Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Han pasado 15 años desde que Yurleidys Tapia perdió a su padre, José Manuel Tapia, en una espantosa masacre. Hace unas semanas la joven de 21 años, piel clara y ojos expresivos, se percató de que el rostro de José Manuel comenzaba a borrarse de su memoria. Preocupada, visitó a una de sus tías y consiguió la única foto que tiene de él, en la que se ve a un hombre joven que mira fijamente a la cámara. (Puede ver: "Las familias que recuerdan a las víctimas de la masacre de Los Guáimaros")
Yurleidys me habla emocionada, pero sin alterarse. Estamos sentadas en el quiosco de un colegio en San Juan Nepomuceno, Bolívar. Hasta aquí han llegado unas 20 personas que tienen una causa común. Están reunidos para planear la conmemoración de uno de los hechos más violentos y menos documentados de los ocurridos durante el conflicto armado en Montes de María: la masacre de Los Guáimaros, ocurrida los días 30 y 31 de agosto de 2002. Quieren preservar la memoria de esos familiares que ya no están, reivindicar quiénes eran y seguir exigiendo verdad y justicia.
Mientras me cuenta su historia, Yurleidys encoge el rostro, sus ojos brillan, sonríe tímidamente y se acaricia el brazo derecho en el que puede verse un tatuaje reciente: un símbolo de infinito en el que se unen los nombres de José Manuel y Elizabeth, su madre. “Quería tener su nombre en mi piel porque aunque no esté a mi lado, siempre está conmigo”, dice mientras pasa sus dedos con suavidad sobre su recuerdo personal.
El tatuaje de Yurleidys Tapia.
Quiere tener presente a Manuel no sólo por lo que le cuentan, sino por lo que ella recuerda, como la última vez que lo vio, poco antes de su muerte. Esa vez fueron a visitarlo a El Tapón, la finca donde trabajaba. “Tenía cinco años, mi hermano tres y el más chiquito casi dos. Mi madre nos dio un pedacito de panela y una totuma pequeña a cada uno. Caminamos en fila hasta donde papá ordeñaba y cuando nos tenía cerca estiró la teta de la vaca hacia nosotros y nos roció, la leche estaba caliente, nunca olvidaré nuestras risas”.
Registros de dolor en Montes de María
Los datos más conservadores muestran que entre 1999 y 2002 la región de Montes de María, conformada por 15 municipios de Sucre y Bolívar, padeció 18 masacres. Sin embargo, cuando buscamos referencias de lo que pasó en las fincas El Tapón y Los Guáimaros, encontramos poca información. Los periódicos de la época dan cuenta del asesinato de 15 campesinos, algunos muertos a martillazos, otros degollados con machete, con el cuero cabelludo quemado y otros signos de tortura; unos más recibieron tiros de gracia en la nuca.
Cuentan que el rescate de los cuerpos sólo pudo darse cuatro días después y que los cadáveres en descomposición fueron enterrados de inmediato. Que la alcaldesa municipal, Beatriz Valencia, le exigió a la Infantería de Marina el rescate y que sólo una orden del entonces presidente Álvaro Uribe hizo que un helicóptero militar entrara en la zona.
Primeras imágenes delas víctimas.
Las primeras versiones apuntaron a responsabilizar al frente 37 de las Farc. Sin embargo, esta versión se ha ido diluyendo en el tiempo mientras tomó fuerza la hipótesis que señala a grupos paramilitares, aliados con otros actores ilegales cuyos nombres permanecen en el anonimato.
Lo cierto es que 15 años después la masacre sigue impune. Después de muchas vueltas de oficina en oficina, los familiares han logrado conocer que por lo menos en tres despachos de fiscales en Barranquilla tendrían indagaciones sobre los hechos: la Fiscalía 33 de Derechos Humanos, donde se sindican a las Farc; la Fiscalía 11 de la Unidad de Justicia y Paz, que documenta los hechos atribuibles al bloque paramilitar Héroes de los Montes de María, que al parecer negó su responsabilidad, y la Fiscalía 74 de la Unidad de Justicia y Paz, que asumió recientemente la investigación por la masacre.
