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Después de más de una década de búsqueda, las mujeres que conforman la organización Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá-MAFAPO- lograron lo que durante años parecía imposible: demostrarle al país la inocencia de sus hijos, víctimas de ejecuciones extrajudiciales a manos del Ejército. Durante todos estos años, enfrentaron no solo el dolor de la pérdida, sino también la indiferencia y el silencio. Hoy, con agendas llenas de compromisos, cuerpos marcados por los años de búsqueda y la misma determinación para exigir justicia, estas madres continúan luchando.
El inicio de la búsqueda
Corría el año 2008. Como cada mañana, el frío de la sabana se filtraba por las calles de Soacha, mientras las imponentes montañas parecían custodiar la ciudad a lo lejos. Soacha, tan cercana a Bogotá, parece una extensión de la capital. El bullicio, el comercio y el ajetreo daban una sensación de aparente normalidad. Entre el afán diario se encontraban Ana Páez y Gloria Martínez, quienes para ese entonces no se conocían. Nadie imaginaba que allí se iba a desarrollar uno de los episodios más trágicos de la historia del país: la desaparición de personas inocentes.
Ana se casó joven, y aunque había soñado con una vida junto a su esposo, su marido falleció inesperadamente, por lo cual quedó a cargo de sus cuatro hijos: Eduardo, Jonathan, Angela y Bladimir. Siempre ha sido trabajadora y vanidosa, cuando tenía tiempo libre le gustaba ir a la peluquería, hacerse las uñas, y arreglarse el cabello. Ella asegura que su estilo de vida era bueno, pues su trabajo se lo permitía.
Para ese entonces, su rutina llevaba siendo la misma durante más de cinco años. Cada mañana se levantaba antes del amanecer para ir a Corabastos, el centro de abastecimiento de Bogotá. Con los insumos listos, se dirigía a la Escuela de Seguridad Vial de la Policía, donde dirigía y administraba el casino del lugar junto a su hijo, Eduardo. Allí, cada día cocinaban y atendían a los policías. A pesar de que Eduardo había sido educado en un colegio militar y luego había estudiado derecho, le gustaba más el trabajo en el casino junto a su madre.
La noche del 4 de marzo Ana empezó a sentir una angustia en el pecho. Decidió llamar a su hijo para recordarle la importancia de verse temprano al día siguiente en Corabastos. Él, con tranquilidad, le aseguró que no debía preocuparse; siempre llegaba temprano. Sin embargo, aquella mañana Eduardo no llegó. Para Ana, ese instante marcó el inicio de una pesadilla.
Ana empezó a buscar a Eduardo en los lugares que él concurría, pero parecía haberse desvanecido. Su búsqueda, inicialmente se centró en recorrer el camino del trabajo a la casa, las tiendas cercanas, las casas de sus amigos. Acudió a sus conocidos en la Policía, a quienes había servido y atendido durante años, pero sus esfuerzos se encontraron con puertas cerradas y respuestas esquivas.
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Sus días se desdibujaron en una dolorosa rutina de incertidumbre. La búsqueda dejó de centrarse en los lugares que él frecuentaba. Ana iba a la estación de Policía a ver si había una nueva noticia, también acudía a la Alcaldía, se alertaba ante cualquier llamada inesperada que le hicieran. Aferrándose a cualquier pista, por mínima que fuera, que pudiera darle una respuesta. Fue entonces cuando Fernando Escobar -en ese entonces personero de Soacha-, le comentó que no era la única en esa situación: había otras mujeres, igual de angustiadas, recorriendo el mismo tortuoso camino.
Entre estas mujeres estaba Gloria Martínez quien también vivía en Soacha. Gloria era madre de cuatro hijos: Martha, Angie, Daniel y Kenny. Para ese entonces era madre cabeza de hogar, y para sostener el hogar llevaba algunos años trabajando en una fábrica de jabones ubicada en Soacha. Su hijo, Daniel Alejandro, soñaba con mejorar la vida de su madre y sus hermanas. Fue entonces cuando Pedro Gámez, un vecino del barrio, le habló a Daniel de una supuesta convocatoria de trabajo. Gloria sintió desconfianza desde el primer momento en que vio a Pedro. Algo en él no le gustaba. Para Daniel, aquello sonaba como la oportunidad perfecta para aliviar las preocupaciones económicas de su familia.
