Mujeres en La Guajira: cocinando memorias para sobrevivir al conflicto

Mujeres campesinas, afro e indígenas se han resistido por décadas a olvidar las recetas tradicionales que aprendieron de sus madres y abuelas mientras han sobrevivido a varias oleadas de violencia que han padecido en este departamento. Recordar, preparar y enseñar los guisos y dulces a sus hijos y nietos forma parte de un ritual para que la memoria de sus costumbres y su cultura no se pierdan a pesar del paso de los años y de la dureza del conflicto armado.

Angélica Pérez*
22 de marzo de 2022 - 04:41 p. m.
Maritza Ojeda es cocinera tradicional.
Maritza Ojeda es cocinera tradicional.
Foto: Angélica Pérez
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Para llegar a la casa de Maritza Ojeda hay que salir de Riohacha, la capital de La Guajira, una ciudad que se caracteriza por sus hermosas playas con palmeras ondeantes, un deslumbrante sol y el mar golpeando la costa. A unos 45 kilómetros del casco urbano, tomando una vía que se conecta con la Ruta Nacional 90 o Transversal del Caribe, llamada también el Corredor Minero, encontramos el corregimiento de Matitas, una población fundada hace 90 años por población negra e indígena wayuu, que en su mayoría se dedican a la agricultura y la ganadería.

Maritza, una mujer afrodescendiente, campesina y líder comunitaria, nos recibe en su casa con una gran sonrisa. Son las siete de la mañana y se apresta a montar el fogón después de darle desayuno a su familia, conformada por su madre y uno de sus hermanos mayores. Su casa está ubicada casi en la mitad del pueblo y se destaca por su jardinera llena de cayenas florecidas. La vivienda no tiene cielo raso ni piso de baldosas, pero se esfuerza por mejorarla poco a poco. Ella es quien se encarga de los quehaceres del hogar, pues su madre está en una edad avanzada y con una visión ya limitada.

La mayoría de las casas de Matitas están en las mismas condiciones que la de Maritza. Esta comunidad se encuentra en una loma sobre una planicie extensa de baja altura, desde donde se pueden visualizar hacia el este y el sur las laderas occidentales de la Sierra Nevada de Santa Marta. Esta cadena montañosa comprende el 39 % del territorio guajiro, lo que garantiza una gran diversidad de recursos naturales y pisos térmicos. Estas condiciones fueron usadas por los grupos armados para fortalecer sus finanzas con actividades ilegales como el contrabando y el narcotráfico, de las cuales el pueblo de Matitas fue testigo y víctima.

Según la Unidad de Víctimas, en Riohacha el 27,1 % de la población es víctimas del conflicto armado interno, que ha afectado a las comunidades afrodescendientes en un 54,8 %. Corregimientos como Matitas, Tomarrazón, Juan y Medio y Los Moreneros, que conforman la zona rural del sur del municipio, vivieron los horrores de esta oleada violenta.

Como consecuencia del conflicto armado se dio el desplazamiento forzado, que no solo los despojó de sus tierras y posesiones, sino que también les arrebató sus costumbres y tradiciones, incluyendo los saberes culinarios. La violencia los obligó a cambiar los fogones por estufas y la caza por compras en los depósitos comerciales de la ciudad, y esto ha provocado a lo largo del tiempo un distanciamiento de la identidad cultural y gastronómica de estas comunidades.

En Riohacha, el 27,1 % de la población es víctimas del conflicto armado interno, que ha afectado a las comunidades afrodescendientes en un 54,8 %.

Maritza ha sido muy sensible a esta situación y ha trabajado desde muy joven al servicio de su comunidad tratando de mejorar las condiciones de vida de sus coterráneos, incluso fue presidenta de la Junta de Acción Comunal en el periodo 2012-2016. Eso nos cuenta mientras pone la olla para preparar el dulce de coco con leche, conocido como cocada, pues su papel como lideresa lo acompaña con el de cocinera. Se gana la vida con la venta de dulces y además ofrece servicios como auxiliar de cocina.

Trae el carbón para poder encender el fogón y pone a hervir el coco solo con agua. “Es necesario que el coco esté bien cocido primero, antes de añadir los demás ingredientes”, advierte Maritza. Mientras tanto, empieza a contarme sobre su vida. Es la sexta de dieciocho hijos del matrimonio de Rosa Córdoba y Moisés Ojeda, quien en su tiempo fue un reconocido ganadero de la región.

