Las voces exiliadas que contaron sus historias a la Comisión de la Verdad
En Ibarra (Ecuador), un grupo de víctimas que hoy viven en el exilio en países vecinos relataron cómo es su vida fuera de Colombia. Expusieron sus angustias y contaron cuáles han sido su sinfín de obstáculos para formalizarse como refugiados, luego de que los grupos armados los desterraron del país.
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), entre el 2000 y 2020 se reportaron al menos 524.496 ciudadanos colombianos con necesidades de protección internacional. Muchos de ellos han tramitado solicitudes de refugio en países vecinos y a lo largo de los hemisferios para salvar sus vidas de la violencia armada que los sacó del país. Si bien hay quienes lograron con éxito la obtención de protección internacional, persisten casos de connacionales que siguen a la deriva y sin garantías a futuro.
Algunas de estas voces, representantes de distintos sectores sociales y provenientes de diversos departamentos, estuvieron en el Reconocimiento del exilio en las fronteras con Colombia, un espacio organizado por la Comisión de la Verdad (CEV), en Ibarra (Ecuador).
Los comisionados Carlos Martín Beristain y Leyner Palacios moderaron los testimonios y aseguraron que estas experiencias de vida formarán parte del informe final que el organismo emitirá en noviembre de este año. Estos relatos de personas, que autodenominaron su flagelo como un “sufrimiento olvidado”, enviaron un mensaje al Estado colombiano en el que claman por la existencia de víctimas del conflicto armado fuera del país que necesitan una asistencia equivalente a la que pueden llegar a recibir las víctimas dentro del territorio. Algunas de las historias conocidas por la CEV fueron las siguientes:
Ana Milena Rincón, “vacunada” por las Farc y sin rumbo en Ecuador
Hace casi 20 años, a Ana y su familia, oriundos de Antioquia, les surgió una oportunidad que les cambiaría la vida y los sacaría de sus problemas económicos. A su padre y a su hermano les ofrecieron trabajo en una panadería en El Charco (Nariño) y el panorama parecía prometedor. El sitio era manejado por la iglesia del municipio y ofrecían estabilidad a largo plazo.
En 2004, ella se trasladó allí. En ese mismo año los problemas y las amenazas comenzaron a surgir. “A muchos comerciantes nos llamaron a unas reuniones con grupos armados (Farc) en las que nos exigían pagar vacunas... siempre nos decían que si no pagábamos, nos iban a secuestrar o asesinar”, contó Rincón.
Ante las amenazas y la imposibilidad recaudar dinero para los pagos extorsivos, la familia Rincón tomó rumbo a Palmira (Valle del Cauca). Meses después, la antigua guerrilla los ubicó y no tuvieron más remedio que irse a Ecuador para pedir refugio.
“Dejamos atrás nuestros sueños y estuvimos viviendo sin un proyecto de vida. Por ser colombiana me trataban de prostituta, a los hombres de narcotraficantes y a los niños les hacían matoneo. Todo un calvario. No nos sentíamos cómodos con la forma de vivir en ningún aspecto. Si tú estás en la puerta de un hospital, te dicen que te vayas a tu país. Vivir en el exilio es muy difícil”, lamentó la colombiana.
Ahora, los Rincón esperan volver a su tierra, pero con la condición de que haya paz y justicia. Dicen que añoran su vida acá, pero que sin garantías de calidad de vida, eso no tiene una fecha definida.
David*, el drama de perder a sus padres y de ser reclutado
En 1999, David jugaba en el patio de su casa en Majagual (Sucre). Vivía con sus padres y de vez en cuando algunos guerrilleros de las Farc merodeaban por sus predios. Un día, cuya fecha prefiere no mencionar, más subversivos de los que acostumbraba a ver llegaron a su hogar y cuando él notó sus intenciones se escondió por más de tres horas debajo de unas tablas.
Al salir, buscó a sus padres sin tener éxito y vio que la puerta de su habitación estaba rota. Caminó toda su vereda hasta llegar a la Mojana, lugar en el que se encontró con varias personas recientemente desplazadas. Ninguno de ellos era su madre o su padre.
“Yo no quería ser adoptado por el Bienestar Familiar. Viví con una vecina por un tiempo y en mayo de 1999, a mis 11 años, un hombre conocido como El Abuelo se acercó a mí diciéndome que me iba a ayudar a encontrar a mis padres. Un día llegué al sitio de encuentro que me propuso, vi más niños y pensé que estaban allí porque también habían perdido a sus papás. Nos montaron a unas chalupas, nos vendaron los ojos y cuando llegamos al destino nos dimos cuenta de que era un campamento de la guerrilla. Nos dijeron: ‘Bienvenidos a su nueva familia’, contó David.
Ese reclutamiento nunca le quitó la esperanza de volver a ver a sus padres. Se intentó escapar un par de veces y, a pesar de que al final tuvo éxito, vivió episodios dolorosos que le quedarán por el resto de su vida. “Un día logramos escaparnos con un niño y nos descubrieron. Corrimos como nunca y él pisó una mina “quiebrapatas”... quedó despedazado. Yo llegué hasta Magangué (Bolívar), no sé cómo, y tiempo después volví a ver a El Abuelo. Sus únicas palabras hacia mí fueron que me quería ayudar”, narró.
Ahí apenas comenzaba la odisea de David. Según él, siguió siendo objetivo militar de la guerrilla y cuando descubrieron su nueva ubicación en Sincelejo le dieron 48 horas para salir de allí. “Salí hacia Cartagena, luego me moví al Chocó y desde allí busqué salir del país. Pasé a pie el Darién y por fin llegó un día en el que llegué a Costa Rica. El viaje hasta San José fue interminable, pero ahí me sentí un poco más a salvo”.
Durante su estancia allá, David ha recibido atención psicosocial y actualmente está dedicado a labores como vocero de personas en exilio en ese país centroamericano.
Adriana y la otra cara de Costa Rica
Entre 1995 y 1996, Adriana trabajaba como estilista en Medellín. Las antiguas Convivir se tomaron el control de la zona en la que trabajaba. Constantemente, la llevaban junto con sus compañeras a distintos municipios en Antioquia, para que les cortaran el cabello y también las obligaban a prostituirse.
“Allá teníamos también que prestar nuestros cuerpos y que yo recuerde, al menos, estuve con 15 hombres. Eso era algo que duró mucho tiempo y no tuvimos escapatoria. Luego todo se salió aún más de control y por las bandas y paramilitares ya no sabíamos qué hacer. Me fui a Bogotá, Pereira y Cali huyendo de ellos, pero siempre me rastreaban”, aseguró la estilista.
En 2002, los paramilitares colmaron la tranquilidad de Adriana. Además de tenerla intimidada constantemente, la alejaron de algunas de las personas que más quería. “Ese año mataron a mis dos mejores amigas, las picaron y dejaron sus cuerpos al frente de las casas de sus familias. A raíz de eso decidimos partir con los míos”, dijo.
Años después, tras la muerte de su madre, Adriana recibió la llamada de una amiga en Costa Rica, quien le prometió un mejor futuro sin violencia ni amenazas en ese país y la garantía de que podía seguir trabajando como estilista. Por eso, el 4 de septiembre de 2007 salió del país cargada de esperanza.
Sin embargo el viaje hacia Costa Rica apenas iba a ser el abrebocas de los tiempos de crisis que se le avecinaban. “Llegué primero a Panamá con 500 dólares y me tocó prostituirme algunos días para sobrevivir y pagar por el paso ilegal a Costa Rica que me iban a gestionar. Cuando llegué a San José pensé que mi vida iba a ser distinta, pero mi amiga no era estilista sino narcotraficante. Me encontré con un país cerrado para la población LGBT y en más de una ocasión me quise suicidar”, describió Adriana, quien en este evento habló sobre las afectaciones de la comunidad trans.
No fue sino hasta 2016, sin ninguna garantía de residencia, que Adriana fue incluida en un programa de testigos y protección internacional. A la fecha, siguiendo su testimonio, no la llaman para ver cómo se encuentra y, a pesar de llevar casi 14 años en Costa Rica, no ha encontrado estabilidad ni un futuro claro. “Aquí hay mucha homofobia, nadie me da oportunidades y no hay día en estos más de 13 años en el que no me he sentido triste o con ganas de regresar a Colombia”, concluyó.