Al volver de la entrevista Daniel le contó con entusiasmo que tendría que irse pues lo habían seleccionado para el trabajo. Debía arreglarse antes de que pasaran a recogerlo. Él insistía en que era la oportunidad que necesitaban. Unas horas antes de que Pedro fuera a recogerlo, Gloria, con el corazón cargado de incertidumbre, intentó convencerlo de que no viajara. Le rogó que se quedara, que no la dejara. Daniel le aseguró que todo iba a estar bien. “Mejor consiéntame el poco tiempo que nos queda”. Daniel se recostó sobre las piernas de su madre, mientras ella, en silencio, le acariciaba la cabeza, tratando de contener el miedo que crecía en su interior.
El timbre sonó, era Pedro. Daniel se preparaba para partir y, antes de irse, miró a su madre con la misma ternura de siempre. ‘Mami, todo lo que voy a hacer es por usted, para que no trabaje tanto y mis hermanas estén tranquilas’, le dijo. Por última vez, Gloria intentó detenerlo. Le rogó que no se fuera, que no la dejara.
Daniel nunca regresó a su casa, ni volvió a hablar con Gloria. Días después, Angie, su hermana, recibió una llamada. Al otro lado de la línea solo se escuchaba una persona agitada. ‘Dígame dónde está’, insistió Angie. Finalmente, la voz quebrada de Daniel respondió: ‘Lo único que puede hacer es cuidar a mi mamá, y dígale que no le voy a poder cumplir la promesa que le hice’.
Desde entonces, Gloria y Ana se reconocen a sí mismas como buscadoras. Jamás imaginaron que el conflicto armado, que siempre sintieron lejano, se colaría en sus vidas estando a tan solo veinte minutos de Bogotá. “La vida nos puso ahí”, dicen ahora con firmeza, “y nos tocó asumir ese rol”.
Los encontramos, sin vida, pero los encontramos
Con el tiempo, Ana y Gloria se empezaron a encontrar con frecuencia en aquellos lugares donde les sugerían buscar a sus hijos: hospitales, cárceles, cementerios. Empezó a ser común escuchar que habían más desaparecidos en Soacha y nadie sabía quienes eran los responsables.
Un día, Ana recibió una llamada, le dijeron que creían haber encontrado a su hijo en Cimitarra, Santander. No podía comprender cómo la búsqueda la había llevado tan lejos, cómo era posible que la gente de ese lugar, tan distante, hubiera visto a Eduardo. En todo caso, tenía que dirigirse lo más pronto posible para identificar si era su hijo o no.
Ana viajó con el corazón apretado. Dieciséis años después, recuerda todavía el vacío en el estómago que la acompañó durante todo el viaje. Al llegar, habló con varias personas en el pueblo, quienes le indicaron donde estaba el cementerio, en el que creían que estaba su hijo. Se dirigió a dicho lugar, habló con el sepulturero quien le mostró donde estaba el cuerpo. Lo reconoció de inmediato: era su hijo. Le dijeron que lo habían matado por andar en malos pasos, que era guerrillero. Pero Ana sabía que todo era una mentira. El dolor fue tan grande que su cuerpo no pudo soportarlo, y se desmayó. “Una madre conoce a su hijo” dice Ana, “yo sabía que ese era mi hijo, pero que lo estaban haciendo pasar por algo que no era: un guerrillero”. Ella notó que el cuerpo de Eduardo llevaba unas botas puestas al revés y una mochila colgada al hombro. Pero Ana sabía que él nunca usaba botas, y mucho menos una mochila. Siempre se vestía de manera formal. Ella ya sabía que Eduardo había sido asesinado injustamente, pero no entendía quién se había atrevido a hacer eso.
