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¿Que si duele? Claro que duele. No hemos encontrado el cuerpo de mi niño. Van diez años y no lo hemos encontrado. ¡Qué dolor! Yo sé donde está el cuerpo. Está por allá en Cesar, en una fosa común, hay sesenta cuerpos en esa fosa y yo sé que el de mi niño está ahí. Diez años. Diez años. Y todo lo he hecho, créame que todo lo he hecho. Usted puede decir: “Encadénese en la Plaza de Bolívar” y yo le respondería: “Ya lo hice”, me encadené en la Plaza, frente al búnker de la Fiscalía, me puse las cadenawws, he llorado, ¿qué es este dolor? Todo lo hemos hecho. Yo, que siempre renegaba de los tatuajes, que jamás dejé que me hicieran nada en la piel, y me tatué el rostro de mi hijo, Óscar Alexánder Morales, en el brazo derecho: ¿sí lo ve, sí lo ve? Era lindo mi muchacho. Tenía 26 años cuando se lo llevaron. Imagínese que ese día, el día que lo mataron, yo estaba acostada y a las diez de la noche comencé a sentir un dolor en el vientre. Un dolor tan raro. Y yo soñaba que estaba como ahogada. Luego, cuando el proceso de esto empezó, el abogado me dijo que Óscar estaba agonizando a las diez de la noche, ¿sí entiende? Que yo estaba sintiendo la agonía de mi niño. Y no pasa nada, pasa el tiempo y los culpables siguen felices, burlándose de nosotras. Y usted no sabe lo que duele esto. Y yo quisiera matar a alguien, pero no puedo, sé que no debo. Las miradas dicen más que mil palabras, ¿cierto? Una vez vi a Álvaro Uribe Vélez y le mostré mi brazo con el rostro de mi hijo, uno de los casi diez mil falsos positivos de su gobierno. Él se quedó mirándome, se subía y se bajaba las gafas. De eso se trata, ¿no?, de incomodar a la gente. De ser una especie de resistencia. Ellos pensaron que matando a estos muchachos nadie los iba a extrañar, a llorar, a pedir, y acá estamos: siendo una trinchera. Intentando sobrevivir.
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Doris Tejada no mira a ninguna parte. En la fotografía que le hizo Carlos Saavedra, los ojos de Tejada parecen los de un pájaro: dos agujeros vacuos, sin expresión. Sin embargo, sus manos empuñadas con sutileza, una cura en el dedo corazón, el cabello suelto y las canas en las raíces son los vestigios de la guerra silenciosa que han librado las madres que pertenecen a Mafapo (Madres de Falsos Positivos). La organización, que antes era reconocida como las Madres de Soacha, intenta dar solución legal a las ejecuciones extrajudiciales que se dieron en el país entre 2006 y 2010. Según información de algunos militares, más de diez mil jóvenes fueron asesinados por el ejército y los hicieron pasar como guerrilleros para justificar su muerte.
Puede pensarse que el sufrimiento libera, que, tras superar las penas, el individuo ya sólo se pertenece a sí mismo. Que su propia memoria lo protege. Pero al final se descubre que no, no es una regla general. A menudo este saber e incluso el saber superior —el que encuentra a las víctimas enfrente del espejo y no le cuenta a nadie y no huele a rotativas— existe como un ente oculto, como una especie de reserva intangible y secreta, como las esmeraldas en una mina. Hay que separar minuciosamente el lastre de la tierra y rebuscar bien entre los escombros, entre las paredes, para finalmente verlas brillar. El brillo es lo que importa y lo que duele.
Carlos Saavedra reconoció ese brillo. Era 2013 y el fotógrafo cartagenero estaba trabajando con Naciones Unidas en el municipio de Soacha cuando la Unidad de Víctimas le propuso hacer un trabajo con las Madres de Soacha. Saavedra no lo pensó dos veces, desde hacía años ya llevaba trabajando el tema de las mujeres y la tierra y pensó que sería un buen experimento hacerlo con ellas.
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“Siempre me ha interesado el tema de la tierra y pensé en la conexión de la mujer y la tierra: donde todo nace, pero también donde vamos a parar cuando todo muere”, cuenta Saavedra, quien en este momento está exponiendo Madres Terra en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, en Bogotá.
Esta exposición consta de retratos a madres de falsos positivos enterradas en la tierra de Soacha. imágenes en gran formato realizadas con una Hasselblad de formato medio.
Blanca Rubia Monroy fue la primera mamá que aceptó que Carlos la fotografiara. “Yo sentí tanta tristeza al principio de las fotos. Cuando vi que empezaron a abrir ese hueco y era como la fosa en la que metieron a mi chinito. Y veía sacar y sacar esa tierra y pensaba: ‘¿qué tal que como a Julián, mi hijo, a mí me dejen enterrada ahí?’. Yo sabía que Carlitos no me iba a hacer eso, pero cuando me metí... qué dolor. Pero, al mismo tiempo, sentí que dejé tantas cosas allá: tantos dolores de cuando estaba niña, una parte de mi corazón que se murió con Julián también se quedó enterrado ahí”.
La idea de Saavedra de enterrar a madres que no han podido enterrar a sus hijos, es tan política como dolorosa. Las historias de cada una de estas mujeres, los delitos sin resolverse, los dolores presos entre la rabia y la frustración son los componentes de cada fotografía.
La exposición ha sido mostrada en Londres y en Bangladesh y en esta ocasión que es mostrada en Bogotá, cuenta Saavedra que las encargadas de la logística fueron las mamás. Con este proyecto, Carlos Saavedra se convirtió en el primer fotógrafo colombiano en recibir el Everyday Heroine Award Grant, de la fundación Youmanity de Londres, en octubre del 2017. Este premio es otorgado a aquellos fotógrafos capaces de capturar y convertirse en la voz de mujeres comunes y corrientes, cuya historia pasa desapercibida, cambiando la forma en la cual se perciben las heroínas del día a día.
“Cuando nos echaban esa tierra encima, yo sentía que era la tierra del olvido. Uno lleva años luchando por enterrar los huesos de ese ser que tanto amó y los políticos se nos ríen en la cara. Qué dolor tan macho, qué dolor”, cuenta Doris.
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Y la vida pasa, y el tiempo corre, y estas mujeres se enferman esperando y se mueren esperando. Esperando la respuesta de un Estado que no las quiere oír, que no las quiere ver y ellas, mientras tanto, sienten que ya tienen listas las tumbas, pero no tienen nada qué enterrar.