Los horrores de la guerra que vivieron barrios aledaños al aeropuerto de Cúcuta

Camilo Daza, Buenos Aires y La Ermita, conocidos en conjunto como la zona de La Malla, vivieron las peores consecuencias de la guerra entre los paramilitares y guerrillas: arrasaron con las juntas de acción comunal, asesinaron a decenas de personas y reclutaron jóvenes, entre otros delitos. Hoy las lideresas somos quienes buscamos la paz.

Digna Rosa Ortega*
20 de diciembre de 2021 - 05:00 p. m.
La Malla colinda con el aeropuerto Camilo Daza.
La Malla colinda con el aeropuerto Camilo Daza.
Foto: JOSE VARGAS ESGUERRA; El... - JOSE VARGAS ESGUERRA
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A la zona de La Malla, en Cúcuta (Norte de Santander), llegaron primero los grupos armados que la luz. Lo sé, porque llegué cuando era una niña, en 1980. Aquí no había nada, puro monte y algunas casas de invasión, pero de palos. Nada de agua, luz y mucho menos personería jurídica en cada barrio. Eso es importante aclararlo: La Malla la componen los barrios La Ermita, Camilo Daza y Buenos Aires, que son conocidos porque a finales de los años 90 y principios del 2000 vivimos una guerra dura. Y porque en 2015, gracias al trabajo de las mujeres, nos declararon sujeto de reparación colectiva.

¿Por qué nos llaman La Malla? Porque somos vecinos del aeropuerto Camilo Daza. Hace 32 años, para su operación, se instaló una malla que nos une a todos. Anteriormente, hasta la avenida séptima venían unos palitos de cemento con unos alambres, entonces uno se pasaba por ahí campante. Cuando los barrios empezaron a crecer, el aeropuerto decidió poner unos linderos, porque si no, la gente terminaría en la turbina de un avión. Ahora se ha convertido en un corredor. Aquí el plan es ver despegar y aterrizar los aviones, hacer deporte alrededor y nos gustaría tener algún día, cuando esto se convierta en malecón, representaciones artísticas.

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Pero no les quiero contar la historia tan rápido. Volvamos a aquella época en la que mi familia llegó a La Ermita. Mi hermana, Cidia María Ortega, se acuerda mejor de la historia: “No teníamos colegio. Era un salón para tres cursos. Tampoco vías. Nos tocaba caminar 35 cuadras para medio salir a la ciudad y, claro, devolvernos con lo que traíamos: mercado, médicos, ayudas, aunque fuese oscuro y peligroso. Por eso el día que llegó la luz casi nos morimos de alegría. Estábamos comiendo mortadela, arroz y plátano cocido. Vimos que estaban poniendo los postes, pero pensábamos que se iba a demorar. Cuando de repente se prendió, se nos olvidó la comida. Corríamos y gritábamos. Imagínese: acostumbrados en la casa a las famosas lámparas Coleman o las velas, eso fue impresionante”.

Denis Carrascal, habitante de Buenos Aires, vino por la misma época: “A mi papá le dio por comprar una casita en los ochenta. Solo había una pieza, estábamos siempre amontonados, mal económicamente. Solo había baño de pozo séptico. No había luz, tampoco paraderos. Pero ahí fuimos construyendo. Lavábamos la ropa lejos. Nos llevábamos potes de ropa a los ríos San Luis, Zulia, San Rafael. A veces mi mamá extendía la ropa y nos la robaban por el lado”.

Pero más allá de las dificultades económicas, siempre tuvimos otro problema: la violencia. Nos fuimos de Ocaña, un municipio del Catatumbo, otra región muy golpeada por la guerra, tratando de huir y llegamos a Cúcuta pensando que encontraríamos refugio tranquilo, pero no. Desde 1985, estaban las Farc, aunque eso no lo reconoce el Estado y por eso muchas víctimas ni siquiera han podido recibir atención, pero ya hablaremos de eso. Estuvieron aquí el Frente 33, el Frente 45 y la columna móvil Arturo Ruiz. También llegó el Eln con el Frente de Guerra Nororiental. Cuando éramos jóvenes, nos obligaban a ir a las marchas y los paros. A muchos los reclutaron. Ahora me río, porque en ese momento hasta salí en una página de la cartilla de las Farc como guerrillera, pero yo no pertenecía a esos grupos.

Después nos dimos cuenta de que con las marchas el Estado llegaba y se conseguía mejorar nuestra calidad de vida. Mucha gente dice que quien protesta es un revolucionario o quiere acabar con las cosas y eso no es así. No toman conciencia que con presión se consiguen las peticiones y se expresan los inconformismos; aquí teníamos muchos, porque no había nada.