Una situación similar tuvo que vivir Gloria. Ocho meses después de la última vez que vio a Daniel, recibió una llamada de la Fiscalía. Le dijeron que en Ocaña, Norte de Santander habían encontrado varios cuerpos jóvenes, y que debía ir a ver si entre ellos estaba su hijo. Gloria, debilitada por la depresión y por ataques de asma, no se sintió capaz de hacer el viaje. Fue su hija, Angie, quien fue en su lugar. Al llegar a Ocaña, le pidieron una ‘vacuna’ de quinientos mil pesos solo para dejarla entrar al lugar en el que se suponía estaba su hermano. Sin opciones, tuvo que rebuscarse el dinero. Angie pagó lo que le exigían y finalmente pudo acceder.
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Daniel no estaba en un cementerio, sino en una montaña conocida como Las Lizcas. Cuando llegó, Angie vio varios cuerpos apilados uno sobre otro. Eran siete en total. Para encontrar a su hermano, tuvo que mover uno a uno los cuerpos. Daniel era el último de la pila.
Para Ana y Gloria, encontrar a sus hijos fue una sensación extraña, difícil de explicar. Sentían un alivio por haberlos hallado, porque al fin podían detener la búsqueda que ya llevaba ocho meses. Pero ese alivio estaba teñido de una tristeza profunda, pues las personas que más amaban estaban muertas.
Al buscar explicaciones en las instituciones, les daban la misma respuesta a ambas: sus hijos habían sido asesinados por ser guerrilleros. Esa fue, sin duda, la parte más devastadora para ellas. Sabían que era una mentira, que esa acusación no tenía sentido. Para Ana y Gloria el dolor ya no solo era procesar la muerte de sus hijos, sino también el sufrimiento de ver cómo manchaban sus nombres, cómo se les despojaba de su honra incluso en la muerte.
La vida siguió, aunque nada volvió a ser igual. Ana dejó su trabajo en el casino de la Escuela de Policía, incapaz de continuar con la rutina, mientras que a Gloria la despidieron de la fábrica de jabones donde había trabajado durante años. El cuerpo y la mente de Ana no soportaron más, y durante un tiempo estuvo internada en una clínica de reposo. Gloria, hundida en una profunda depresión, dejó de comer y de hablar con los demás.
En esos días oscuros, después de haber encontrado a sus hijos, ambas sentían que la búsqueda no había terminado. Necesitaban la verdad. Querían mostrarle al país que sus hijos no eran guerrilleros, que eran inocentes. Y aunque el dolor nunca se iría, se juntaron para empezar otro capítulo de su lucha: la verdad.
Hoy, mi familia es Mafapo, de diferentes formas nos amamos
Las historias de Daniel y Eduardo no eran casos aislados. En total, 19 jóvenes desaparecieron de Soacha, el sur de Bogotá y Fusagasugá. Sin contar los que estaban en otras partes del país. Detrás de cada uno de ellos, había mujeres como Ana y Gloria: madres, esposas, e hijas que compartían el mismo dolor y la misma incertidumbre. Aunque las instituciones, los medios de comunicación e incluso el país entero se negaban a creerles, insistiendo en que sus hijos eran guerrilleros muertos en combate, ellas sabían que habían sido víctimas de asesinatos ilegítimos.
Fue en ese contexto de desesperación y resistencia que nació la organización Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá. Al ver que varias mujeres se dirigían a hablar con las autoridades por casos similares, deciden reunirse para desahogar su dolor y buscar la verdad. Unidas por el duelo y la búsqueda de justicia, 16 mujeres alzaron sus voces para demostrar la inocencia de sus hijos. La rutina volvió a cambiar, pues ahora una parte importante era acompañarse entre todas, escucharse, y ayudarse.
Se volvió costumbre reunirse los viernes para hablar sobre lo que había pasado, principalmente para conocer la información nueva que recolectaban. Allí notaron que durante el proceso de búsqueda de cada una, muchos de los testimonios coincidían en un mismo punto: sus hijos habían sido asesinados por el Ejército. Ana recuerda que para ella era muy difícil pensar que quienes debían cuidarlos fueron los que los mataron.
Pero así fue. Las investigaciones judiciales comprobaron lo que las mujeres de Mafapo y otras buscadoras alrededor de Colombia afirmaban: el Ejército de Colombia asesinó a personas inocentes y las presentó como bajas en combate. A cambio de días de descanso, medallas y oportunidades de ascenso, algunos miembros del ejército asesinaron civiles y los hicieron pasar por guerrilleros caídos en combate. El método servía para mejorar las estadísticas y ganar réditos.
Gracias a la incansable lucha de las Madres de Falsos Positivos (Mafapo) y otras organizaciones de buscadoras, esta realidad se ha revelado como uno de los hechos más dolorosos de la guerra en Colombia. Estas mujeres no solo lograron encontrar a los 19 jóvenes desaparecidos, visibilizar el problema y limpiar el nombre de sus seres queridos, sino que también consiguieron que el Estado colombiano reconociera su responsabilidad.
Cuando Ana y Gloria reflexionan sobre los mayores logros de su organización, no se enfocan únicamente en los avances hacia la paz o el reconocimiento oficial de las atrocidades cometidas. Lo que más valoran es el impacto de sus charlas en colegios y universidades. Para ellas, transmitir su experiencia y educar a las nuevas generaciones sobre estos delitos es una misión crucial. A través de estas conferencias, Mafapo busca hacer memoria histórica con jóvenes y adolescentes para que no se comentan los mismos errores del pasado.
Otro de los trabajos que distingue a la organización es su arte en telas y botas. Todos los viernes, se reúnen en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación para tejer en grandes telas que cuentan su historia de búsqueda. En esos hilos van dejando plasmados los caminos recorridos, los lugares visitados, las personas que conocieron, y las puertas que les cerraron. Las botas también se han convertido en un emblema, como parte de su lucha, y para resignificar la forma en que vistieron a sus hijos haciéndolos pasar como combatientes —incluso poniéndoles las botas al revés—. Hoy, las botas oscuras se han transformado en arte, pintadas de colores vibrantes son el sello de Mafapo. Cuando el país las ve, sabe que ahí están ellas, recordando las injusticias y resistiendo con fuerza.
A pesar de que son incontables la cantidad de diplomas y conmemoraciones que han recibido, siguen apareciendo nuevas metas y sueños. El siguiente propósito es abrir un parque de la memoría, donde se encontrará la obra que ellas mismas denominaron ‘Un monumento posible: 6.402 razones para no olvidar’. El diseño del proyecto ya está listo para comenzar su construcción, fue elaborado entre las madres y un grupo de expertos. El monumento se conceptualiza en torno a temas profundos como el camino, el vientre, el desenterrar, el arraigo, el desarraigo, la memoria y la esperanza. Desde ya, están planeando hacer un archivo de la memoria donde todas las mujeres puedan encontrar la historia de su ser querido desaparecido.
Durante esta larga lucha, estas mujeres terminaron siendo una familia, como muy bien explica Ana: “Solo ellas saben el dolor que es perder a un hijo de esta manera tan cruel. Hay peleas y disgustos, pero ellas son para mí, mi familia”. Durante 16 años se han acompañado de diferentes maneras.
Mafapo no solo se han convertido en una familia para ellas mismas, sino que han sido un lugar seguro para otras buscadoras, quienes hoy las sienten como familia. Ya que siguen desempeñando un papel fundamental en la búsqueda de cientos de desaparecidos en el país. Con el tiempo, han adquirido una experiencia invaluable en esta labor, convirtiéndose en expertas en la localización de personas desaparecidas. Actualmente, están ayudando a la Asociación de Buscadoras de Cartago y a las mujeres que buscan desaparecidos después del estallido social.
El legado de Ana, Gloria y todas las mujeres de Mafapo trasciende cualquier reconocimiento. Su lucha ha transformado el rumbo de las búsquedas en el país, fortaleciéndolo con cada paso que dan. Han acompañado a cientos de mujeres, encontrado cuerpos, y ofrecido consuelo a quienes se enfrentan a la incertidumbre. Pero, sobre todo, han sido constructoras de paz, tejedoras de memoria. Las palabras de admiración se quedan cortas ante la magnitud de lo que han logrado, pero tal como dicen Ana y Gloria: “sabemos que nuestros hijos, donde sea que estén, están muy orgullosos de todo lo que hemos ayudado”. No queda duda de que así es.
*Paula Andrea Valencia es investigadora de Justicia Transicional en Dejusticia.