La lucha de Alba para salvar a sus hijos de las pandillas en Llano Verde
Alba huyó de su natal Buenaventura, junto a su familia, para que los paramilitares no los mataran. Su límite llegó cuando los ’paras’ asesinaron a su cuñado y desaparecieron a su abuela y sus tíos, y no quería que le pasara lo mismo a sus hijos.
Llegaron a Cali, donde la situación no mejoró. Constantemente, recibía panfletos de las llamadas Águilas Negras, pero aún así se negaron a abandonar la capital vallecaucana. Los meses pasaron y Alba se ganó uno de los concursos de la Alcaldía para acceder a una casa en el barrio Llano Verde, comuna al oriente de Cali que estaba diseñada para acoger a víctimas del conflicto armado y otros antiguos actores de la guerra.
“Ese barrio siempre ha sido caliente, pero sin importar esas condiciones, nos quedamos. La gente vivía con armas y amenazaron a mis hijos (especialmente al mayor), a tal punto que lo acorralaban entre vender droga o matarlo... incluso lo inculparon de un porte de armas que él no cometió”, contó la bonaverense.
Las amenazas persistieron y su pan de cada día era que le dijeran que “su hijo olía a formol porque lo iban a matar”. Cansada de eso, se fueron sin rumbo a Ecuador, país en el que todavía viven sin estabilidad. “Las muertes siguen, las amenazas también y vivir en el exilio no es fácil siendo pobre. Sin embargo, prefiero esto a temer por la vida de mi hijo, porque sueño con que en Colombia el diploma de los jóvenes no sea un fusil en la mano o un disparo en la cabeza, sino oportunidades reales para que sean felices y salgan adelante”.
El llamado al Gobierno de Lucila y Humberto
Lucila Galán era periodista en Tunja (Boyacá) hasta que miembros de las antiguas Farc la obligaron a dejar su hogar. Por esos días en 2005 se trasladó a Bogotá para pedir refugio en Canadá, pero en medio de los trámites la guerrilla la ubicó y le dio un plazo de pocas horas para salir del país.
El destino la llevó a Panamá, un destino al que llegó fortuitamente, sin conocer nada del país y donde actualmente vive con su familia. Ella, a diferencia de otros exiliados, contó con la suerte de poder salir de Colombia en avión y bien acomodada, aunque con el profundo dolor del desarraigo.
“Basta de ignorar a las víctimas por exilio, no hay registros claros y muchos se están muriendo en nuestras narices. La atención no solo debe ser prestada a los que permanecen en el territorio nacional, el Gobierno debe tener alcance para todos los colombianos, independientemente de su condición o ubicación geográfica”, señaló.
También exiliado, pero con una vida diametralmente diferente a la de Galán, Humberto Hurtado, una víctima del conflicto en Tumaco (Nariño), también le contó a la Comisión de la Verdad las condiciones difíciles que viven los exiliados en otros territorios.
“Las Águilas Negras me querían matar en Tumaco. Mi familia me aconsejó que debía irme y me fui a Ecuador con mi tío que lleva 25 años aquí. Le echo parte de la culpa a mi gobierno porque ellos saben cuántos migran diariamente y aun así no ofrecen garantías para los que salimos y más los que nos vamos de manera forzada”, expresó Hurtado.
Según el tumaqueño, él tan solo es un ejemplo de los muchos colombianos en el exterior que fueron sacados por la violencia y que ahora no tienen estabilidad laboral ni la posibilidad de poner todas las comidas en sus mesas. Su mensaje cerró pidiéndole a las autoridades colombianas no destinar más dinero en armas, sino “preocuparse más” en la atención de los connacionales fuera del país.
***
Leyner Palacios, en nombre de los comisionados, le pidió perdón a los exiliados por el olvido con el que han sido marcados por el país. Aseguró que lamentaba desconocer sus historias, no estar a su lado o no escucharlos.
A ese mensaje se sumó Alfredo Infante, coordinador de Derechos Humanos del Centro Gumilla Venezuela, quien dijo que “en cada una de las heridas a partir de las heridas contadas, me siento reflejado. Los exiliados han padecido un dolor inmenso, un drama humanitario”.
Carlos Beristain cerró el encuentro invitando al país a no permanecer inmóvil ante este tipo de crisis humanitarias: “Escuchemos el sufrimiento de una Colombia olvidada. Hubo gente que tuvo que dejar sus vidas y sus pérdidas. Hemos venido acá para hacer cosas, no nos podemos quedar quietos por más tiempo”.
