Las mujeres que denuncian violencia sexual en el Meta
45 mujeres y personas LGTB de este departamento denunciaron, por primera vez, la violencia sexual que cometieron contra ellas todos los actores del conflicto. Tres mujeres hablan de cómo sus cuerpos fueron usados en la guerra.
Beatriz Valdés Correa - @beatrijelena
En el Meta los grupos armados usaron los cuerpos de las mujeres para posicionarse. Y, una vez que lo hicieron, el silencio se volvió ley. Según El Registro Único de Víctimas, en este departamento llanero hay 854 víctimas de delitos contra la libertad y la integridad sexual, pero las organizaciones de mujeres estiman que la cifra puede ser mucho mayor. Solo el pasado mes de febrero 45 mujeres y personas LGBT denunciaron, por primera vez, que habían sido sometidas a violencias sexuales. Algunos de estos hechos sucedieron, incluso, hace más de 30 años.
En una jornada de denuncia colectiva organizada por la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales con apoyo de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP, en la que participó la Fiscalía, Medicina Legal y la Defensoría del Pueblo, empezó a develarse la estrategia de terror, discriminación y misoginia que adelantaron paramilitares, guerrilla de las Farc y la misma Fuerza Pública.
“Entraban (grupos armados) a las regiones y dentro de las prácticas que hacían era violar a las mujeres, y así la gente decía que necesitan que nos vinieran a salvar porque había mucha violencia. Y los salvadores eran los paramilitares, los mismos que cometían estos atropellos”, explica Nancy Gómez, coordinadora de la Asociación el Meta con Mirada de Mujer, que hace parte de la Red organizadora. Y fue la permanencia en el territorio de los paramilitares, incluso después de la desmovilización, y de la guerrilla de las Farc, incluso después de la firma del Acuerdo de Paz, lo que no permitió a las mujeres alzar la voz.
(Lea también: #YoHagoPaz rompiendo el silencio sobre la violencia sexual)
El impulso para que ellas denunciaran llegó muchos años tarde, cuando por fin las autoridades las escucharon sin insinuarles que habían provocado la violencia que vivieron, sin desmeritar su relato y en un espacio seguro, no en una fría oficina de una institución judicial. Raiza, Leonor* y Marcela** se decidieron a contar qué les hicieron. Unas defienden el silencio, porque sienten que las ha protegido, y otras ya no aguantaban callar durante más tiempo. Estas son sus historias.
Lo que les hicieron a “las maricas” del Meta
Raiza Geraldine Parra es una mujer transgénero y una defensora de derechos humanos incansable. Es la delegada de al menos cuatro espacios públicos para las garantías de derechos y paz de la población LGBT del Meta, y habla claro cuando se trata de explicar la situación de estas personas y cómo el conflicto se ensañó también con ellas.
Dice que hubo “mucho reclutamiento, reclutamiento de hombres y mujeres. A ellas las reclutaban por ser mujeres lesbianas y les tocaban los peores espacios con el fin de obligarlas a que ellas debían "ser mujeres", femeninas, heterosexuales. Y obligadas a unas bajezas... de ser violadas entre uno, dos, tres, cinco o diez hombres que para que les gusten los hombres y aprenda a ser una hembra. Donde quedaron embarazadas, las hicieron abortar. A los chicos, hombres gais reclutados forzadamente para estos frentes fueron violentados, cogían a un chico y entre cinco o diez eran violados y los tenían dentro de sus filas para el desfogue sexual. Unos se volaron, otros se desmovilizaron y otros no quieren hablar de su pasado. Pero esa carga psicológica y emocional que tienen... es desgarrador escucharlos a ellos”, dice Parra.
Pero su historia personas nunca la había contado, a pesar de que ocurrió hace 33 años, cuando ella era “un hombrecito gay”, dice, de solo 17 años. Raiza se decidió a hacer la denuncia de esa victimización porque está harta del silencio y porque quiere llamar a las autoridades a que implementen políticas serias de atención psicosocial y médica para la población de orientaciones sexuales e identidades de género diversas del departamento.
(Le puede interesar: Los dolores que dejó la guerra en las mujeres negras del norte del Cauca)
“Eso me ocurrió en límites de San Carlos de Guaroa, en la vereda Brisas del Camoa, antes del Alto del Tigre. Allá fui cogida por una escuadra, siete guerrilleros, fui apartada de la gente que iba hacia Brisas, porque ese día era de mercado. Yo era un hombrecito gay y llevaba ya año larguito trabajando en la finca de mi padrino y la guerrilla hacía patrullaje, si había comida, se les daba, guarapo también, se llevaban tres, cuatro o cinco gallinas, uno por llevar la fiesta en paz. Pero cuando ellos llegaban, yo me escondía porque mi orientación era muy evidente. Yo era muy amanerado. Ellos ya sabían de mí, porque llamaron a mi padrino y le preguntaron que ese pelado qué. Él les dijo que yo era ahijado y estaba trabajando allá.
