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En la casa de Carlos Guiral no hay piso; de tanto caminar, la tierra es un planchón polvoriento. Tampoco hay sala, y el comedor son dos sillas de plástico. Su cama es doble y el colchón solo ocupa la mitad. Ahí se acomodan él y su esposa, Ofelia. Las paredes son de barro y bahareque. Y la plata, como en millones de casas en Colombia, hay que estirarla hasta final de mes. A sus 66 años, se ufana de tener solo dos tesoros: la vista al río Chiriaimo, a menos de dos pasos de su casa, y las fotos que tomó durante 37 años en San José de Oriente.
No sabe cuántas fotos hay en total. En una esquina del salón, donde recibe a las visitas, guarda decenas de negativos en 16 loncheras desgastadas, que en algún momento fueron fosforescentes. “Empecé a guardarlas desde 1984. Aprendí solo a tomar fotos. Nadie me orientó. Lo mismo ocurrió con la organización de los negativos. Foto por foto las clasifiqué por fecha, familia y lugar”.
Carlos, oriundo del Cauca, fue el fotógrafo de este corregimiento del municipio de La Paz (Cesar) justo cuando la violencia no cesaba. A San José de Oriente, conocido en el departamento por ser una de las despensas agrícolas, principalmente de cebolla, lo marcaron como “zona roja” por la cantidad de guerrillas que se asentaron allí en la década de los 90.
“Pero yo no tomé foto de eso. Me encargué de retratar al pueblo, la gente, las fincas, los grados, partidos de fútbol, cumpleaños, quinceañeras. Hoy usted ve eso y se da cuenta de cómo fueron cambiando la moda, las familias y las celebraciones”, cuenta orgulloso. Justo por eso, porque todo el pueblo tiene una foto hecha por Carlos, llegó a su vida Marcos Guevara, joven exguerrillero que vio en su archivo potencial para hacer memoria de un pueblo que las Farc afectaron durante décadas.
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Carlos llegó al Cesar porque desde joven quiso conocer “la costa”. Viene de una familia pobre del Cauca, que quiso dejar atrás para dedicarse a trabajar en el campo en una región desconocida, pero apetecida por el resto del país. Además del clima, era conocido porque el contrabando era un buen negocio y la agricultura se pagaba bien.
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Luego la curiosidad mejoró sus planes: “Primero llegué a Pueblo Bello. Llegué en 1982. Me dedicaba al campo y solo dos años después me fui por la fotografía. A ese oficio acudí por afición. Cogí una camarita de un amigo y empecé a darme cuenta de que me gustaba. Al principio tomaba fotos para la familia, pero luego la gente me pedía que les sacara el retrato. Algún día alguien me aconsejó que me dedicara a eso. Les gustaba cómo los ordenaba y la nitidez”.
Sus manos untadas de tierra y llenas de callos se convirtieron en el ejemplo vivo de lo impoluto. Un compañero de trabajo le vendió su primera “camarita de tiempo”. No era profesional, claro, pero servía y era instantánea. “Ahora está de moda tenerlas”, dice, pero en aquel tiempo no era un buen negocio. “El cliente tenía que pagarla enseguida y cuando no tenían plata sí era un lío”. Y con ella llegó a San José de Oriente, casado con una indígena arhuaca de la que se enamoró a primera vista.
El negocio iba bien, pero podía mejorar. Así que a comienzos de la década de los 90 decidió irse hasta Maicao, donde las vendían más baratas, a precio de contrabando. Allí se compró una de rollo. “Desde ese momento todo fue más fácil. La mayoría de los clientes eran familias del pueblo de San José. Luego me subí a la sierra, a las veredas, y allá se cultivaba cebolla. A la gente le encantaba tomarse fotos en esos cortes de cebolla. Entonces me dediqué a retratar el campo y lo que pasara allá. Las señoras me llamaban para los bautizos, los matrimonios, los cumpleaños”.
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Él organizaba a la gente para la foto. Les decía cómo debían poner la mano, cuándo sonreír, qué vestido les podía quedar mejor. En otras ocasiones, muy contadas, solo obedecía, como cuando un señor le pidió exclusivamente un retrato de él envuelto en cobijas en la parte trasera de su casa. “La gente también pedía cosas raras, pero yo cumplía con calidad”. Con calidad y esmero, porque luego vio la oportunidad de guardar todo el material.