El Tapón: las primeras tres víctimas
“El corazón de madre le avisa a uno. Ese día yo no quería hacer nada, ni arreglar la casa, ni cocinar, ni lavar una ropa pendiente”. Yaneth Meléndez, quien narra, tiene el pelo corto y la mirada triste. Nos recibe en la terraza de una casa que compró con el dinero que Acción Social le dio después de la muerte de su hijo Danilson Cantillo Meléndez. Vive del trabajo doméstico que realiza en casas de familia.
Cuando ocurrieron los hechos, Danilson tenía 24 años y sostenía a su madre y a sus dos hijos, de uno y tres años de edad. A falta de oficio estable, hacía turnos de descanso a los trabajadores de la finca El Tapón, a 20 kilómetros del casco urbano de San Juan Nepomuceno. Allí estaba a las 5:00 p.m. del viernes 30 de agosto con su tío Heberto Meléndez y con Manuel Tapia -el papá de Yurleidys-, cuando los hombres armados ingresaron.
Yaneth Meléndez, familiar de dos de las víctimas.
La única versión de lo que pasó después la tiene una cuarta persona, un adolescente de 17 años que alcanzó a ver a los hombres armados y puso en alerta a sus tres compañeros. Mientras que éstos contestaron “el que nada debe, nada teme”, el joven se escondió en el monte hasta el amanecer. Cuando regresó a la finca encontró los cadáveres. Caminó largas horas “reventando monte” hasta llegar al pueblo y avisar lo que había ocurrido. Más tarde se sabría que la estela de asesinatos incluía a cinco campesinos más de una finca cercana. (Lea: "Campesinos de ciénagas, sabanas y riveras")
Yaneth nos presenta a su nieto, que pronto cumplirá 18 años. Nos muestra la fotocopia arrugada del periódico que registró las muertes, donde se ven tres cuerpos estirados y amarrados sobre el pasto. Mientras la mira, dice: “Mi madre María de Jesús no aguantó la tristeza, más nunca tuvo vida, sólo iba de la cama a la silla, se fue a los cuatro años, llorando todos los días”. Cuando nos despedíamos, corrió hacia dentro y volvió con una foto: ahí está Danilson en vestido de saco y corbata protegido por el marco y el vidrio.
Los Guáimaros, el recorrido y los azares de la muerte
Francisco Contreras Lang, Eugenio MercadoGarcía, Manuel Yepes Muñoz, Sergio Herrera Barrios y Joaquín Ortega trabajaban en la finca Los Guáimaros y solían regresar a sus casas los sábados. Por eso, cuando sus familiares conocieron la noticia de El Tapón, se preocuparon. El primero en alarmarse fue José Luis Contreras Ardila, papá de Francisco Contreras. Las noticias no eran alentadoras, la Fuerza Pública tenía versiones de que se trataba de un secuestro de las Farc y de muertes con signos de tortura. Don José Luis no demoró en decidir que él iría por su hijo.
José Luis y Francisco Javier Contreras Lang posan con una foto de su padre, José Luis Contreras Ardila.
En un pueblo como San Juan Nepomuceno los vecinos son como hermanos, los compadres son entrañables y tienen entre sí un deber de fidelidad y solidaridad. Gracias a eso José Luis consiguió prestado un campero con el que podían atravesar los caminos destrozados por el invierno y el olvido estatal. Mientras eso ocurría, su compadre Manuel Luna Barrios se enteraba del rumor, se encajaba rápidamente la camisa, salía a ponerse a la orden de su compadre y, contra los ruegos de su mujer, se subió al carro junto a cinco vecinos más. Mientras tanto, otro campero se preparaba para salir con otras ocho personas.
El segundo vehículo, un campero Willis, que en esos caminos es el transporte seguro, se varó antes de llegar a su destino y a sus ocupantes les tocó regresarse a esperar las noticias. A ellos, como al resto de los habitantes de San Juan, los esperaban cuatro días de incertidumbre. (Puede leer: "El poder de la Anuc en el Cesar")
“Lo que más recuerdo es el silencio y luego el ruido de los helicópteros, que llegaron con una hedentina que inundó el pueblo entero. Se nos pegó en el cuerpo y duró semanas en salir. Aún tengo ese olor vivito”, me dice Juan Vásquez. Ningún familiar suyo murió en estos hechos, pero asegura que ningún sanjuanero cuerdo puede olvidar esos días.
El primer campero, donde iban José Luis Contreras Ardila, su compadre Manuel Luna Barrios, Andrés Romero Quintana, Rafael Barrios Serrano, Roberto Blanco Rodríguez, Rafael Santana Manjarrez y Rider Ramírez Cantillo, nunca regresó. Una vieja foto muestra el vehículo casi consumido por las cenizas en medio de un solar en Los Guáimaros, y otras fotos dan cuenta de los cuerpos y de la sevicia con que fueron atacados.
¿Qué pasó?
Antes de dejar San Juan hacemos dos visitas más. Nos recibe doña Amira Serrano Muñoz, una anciana bajita a la que se le escapan las lágrimas cuando intenta hablar. Se levanta y se vuelve a sentar en un desasosiego que contagia. Vive en una casa esquinera de cinc y a unos pasos de allí habita el resto de su familia. Con ella está su hermano Luis Alfonso Yepes y su hijo José Joaquín Barrios, quien se lamenta: “Los Yepes pusimos tres muertos. Manuel Yepes, que trabajaba en Los Guáimaros, y su tío Rafael Benito, que con Rider, el esposo de una sobrina, fueron a buscar su cadáver. Eso fue muy duro, aún no nos reponemos, mire a mi mamá”.
El patio de los Contreras es un jardín fresco y exuberante sembrado de helechos y begonias. Al final de nuestra charla, doña Ely de Contreras pide permiso y regresa con una camisa guayabera en la mano, me muestra los cuatro bolsillos manoseados por el tiempo: “Aquí guardo la plata y cuando la saco digo: gracias José por estar aquí conmigo”. Luego trae las gafas de leer y un bolsito de cuero que en la costa llaman maniquera. Saca las fotos enmarcadas, me muestra a su hijo Francisco y destapa un pequeño frasco transparente donde reposa un mechón de pelo rubio. Conmueve la fuerza y delicadeza de sus manos.
La Guayabera de José Luis Contreras Ardila, una de las víctimas.
Tres vidas donde los Yepes, dos vidas donde los Contreras, 15 vidas en total y ningún responsable. Las preguntas siguen ahí: ¿Qué pasó? ¿Por qué la Fuerza Pública no acompañó a los civiles que fueron a buscar los cuerpos? ¿Por qué las autoridades no respondieron rápido y fue la presión de la gente la que obligó al rescate de los cadáveres cuatro días después? ¿Por qué las características de las muertes son tan diferentes (tortura, degollamiento, ejecución)? ¿Por qué la justicia no ha determinado responsabilidades?
Para familiares, vecinos y amigos de las víctimas, el cierre del conflicto armado que alienta el Acuerdo Final del Gobierno con las Farc y su compromiso de someterse a la justicia, tiene que dar respuesta a casos como este. Eso sostienen Yamitd Luna y José Luis Contreras Lang, dos de los familiares de las víctimas que han liderado las gestiones ante las autoridades del Estado para reclamar verdad y justicia.
Las profundas huellas de los hechos, no sólo para el círculo cercano de los fallecidos, sino para toda la población, harán que este 30 y 31 de agosto, como lo hicieron por primera vez hace un año, despojados del miedo, marchen y exijan responsabilidades y que los guáimaros se sacudan del olvido. Si queremos que sanen las heridas, y se reconstruya este país y esta región, así tiene que ser.
* Investigadora de Dejusticia