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A Camión le faltó vida para seguir abasteciendo de agua, más o menos potable, a las 15 familias de Valle Encantado, en el corregimiento de Las Palomas de Montería (Córdoba). Era un burro mansito, comunitario, que cada día debía hacer hasta seis viajes de entre una hora, hasta un punto conocido como Piedra Uno, y otras tres horas hasta La Palma, en donde había pozos cavados en la tierra en los que las mujeres que arriaban a la bestia recogían agua de lluvia reposada.
Esos estanques eran la única fuente de agua para hidratar a vacas, caballos, otros burros y los miembros de las familias, y con la que las mujeres lavaban, cocinaban, regaban los cultivos y hacían todas las labores domésticas en verano, cuando se acababa el agua lluvia que ellas recogían en baldes en sus ranchos. “Desde las 5 de la mañana hacíamos turnos para ir a recoger el agua con el burro y a A veces daban las 8 o 9 de la noche y había gente todavía recogiendo agua. El pobre animalito pereció de puro y físico cansancio”, cuenta María Zabala con su acento cordobés, mirada dura y gestos de mando.
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Doña María es una histórica lideresa de esa región y la representante de las 15 mujeres que encabezan las familias que en 1998 llegaron al predio La Duda-El Tomate, un terreno de 128 hectáreas al que ellas decidieron llamar Valle Encantado, luego de que el ya inexistente Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) se los adjudicara un año atrás bajo la modalidad 70-30, en la que el Estado pagaba el 70 % del costo y ellas el 30 % restante.
A las 15 mujeres las unía un dolor: la violencia armada de los paramilitares del Urabá les había arrebatado sus casas y sus esposos, hermanos o hijos. Varias de ellas habían sido víctimas de violencia sexual, y a todas las habían obligado a desplazarse a barrios marginales de Montería.
El de Valle Encantado es un terreno ganadero con algunos fragmentos inundables, ubicado a unos 60 kilómetros del área urbana de la capital de Córdoba, por un trayecto de casi tres horas que en invierno puede tardar hasta cinco por las condiciones de la carretera. Y, sin embargo, fue para todas el mayor motivo de alegría, porque iban a dejar sus trabajos haciendo aseo en casas de familia y el temor por el futuro de sus hijos en la ciudad. La entrega fue uno de los primeros casos en Colombia de adjudicación de tierras, donde las mujeres fueron las titulares de la propiedad. “Cuando llegamos acá, todo estaba abandonado y quienes le dieron vida a estas comunidades fuimos nosotros los desplazados”, dice doña María, quien salió de San Rafaelito (Córdoba) en 1989, luego de que paramilitares mataran a su esposo y un cuñado frente a sus hijos y quemaran su casa.
Una de las primeras en llegar al terreno fue Claudia Garcés, la más joven de todas, de unos 55 años, fornida y de voz tajante. Claudia salió desplazada de Apartadó en 1996, luego de que los armados mataran a su hermano. “Yo llegué aquí con el único hijo que tengo. Esto era puro monte, había rastrojo que daba miedo y solo había un rancho para todas”, recuerda. Pero ese no era el principal problema. El lugar al que llegaban padecía el mismo mal que a ellas las había sacado de sus tierras:. El bloque paramilitar Héroes de Tolová, al mando de Don Berna, dominaba la zona. Ellas, con la experiencia del liderazgo que habían ejercido en las organizaciones de Montería y la palabra como su única arma, tuvieron que defenderse. “Nos invadían las reuniones y nosotras les decíamos: ‘Si van a estar aquí, no les decimos que se vayan, pero guarden esas armas que nosotras solo estamos planeando cómo sobrevivir’”, recuerda doña María.
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Los paramilitares intentaron incidir en sus reuniones e incluso ofrecerles ayudas, pero ellas no aceptaron. “Incluso, en 2000 se hizo una reunión para decirles que nosotras no necesitábamos su control, que nosotras mismas resolvíamos nuestros problemas”, añade Claudia. Y hasta hablaron con Don Berna para reclamarle que les devolvieran a los hijos de algunas compañeras a los que habían intentado reclutar.
Del mismo pozo de los animales
A esa situación de orden público se sumaba una igual de grave: la falta de agua potable. “Cuando recién llegamos, caminábamos apenas una hora de ida y una de vuelta, porque nos atravesábamos una finca ganadera vecina. Pero a los finqueros no les gustó y ‘encercaron’. Entonces nos tocaba dar la vuelta completa y ya nos gastábamos como medio día para ir y volver con una carga de agua”, recuerda Claudia. Esa carga de agua eran cuatro tanques, cada uno de 20 a 25 litros, que ellos utilizaban solo para tomar o cocinar para que rindiera. Para lo demás, utilizaban los pozos más cercanos, en donde se veía menos limpia.
“A la de tomar le echábamos un poquito de cloro cortao y un poquito de cloro de lavar para que le matara los microbios, porque uno sabía que del mismo pozo tomaban los animales. La dejábamos quieta un rato y después la consumíamos. Y vea que no nos enfermábamos tan grave”, explica doña Alicia Arroyo, de 61 años, de contextura menudita y tímida en su forma de ser. Doña Alicia, desplazada de Naranjita (Antioquia) luego del homicidio de su esposo, cuenta que la mayoría en Valle Encantado permanecía con diarrea, aunque en esa época no culpaban a la pésima calidad del agua.