Todo marchaba bien hasta que llegaron las botas. “Cuando llegó al conflicto hubo zozobra. Empezó a aparecer esa gente que uno no había visto y eso le causaba a uno impresión. A lo último uno se acomodaba a convivir, como con el COVID, pero siempre se fue gente. Yo, por ejemplo, tomé la decisión de retirarme de las veredas porque era un peligro. Esa gente siempre lo estaba mirando a uno, si daba o no información que no les convenía. Tildaban a la gente del pueblo de informantes. Eso me inquietó. Y no faltaba quien tuviera problemas personales y le echara a un grupo u otro para saldarlos”, relata Carlos.
A San José de Oriente llegaron las guerrillas de las Farc, el Eln y el Epl. Fue un pueblo estigmatizado de ser simpatizante de la subversión, pero en realidad su condena ha sido estar ubicado en la Serranía del Perijá, llena de tierras prósperas y abundantes en vegetación, además de su cercanía con Venezuela, que está a escasos veinte kilómetros.
Sin siquiera tener un comando de la Policía, los excomandantes guerrilleros, sobre todo del frente 41 de las Farc, asumieron el mando y mataron a concejales; extorsionaron agricultores, comerciantes y ganaderos; cultivaron amapola y marihuana, y se tomaron fincas enteras. Eran los amos y señores, tanto así que el pueblo hoy se queja de que fue entregado por el Estado, que no volvió sino en 2006, cuando fortalecieron las fuerzas armadas. De esa época conserva fotos de velorios masivos de los líderes silenciados.
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“Yo me fui desplazado a Valledupar en el 2000. Sin embargo, no quise ir a buscar ayuda. A mí me preocupó el reclutamiento. Se oía por todos lados que se podían llevar a los hijos. Decían que a quien tuviera cuatro hijos se le llevaban dos. Yo tenía cinco. Para mí hubiera sido muy duro. Pero me tocó volver a los seis meses. No logré vender la tierra que tenía en San José y allá no me acomodé”, asegura Carlos.
En cada trasteo se llevó sus loncheras. Cada una lleva dentro decenas de vidas, mundos e historias que se entrelazan. “Mire este orden: rollo 1, semana 1, julio de 2009. Ah, bueno, y me inventé claves sencillas para abreviar. Esto aquí, por ejemplo, dice SJ de San José. Y luego ponía quién era: niña de Mireya Vaca, una vecina que me pedía retratos de la familia. Y por último, el número de fotos que se tomaron. En este caso tres”. Carlos tiene dos gafas, unas para ver de lejos y otras de cerca. Las va cambiando con rapidez para leer sus archivos y después corroborar que, en efecto, es la foto que dice en el papel.
Para identificar los retratos, estira sus brazos, largos y repletos de pecas, hacia la ventana. Marcos le ayuda a correr la tela aguamarina que funge de cortina. “Aquí llegó Marcos un día. Le llamó la atención el orden de los negativos y siguió viniendo. No sé de qué pueda servir esto, él sabrá. Aunque a mí me gustaría que, en lo personal, sacarle provecho, ya que me tomé un buen tiempo organizándolo. La forma de hacerlo es digitalizando. Sé que eso lleva un tiempo, pero hice una prueba en Valledupar, en un laboratorio. El problema es que no tengo ni un computador para guardar eso y seleccionarlo cuando el cliente me lo pida. Lo propuse y había bastantes interesados. Les dije: ‘Tengo esta foto suya de hace veinte años, ¿le interesa?’. Quedaron felices”.
Con la firma del Acuerdo de Paz, en 2016, los integrantes de los frentes 41 y 19 de las Farc se asentaron en la vereda Tierra Grata, a quince minutos en moto del caserío donde vive Carlos. Alrededor de 130 hombres y mujeres se organizaron con sus familias y crearon una comunidad que, poco a poco, se ha ido acercando a los otros pueblos que viven a su alrededor. Marcos Guevara es uno de ellos. Su nombre de pila prefiere no nombrarlo por seguridad. Tiene 33 años y entró a la guerrilla en 2013, cuando apenas se cocinaban las negociaciones en La Habana (Cuba), entre el Estado colombiano y la otrora guerrilla. Llegó después de ser miliciano en la Universidad del Atlántico. Decidió irse “al monte” para enseñarles a otros exguerrilleros sus pasiones: la fotografía y el dibujo.
Cuando entregaron las armas, decidió dedicar su vida a narrar las carencias y el ingenio de la gente del Cesar. Junto a Cristian Sánchez Rosas y María Fernanda Pinilla Segura conforman La Rotativa. “Se trata de un colectivo audiovisual, de producción documental, que le apuesta a la reparación inmaterial del territorio, contando lo que sucede en las comunidades y en la nuestra, en medio de la reincorporación. Eso suena abstracto, pero don Carlos es un ejemplo de cómo materializarlo. Podemos aportar con el rescate de estos archivos y esto nos acerca a la comunidad, generar empatía y crear lazos de amistad”, explica.