Tuvo dos hijos producto de su primer matrimonio; sin embargo, ese hogar fracasó pocos años después. Maritza se quedó sola con sus hijos, a quienes crio con mucho esfuerzo trabajando en el campo, recogiendo tomate, ají, sembrando tabaco y preparando los dulces tradicionales que aprendió de la mano de su madre.

De su infancia recuerda la finca en Piyaya, un caserío que forma parte de Matitas. Ahí vivía con sus padres y sus hermanos trabajando la tierra con cultivos de pancoger. En medio de ese ambiente natural y ancestral aprendió a cocinar.

Un intenso olor a coco interrumpe la charla, es la señal para revisar cómo va la cocción. Maritza menea la olla con una cuchara de gran tamaño haciendo ochos, técnica que usa para que no se le pegue el coco a la superficie. Una vez hervido, es el momento de echar la leche de ganado usando un colador para que no se vaya la nata. Luego agrega el azúcar y empieza nuevamente a menear.

Este es un ritual cotidiano para Maritza, está acostumbrada a hacerlo desde muy niña. Cuenta que cuando era joven y vivían en la finca, tenía más obligaciones. Ella debía pilar el maíz, recoger las mazorcas, desgranarlas, ponerlas a secar, echar el maíz en el pilón y pangarlo hasta que estuviera bien triturado. “De ese maíz hacíamos chicha, mazamorra, arepa y bollo. Y también como vivíamos cerca al río, mis hermanos y mis cuñados iban a coger el pescado. Era una vida muy linda y una comida muy sana”, dice Maritza.

Rosa, la madre de Maritza, es una sabedora reconocida por su habilidad de hacer dulce casi que con cualquier fruta o verdura. El ñame, la ahuyama, el coco, el plátano, el corozo, el tomate de cocina y la concha de pomelo son solo algunos de los ingredientes que usa para preparar sus productos. En un principio, hacer el dulce era solo entretenimiento y un ingreso extra, pues vivían cómodos porque a su padre le iba muy bien con el negocio de la ganadería.

“Él se destacaba porque vaca que no le diera un litro de leche, no la tenía en su corral. Y todos lo querían de padrino porque el único regalo que les daba a los ahijados era una novilla preñada”, recuerda Maritza. Pero su prosperidad y popularidad convirtió a Moisés en objetivo del Eln.

“En los noventa la guerrilla comenzó a extorsionarlo, le pedían de a 10 o 20 millones. Un día llegó un guerrillero a la casa con una hoja de cuaderno escrita de lado y lado, donde le pedían que colaborara con una compra, o él ya sabía lo que nos pasaba (…) La lista tenía cosas como botas de caucho por docena y por tallas, ollas, bultos de arroz, azúcar y ampollas por cajas. ¡Todo era exagerado! Además, tuvimos que llevarlo hasta donde ellos pidieron”, explica Maritza.

La mujer hace una pausa en el relato para poder avivar el fuego, pues con el tiempo el carbón se consume y debe estar pendiente para que el dulce no se “pasme”. En este punto ya el coco va tornándose de un color oscuro y la mezcla se nota más espesa. Maritza lo menea por varios minutos hasta que decide cambiar la olla por un caldero hondo donde el dulce tiene menos probabilidades de pegarse.

La guerrilla les quitó todo: el ganado, el tractor, el carro, incluso sus amistades…

Ya son casi las 10 de la mañana y Maritza retoma su relato: Un día cualquiera de 1998 los guerrilleros se llevaron a su papá y al administrador de la finca. Su hermano Dancel Alfonso Ojeda, ‘Poncho’, tomó su caballo y corrió hasta alcanzar el camión que se los llevaba. Cuando los alcanzó, pidió cambiar de lugar con su padre porque este se encontraba muy enfermo y así lo hicieron.

“Por mi hermano pedían 20 millones de pesos para poderlo soltar, y nos dieron 20 días para buscarlo. Pero nosotros no teníamos dinero, todo lo teníamos en ganado. Mi papá tuvo que buscar la plata prestada para poder recuperarlo”, cuenta Maritza.