*Los nombres que no están completos fueron expuestos así por la Comisión de la Verdad, para la seguridad de los exiliados
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Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), entre el 2000 y 2020 se reportaron al menos 524.496 ciudadanos colombianos con necesidades de protección internacional. Muchos de ellos han tramitado solicitudes de refugio en países vecinos y a lo largo de los hemisferios para salvar sus vidas de la violencia armada que los sacó del país. Si bien hay quienes lograron con éxito la obtención de protección internacional, persisten casos de connacionales que siguen a la deriva y sin garantías a futuro.
Algunas de estas voces, representantes de distintos sectores sociales y provenientes de diversos departamentos, estuvieron en el Reconocimiento del exilio en las fronteras con Colombia, un espacio organizado por la Comisión de la Verdad (CEV), en Ibarra (Ecuador).
Los comisionados Carlos Martín Beristain y Leyner Palacios moderaron los testimonios y aseguraron que estas experiencias de vida formarán parte del informe final que el organismo emitirá en noviembre de este año. Estos relatos de personas, que autodenominaron su flagelo como un “sufrimiento olvidado”, enviaron un mensaje al Estado colombiano en el que claman por la existencia de víctimas del conflicto armado fuera del país que necesitan una asistencia equivalente a la que pueden llegar a recibir las víctimas dentro del territorio. Algunas de las historias conocidas por la CEV fueron las siguientes:
Ana Milena Rincón, “vacunada” por las Farc y sin rumbo en Ecuador
Hace casi 20 años, a Ana y su familia, oriundos de Antioquia, les surgió una oportunidad que les cambiaría la vida y los sacaría de sus problemas económicos. A su padre y a su hermano les ofrecieron trabajo en una panadería en El Charco (Nariño) y el panorama parecía prometedor. El sitio era manejado por la iglesia del municipio y ofrecían estabilidad a largo plazo.
En 2004, ella se trasladó allí. En ese mismo año los problemas y las amenazas comenzaron a surgir. “A muchos comerciantes nos llamaron a unas reuniones con grupos armados (Farc) en las que nos exigían pagar vacunas... siempre nos decían que si no pagábamos, nos iban a secuestrar o asesinar”, contó Rincón.
Ante las amenazas y la imposibilidad recaudar dinero para los pagos extorsivos, la familia Rincón tomó rumbo a Palmira (Valle del Cauca). Meses después, la antigua guerrilla los ubicó y no tuvieron más remedio que irse a Ecuador para pedir refugio.
“Dejamos atrás nuestros sueños y estuvimos viviendo sin un proyecto de vida. Por ser colombiana me trataban de prostituta, a los hombres de narcotraficantes y a los niños les hacían matoneo. Todo un calvario. No nos sentíamos cómodos con la forma de vivir en ningún aspecto. Si tú estás en la puerta de un hospital, te dicen que te vayas a tu país. Vivir en el exilio es muy difícil”, lamentó la colombiana.
Ahora, los Rincón esperan volver a su tierra, pero con la condición de que haya paz y justicia. Dicen que añoran su vida acá, pero que sin garantías de calidad de vida, eso no tiene una fecha definida.
David*, el drama de perder a sus padres y de ser reclutado
En 1999, David jugaba en el patio de su casa en Majagual (Sucre). Vivía con sus padres y de vez en cuando algunos guerrilleros de las Farc merodeaban por sus predios. Un día, cuya fecha prefiere no mencionar, más subversivos de los que acostumbraba a ver llegaron a su hogar y cuando él notó sus intenciones se escondió por más de tres horas debajo de unas tablas.
Al salir, buscó a sus padres sin tener éxito y vio que la puerta de su habitación estaba rota. Caminó toda su vereda hasta llegar a la Mojana, lugar en el que se encontró con varias personas recientemente desplazadas. Ninguno de ellos era su madre o su padre.
“Yo no quería ser adoptado por el Bienestar Familiar. Viví con una vecina por un tiempo y en mayo de 1999, a mis 11 años, un hombre conocido como El Abuelo se acercó a mí diciéndome que me iba a ayudar a encontrar a mis padres. Un día llegué al sitio de encuentro que me propuso, vi más niños y pensé que estaban allí porque también habían perdido a sus papás. Nos montaron a unas chalupas, nos vendaron los ojos y cuando llegamos al destino nos dimos cuenta de que era un campamento de la guerrilla. Nos dijeron: ‘Bienvenidos a su nueva familia’, contó David.
Ese reclutamiento nunca le quitó la esperanza de volver a ver a sus padres. Se intentó escapar un par de veces y, a pesar de que al final tuvo éxito, vivió episodios dolorosos que le quedarán por el resto de su vida. “Un día logramos escaparnos con un niño y nos descubrieron. Corrimos como nunca y él pisó una mina “quiebrapatas”... quedó despedazado. Yo llegué hasta Magangué (Bolívar), no sé cómo, y tiempo después volví a ver a El Abuelo. Sus únicas palabras hacia mí fueron que me quería ayudar”, narró.
Ahí apenas comenzaba la odisea de David. Según él, siguió siendo objetivo militar de la guerrilla y cuando descubrieron su nueva ubicación en Sincelejo le dieron 48 horas para salir de allí. “Salí hacia Cartagena, luego me moví al Chocó y desde allí busqué salir del país. Pasé a pie el Darién y por fin llegó un día en el que llegué a Costa Rica. El viaje hasta San José fue interminable, pero ahí me sentí un poco más a salvo”.
Durante su estancia allá, David ha recibido atención psicosocial y actualmente está dedicado a labores como vocero de personas en exilio en ese país centroamericano.
Adriana y la otra cara de Costa Rica
Entre 1995 y 1996, Adriana trabajaba como estilista en Medellín. Las antiguas Convivir se tomaron el control de la zona en la que trabajaba. Constantemente, la llevaban junto con sus compañeras a distintos municipios en Antioquia, para que les cortaran el cabello y también las obligaban a prostituirse.
“Allá teníamos también que prestar nuestros cuerpos y que yo recuerde, al menos, estuve con 15 hombres. Eso era algo que duró mucho tiempo y no tuvimos escapatoria. Luego todo se salió aún más de control y por las bandas y paramilitares ya no sabíamos qué hacer. Me fui a Bogotá, Pereira y Cali huyendo de ellos, pero siempre me rastreaban”, aseguró la estilista.
En 2002, los paramilitares colmaron la tranquilidad de Adriana. Además de tenerla intimidada constantemente, la alejaron de algunas de las personas que más quería. “Ese año mataron a mis dos mejores amigas, las picaron y dejaron sus cuerpos al frente de las casas de sus familias. A raíz de eso decidimos partir con los míos”, dijo.
Años después, tras la muerte de su madre, Adriana recibió la llamada de una amiga en Costa Rica, quien le prometió un mejor futuro sin violencia ni amenazas en ese país y la garantía de que podía seguir trabajando como estilista. Por eso, el 4 de septiembre de 2007 salió del país cargada de esperanza.
Sin embargo el viaje hacia Costa Rica apenas iba a ser el abrebocas de los tiempos de crisis que se le avecinaban. “Llegué primero a Panamá con 500 dólares y me tocó prostituirme algunos días para sobrevivir y pagar por el paso ilegal a Costa Rica que me iban a gestionar. Cuando llegué a San José pensé que mi vida iba a ser distinta, pero mi amiga no era estilista sino narcotraficante. Me encontré con un país cerrado para la población LGBT y en más de una ocasión me quise suicidar”, describió Adriana, quien en este evento habló sobre las afectaciones de la comunidad trans.
No fue sino hasta 2016, sin ninguna garantía de residencia, que Adriana fue incluida en un programa de testigos y protección internacional. A la fecha, siguiendo su testimonio, no la llaman para ver cómo se encuentra y, a pesar de llevar casi 14 años en Costa Rica, no ha encontrado estabilidad ni un futuro claro. “Aquí hay mucha homofobia, nadie me da oportunidades y no hay día en estos más de 13 años en el que no me he sentido triste o con ganas de regresar a Colombia”, concluyó.
La lucha de Alba para salvar a sus hijos de las pandillas en Llano Verde
Alba huyó de su natal Buenaventura, junto a su familia, para que los paramilitares no los mataran. Su límite llegó cuando los ’paras’ asesinaron a su cuñado y desaparecieron a su abuela y sus tíos, y no quería que le pasara lo mismo a sus hijos.
Llegaron a Cali, donde la situación no mejoró. Constantemente, recibía panfletos de las llamadas Águilas Negras, pero aún así se negaron a abandonar la capital vallecaucana. Los meses pasaron y Alba se ganó uno de los concursos de la Alcaldía para acceder a una casa en el barrio Llano Verde, comuna al oriente de Cali que estaba diseñada para acoger a víctimas del conflicto armado y otros antiguos actores de la guerra.
“Ese barrio siempre ha sido caliente, pero sin importar esas condiciones, nos quedamos. La gente vivía con armas y amenazaron a mis hijos (especialmente al mayor), a tal punto que lo acorralaban entre vender droga o matarlo... incluso lo inculparon de un porte de armas que él no cometió”, contó la bonaverense.
Las amenazas persistieron y su pan de cada día era que le dijeran que “su hijo olía a formol porque lo iban a matar”. Cansada de eso, se fueron sin rumbo a Ecuador, país en el que todavía viven sin estabilidad. “Las muertes siguen, las amenazas también y vivir en el exilio no es fácil siendo pobre. Sin embargo, prefiero esto a temer por la vida de mi hijo, porque sueño con que en Colombia el diploma de los jóvenes no sea un fusil en la mano o un disparo en la cabeza, sino oportunidades reales para que sean felices y salgan adelante”.
El llamado al Gobierno de Lucila y Humberto
Lucila Galán era periodista en Tunja (Boyacá) hasta que miembros de las antiguas Farc la obligaron a dejar su hogar. Por esos días en 2005 se trasladó a Bogotá para pedir refugio en Canadá, pero en medio de los trámites la guerrilla la ubicó y le dio un plazo de pocas horas para salir del país.
El destino la llevó a Panamá, un destino al que llegó fortuitamente, sin conocer nada del país y donde actualmente vive con su familia. Ella, a diferencia de otros exiliados, contó con la suerte de poder salir de Colombia en avión y bien acomodada, aunque con el profundo dolor del desarraigo.
“Basta de ignorar a las víctimas por exilio, no hay registros claros y muchos se están muriendo en nuestras narices. La atención no solo debe ser prestada a los que permanecen en el territorio nacional, el Gobierno debe tener alcance para todos los colombianos, independientemente de su condición o ubicación geográfica”, señaló.
También exiliado, pero con una vida diametralmente diferente a la de Galán, Humberto Hurtado, una víctima del conflicto en Tumaco (Nariño), también le contó a la Comisión de la Verdad las condiciones difíciles que viven los exiliados en otros territorios.
“Las Águilas Negras me querían matar en Tumaco. Mi familia me aconsejó que debía irme y me fui a Ecuador con mi tío que lleva 25 años aquí. Le echo parte de la culpa a mi gobierno porque ellos saben cuántos migran diariamente y aun así no ofrecen garantías para los que salimos y más los que nos vamos de manera forzada”, expresó Hurtado.
Según el tumaqueño, él tan solo es un ejemplo de los muchos colombianos en el exterior que fueron sacados por la violencia y que ahora no tienen estabilidad laboral ni la posibilidad de poner todas las comidas en sus mesas. Su mensaje cerró pidiéndole a las autoridades colombianas no destinar más dinero en armas, sino “preocuparse más” en la atención de los connacionales fuera del país.
***
Leyner Palacios, en nombre de los comisionados, le pidió perdón a los exiliados por el olvido con el que han sido marcados por el país. Aseguró que lamentaba desconocer sus historias, no estar a su lado o no escucharlos.
A ese mensaje se sumó Alfredo Infante, coordinador de Derechos Humanos del Centro Gumilla Venezuela, quien dijo que “en cada una de las heridas a partir de las heridas contadas, me siento reflejado. Los exiliados han padecido un dolor inmenso, un drama humanitario”.
Carlos Beristain cerró el encuentro invitando al país a no permanecer inmóvil ante este tipo de crisis humanitarias: “Escuchemos el sufrimiento de una Colombia olvidada. Hubo gente que tuvo que dejar sus vidas y sus pérdidas. Hemos venido acá para hacer cosas, no nos podemos quedar quietos por más tiempo”.
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