De Carlos supo porque, en medio de un trabajo con una agencia de la ONU con jóvenes de San José de Oriente, le preguntó a uno sobre la fotografía que tenía en la sala de su casa de cuando era un bebé. “Me dijo que el señor Carlos. Me explicó que era el fotógrafo del pueblo y que todos tenían una foto tomada por él. Me dijo que vivía por el río… Una semana después llegué allá, me presenté y creamos buen vínculo. Ahí me contó de su archivo y de su oficio, y me di cuenta de que hay un tesoro que hay que rescatar”.
Marcos tiene una sensibilidad desbordada. Sus estudios de filosofía y su afición a la cámara, a la que llegó por curiosidad, al igual que Carlos, le permiten ver arte y proyectos donde la gente solo ve acumulación. La violencia, dice, no solo se percibe con imágenes de botas, uniformes, armas o sangre. En las fotos de Carlos, por ejemplo, el conflicto armado se percibe en los terrenos sin cultivos de cebolla, en las calles desoladas, en el número de familiares que se reducía cada año durante la guerra.
Por esa razón y con el ánimo de ayudar a reconstruir una historia, aunque no patrulló por esta zona, a Marcos y los demás miembros de La Rotativa se les ocurrió adelantar un proyecto de memoria de San José de Oriente con los negativos de Carlos. “Queremos mostrar cómo era antes San José de Oriente e incluso contrastar con el ahora”, explica Cristian. Han pensado en exponer los retratos en un fotolibro o un museo a cielo abierto en la plaza. “Creemos que esta es una forma de reparar y también contribuir al proceso de reincorporación que llevan los excombatientes”, agrega este joven que llegó a Tierra Grata para acompañar a su padre, quien fue exguerrillero del frente 41.
Incluso, han pensado en proponerlo como un TOAR: trabajos, obras y actividades con contenido restaurador-reparador que diseñaron en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), para quienes recibieron beneficios penales después del Acuerdo de Paz. Son acciones voluntarias para quienes no han sido sancionados por delitos graves, pero fueron parte de las Farc o las Fuerzas Militares. Se pueden hacer desde programas de construcción y reparación de infraestructuras, de acceso a agua potable, hasta proyectos de alfabetización y capacitación o memoria.
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Son ideas, pero creen que contando esta historia quizás alguien se interese y les dé una mano. “Ya dimos el primer paso: aislarlos y ponerlos en un lugar donde no les entre humedad. Necesitamos conseguir un escáner y también recursos. Queremos que este archivo quede a la nación o al archivo del departamento del Cesar”, asegura Marcos.
Cuentan con el apoyo de Vilena Figuera, reconocida investigadora, archivista y fotógrafa venezolana, quien sin pedir un peso a cambio les enseña cómo debe ser la conservación de los archivos de esa naturaleza. Ella fue jefa de la División de Archivos Fotográficos de la Biblioteca Nacional de Venezuela e hizo parte del informe para que esa colección fuera declarada por la Unesco como Archivos Documentales de la Humanidad en 1997.
La Rotativa también quiere pensar en el custodio: “Antes de la memoria, nos gustaría ayudar a satisfacer sus necesidades. Don Carlos podría vivir mejor y su papel debería ser reconocido en el pueblo y el departamento”. Y es que desde hace cuatro años Carlos no toma ni revela fotos: “Llegué hasta la era digital, porque esa sí me quedó grande. En el laboratorio me decían: ‘Vea, don Carlos, vaya pensando en esa cámara’. Y yo pensaba en ella todos los días, pero si no hay los recursos, ¿qué puedo hacer? Se fue acabando el sistema de revelar rollo y ya no me recibían esos negativos. Es que la gente llega con una cosita pequeña, USB le dicen, y ahí guardan todo. Pero yo ni computador tengo”.
Ha deseado tanto una cámara profesional que vendió un lote, un pequeño patrimonio familiar, para comprársela. Pero enfermó y le tocó gastarla en el tratamiento. “Tras el ojo lloroso, le echan sal”, dice cuando se acuerda del episodio porque, además, con ese dinero quería armar un puesto en la plaza. “No se me dieron las cosas. No sé qué pasará con la vida”. Ahora La Rotativa espera que la balanza se equilibre y todo lo que le entregó a su pueblo se le devuelva.
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