Ese día ocurrió cuando salimos a mercado, me apartaron de los hijos de mi padrino y a mí me llevaron para un lado. mientras que cuatro cuidaban, los otros hicieron y deshicieron. Golpizas, violaciones, analmente, obligarme a felarlos, me golpeaban con la trompetilla, me decían "Maricón, pa matarlo, pa acabarlo, usted no vale". Uno en ese momento piensa en la muerte. Piensa que no hay más esperanza de nada. Mientras, los golpes también con la culata del fusil, una patada. Cuando terminaron, uno se fue a hablar con los otros cuatro que estaban cuidando y yo pensé: ya me mataron. Pero por allá silbaron y yo me quedé ahí como 45 minutos. Y cuando no escuché nada, me vestí, salí a la vía destapada. Y venirme para la finca llorando, aporreada, sangrando, y llegar a la finca y contarles a mis padrinos, que ellos pensaban que me habían matado. A los seis días de hacerme eso, volvieron a la finca y ahí iban los tipos que me habían hecho eso. Les dijeron a mis padrinos que no dijeran nada porque tomaban represalias contra ellos. A los siete días me tocó salir y venirme para Villavicencio. Ese fue un capítulo que yo enterré. Nunca hablé de eso. Queda uno con secuelas. Quedé con una ETS y esperamos que con este proceso tengamos una atención integral a salud, que es lo que estamos peleando porque no salimos de la atención normal de un calmante. Y necesitamos también la atención psicosocial porque uno toda la vida vive en temor. Vive un desasosiego tenaz después de un hecho de estos”.
A Leonor* hablar la hizo libre
Leonor no sabe por qué los paramilitares le acabaron la vida que conocía. Pero sí sabe por qué se levantó al día siguiente, adolorida y emocionalmente destrozada, y salió de su casa en Puerto Lleras dejando todo atrás: para proteger a sus tres hijos de que fueran reclutados por uno u otro actor armado.
Sus hijos estudiaban. El mayor tenía 15 años, el siguiente, 13 y el último, 12. “Y ya estaban detrás de los más grandes”, dice. Ella tenía un restaurante a orillas de carretera y acaba de adoptar a una niña, su sobrina, y ahí estaba cuando, el 15 de mayo de 2005, paramilitares se metieron, la golpearon, la violaron, le robaron la tienda del restaurante y la moto que tenía para ese momento. El 16 de mayo se fue. “Bendito el señor que no los reclutaron, porque hui y los saqué a tiempo. A más de un niño de los compañeros de mis hijos se los llevaron, la guerrilla, los paramilitares”, dice.
Pero los años posteriores fueron de necesidades e incertidumbres. Llegó a Fuente de Oro y ahí estuvo dos años, luego se fue a Villavicencio y económicamente no se pudo sostener, después llegó a El Dorado y ahí estuvo cuatro años. Los primeros años nadie la auxilió, porque por cuenta de un funcionario que cambió las fechas de su denuncia, no la aceptaron en el Registro Único de Víctimas. Entonces, decidió nunca más acudir a la institucionalidad para contar lo que le habían hecho.
(Lea también: El compromiso de develar la verdad de la violencia sexual en el conflicto)
En El Dorado el mandatario local fue solidario y ahí se mantuvo, hasta que, después de la desmovilización paramilitar, decidió regresar a su natal Puerto Lleras. A pesar de que Leonor es firme en su relato y no deja ver el dolor, la violencia sexual la afectó física y emocionalmente.
“Me afectó más de la mitad de mi vida. Hoy en día estoy viva por la misericordia de Dios, porque esa violación me afectó mis órganos y mis genitales, me retiraron el útero y un ovario, y mi vejiga cayó. Tengo una hernia vaginal desde ese tiempo. No quiero que un hombre me toque ni me hable cosas, detesto que me digan que les gusto. Si me dicen un madrazo, me siento mejor. Fue muy duro, es mi cuerpo que estaba sufriendo de todo: discriminaciones, enfermedades, todo menos nada bueno. Y hay cosas que son muy íntimas para yo decirlas”.
Sin embargo, para ella hubo un descanso en volver a contar su historia y sentirse escuchada y no juzgada por las autoridades.
“Después de hablar siento libertad. Ser libre. Y esto lo hago con la intención de hablarle a muchas mujeres, a muchas personas que están viviendo el mismo problema y están calladas. Que rompan ese silencio, nosotras nos sentimos solas, sentimos que aquí paramos, pero la vida sigue. Todavía podemos hablar. Que no permitan que se vulneren sus derechos, merecemos que nos escuchen”.
El silencio que protegió a Marcela**
Marcela llegó a la jornada de denuncia con su bebé en brazos. Es una niña risueña que, durante toda la entrevista, estuvo haciendo sonidos de carros, y dándole golpecitos a la mesa. Tenía menos de un año y nunca lloró. Su madre, mientras tanto, hablaba del silencio, porque su historia acababa de contarla a las instituciones y no quería repetirla. Le duele, sobre todo porque llevaba seis años pretendiendo que no había pasado.
(Lea también: ¿Por qué la justicia no les cree a las víctimas de violencia sexual?)
Desde 2014, desde el día posterior a la violencia sexual que sufrió por parte de miembros de la guerrilla de las Farc, quiso olvidar que salió de su natal Fuente de Oro y se fue a una vereda de otro municipio a cocinar para darle de comer a su hijo, y que ahí la violaron guerrilleros. No sabe de qué frente, pero recuerda bien haber escuchado “Camilo Tabaco”, que era una estructura armada del Frente 43 de las Farc, que operó en esta región.
Es muy enfática en hablar del silencio. “Sí me protegió, es más, no contarles a las personas lo protege a uno más porque no hay nadie que lo esté señalando ni que lo esté mirando. Yo pienso que hay cosas en la vida que a uno le pasan que son solamente para uno, porque las personas no están ahí para apoyarlo, sino para criticarlo y señalarlo. A menos de que fuera la mamá, pero yo no tengo a mi mamá viva ya, ella falleció en el 2009. De haber estado, hubiera sido la primera que lo hubiera sabido”, dice.
Sin embargo, se decidió a hablar y a denunciar. Lo hizo porque sabía que no iba a ser la única mujer enfrentando la pesadilla de la que despertó, como ella misma lo dice. “De pronto con la voz de uno no es nada, pero muchos granitos de arena sí. Entonces esperemos que con todos los demás eso se forme y sea algo concreto, algo sólido que sirva para las demás. Lo importante es que seamos varias”.
*** Estos nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las víctimas.
En el Meta los grupos armados usaron los cuerpos de las mujeres para posicionarse. Y, una vez que lo hicieron, el silencio se volvió ley. Según El Registro Único de Víctimas, en este departamento llanero hay 854 víctimas de delitos contra la libertad y la integridad sexual, pero las organizaciones de mujeres estiman que la cifra puede ser mucho mayor. Solo el pasado mes de febrero 45 mujeres y personas LGBT denunciaron, por primera vez, que habían sido sometidas a violencias sexuales. Algunos de estos hechos sucedieron, incluso, hace más de 30 años.
En una jornada de denuncia colectiva organizada por la Red de Mujeres Víctimas y Profesionales con apoyo de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP, en la que participó la Fiscalía, Medicina Legal y la Defensoría del Pueblo, empezó a develarse la estrategia de terror, discriminación y misoginia que adelantaron paramilitares, guerrilla de las Farc y la misma Fuerza Pública.
“Entraban (grupos armados) a las regiones y dentro de las prácticas que hacían era violar a las mujeres, y así la gente decía que necesitan que nos vinieran a salvar porque había mucha violencia. Y los salvadores eran los paramilitares, los mismos que cometían estos atropellos”, explica Nancy Gómez, coordinadora de la Asociación el Meta con Mirada de Mujer, que hace parte de la Red organizadora. Y fue la permanencia en el territorio de los paramilitares, incluso después de la desmovilización, y de la guerrilla de las Farc, incluso después de la firma del Acuerdo de Paz, lo que no permitió a las mujeres alzar la voz.
(Lea también: #YoHagoPaz rompiendo el silencio sobre la violencia sexual)
El impulso para que ellas denunciaran llegó muchos años tarde, cuando por fin las autoridades las escucharon sin insinuarles que habían provocado la violencia que vivieron, sin desmeritar su relato y en un espacio seguro, no en una fría oficina de una institución judicial. Raiza, Leonor* y Marcela** se decidieron a contar qué les hicieron. Unas defienden el silencio, porque sienten que las ha protegido, y otras ya no aguantaban callar durante más tiempo. Estas son sus historias.
Lo que les hicieron a “las maricas” del Meta
Raiza Geraldine Parra es una mujer transgénero y una defensora de derechos humanos incansable. Es la delegada de al menos cuatro espacios públicos para las garantías de derechos y paz de la población LGBT del Meta, y habla claro cuando se trata de explicar la situación de estas personas y cómo el conflicto se ensañó también con ellas.
Dice que hubo “mucho reclutamiento, reclutamiento de hombres y mujeres. A ellas las reclutaban por ser mujeres lesbianas y les tocaban los peores espacios con el fin de obligarlas a que ellas debían "ser mujeres", femeninas, heterosexuales. Y obligadas a unas bajezas... de ser violadas entre uno, dos, tres, cinco o diez hombres que para que les gusten los hombres y aprenda a ser una hembra. Donde quedaron embarazadas, las hicieron abortar. A los chicos, hombres gais reclutados forzadamente para estos frentes fueron violentados, cogían a un chico y entre cinco o diez eran violados y los tenían dentro de sus filas para el desfogue sexual. Unos se volaron, otros se desmovilizaron y otros no quieren hablar de su pasado. Pero esa carga psicológica y emocional que tienen... es desgarrador escucharlos a ellos”, dice Parra.
Pero su historia personas nunca la había contado, a pesar de que ocurrió hace 33 años, cuando ella era “un hombrecito gay”, dice, de solo 17 años. Raiza se decidió a hacer la denuncia de esa victimización porque está harta del silencio y porque quiere llamar a las autoridades a que implementen políticas serias de atención psicosocial y médica para la población de orientaciones sexuales e identidades de género diversas del departamento.
(Le puede interesar: Los dolores que dejó la guerra en las mujeres negras del norte del Cauca)
“Eso me ocurrió en límites de San Carlos de Guaroa, en la vereda Brisas del Camoa, antes del Alto del Tigre. Allá fui cogida por una escuadra, siete guerrilleros, fui apartada de la gente que iba hacia Brisas, porque ese día era de mercado. Yo era un hombrecito gay y llevaba ya año larguito trabajando en la finca de mi padrino y la guerrilla hacía patrullaje, si había comida, se les daba, guarapo también, se llevaban tres, cuatro o cinco gallinas, uno por llevar la fiesta en paz. Pero cuando ellos llegaban, yo me escondía porque mi orientación era muy evidente. Yo era muy amanerado. Ellos ya sabían de mí, porque llamaron a mi padrino y le preguntaron que ese pelado qué. Él les dijo que yo era ahijado y estaba trabajando allá.
Ese día ocurrió cuando salimos a mercado, me apartaron de los hijos de mi padrino y a mí me llevaron para un lado. mientras que cuatro cuidaban, los otros hicieron y deshicieron. Golpizas, violaciones, analmente, obligarme a felarlos, me golpeaban con la trompetilla, me decían "Maricón, pa matarlo, pa acabarlo, usted no vale". Uno en ese momento piensa en la muerte. Piensa que no hay más esperanza de nada. Mientras, los golpes también con la culata del fusil, una patada. Cuando terminaron, uno se fue a hablar con los otros cuatro que estaban cuidando y yo pensé: ya me mataron. Pero por allá silbaron y yo me quedé ahí como 45 minutos. Y cuando no escuché nada, me vestí, salí a la vía destapada. Y venirme para la finca llorando, aporreada, sangrando, y llegar a la finca y contarles a mis padrinos, que ellos pensaban que me habían matado. A los seis días de hacerme eso, volvieron a la finca y ahí iban los tipos que me habían hecho eso. Les dijeron a mis padrinos que no dijeran nada porque tomaban represalias contra ellos. A los siete días me tocó salir y venirme para Villavicencio. Ese fue un capítulo que yo enterré. Nunca hablé de eso. Queda uno con secuelas. Quedé con una ETS y esperamos que con este proceso tengamos una atención integral a salud, que es lo que estamos peleando porque no salimos de la atención normal de un calmante. Y necesitamos también la atención psicosocial porque uno toda la vida vive en temor. Vive un desasosiego tenaz después de un hecho de estos”.
A Leonor* hablar la hizo libre
Leonor no sabe por qué los paramilitares le acabaron la vida que conocía. Pero sí sabe por qué se levantó al día siguiente, adolorida y emocionalmente destrozada, y salió de su casa en Puerto Lleras dejando todo atrás: para proteger a sus tres hijos de que fueran reclutados por uno u otro actor armado.
Sus hijos estudiaban. El mayor tenía 15 años, el siguiente, 13 y el último, 12. “Y ya estaban detrás de los más grandes”, dice. Ella tenía un restaurante a orillas de carretera y acaba de adoptar a una niña, su sobrina, y ahí estaba cuando, el 15 de mayo de 2005, paramilitares se metieron, la golpearon, la violaron, le robaron la tienda del restaurante y la moto que tenía para ese momento. El 16 de mayo se fue. “Bendito el señor que no los reclutaron, porque hui y los saqué a tiempo. A más de un niño de los compañeros de mis hijos se los llevaron, la guerrilla, los paramilitares”, dice.
Pero los años posteriores fueron de necesidades e incertidumbres. Llegó a Fuente de Oro y ahí estuvo dos años, luego se fue a Villavicencio y económicamente no se pudo sostener, después llegó a El Dorado y ahí estuvo cuatro años. Los primeros años nadie la auxilió, porque por cuenta de un funcionario que cambió las fechas de su denuncia, no la aceptaron en el Registro Único de Víctimas. Entonces, decidió nunca más acudir a la institucionalidad para contar lo que le habían hecho.
(Lea también: El compromiso de develar la verdad de la violencia sexual en el conflicto)
En El Dorado el mandatario local fue solidario y ahí se mantuvo, hasta que, después de la desmovilización paramilitar, decidió regresar a su natal Puerto Lleras. A pesar de que Leonor es firme en su relato y no deja ver el dolor, la violencia sexual la afectó física y emocionalmente.
“Me afectó más de la mitad de mi vida. Hoy en día estoy viva por la misericordia de Dios, porque esa violación me afectó mis órganos y mis genitales, me retiraron el útero y un ovario, y mi vejiga cayó. Tengo una hernia vaginal desde ese tiempo. No quiero que un hombre me toque ni me hable cosas, detesto que me digan que les gusto. Si me dicen un madrazo, me siento mejor. Fue muy duro, es mi cuerpo que estaba sufriendo de todo: discriminaciones, enfermedades, todo menos nada bueno. Y hay cosas que son muy íntimas para yo decirlas”.
Sin embargo, para ella hubo un descanso en volver a contar su historia y sentirse escuchada y no juzgada por las autoridades.
“Después de hablar siento libertad. Ser libre. Y esto lo hago con la intención de hablarle a muchas mujeres, a muchas personas que están viviendo el mismo problema y están calladas. Que rompan ese silencio, nosotras nos sentimos solas, sentimos que aquí paramos, pero la vida sigue. Todavía podemos hablar. Que no permitan que se vulneren sus derechos, merecemos que nos escuchen”.
El silencio que protegió a Marcela**
Marcela llegó a la jornada de denuncia con su bebé en brazos. Es una niña risueña que, durante toda la entrevista, estuvo haciendo sonidos de carros, y dándole golpecitos a la mesa. Tenía menos de un año y nunca lloró. Su madre, mientras tanto, hablaba del silencio, porque su historia acababa de contarla a las instituciones y no quería repetirla. Le duele, sobre todo porque llevaba seis años pretendiendo que no había pasado.
(Lea también: ¿Por qué la justicia no les cree a las víctimas de violencia sexual?)
Desde 2014, desde el día posterior a la violencia sexual que sufrió por parte de miembros de la guerrilla de las Farc, quiso olvidar que salió de su natal Fuente de Oro y se fue a una vereda de otro municipio a cocinar para darle de comer a su hijo, y que ahí la violaron guerrilleros. No sabe de qué frente, pero recuerda bien haber escuchado “Camilo Tabaco”, que era una estructura armada del Frente 43 de las Farc, que operó en esta región.
Es muy enfática en hablar del silencio. “Sí me protegió, es más, no contarles a las personas lo protege a uno más porque no hay nadie que lo esté señalando ni que lo esté mirando. Yo pienso que hay cosas en la vida que a uno le pasan que son solamente para uno, porque las personas no están ahí para apoyarlo, sino para criticarlo y señalarlo. A menos de que fuera la mamá, pero yo no tengo a mi mamá viva ya, ella falleció en el 2009. De haber estado, hubiera sido la primera que lo hubiera sabido”, dice.
Sin embargo, se decidió a hablar y a denunciar. Lo hizo porque sabía que no iba a ser la única mujer enfrentando la pesadilla de la que despertó, como ella misma lo dice. “De pronto con la voz de uno no es nada, pero muchos granitos de arena sí. Entonces esperemos que con todos los demás eso se forme y sea algo concreto, algo sólido que sirva para las demás. Lo importante es que seamos varias”.
*** Estos nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las víctimas.