Lengupá reconstruye su memoria del conflicto y de sus desaparecidos
Para algunos habitantes, la imagen proyectada de Boyacá como territorio de paz ha invisibilizado la afectación que les dejó el conflicto. La Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas recibió información de 18 fosas ubicadas en esta provincia, y sería la primera vez que una entidad emprende la búsqueda de sus familiares.
Carolina Ávila Cortés
Como en otras regiones del país, en Boyacá también crece la vegetación sobre las fosas de personas desaparecidas y la vida anda al lado de cementerios con cuerpos sin nombres. La diferencia es que en este departamento poco se ha reconocido la desaparición forzada y el conflicto armado. Su gente cree que les han negado el derecho como víctimas a ser reparadas, porque la dimensión de lo que ocurrió allí no fue la misma de otros lugares que casi a diario salen en los noticieros.
Pero ellos también tienen su historia de guerra. Han pasado por la Batalla de Boyacá, la violencia liberal-conservadora, la llegada de grupos insurgentes, la guerra por las esmeraldas y el paramilitarismo. Víctor Carranza, el “zar de las esmeraldas”, y Puerto Boyacá fue la asociación directa que hizo el país con la violencia en Boyacá, pero hay muchas más víctimas y victimarios que se esconden en el silencio.
Le puede interesar: La alianza entre miembros del Ejército y paramilitares en Boyacá llega a la JEP
A finales de julio viajamos a la Provincia de Lengupá, una de las 15 subregiones en las que se divide este departamento, ubicada al suroriente. Es la zona que comunica el altiplano cundiboyacense con los llanos del Casanare. La conforman los municipios de Berbeo, Campo Hermoso, Miraflores, Páez, San Eduardo y Zetaquirá. Su paisaje montañoso, que forma parte de la cordillera Oriental, es de vegetación espesa y cuenta con una amplia variedad de climas, que van desde el frío del páramo de Bijagual hasta los 30° C.
Lengupá fue uno de los epicentros de la violencia en Boyacá. Apoyó la campaña libertadora y fue el lugar de nacimiento de varios miembros de las guerrillas liberales que operaron en los Llanos Orientales. Allí también nació el expresidente Santos Acosta y el fundador del Partido Liberal en Colombia, Ezequiel Rojas. Sin embargo, esa identidad liberal de su gente se convirtió en su lápida luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en 1948.
Desde los ochenta llegó el frente 38 de las Farc y el frente Libertador del Eln. La zona fue usada como corredor estratégico y para hacer un trabajo político, aunque no tuvo mayor desarrollo porque ambas guerrillas fueron frenadas a inicios de los noventa por el Ejército y paramilitares de las Autodefensas Campesinas del Casanare.
Hoy en Miraflores, su capital, viven Estela Pulido y Miriam Vargas, ambas rodean los 70 años y tienen una vida tranquila en sus fincas. Durante la última década se han dedicado a recoger las memorias de las dos grandes violencias que vivió la provincia: la bipartidista y la paramilitar.
Cuentan que tanta historia violenta dejó una comunidad fragmentada, que no quería hablar por miedo o porque sencillamente no tenían a quién contarle su dolor. Entonces ellas empiezan a invitar a la gente a tomarse un tinto para escuchar sus testimonios. Cada relato las lleva a otro distinto. Conocen a Miguel Ovalle, Nelson Mendoza y Guillermo Cruz, y conforman el Comité de Derechos Humanos a mediados de 2000.
Convocan a más personas a través de la emisora y hacen encuentros con apoyo de la Corporación Social para la Asesoría y Capacitación Comunitaria (Cospac) en otros municipios, como San Eduardo, para reconstruir su memoria del conflicto. Con la confianza ganada de la gente, en 2012 instalan en Miraflores la primera galería de la memoria con los retratos de algunas víctimas.
“Nunca nos han reconocido todo lo que nos ha pasado”, dice Estela. “Porque es que los muertos de acá son muchos y por eso estamos escribiendo libros para que los jóvenes conozcan, para que el país conozca cómo fue el conflicto en la región, que aquí hay fosas de gente que ni siquiera es de acá y que sus familias están buscando”.