Luego de recuperar a ‘Poncho’, la guerrilla se llevó todo el ganado de la finca, eran aproximadamente 222 reses. Fue tanta la impresión que Moisés sufrió un derrame cerebral. Quedó en la ruina y esto lo llevó a la locura. “Mi papá quedó en las calles de Riohacha pidiendo. Un hombre que después de tener tanto, quedar así, es duro. Yo, como era su hija, andaba detrás de él, lloraba y lloraba viendo a mi papá en ese estado”.

La guerrilla les quitó todo: el ganado, el tractor, el carro, incluso sus amistades, porque en medio de la dificultad muchos les dieron la espalda. Hubo días en que la familia Ojeda Córdoba no tenía ni para comprar un huevo y mucho menos para los pañales, las vendas y los medicamentos que necesitaba su padre, que se encontraba postrado en cama por la enfermedad.

Desde entonces, la venta de dulces se convirtió en una forma de sostener los gastos del hogar. En un inicio Rosa hacía el dulce y Maritza salía a venderlo puerta a puerta por todo el pueblo. Hoy es ella la encargada de realizar toda la labor, parte de la producción de cocadas las envía a Riohacha para que su hija las venda en su negocio y el resto lo guarda en un frasco y sale a recorrer las calles de Matitas para venderlo a sus amistades y vecinos.

Aunque los Ojeda vivieron el conflicto en los noventa, los verdaderos inicios de violencia en el departamento de La Guajira se produjeron desde finales de los setenta e inicios de los ochenta, cuando llega a su declive la llamada “bonanza marimbera”. Este fue un fenómeno económico-social que consistía en el cultivo, producción, comercio y exportación de marihuana hacia Estados Unidos y el Caribe.

Con la caída de la marimba, muchos lugareños se quedaron sin trabajo y sin tierras, volviendo a la situación de dependencia y abandono del Estado. Los grupos que estaban encargados de la producción y distribución de la marihuana se dedicaron al robo, extorsión y hostigamiento en el territorio, situación que fue aprovechada por las guerrillas, que fueron introduciéndose principalmente al sector urbano desde los espacios de participación social, académico y sindical. Luego vendrían los paramilitares y la posterior lucha por el territorio entre unos y otros.

El chicharro de Luzmila

La historia de Maritza se repite en varios lugares de este departamento. A unos 41 kilómetros en carro hacia el sur desde Matitas encontramos otro de los corregimientos de Riohacha que han sido afectados por el conflicto armado. Se trata de Juan y Medio. En este pueblo las personas se dedican en su mayoría al cultivo de yuca, plátano y maíz. Los hombres son aficionados a los gallos y las mujeres aún lavan en el río. El árbol de ceiba representa el centro del pensamiento y la calle principal se encuentra adornada por murales coloridos alusivos a sus costumbres más representativas.

Luzmila Prado Manjarrez, más conocida como ‘Muñeca’, nació y creció en Juan y Medio. Es una mujer afrodescendiente, alta, de voz gruesa y cabello crespo que se rehúsa a alisar. Ella, al igual que Maritza, es una lideresa innata que, además de ser la cabeza de su hogar, se desempeña como edil de su comunidad, posición que usa para alzar su voz y manifestar su inconformidad por el abandono en el que se encuentra sumido su corregimiento.

La casa de ‘Muñeca’ se encuentra todavía en obra gris, pero ella hace grandes esfuerzos para ahorrar y poder comprar materiales e ir transformando su hogar. A su alrededor se ven gallinas correteando y de vez en cuando pasan burros y caballos. Vive acompañada de sus hijos y nietos, al lado viven sus sobrinas y sus hermanos Aniano y Yenis. Frente a su casa hay un árbol de trupillo bajo el que los niños juegan, las mujeres conversan e incluso cocinan con leña.

Luzmila también me acoge en su hogar y me permite entrar a su cocina. Ella me cuenta que el chicharro es uno de los platos más representativos en su vida y accede a contarme y a mostrarme sus secretos para prepararlo. Se trata de un guiso denso, muy potente y de aspecto cortado que resulta de la cocción lenta de la leche que se extrae de la semilla de la palma de tamaca o de corúa. A este fruto redondo de pequeño tamaño se le conoce como corozo y su sabor es muy similar al del coco. Ese guiso es para ella símbolo de identidad y, además, el legado que le dejaron sus ancestros.

