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Con fusiles de palo en una escuela ocupada se entrenaron los primeros grupos de patrulleros y escuadras de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que coparon, casi en su totalidad, el departamento de Nariño entre el 2000 y el 2005. “Yo me quiero bañar en una piscina llena de sangre, sangre guerrillera”, decían los cánticos del naciente grupo: “Yo mataré a mi madre, yo mataré a mi padre, yo mataré a mi hermano si se levantara en contra de las autodefensas”.
Aquello ocurrió en la primera base que el Bloque Central Bolívar (BCB) instaló en Terán, un remoto caserío de la costa pacífica, cerca de la frontera con el Ecuador, en medio de un plan coordinado de expansión paramilitar que, de acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), tenía dos propósitos fundamentales: apropiarse de las rutas del narcotráfico en uno de los departamentos con mayor presencia de cultivos de uso ilícito, y golpear a las guerrillas y movimientos sociales en una clara estrategia contrainsurgente.
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Este proceso se desarrollaba en los años en que justamente la coca migraba por las fumigaciones y el impacto del Plan Colombia desde otras regiones como Putumayo, Caquetá y Guaviare, hacia Nariño y el andén del Pacífico, una zona con evidentes ventajas geográficas por su salida directa al océano, en donde había guerrillas fortalecidas y “con dominio en gran parte del territorio” y algo que para las Autodefensas era aún más importante: “un movimiento social en ascenso, fortalecido y dinámico”, de acuerdo con el CNMH.
Estos hallazgos están consignados en el volumen “Todo el mundo sabía que eran ellos”: el Bloque Central Bolívar en Nariño, Putumayo, Caquetá y los Llanos Orientales, una investigación del Centro de Memoria que hace parte del trabajo de la Dirección de Acuerdos por la Verdad, el mecanismo no judicial que recoge miles de testimonios de los antiguos paramilitares y otros actores como una contribución a la memoria histórica del conflicto. El volumen será dado a conocer este jueves, 30 de marzo, con un lanzamiento público en la Universidad de Nariño, en Pasto.
Palma y despojo: Tumaco fue el primer caso en Colombia
Entre otros hallazgos, el CNMH reveló que “los grandes palmicultores permitieron la creación de grupos civiles armados que comenzaron a asesinar a campesinos que se negaban a vender sus tierras” con el fin de “dispersar organizaciones y comunidades afrodescendientes que ofrecían resistencia a la expansión de los cultivos de palma”.
La palma de aceite había llegado a Tumaco en la década del setenta, mucho antes del ‘boom’ que experimentó ese cultivo años después en otras regiones del país. Sin embargo, desde entonces ya se notaban tensiones por la tierra en esa región, con casos de violencia armada que el CNMH denonima de “contrareforma agraria” y con un obvio “sesgo racista”, pues buscaba desalojar principalmente a comunidades afrocolombianas de sus territorios.
Con el asesinato de la monja Yolanda Cerón el 19 de septiembre de 2001, en el centro de Tumaco por órdenes de los paramilitares, se confirmó esta hipótesis, según los investigadores, pues la hermana Cerón había sido una de las mayores impulsoras de la titulación colectiva de tierras para los afrocolombianos en la región, además de ser una firme defensora de los derechos de estas comunidades.
Aquel patrón de los años setenta se repetiría en el Bajo Atrato dos décadas más tarde, ya en un claro asocio con grupos paramilitares, después de la célebre Operación Génesis de 1997 (que llevó a una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra Colombia).
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Pero si la palma permite ubicar los primeros grupos de seguridad privada en la región, luego estuvo marcada por la presencia esporádica de bandas de narcotraficantes, donde figura un viejo conocido de los expedientes judiciales: el mafioso Lucio Burbano, quien había sido socio de los carteles de la droga en los años ochenta y luego terminó colaborando con las Autodefensas en Nariño.
No obstante, no fue sino hasta finales de la década del noventa cuando por orden de los hermanos Castaño Gil, líderes paramilitares, las recién consolidadas Autodefensas Unidas de Colombia decidieron incursionar en el sur del país.
Esto lo ratifica un testimonio de un exparamilitar recogido por el Centro: “El objetivo era cubrir los territorios a nivel nacional. Según Vicente Castaño, para alcanzar la meta faltaban cuatro departamentos: Nariño, Arauca, Guaviare y Caquetá”.
El CNMH documentó la trayectoria de este grupo en el departamento, que incluyó un amplio repertorio de violencia en contra de las comunidades consideradas afines a las guerrillas, así como ataques sistemáticos a líderes sociales de izquierda, sindicalistas y estudiantes. También patrones de violencia sexual, que quedaron incluso grabados en los cánticos del grupo: “Sube, sube guerrillero, que en la cima yo te espero con granadas y morteros, y de baja te daremos. Y a tu madre mataremos, y a tu hermana violaremos”.
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Un ejército “exógeno”
La primera avanzada fue coordinada con Diego Murillo Bejarano (“Don Berna”), quien envió emisarios al departamento para sostener reuniones en Pasto con miembros de las Fuerza Pública, pero de acuerdo con los investigadores fue el Bloque Central Bolívar, en cabeza de Carlos Mario Jiménez (“Macaco”) y Rodrigo Pérez Alzate (“Julián Bolívar”), la facción de las AUC encargada de replicar en el sur del país la misma experiencia exitosa que habían logrado un par de años antes en Bolívar y buena parte del Magdalena Medio, colonizando una región ajena en poder de las guerrillas.