Estela, quien trabajó como enfermera, se unió al sindicato de la salud y luego dirigió el ancianato de Miraflores, cuenta que nació en Bogotá a raíz del desplazamiento forzado de sus padres liberales, pero sus raíces son boyacenses. Su madre fue encarcelada en el pueblo por defender al Partido Liberal.
“Con decirle que la gente liberal no podía ni ir a misa. O ni decían que lo eran para no ser perseguidos. El que lo hacía era marcado y si se oponía lo botaban por la cuchilla de Buenavista o les hacían hacer la ‘carrera de la muerte’”, en referencia a la práctica de chulativas y Ejército de hacer correr a la gente por la montaña para dispararles por la espalda.
Miriam estudió derecho, trabajó en hoteles y recorrió el país. Ahora se dedica a la fotografía y a hacer aviturismo en Miraflores. “Me leí cuanto libro había de Lengupá y siempre me rondó esa pregunta de por qué el paramilitarismo se instaló acá, si estos son minifundios. Era una buena ruta para el narcotráfico, pero además llegaron aquí porque tenían que despejar los territorios para el paso de los tubos de petróleo y para que la gente no exigiera nada”.
El dominio paramilitar en Lengupá
El Oleoducto Central de los Llanos pasa por tres municipios de la provincia. Con la llegada de empresas petroleras también se reforzó la presencia militar. En Miraflores se instaló la estación de bombeo de crudo y el Batallón Energético y Vial José María Carbonell, al mando en la época de Víctor Hugo Matamoros, quien, según la gente, fue aliado de los “paras” y permitió tanta barbarie.
Héctor José Buitrago, conocido como Tripas y oriundo de Páez, fue el fundador de las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC), las cuales tomaron el control de la provincia desde finales de los ochenta.
Lea: Agente de la Sijín que tendría nexos con “paras” no será indemnizado por la muerte de su padre
Luego de su captura, en los noventa, su hijo Héctor Germán, más conocido como Martín Llanos, asumió el mando y comenzó una guerra con antiguos socios de su padre y con las Autodefensas Unidas de Colombia, que operaban en el Meta, como el bloque Centauros, lo que provocó el fin de este grupo armado. Ahora este hombre es uno de los victimarios que quiere contar su verdad ante la Comisión de la Verdad, creada luego del Acuerdo de Paz con las Farc. “Nosotras incluso queremos recoger las voces de los victimarios y le hemos pedido a la Comisión que nos deje estar en ese espacio, pero no lo hemos visto”, dice Estela.
Las víctimas de las ACC fueron líderes sociales, jóvenes que fueron reclutados, mujeres violentadas sexualmente e integrantes de la Unión Patriótica, la Alianza Democrática M-19 y los promotores de la Constituyente de 1991. Incluso se fueron contra funcionarios que cumplían su labor en la región. Nelson Arturo Ovalle, personero en Miraflores, recibió en agosto de 2001 cuatro impactos de bala mientras estaba en una cafetería. Había recibido amenazas por denunciar desplazamientos y reclutamientos por parte de los paramilitares, sin que alguna entidad le prestara atención a su caso. Sobrevivió al atentado, pero desde entonces vive en el exilio. Su padre, Carlos, fue asesinado en febrero de 2002 y posteriormente su madre y la familia de su hermano Miguel, también tuvieron que exiliarse para protegerse.
Uno de los casos emblemáticos de la violencia en la zona fue la persecución a la familia Martínez. En febrero de 1991, los “paras” torturaron y mataron a dos hermanos, Zenón y Manuel. El primero era dirigente de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc). Tiempo después mataron a otro hermano, Jesús Martínez; a Hernando, hijo de Zenón, y desaparecieron a María Concepción, familiar de ellos. Esto provocó el desplazamiento del resto de su familia.
Los Martínez vivían en la vereda La Libertad, en el municipio de San Eduardo, una de las zonas donde más se concentraron las masacres de los paramilitares. Queda a 112 kilómetros de Tunja. Su clima es cálido y es un poblado tranquilo, rodeado de vegetación alta y de vocación agraria. Fuimos a escuchar más testimonios de los sobrevivientes y encontramos relatos crudos de violencia sexual y desaparición forzada, con las denuncias de una nula atención del Estado en términos de justicia, reparación y atención psicosocial.
