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Pocos lugares existen en el mundo con las condiciones biológicas y geográficas del departamento del Chocó. Con sus 46.000 kilómetros cuadrados de agua, selva, ríos y biodiversidad, es el único territorio de Colombia que tiene costa a los dos mares. Pero paradójicamente, no tiene una carretera al mar y sus pobladores viven en condiciones infrahumanas -por culpa del Estado-, a pesar de la dedicación que por siglos han tenido para convivir en armonía con su entorno.
(Vea: "Textos para la reconciliación en el Bajo Atrato)
Buena parte de este territorio pertenece a 50.000 indígenas de las etnias: embera, chami, catios, waunan y tules. Así como a unos 400.000 afrodescendientes y grupos étnicos que hoy continúan acorralados por la violencia. Una violencia que inició con la presencia de los grupos guerrilleros sus confrontaciones con las autodefensas. En la actualidad esa dinámica de violencia continúa por los combates entre el Eln y las bandas criminales, que se disputan el control de las rutas del narcotráfico y de las minas ilegales.
La respuesta del Estado para enfrentar el conflicto, ha sido fundamentalmente militar. El 9 de enero de 1997 desplegó un gigantesco operativo sobre el territorio con la Fuerza de Tarea Conjunta Titán, y hoy esa operación sigue generando muchas dudas por la manera en que se llevó a cabo. Lo cierto es que la Fuerza Pública ha crecido exponencialmente en el Chocó en los últimos 15 años, pero extrañamente no logra controlar a ninguno de los grupos armados, ni de narcotraficantes, ni de mineros ilegales.
(Lea: "Pasos para la reconciliación en Belén de Bajirá")
La política antidroga con sus fumigaciones de glifosato, la tala indiscriminada y la minería ilegal han ocasionado graves afectaciones al medio ambiente. Al menos siete de los ríos del departamento, incluyendo el Atrato, han sido contaminados con mercurio y cianuro. Eso ha provocado un alto riesgo para las poblaciones rivereñas, que, en ausencia de acueducto y alcantarillados, mitigan la necesidad de tener agua con estas fuentes hídricas, que constituyen la base del sustento económico.
Desde finales del siglo XX el conflicto armado ha dejado miles de muertos y desaparecidos, y más del 60% de la población del Chocó desplazada. Sin embargo, una mirada a los precarios niveles de la salud (intervenida desde 2007), la educación y el empleo, puede llevar a concluir que el mal menor en el Chocó es el conflicto armado.
(Puede leer: "Textos para la reconciliación: “Amemos más y odiemos menos")
Para entender las heridas del pasado, es necesario transportarse 500 años atrás, para resaltar la importancia de esta micro región del Bajo Atrato en la historia no solo del Chocó, sino de Colombia. Para entonces existía ya en el Urabá chocoano, conocido con el nombre de Darién, un complejo cultural, conformado por cazadores y pescadores sedentarios que culminó en una fase agrícola. A la llegada de los europeos a América, poblaron el territorio chocoano agrupaciones indígenas conocidas como los Kunas, Chocoes, Noanamaes (Kunas, Emberas y Wuananas). A pesar de tanto dolor y muerte que históricamente se ha dado en estos territorios, las visiones actuales en el Bajo Atrato Darién están basadas en una construcción armónica de resistencia y la realización de sueños, para los habitantes puedan disfrutar de los privilegios de este proceso de paz.
Existe una alta motivación en la población del Bajo Atrato Darién con los proyectos y programas étnicos, territoriales y en cumplimiento de los planes de vida y étnodesarrollo que se están ejecutando. Pero vemos con preocupación que hoy no se garantiza la posibilidad de desarrollo para los territorios colectivos, por la misma dinámica que se vive en cada una de nuestras comunidades.
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La población de Riosucio hoy no solo comparte motivaciones y sueños con otros municipios que tienen las mismas realidades. En las huellas de la vejez campesina, en la inocencia de la niñez, en esos atardeceres que relajan y los amaneceres que motivan, están reflejadas las esperanzas de todos aquellos que hoy exigen libertad para no continuar habitando en esa prisión invisible llamada conflicto armado, que nos subyuga y amenaza con el exterminio.
Hoy miramos con gran alegría que nuestros sueños pueden cumplirse con el fin del conflicto armado. Empezamos a soñar y a su vez materializar nuestras metas frustradas, las victimas esperamos disfrutar de una paz verdadera y duradera que garantice las condiciones de reparación integral donde prevalezca la disposición de perdonar. Nuestros sueños están diseñados con iniciativas que buscan quitarle espacio a la violencia, se basan en necesidades concretas que deben ser atendidas de manera integral por el Estado.
(Lea: “Huellas imborrables”: textos para la reconciliación)
En el marco de un conflicto armado, la guerra ha dejado en nosotros secuelas psicológicas, sociales y culturales, un profundo desarraigo territorial y familiar. Por eso nuestros pueblos campesinos ven con buenos ojos los acuerdos de La Habana y la transición de las Farc hacia la vida política. Nos da una luz de esperanza y confianza para hacer las cosas sin necesidad de utilizar la fuerza o empuñar un arma para defender un interés.