Para ello se designó a Guillermo Pérez Alzate (“Pablo Sevillano”), hermano de “Julián Bolívar”, como máximo comandante de la estructura que nacería después de dicha avanzada. La avanzada, que empezó por Tumaco y la costa Pacífica, acabó por copar o hacer presencia en casi todos los extremos del departamento, incluyendo la zona alta de la cordillera.
El BCB creó una estructura nueva: el Bloque Libertadores del Sur, un ejército “exógeno” según el CNMH, compuesto por personas con trayectoria previa en las Autodefensas que fueron implantadas en un territorio ajeno con un crecimiento exponencial que implicó “un primer momento de altísima violencia contra la población civil” y luego “una fase de control con violencias menos visibles o públicas, pero siempre permanentes”. La mayoría de los combatientes que llegaron a Nariño fueron llevados desde regiones muy lejanas como Córdoba, Antioquia y Santander, y muchos no tenían ningún arraigo en la zona.
“El BCB funcionaba por medio de franquicias que capitalizaban el músculo financiero y militar, así como el reconocimiento de la ‘marca’ Esto propiciaba la imposición de órdenes mediante el traslado de personal con experiencia en el posicionamiento de tropas, la contrainsurgencia y el exterminio social, respaldado por un aparato enorme de reclutamiento que iba desde el norte hasta el sur del país, y una línea financiera que facilitaba con rapidez los recursos necesarios”, sostiene el CNMH, agregando que “la estrategia política respaldaba el avance armado, y permitía la penetración sociopolítica del proyecto de sociedad que buscaba imponerse”.
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De esas primeras decenas de hombres que comenzaron a “romper zona”, entrenándose con fusiles de palo en la selva nariñense, se había pasado en pocos años a un bloque completo con centenares de hombres, de acuerdo con una entrevista que El Diario del Sur hizo con su comandante Pablo durante la toma de Llorente, en marzo de 2001. Cuando los periodistas le preguntaron si las Autodefensas iban a perpetrar masacres, como era su práctica generalizada en el resto del país, Pablo les contestó: “eso ya pasó de moda. Vine a Nariño con 400 hombres para limpiarlo de guerrilla”.
Este proyecto criminal al momento de su desmovilización, el 31 de julio de 2005 en la vereda El Manzano de Taminango, tenía al menos 677 combatientes y 596 armas. Un crecimiento exponencial que no hubiera sido posible sin la complicidad de la Fuerza Pública, probada en múltiples testimonios, sentencias de Justicia y Paz, así como evidencias documentales, que revelan una relación cercana de connivencia. El CNMH sostiene que implicó un “trabajo colaborativo con la Fuerza Pública y las instituciones del Estado”, donde no había solamente militares, sino también fiscales y jueces.
Muchos de los miembros del Bloque Libertadores del Sur fueron antes militares de rango medio y alto, e incluso algunos estuvieron en la nómina de la organización criminal siendo aún militares activos.
El Centro Nacional de Memoria Histórica explica esto como “una cooptación de las instituciones por el grupo paramilitar, fundamentada en la colaboración frente a la insurgencia y la posibilidad de intercambiar información de inteligencia y actuar en contra de lo que se consideraba la base social de la guerrilla, sus milicianos y colaboradores”.
Pero varios de los líderes sociales entrevistados durante la investigación plantean otra versión: antes que una cooptación hubo una “continuidad” a la persecución que desde antes las fuerzas del Estado realizaban directamente contra los movimientos sociales. Esto generó una “perversa estigmatización a un sector poblacional que se asociaba a la izquierda revolucionaria o de carácter contestatario y demandante”.
Los ataques a la Universidad de Nariño
Cooptación o continuidad, el espíritu contrainsurgente y anticomunista del Bloque Libertadores del Sur siempre marcó la pauta de sus acciones y uno de los casos emblemáticos fue la persecución sistemática contra líderes estudiantiles y universitarios, que llegó al asesinato de varios de los principales dirigentes en la Universidad de Nariño, en franca colaboración con oficiales de inteligencia del Ejército que habían infiltrado al movimiento.
Los asesinatos de Adriana Benítez, Jairo Moncayo y Tito Libio Hernández, entre otros, son testimonio de cómo el Bloque Libertadores del Sur estigmatizó a toda una comunidad que, según el CNMH, era un baluarte del pensamiento crítico en la región. Del mismo modo se persiguió con saña a Simana, un sindicato de maestros del departamento, cuyos miembros fueron amenazados o asesinados.
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Al mismo tiempo, y como prueba de su filiación ideológica antisubversiva, el documento señala que los paramilitares se implicaron activamente a favor de la primera campaña presidencial de Álvaro Uribe Vélez en el departamento de Nariño, con el soporte de un conocido hacendado y empresario de la región, Salvador Escobar, dueño de Lácteos Andinos.
Aunque el Bloque Libertadores del Sur se desmovilizó junto a la mayoría de las Autodefensas en el marco del proceso de paz de San José de Ralito, muchos de sus miembros se rearmaron en estructuras neoparamilitares como los autodenominados grupos Nueva Generación, las Águilas Negras, los Rastrojos o las Autodefensas de Nariño, casi siempre dedicándose a negocios de narcotráfico.
El ejemplo más famoso de aquel reciclaje de la guerra (aunque no el único) fue el de Juan Larrison Castro Estupiñan (“Matamba”), un exmiliciano de las FARC que luego ingresó a las Autodefensas, terminó excluido de la ley de Justicia y Paz, se rearmó, purgó una condena y cuando recobró su libertad volvió a la ilegalidad, convirtiéndose en uno de los principales enlaces del Clan del Golfo en Nariño y el Pacífico sur. Sus vínculos con militares activos y retirados eran ampliamente conocidos, testigo y protagonista al mismo tiempo de una guerra que, por ahora, no avizora su final.