Nos atendió en su casa Gloria Jiménez, una mujer campesina que a sus 60 años se dedica al cultivo de café y a cuidar de sus animales en esta vereda. El 8 de mayo de 1990, los paramilitares le desaparecieron a sus tres hermanos, José, Jorge y Beyer. Dos de ellos eran menores de edad y sobre la denuncia de su desaparición nunca recibió respuesta.
Dos días después se llevaron a su esposo, José Agustín Mendoza. “Llegaron a esta casa cuatro tipos con armas, haciéndose pasar por guerrilleros y se lo llevaron. Uno se quedó en la casa buscando armas, pero no encontró nada. Cogí a mis cuatro hijos y salí por la carretera hasta el salón comunal y allá estaban esos hombres como si nada. No me dijeron nada de mi esposo, me amenazaron y me tocó irme de ahí. Luego escuché que posiblemente lo arrojaron por el Alto de Buenavista”.
Gloria recibió la reparación económica de la Unidad de Víctimas por la desaparición de su esposo, pero sus hijos no fueron incluidos ni recibieron atención psicosocial. Tampoco la han contactado para tomarles muestras genéticas ni le han dado alguna razón sobre el inicio de un proceso de búsqueda de su marido.
“Uno de los vejámenes más impactantes de la provincia es la desaparición. Aun así, en Lengupá no hay una sola persona que le hayan hecho la toma de muestra genética o algún requerimiento para hacer la búsqueda”, señala Tatiana Triana, abogada de la Corporación Social para la Asesoría y Capacitación Comunitaria (Cospac).
De acuerdo con las cifras de desaparición forzada del Centro Nacional de Memoria Histórica, en Boyacá hay 1.153 personas desaparecidas. En los seis municipios de la Provincia de Lengupá hay registradas 90, entre 1961 y 2013. Páez es el municipio con más registros: 30 desaparecidos.
Durante los últimos tres años, esta organización en Boyacá, el Cinep, el Colectivo Orlando Fals Borda y la Corporación Vida y Paz de Guaviare trabajaron en un proyecto de documentación de desaparición en ambos departamentos. En Boyacá, acompañaron a 55 familias con un ser querido desaparecido y documentaron 18 sitios irregulares donde habría personas desaparecidas. El lugar más estremecedor es el Alto de la Buenavista.
500 metros de horror
“El Alto de Buenavista es un sitio muy hermoso, pero con mucho dolor”, dice Estela mientras camina a una distancia prudente del precipicio de 500 metros de altura que da al río Lengupá. El sitio es un punto céntrico entre los seis municipios. Desde arriba se ve el río serpenteando en medio de dos cadenas de montañas y el viento empuja con fuerza. Allí fueron arrojadas al menos 600 personas entre 1989 y 2005, según la documentación que hizo Cospac y el Cinep con los pobladores.
“Don Carlos, que vive en una de las casas de abajo, me contaba que veía cómo caían los cadáveres. O que escuchaba los disparos y en la noche o en la madrugada se venía para acá a recoger los cuerpos para entregárselos a su familia o para enterrarlos”, relata Miriam.
”La primera vez que vinimos aquí con las familias de víctimas y otras personas de los seis municipios la energía fue terrible. Todos llorábamos, nos abrazábamos. Pero poco a poco y en cada peregrinación nos hemos venido fortaleciendo, tenemos la esperanza de que esto no se quede en el olvido”, agrega Estela.
Desde 2014 y por iniciativa del padre Javier Giraldo, del Cinep, los habitantes y familias hacen peregrinaciones al sitio cada 10 de diciembre. El primer año solo fueron cuatro personas, incluidas Estela, Miriam y el padre. El año pasado, a pesar de la pandemia, llegaron 100.
Las familias van con las fotografías de sus familiares y caminan hacia el sitio por la vía que conduce de Miraflores a Páez. Cada cual lleva su plato, cubiertos y pocillo para evitar el uso de desechables y voluntariamente ponen los ingredientes para hacer una olla comunitaria una vez llegan a ese pedazo de montaña.