Pero las guerrillas nos hicieron mucho daño. En 1992, asesinaron al presidente Avelino Robles, quien le sacó la personería jurídica a La Ermita, y también al papá de mi hijo. Y en 1995, los elenos mataron a mi papá, un líder que me dio ejemplo desde pequeña. Cuando el Eln estuvo aquí, violaron a muchas mujeres, mataron y desplazaron a varias familias. Y como aquí se la pasaban, nos estigmatizaban de barrios de guerrilleros.

Desde 1998 hasta el 2005, llegaron a los barrios los paramilitares y eso fue peor. Primero se llamaron La Frontera y luego Bloque Catatumbo. Uno de los primeros asesinados fue el esposo de la compañera y vecina Cleotilde Guillén. “Mi esposo se llamaba Sixto Tulio Martínez. Él era el presidente de la junta de acción comunal de La Ermita. Hasta hoy no han reconocido el hecho, porque según la Unidad para las Víctimas todavía no habían llegado las Autodefensas, pero eso no es verdad. Cuando mi esposo murió, me tocó sacar adelante sola a mis hijos de 14 y 12 años y 10 meses. En 2002, me tuve que ir del barrio por amenazas”, relata.

Cleotilde recuerda: “Vivíamos con mucho miedo, porque los paramilitares sabían todo, estaban en todos lados. Y no los veía usted con camuflados. En Cúcuta parecían ejecutivos, bien presentados”. Además, aparecían en los momentos más inesperados. Belsaid Torres, quien ha vivido desde joven en el barrio Camilo Daza, cuenta que aprovechaban los espacios públicos para sembrar terror: “Una vez pasó que unos muchachos estaban jugando fútbol y ellos llegaron, los pusieron en círculo y en la mitad mataron a la persona que buscaban. Todos sufrimos de nervios, porque además vivíamos muy cerca de la trocha donde dejaban a mucho personal”. Desde entonces todo se restringió: los campeonatos, los bazares, las fiestas decembrinas...

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Hay una historia que nos duele mucho como comunidad: Dioselina Núñez Vargas, cabeza de hogar de la familia Castro Núñez, murió de pena moral después de que le mataron a tres hijos, en La Ermita. El 19 de julio de 2002, una vecina que estaba enamorada de uno de ellos lo mal informó con los paramilitares, diciéndoles que eran guerrilleros. Era la 1:00 p.m., llegaron a un billar en dos camiones de la empresa Aseo Proactiva Oriente S.A., sacaron las armas y empezó la masacre. Mataron a Aníbal, Chucho y Ángel. Acabaron con una familia completa, porque las mamás somos las que ponemos los hijos para la guerra. No llegó nadie nunca a brindarle ayuda, al menos, psicosocial, porque en ese momento no estábamos organizados como ahora. La señora se deprimió, se enfermó y murió. Lo más triste es que a la mujer que dio la información también la mataron al mes. Recuerdo que se estaba comiendo una pasta de almuerzo y quedó con el platico en las manos.

En esa época no se podía salir a la calle. A muchos muchachos se los querían llevar, así que las familias preferían quedarse encerradas. Y los que salían terminaban muertos. Solo llegaban los mensajes de los grupos diciendo dónde debían recoger los cuerpos. En la noche no se sentía un alma. El control de los paramilitares en los barrios era absoluto, tanto así que no había Junta de Acción Comunal. En 2001, insistí para que la rearmáramos y algunos decidieron apoyarme. Pero eso nos costó mucho dolor. A las mujeres, que somos quienes más impulsamos las acciones de la comunidad, no se nos olvida el asesinato de Rubiela Poveda, la secretaria de la Junta de Acción Comunal de Camilo Daza, en 2002. “Eso fue impresionante, porque la llamaron en la noche, cuando estaba en su casa, y cuando le iban a disparar, su hijo, Raúl Ronderos, se metió en la mitad y cayeron los dos”, agrega Belsaid.

Nadie quería involucrarse con los liderazgos porque arrasaron con la junta. A Luis Ramón Sánchez y Candelario Sánchez, para entonces vicepresidente y tesorero, respectivamente, también los asesinaron en esa época. Candelario, por su liderazgo, ya había perdido a sus dos hijos, Yoise y Yoimer Sánchez, en 1999. Aún no sé cómo me salvé, porque era la fiscal y todo el grupo estaba amenazado.

Y el último homicidio que impactó a la comunidad fue en 2003: Carlos Eduardo Caicedo, un concejal con el que trabajé. A todos nos decían colaboradores de la guerrilla. Nos tildaron de zona roja y no se permitía ni el acceso de la Policía cuando quedaban los cuerpos tendidos. Le tocaba venir a la funeraria a levantar los cadáveres.

En 2002, de acuerdo con el Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos, la tasa de homicidios en Cúcuta llegó a su punto más alto con 152 homicidios por cada 100.000 habitantes. Solo el primer semestre de ese año se presentaron 453 homicidios, con un incremento del 87 % con respecto al mismo lapso del año anterior.

Y para rematar, también en 2002 la IPS, el único puesto de salud cerca para los barrios que vivimos todos los días homicidios, fue cerrada. ¿Por qué? por mala infraestructura y no había nadie que le metiera el pecho, porque amenazaban. Gracias a la gestión que hice como fiscal de la junta, en 2004, fue nuevamente reabierta.

En una declaración de Justicia y Paz, Jorge Iván Laverde, conocido en Norte de Santander como el Iguano, reconoció que el sector de La Malla “era un lugar estratégico para controlar los barrios circunvecinos, eran los mecanismos que utilizábamos para sacarles información a las víctimas, y la mayor parte de esas personas eran asesinadas”.

¿Por qué nos quedamos en La Malla? Mi mamá dice algo cierto: ¡aquí enterramos la mierda cuando había pozos sépticos y ya hay una conexión que no nos deja ir! Ella sale con ese cuento, pero hay que creerle porque vivió los asesinatos de mi papá y de mi hermano, y aun así no se fue. Ha sido difícil, pero una saca fuerza desde el amor y también tengo muchas historias buenas que me impulsan a seguir.

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Reconocidos por el Estado

Los paramilitares se fueron en 2006, cuando entregaron las armas y comenzaron a rendir cuentas ante el tribunal de Justicia y Paz, creado para ellos. Allí, por los hechos que les contamos, fueron juzgados Salvatore Mancuso, José Bernardo Lozada Artuz (Mauro), Jorge Iván Laverde Zapata, Isaías Montes Hernández (Júnior), Juan Ramón de las Aguas Ospino (Chaca) y Lenín Giovanni Bermúdez (Álex).

En esa época decidí lanzarme como presidenta de la Junta de Acción Comunal. Desde ese momento hasta hoy he ejercido el cargo. Con las mujeres, hemos reconstruido lo que quedó de los barrios. Tampoco fue fácil, porque quedaron los grupos herederos del paramilitarismo. En 2007, de hecho, la Defensoría del Pueblo alertó el aumento de cifras de homicidio y hostigamiento de estos grupos de delincuencia organizada. Hasta ese momento nos la pasábamos en “toque de queda” y amenazas de limpieza social de las Águilas Negras y Los Rastrojos, principalmente, en Camilo Daza. Y bueno, las Farc también seguían allí.

En medio de esas adversidades, iniciamos la campaña que se llamó “El ladrillo para mi escuela”, que consistió en que las madres y los padres de familia iniciaron la construcción del colegio de La Ermita, hoy conocido como Colegio Cristo Obrero. Los padres scalabrinianos llegaron y nos trajeron la educación y muchos proyectos de vida para las personas. Después llegó el padre Roberto Maestrelli y construyó nuestra parroquia Jesús Cautivo.

Hemos ido avanzando poco a poco. Hoy La Ermita, Camilo Daza y Buenos Aires son territorios de paz. Tenemos un colegio, coliseo, IPS, parque y parroquia. ¿Por qué insistimos en que las mujeres hemos sido las que luchamos? Porque hemos querido otras opciones para nuestros hijos e hijas. Nos hemos organizado para reclamar y también proponer salidas. Con nuestras manos construimos estos barrios.

En 2013, gracias a la motivación del compañero Santiago Medina, creador de la Asociación de Juntas de Acción Comunal de la comuna 7, empezamos a prepararnos para ser un sujeto de reparación colectiva, debido al daño tan grande que nos hicieron la guerra y la ruptura de nuestro tejido social. Iniciamos pocas personas a hacer encuentros y planear la solicitud. Luego la radicamos en Bogotá en la Unidad de Víctimas y el 28 de octubre de 2015 fuimos reconocidos.

“Las mujeres han sido un pilar importante. Antes de Digna, las mujeres impulsaban las juntas de acción comunal. Convocaban a la gente, pedían las ayudas. Por eso, la gran mayoría de líderes son mujeres. Y son berracas, pujantes, con ganas de salir adelante. Nos ponemos más los pantalones que los hombres. Y no es por demeritar su trabajo, pero si miramos la constancia, nosotras nos los llevamos por los cachos”, explica María Ortega.

El proceso hemos tenido que empujarlo con fuerza. Hay mucha gente que no le gusta a hablar. Pero si usted hace talleres, se va soltando la sensibilidad. Les hemos tratado de explicar, sobre todo a los hombres, que aquello que hemos vivido también ha pasado en otros lugares donde han asesinado, desaparecido y violado a sus familiares. “Todas nos conocemos las historias y nos apoyamos para narrarla, porque la gente debe conocer lo que nos sucedió. Muchas nos hemos visto toda la vida. ¿Qué nos ha unido aparte de criarnos? Pues la Junta de Acción Comunal y las luchas”, expresa Denis Carrascal.

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Creo que cuando eso sucede, las víctimas descansan. Ya llevamos la línea del tiempo para recordar todos los hechos. De nuestra parte han contado con la participación y voluntad, pero falta constancia del Estado. Hay pocos funcionarios, muchos de ellos se van y dejan los procesos a medias. Y el que llega quiere reiniciar todo.

Además, llegó la pandemia y no pudimos hacer mucho. El país se paralizó. Pero ya retomamos. Nuestro objetivo es que todas las personas que quieran se involucren. Tenemos un comité de impulso y de tejedores. Cada barrio se encarga de llevar a diez personas para que conozcan de qué se trata el sujeto de reparación. A través de WhatsApp también comentamos cómo avanzamos.

¿Qué esperamos del sujeto? Volver a reconstruir el tejido social que se perdió e implementar proyectos afectados por el conflicto, como programas del Estado para mejorar la educación y el entretenimiento de jóvenes y niños, y que no los abandonen, como ocurrió con nuestras generaciones. Queremos que ellos practiquen deportes, estudien en la universidad o centros de tecnólogos y coman tres veces al día. Contamos con un lote de la Junta de Acción Comunal que se puede utilizar para obras de infraestructura. Así como invirtieron $2.000 millones en el cerro de Nazareno, pues que lo hagan en nuestras comunidades.

Muchas de nosotras somos bachilleres recientemente. Yo en 2013 me gradué, a pesar de que hice la primaria en 1987. Pasaron muchos años, pero era necesario porque en los trabajos es lo primero que piden. Así fue conmigo y ahora soy auxiliar de servicios generales. En Cúcuta, por eso y otras razones, tiene la tasa de informalidad más alta del país: 72,4%.

Para Maritza Ribera, secretaria actual de la junta de La Ermita, “la reparación colectiva puede mejorar nuestra comunidad no solo con adecuaciones, sino también reconstruyendo nuestra memoria, nuestros dolores. Nos ha tocado derramar muchas lágrimas en este barrio, pero esperamos que esto traiga proyectos para que recordemos de otra manera las experiencias amargas”.

Y es que, como dice Yolima Rojas, residente del barrio Buenos Aires, las historias no se pueden olvidar: “Debemos seguir recordando a quienes mataron, porque tuvieron incidencia en el desarrollo del barrio. Trabajaron por la comunidad y fueron asesinadas injustamente. Gracias a ellas hoy tenemos todo”.

Ser lideresa es un trabajo complejo. A nosotras nos toca trabajar en otros oficios para sostenernos y además sacar de nuestros bolsillos para pagar desde los proyectos hasta la botella de agua. Todos los días me levanto a las 4:00 a.m. para trabajar. A las 10:00 a.m. llego a mi casa, porque solo es medio tiempo y debo encargarme de mis hijos y su almuerzo, porque soy madre cabeza de hogar. Y en la tarde me dedico al liderazgo. Aunque eso no es tan cierto, mi casa está abierta a la gente las 24 horas del día. Los guío en las jornadas de vacunación, les ayudo a vender productos, organizo los encuentros de padres del colegio, armo rifas para recoger mercados para los más pobres... Pero no me canso porque quiero ver La Malla, que me vio crecer, como un territorio digno. Ya es momento de que las 13.028 personas que vivimos aquí dejemos de ser invisibles para el Estado y el país.

*Reportaje escrito con el apoyo de Laura Dulce Romero, periodista de Colombia+20.

**Este artículo hace parte de varios productos periodísticos construidos con lideresas sociales de Norte de Santander y Cauca, en el marco del proyecto de International Media Support (IMS) “Implementando la Resolución 1325 a través de los medios”, en asocio con la Alianza Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz y el apoyo de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo.

Por Digna Rosa Ortega*

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