No es fácil conseguir el fruto en el pueblo, por eso su hermano Aniano tiene que ir a la finca a recolectar las tamacas. Las vacas se encargan de masticar la primera capa dura de la que viene recubierto el fruto y, luego de que lo escupen, hay que recogerlos y quebrar la segunda capa con una piedra para poder sacar el coco. Eso explica ‘Muñeca, mientras se sienta en una piedra a terminar de pelar el corozo y a recordar su niñez.

Sus mejores recuerdos de infancia están vinculados a Edalina Isabel Mendoza Manjarrez, su madre, quien le trasmitió sus saberes culinarios y le enseñó el quehacer de la casa. “Esto es para que cuando cojas tu marido, sepas defenderte y no vayas a llevar puño ni maltrato”, le solía decir como justificación para que aprendiera todas las tareas del hogar que su papel de esposa y madre le exige en su cultura.

“Yo cocino desde la edad de 9 años. Aprendí porque yo era la única hija mujer, y mi mamá y mi papá salían para el monte a hacer sus actividades y me dejaban en casa. Yo era la que les cocinaba la yuca, les hacía el huevo y hasta la liga. A veces mi mamá me dejaba la carne guisada y yo cocinaba la yuca, que era lo más fácil, y desde ahí fui aprendiendo”.

Luzmila recuerda que debía quebrar un balde lleno de corozo, molerlo y sacarle la leche. Esa tarea debía estar lista para cuando su padre regresara del monte con el conejo, el venado, el cauquero, la guardatinaja, el saíno o la manchangala, carnes de monte que cazaban en los alrededores de la Sierra Nevada de Santa Marta. Lastimosamente, estas carnes poco se consiguen ya que los animales se han retirado de la región. Ahora el chicharro se prepara con carne de cerdo o de pollo o se hace sin presa, al que llaman “chicharro de sarna”.

“La cocina tradicional representa para mí llevar el legado de mis ancestros, sobre todo el de mi madre y mi abuela”.

“Yo puedo perdonar, pero olvidar es imposible”

Mientras tritura el corozo, Luzmila me cuenta que tuvo que vivir varias veces el conflicto en carne propia. La primera tragedia ocurrió en su pueblo, Juan y Medio, con el secuestro de su esposo, Rodolfo Amaya Medina, por parte de un grupo guerrillero en 1989. Luego, fue un enfrentamiento con el jefe de otro grupo, que 10 años más tarde terminó involucrando a la mamá de Luzmila, que como líder comunitaria salió en defensa de su yerno y de la comunidad. “Ella le dijo que la tenía que matar primero, antes de hacerle algo a él”. Nadie pensó que aquel acto de valentía le costaría la vida a Edalina.

El 27 de febrero de 1999, a las ocho de la noche, mientras Edalina Mendoza estaba departiendo con su esposo, cinco de sus hijos y cuatro de sus nietos en su casa, ubicada en la jurisdicción de Las Américas, un caserío cercano a Juan y Medio, irrumpió un hombre al que reconocieron como Samir, quien de tres disparos acabó con la vida de la mujer. “A mi mamá la tenían amenazada porque era suegra de mi esposo, pero eso era mentira, una cosa no tiene que ver con la otra. Yo no le vi sentido a eso que hizo el Epl (…) le quitaron la vida a mi madre sin ella haberle hecho daño a nadie…”.

Otro golpe tuvo lugar en el corazón de Luzmila el 9 de mayo de 1999, cuando después de años de estar escondiéndose y huyendo en una finca en Maicao, La Guajira, las autodefensas mataron a Rodolfo. “Cada día recuerdo más a mi madre y al papá de mis hijos, para mí fue un hogar maravilloso. Son cosas que lo dejan marcado a uno y que no se van a superar. Yo puedo perdonar, pero olvidar no, es imposible”, dice Luzmila.

Cuando termina de pangar y triturar finamente el corozo, lo pasa por el molino. Luego lo pone en agua para que el afrecho resultante se vaya asentando en el fondo del recipiente. Entonces, aplica uno de los consejos de su madre para que el guiso no quede con sensación arenosa: cuela la leche en una tela fina, así no queda ningún residuo del coco. Al fin, la leche está lista y la mezcla en la olla a presión con la carne y el resto de los aliños, todos naturales.

Y recuerda que así lo hace desde la infancia. “Nosotros no cocinábamos con condimentos, sino con culantro, orégano, ají, comino entero, achiote, pimienta de olor y ajo. No había salsa, no había nada de eso, porque con eso no se cocinaba. Por eso la gente de antes era saludable, ahora la gente con cualquier fiebre ya se quiere morir”. Después de 40 minutos de charla, Luzmila revisa si la leche ya hizo grumos, señal de que el chicharro está listo. Para acompañarlo preparó un arroz de fideo y tajadas de plátano amarillo.

La lucha por sus derechos

Para el 2008 ya los grupos guerrilleros y paramilitares se habían retirado de la región, gracias a las negociaciones con el Gobierno nacional; sin embargo, el miedo no les permitió a los campesinos volver a sus lugares de origen. Hoy, cientos de familias siguen viviendo en condición de desplazamiento tratando de integrarse a la vida de sus comunidades de acogida.

Luzmila y Maritza aseguran estar inscritas en la Unidad de Víctimas, pero dicen que han pasado los años y no han recibido ningún tipo de reparación. Les ha tocado enfrentarse solas a las adversidades y guardar su dolor y traumas en un rincón oculto en su memoria. La cocina y sus recetas ancestrales son parte de ese legado que les dejaron sus abuelas y madres y al que se aferran como un remanente de ese pasado en el que la vida era más fácil, podían sembrar y cazar y vivían en la tranquilidad de sus fincas.

Luzmila se concentra en dejarles un legado a sus hijos, sobrinos y nietos. Por eso, cuando prepara el chicharro, todos ayudan. Los pequeños quiebran el corozo y los más grandes pangan y ayudan a moler, en sus sobrinas mayores se apoya para extraer la leche y, finalmente, termina sola la preparación de la carne con los aliños. Eso sí, todos comen, incluyendo los vecinos. También trata de que las nuevas generaciones retomen otras costumbres como los juegos y la medicina tradicional.

También aprovecha cada momento que se le presenta para llevar sus tradiciones a espacios públicos como ferias y festivales gastronómicos, organizados por la Alcaldía del Distrito de Riohacha. “La cocina tradicional representa para mí llevar el legado de mis ancestros, sobre todo el de mi madre y de mi abuela”, dice.

Para Maritza, la cocina ha significado un lugar seguro, donde ha podido explorar sus habilidades. Tanto así que ha organizado cursos, que ofrece para eventos y ocasiones especiales. Y también pertenece al Comité de la Mujer de la Junta de Acción Comunal y es quien se encarga de mantener informado al pueblo de las actividades importantes como la inscripción al Sisbén y al programa de Adulto Mayor, la actualización de los documentos de identidad y las matrículas de los niños más pequeños a la Unidad Comunitaria de Atención a la Primera Infancia (UCA).

Maritza también formó parte de la Red de Mujeres del Caribe y asistió como invitada a la Cumbre de Mujeres por la Paz, realizada por ONU Mujeres en Bogotá. Como producto de ello, fue anfitriona en el Primer Foro de Mujeres Rurales desarrollado en Matitas, lo que la motivó a participar en la creación del Consejo de Comunidades Negras “Celinda Arévalo”. De esta forma, su vida ha girado en torno a su tradición y su papel de liderazgo con la comunidad.

La lucha aún no termina, estas dos mujeres siguen en la batalla por la reivindicación de sus derechos como pueblo negro y como víctimas del conflicto, porque pasan los años y sienten que no se les hace justicia, que nadie respeta sus muertos y que ninguna entidad pareciera fijar sus ojos en los hechos sucedidos al sur de Riohacha. Tal vez aún hay mucho por sanar y por contar, pero lo cierto es que para ellas la cocina siempre significará un espacio para hacer memoria.

*Esta historia forma parte del especial periodístico ‘Memorias en resistencia’, resultado de la formación virtual ‘CdR/Lab Cómo investigar y narrar la memoria histórica del conflicto’ de Consejo de Redacción (CdR), gracias al apoyo del Servicio Civil para la Paz de Agiamondo en Colombia.

Por Angélica Pérez*

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