Les gustaría convertir este espacio en un escenario de memoria colectiva, construir un aula con baños donde puedan sentarse a comer para protegerse del sol y del viento, y adecuar un camino más asequible para los familiares de avanzada edad o en condición de discapacidad.
Y para que estos hechos no queden solo en su memoria, el pasado jueves 5 de agosto, el Cinep y las organizaciones de Boyacá y Guaviare le entregaron a la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas un informe confidencial con 351 casos de desaparición y 50 sitios georreferenciados de 60 de los que se tiene información en algún grado de los dos departamentos. Los funcionarios de esta entidad que estuvieron presentes se comprometieron a presentarles en una próxima reunión la ruta de trabajo a partir de estos datos.
Vea: La verdad: condición para la paz en Boyacá
Uno de los reclamos de las víctimas es que el despliegue de esta entidad, que nació después del Acuerdo de Paz de 2016, no incluyó a Boyacá. En nuestro recorrido nos dimos cuenta de que los habitantes de Lengupá no han sido contactados o no tienen conocimiento de cuál es el equipo territorial más cercano para hacer las solicitudes de búsqueda.
La UBPD le respondió a este medio que sí está trabajando en este territorio a través del Plan Regional de Búsqueda del Sararé y que pronto comenzará su trabajo en Puerto Boyacá, Pajarito, Campo Hermoso, Labranzagrande, San Eduardo, Páez, Paya y Aquitania. Además, aseguró que han recibido 105 solicitudes de búsqueda de personas desaparecidas en Boyacá.
Pero sus reclamos van más allá: quieren que el país reconozca la Provincia de Lengupá y a Boyacá como víctimas del conflicto armado. En el caso de Estela y Miriam, ellas se alegran de que la memoria que han ayudado a construir esté liberando del dolor a las familias. “De hace diez años para acá sí hemos notado el cambio en el estado anímico y psicológico de la gente. Es totalmente distinto. Ha habido un alivio emocional para las personas, que por los menos saben que su familiar empieza a ser reconocido como víctima de este conflicto”, señala Miriam.
Todos esos testimonios que han recogido de los últimos 50 años, en tardes de café y peregrinaciones, quedaron consignados en su primer libro, Hilando voces, tejiendo memorias, a través del Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política del Cinep.
Como en otras regiones del país, en Boyacá también crece la vegetación sobre las fosas de personas desaparecidas y la vida anda al lado de cementerios con cuerpos sin nombres. La diferencia es que en este departamento poco se ha reconocido la desaparición forzada y el conflicto armado. Su gente cree que les han negado el derecho como víctimas a ser reparadas, porque la dimensión de lo que ocurrió allí no fue la misma de otros lugares que casi a diario salen en los noticieros.
Pero ellos también tienen su historia de guerra. Han pasado por la Batalla de Boyacá, la violencia liberal-conservadora, la llegada de grupos insurgentes, la guerra por las esmeraldas y el paramilitarismo. Víctor Carranza, el “zar de las esmeraldas”, y Puerto Boyacá fue la asociación directa que hizo el país con la violencia en Boyacá, pero hay muchas más víctimas y victimarios que se esconden en el silencio.
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A finales de julio viajamos a la Provincia de Lengupá, una de las 15 subregiones en las que se divide este departamento, ubicada al suroriente. Es la zona que comunica el altiplano cundiboyacense con los llanos del Casanare. La conforman los municipios de Berbeo, Campo Hermoso, Miraflores, Páez, San Eduardo y Zetaquirá. Su paisaje montañoso, que forma parte de la cordillera Oriental, es de vegetación espesa y cuenta con una amplia variedad de climas, que van desde el frío del páramo de Bijagual hasta los 30° C.
Lengupá fue uno de los epicentros de la violencia en Boyacá. Apoyó la campaña libertadora y fue el lugar de nacimiento de varios miembros de las guerrillas liberales que operaron en los Llanos Orientales. Allí también nació el expresidente Santos Acosta y el fundador del Partido Liberal en Colombia, Ezequiel Rojas. Sin embargo, esa identidad liberal de su gente se convirtió en su lápida luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en 1948.
Desde los ochenta llegó el frente 38 de las Farc y el frente Libertador del Eln. La zona fue usada como corredor estratégico y para hacer un trabajo político, aunque no tuvo mayor desarrollo porque ambas guerrillas fueron frenadas a inicios de los noventa por el Ejército y paramilitares de las Autodefensas Campesinas del Casanare.
Hoy en Miraflores, su capital, viven Estela Pulido y Miriam Vargas, ambas rodean los 70 años y tienen una vida tranquila en sus fincas. Durante la última década se han dedicado a recoger las memorias de las dos grandes violencias que vivió la provincia: la bipartidista y la paramilitar.
Cuentan que tanta historia violenta dejó una comunidad fragmentada, que no quería hablar por miedo o porque sencillamente no tenían a quién contarle su dolor. Entonces ellas empiezan a invitar a la gente a tomarse un tinto para escuchar sus testimonios. Cada relato las lleva a otro distinto. Conocen a Miguel Ovalle, Nelson Mendoza y Guillermo Cruz, y conforman el Comité de Derechos Humanos a mediados de 2000.
Convocan a más personas a través de la emisora y hacen encuentros con apoyo de la Corporación Social para la Asesoría y Capacitación Comunitaria (Cospac) en otros municipios, como San Eduardo, para reconstruir su memoria del conflicto. Con la confianza ganada de la gente, en 2012 instalan en Miraflores la primera galería de la memoria con los retratos de algunas víctimas.
“Nunca nos han reconocido todo lo que nos ha pasado”, dice Estela. “Porque es que los muertos de acá son muchos y por eso estamos escribiendo libros para que los jóvenes conozcan, para que el país conozca cómo fue el conflicto en la región, que aquí hay fosas de gente que ni siquiera es de acá y que sus familias están buscando”.
Estela, quien trabajó como enfermera, se unió al sindicato de la salud y luego dirigió el ancianato de Miraflores, cuenta que nació en Bogotá a raíz del desplazamiento forzado de sus padres liberales, pero sus raíces son boyacenses. Su madre fue encarcelada en el pueblo por defender al Partido Liberal.
“Con decirle que la gente liberal no podía ni ir a misa. O ni decían que lo eran para no ser perseguidos. El que lo hacía era marcado y si se oponía lo botaban por la cuchilla de Buenavista o les hacían hacer la ‘carrera de la muerte’”, en referencia a la práctica de chulativas y Ejército de hacer correr a la gente por la montaña para dispararles por la espalda.
Miriam estudió derecho, trabajó en hoteles y recorrió el país. Ahora se dedica a la fotografía y a hacer aviturismo en Miraflores. “Me leí cuanto libro había de Lengupá y siempre me rondó esa pregunta de por qué el paramilitarismo se instaló acá, si estos son minifundios. Era una buena ruta para el narcotráfico, pero además llegaron aquí porque tenían que despejar los territorios para el paso de los tubos de petróleo y para que la gente no exigiera nada”.
El dominio paramilitar en Lengupá
El Oleoducto Central de los Llanos pasa por tres municipios de la provincia. Con la llegada de empresas petroleras también se reforzó la presencia militar. En Miraflores se instaló la estación de bombeo de crudo y el Batallón Energético y Vial José María Carbonell, al mando en la época de Víctor Hugo Matamoros, quien, según la gente, fue aliado de los “paras” y permitió tanta barbarie.
Héctor José Buitrago, conocido como Tripas y oriundo de Páez, fue el fundador de las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC), las cuales tomaron el control de la provincia desde finales de los ochenta.
Lea: Agente de la Sijín que tendría nexos con “paras” no será indemnizado por la muerte de su padre
Luego de su captura, en los noventa, su hijo Héctor Germán, más conocido como Martín Llanos, asumió el mando y comenzó una guerra con antiguos socios de su padre y con las Autodefensas Unidas de Colombia, que operaban en el Meta, como el bloque Centauros, lo que provocó el fin de este grupo armado. Ahora este hombre es uno de los victimarios que quiere contar su verdad ante la Comisión de la Verdad, creada luego del Acuerdo de Paz con las Farc. “Nosotras incluso queremos recoger las voces de los victimarios y le hemos pedido a la Comisión que nos deje estar en ese espacio, pero no lo hemos visto”, dice Estela.
Las víctimas de las ACC fueron líderes sociales, jóvenes que fueron reclutados, mujeres violentadas sexualmente e integrantes de la Unión Patriótica, la Alianza Democrática M-19 y los promotores de la Constituyente de 1991. Incluso se fueron contra funcionarios que cumplían su labor en la región. Nelson Arturo Ovalle, personero en Miraflores, recibió en agosto de 2001 cuatro impactos de bala mientras estaba en una cafetería. Había recibido amenazas por denunciar desplazamientos y reclutamientos por parte de los paramilitares, sin que alguna entidad le prestara atención a su caso. Sobrevivió al atentado, pero desde entonces vive en el exilio. Su padre, Carlos, fue asesinado en febrero de 2002 y posteriormente su madre y la familia de su hermano Miguel, también tuvieron que exiliarse para protegerse.
Uno de los casos emblemáticos de la violencia en la zona fue la persecución a la familia Martínez. En febrero de 1991, los “paras” torturaron y mataron a dos hermanos, Zenón y Manuel. El primero era dirigente de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc). Tiempo después mataron a otro hermano, Jesús Martínez; a Hernando, hijo de Zenón, y desaparecieron a María Concepción, familiar de ellos. Esto provocó el desplazamiento del resto de su familia.
Los Martínez vivían en la vereda La Libertad, en el municipio de San Eduardo, una de las zonas donde más se concentraron las masacres de los paramilitares. Queda a 112 kilómetros de Tunja. Su clima es cálido y es un poblado tranquilo, rodeado de vegetación alta y de vocación agraria. Fuimos a escuchar más testimonios de los sobrevivientes y encontramos relatos crudos de violencia sexual y desaparición forzada, con las denuncias de una nula atención del Estado en términos de justicia, reparación y atención psicosocial.
Nos atendió en su casa Gloria Jiménez, una mujer campesina que a sus 60 años se dedica al cultivo de café y a cuidar de sus animales en esta vereda. El 8 de mayo de 1990, los paramilitares le desaparecieron a sus tres hermanos, José, Jorge y Beyer. Dos de ellos eran menores de edad y sobre la denuncia de su desaparición nunca recibió respuesta.
Dos días después se llevaron a su esposo, José Agustín Mendoza. “Llegaron a esta casa cuatro tipos con armas, haciéndose pasar por guerrilleros y se lo llevaron. Uno se quedó en la casa buscando armas, pero no encontró nada. Cogí a mis cuatro hijos y salí por la carretera hasta el salón comunal y allá estaban esos hombres como si nada. No me dijeron nada de mi esposo, me amenazaron y me tocó irme de ahí. Luego escuché que posiblemente lo arrojaron por el Alto de Buenavista”.
Gloria recibió la reparación económica de la Unidad de Víctimas por la desaparición de su esposo, pero sus hijos no fueron incluidos ni recibieron atención psicosocial. Tampoco la han contactado para tomarles muestras genéticas ni le han dado alguna razón sobre el inicio de un proceso de búsqueda de su marido.
“Uno de los vejámenes más impactantes de la provincia es la desaparición. Aun así, en Lengupá no hay una sola persona que le hayan hecho la toma de muestra genética o algún requerimiento para hacer la búsqueda”, señala Tatiana Triana, abogada de la Corporación Social para la Asesoría y Capacitación Comunitaria (Cospac).
De acuerdo con las cifras de desaparición forzada del Centro Nacional de Memoria Histórica, en Boyacá hay 1.153 personas desaparecidas. En los seis municipios de la Provincia de Lengupá hay registradas 90, entre 1961 y 2013. Páez es el municipio con más registros: 30 desaparecidos.
Durante los últimos tres años, esta organización en Boyacá, el Cinep, el Colectivo Orlando Fals Borda y la Corporación Vida y Paz de Guaviare trabajaron en un proyecto de documentación de desaparición en ambos departamentos. En Boyacá, acompañaron a 55 familias con un ser querido desaparecido y documentaron 18 sitios irregulares donde habría personas desaparecidas. El lugar más estremecedor es el Alto de la Buenavista.
500 metros de horror
“El Alto de Buenavista es un sitio muy hermoso, pero con mucho dolor”, dice Estela mientras camina a una distancia prudente del precipicio de 500 metros de altura que da al río Lengupá. El sitio es un punto céntrico entre los seis municipios. Desde arriba se ve el río serpenteando en medio de dos cadenas de montañas y el viento empuja con fuerza. Allí fueron arrojadas al menos 600 personas entre 1989 y 2005, según la documentación que hizo Cospac y el Cinep con los pobladores.
“Don Carlos, que vive en una de las casas de abajo, me contaba que veía cómo caían los cadáveres. O que escuchaba los disparos y en la noche o en la madrugada se venía para acá a recoger los cuerpos para entregárselos a su familia o para enterrarlos”, relata Miriam.
”La primera vez que vinimos aquí con las familias de víctimas y otras personas de los seis municipios la energía fue terrible. Todos llorábamos, nos abrazábamos. Pero poco a poco y en cada peregrinación nos hemos venido fortaleciendo, tenemos la esperanza de que esto no se quede en el olvido”, agrega Estela.
Desde 2014 y por iniciativa del padre Javier Giraldo, del Cinep, los habitantes y familias hacen peregrinaciones al sitio cada 10 de diciembre. El primer año solo fueron cuatro personas, incluidas Estela, Miriam y el padre. El año pasado, a pesar de la pandemia, llegaron 100.
Las familias van con las fotografías de sus familiares y caminan hacia el sitio por la vía que conduce de Miraflores a Páez. Cada cual lleva su plato, cubiertos y pocillo para evitar el uso de desechables y voluntariamente ponen los ingredientes para hacer una olla comunitaria una vez llegan a ese pedazo de montaña.
Les gustaría convertir este espacio en un escenario de memoria colectiva, construir un aula con baños donde puedan sentarse a comer para protegerse del sol y del viento, y adecuar un camino más asequible para los familiares de avanzada edad o en condición de discapacidad.
Y para que estos hechos no queden solo en su memoria, el pasado jueves 5 de agosto, el Cinep y las organizaciones de Boyacá y Guaviare le entregaron a la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas un informe confidencial con 351 casos de desaparición y 50 sitios georreferenciados de 60 de los que se tiene información en algún grado de los dos departamentos. Los funcionarios de esta entidad que estuvieron presentes se comprometieron a presentarles en una próxima reunión la ruta de trabajo a partir de estos datos.
Vea: La verdad: condición para la paz en Boyacá
Uno de los reclamos de las víctimas es que el despliegue de esta entidad, que nació después del Acuerdo de Paz de 2016, no incluyó a Boyacá. En nuestro recorrido nos dimos cuenta de que los habitantes de Lengupá no han sido contactados o no tienen conocimiento de cuál es el equipo territorial más cercano para hacer las solicitudes de búsqueda.
La UBPD le respondió a este medio que sí está trabajando en este territorio a través del Plan Regional de Búsqueda del Sararé y que pronto comenzará su trabajo en Puerto Boyacá, Pajarito, Campo Hermoso, Labranzagrande, San Eduardo, Páez, Paya y Aquitania. Además, aseguró que han recibido 105 solicitudes de búsqueda de personas desaparecidas en Boyacá.
Pero sus reclamos van más allá: quieren que el país reconozca la Provincia de Lengupá y a Boyacá como víctimas del conflicto armado. En el caso de Estela y Miriam, ellas se alegran de que la memoria que han ayudado a construir esté liberando del dolor a las familias. “De hace diez años para acá sí hemos notado el cambio en el estado anímico y psicológico de la gente. Es totalmente distinto. Ha habido un alivio emocional para las personas, que por los menos saben que su familiar empieza a ser reconocido como víctima de este conflicto”, señala Miriam.
Todos esos testimonios que han recogido de los últimos 50 años, en tardes de café y peregrinaciones, quedaron consignados en su primer libro, Hilando voces, tejiendo memorias, a través del Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política del Cinep.