la Paz y el Desarrollo Social (Corpades), fueron mil uniformados que, con el respaldo de casi 3.000 paramilitares, expulsaron a las milicias urbanas de la Comuna 13. Además de la presencia en terreno, el Estado apoyó la situación desde el aire con la Fuerza Aérea. Con este refuerzo desde el cielo, Orión se convirtió en la intervención militar urbana más grande en la historia del país.

Las dimensiones de la guerra dieron pie a que Alejandra y los otros niños de la comuna tuvieran unas vacaciones obligadas de casi un mes. Su papá, Hernando, tampoco salía a trabajar, el comercio estaba muerto y el transporte público ni se asomaba por la zona.

“Yo tenía 13 años y no comprendía bien, tampoco me atrevía a preguntar. A partir de lo que ocurrió, cambié mi percepción de los policías y el Ejército, a quienes nos enseñan a ver como héroes. Para mí no lo son. Escuchaba cuando los militares disparaban, sobrevolaban en helicópteros nuestra casa o sacaban a las personas de sus viviendas. Con ese escenario, empecé a comprender qué era la guerra”. Solo en la Operación Orión murieron 88 personas, 80 quedaron heridas, 370 detenidas arbitrariamente y 95 desaparecieron.

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Alejandra aprendió a vivir con ese episodio de su vida luego de muchas citas con el sicólogo, de responder a la ausencia de su papá con rebeldía y de encerrarse en sí misma para tratar de comprender lo vivido. Desde que desapareció su papá, tuvo que abandonarlo todo junto a su mamá y su hermano. Salieron con la ropa que llevaban puesta aquel 26 de octubre. Estar con vida era más apremiante que empacar sus pertenencias.

Se instalaron en el barrio Robledo, alejado del horror del que venían, y empezaron de cero, con un vacío enorme en sus vidas. “Mi papá era la columna vertebral de la familia”. A Amparo le tocó arreglárselas para suplir el hueco económico que dejó su esposo. Comenzó a trabajar para sustentar una familia que terminó de resquebrajarse cuando su hijo Adoni de Jesús desapareció en 2006 mientras hacía una diligencia en la misma comuna en la que había visto por última vez a su papá cuatro años atrás.

Con el tiempo, Alejandra encontró la fuerza en Mujeres Caminando por la Verdad, una organización social de 187 madres, hijas, hermanas y esposas de víctimas del conflicto urbano de la Comuna 13 que hacen memoria y trabajan para que haya justicia y reparación.

El mayor logro que han tenido como organización se dio el 15 de junio de 2015, cuando se puso en marcha la exhumación de La Escombrera, vertedero de escombros de construcción, en el que se tiraron los cuerpos de las víctimas del conflicto de la ciudad. Sin embargo, la administración municipal solo ha abierto uno de los cuatro polígonos que conforman la fosa común urbana más grande del país.

Pertenecer a esta organización la ha llevado a encontrarse con la realidad que no entendía cuando apenas era una niña. Ahora que dimensiona lo que representaron las operaciones militares, trabaja para que no se olviden. Como hija de una víctima del conflicto, tiene como misión mantener viva la memoria, contar a las nuevas generaciones lo que sucedió y no dejar que el nombre de su padre, Hernando de Jesús Balvin, se olvide.

 

Por Natalia Tamayo Gaviria - @nataliatg13

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