Así duraron 15 años, hasta que en 2013 lograron hacer un pozo subterráneo de 40 metros de profundidad, gracias a un proyecto realizado por la Alianza Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz (IMP), que habían acompañado el proceso legal del predio y conocían la necesidad. “Vinieron unos técnicos que cavaron aquí y allá, y se llevaron muestras del suelo. Luego vinieron y probaron donde doña Alicia, que es la primera casa. Allá encontraron un pozo, pero el agua era muy salada, que solo sirve para darle a los animales. Después se vinieron haciendo pruebas hasta que cavaron en mi predio, en una de esas encontraron petróleo y dijeron que no estaba listo para sacar; en otra a 12 metros salieron las primeras gotas y a los 40 metros encontraron la verdadera fuente de agua”, relata doña María.
Después de corroborar que el agua, en efecto, era potable, los técnicos dejaron toda la infraestructura lista para sacarla del pozo y transportarla unos 100 metros hasta un tanque de 5.000 litros subido a una estructura de madera de unos seis metros. Todas debían caminar hasta la casa de doña María por el agua, adonde aún hoy acuden pobladores de Nuevo Horizonte y La Puente, comunidades cercanas que no tienen agua.
El 17 marzo del año pasado, doña Alicia Arroyo escuchó un estruendo en la cocina. “Yo estaba haciendo una mazamorra en la casetica de palma en la que tenía la estufa y la comida cuando eso hizo ‘booomm’ y volteé a mirar y era un solo candelazo”, recuerda con los ojos aguados. Alicia se puso las manos en la cabeza y empezó a gritar ante la impotencia de no poder hacer nada más. El agua estaba más cerca que antes, pero entre su casa y la de donde doña María hay media hora de camino a su paso, por lo que no era una opción ir y volver. Cuando las vecinas se dieron cuenta de lo sucedido, el fuego había desaparecido la cocina.
Las mujeres, acostumbradas a unirse ante las tragedias, volvieron a hacerlo para reconstruir la casa. Hicieron una recolecta con ayuda de conocidos en Montería y Bogotá, y con poco más de $1 millón consiguieron el zinc, la madera y el mercado para hacerle una nueva casa sencilla que le sirviera de cocina, y que ella tiene toda adornada de flores. Pero ese hecho mostró nuevamente que no era suficiente tener el agua potable si no llegaba hasta la casa de todas las mujeres.
Por eso, en diciembre de 2021, cuando el gobierno de Bélgica les ofreció dos proyectos productivos por $5 millones , por medio del Grupo por la Defensa de la Tierra y el Territorio en Córdoba (GTTC), ellas dijeron: “Nada productivo vamos a poder hacer si no tenemos agua en nuestras casas”. Con los primeros $5 millones reconstruyeron la estructura de madera del tanque, que estaba a punto de caerse pese a las múltiples peticiones que le habían hecho a la Alcaldía de fortalecerla. Y con la segunda parte compraron toda la manguera que pudieron para llevar el agua potable lo más cerca posible de cada una de las viviendas.
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Ahora casi todas muestran con orgullo la manguera por donde les llega el agua. Algunas, como doña Arsenia, tienen reparos porque le toca caminar unos 10 metros hasta el punto donde llegó el tubo, al ser su casa una de las más lejanas del tanque; otras dicen que hizo falta ser más pulidos en las uniones, porque en algunos puntos tienen escapes, pero otras dicen que esa es “pura labor de carpintería”. Doña Carmela Burgos, desplazada de El Mellito (Antioquia) luego de la desaparición de su esposo, es una de ellas. “Lo más difícil era conseguir el agua limpia. A mí la manguera me llegó hasta allí no más y yo compré lo que hizo falta para completar y le puse una llave de abrir y cerrar, y ahí mantengo lleno mi tanquecito”, señala y hace una demostración. Junto a ese tanque, tiene otro en el que sigue recogiendo agua lluvia “para no perder el vicio”.
Las necesidades, sin embargo, no cesan. Casi todos en Valle Encantado están entre los 55 y 70 años. La falta de servicios básicos y el mal estado de la vía hizo que sus hijos salieran apenas tuvieron edad de trabajar, para sostener a sus familias. “Aquí el Estado ha brillado por su ausencia. Todo lo que nosotras tenemos, los proyectos productivos y el agua ha sido gracias a proyectos de organizaciones y de cooperación” “, denuncia Claudia, mostrando uno de los mayores problemas de los territorios donde el Estado no ha llegado nunca de manera integral. El agua es el ejemplo más claro. Aunque las mujeres de Valle Encantado lograron obtenerla, al menos cinco comunidades aledañas siguen dependiendo de sus pozos.
El agua, un derecho para todas las comunidades
“Duda de Los llantos” era un nombre muy triste para 111 familias desplazadas a quienes les adjudicaron 978 hectáreas de esa finca, contigua a Valle Encantado. Por eso, lo primero que hicieron fue cambiarlo: “Lo nombramos Nuevo Horizonte”, dice Nohora Villegas, lideresa de la zona. Esa es una de las al menos cinco comunidades vecinas que siguen dependiendo de los pozos de lluvia.
“Pero esos pozos se secan en verano y ahí sí quedamos peor”, asevera Nohora, por lo que le han pedido en repetidas ocasiones a la Alcaldía que les conecte el río Sinú, que está a solo 10 km, o que les haga un pozo como el de Valle Encantado. En la espera lo han intentado todo: robar agua de una finca “donde las vacas toman mejor agua que las personas”, mandar pimpinas en la chiva que va para Montería y apostar a proyectos de cooperación.
En uno de esos lograron hacer un pozo profundo de 36 metros de profundidad, de donde sale agua “que debe ser potable, porque ya la probamos”, pero aún les falta infraestructura: “Necesitan mil metros de tubo de una pulgada para poder abastecer a las familias”.
*Este artículo es parte de varios productos periodísticos construidos con lideresas sociales de Santander, Córdoba, Sucre y Cundinamarca, en el marco del proyecto de International Media Support (IMS) “Implementando la Resolución 1325 a través de los medios”, en asocio con la Alianza Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz y el apoyo de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo.