Las mujeres que no ‘dejaron morir’ a los jóvenes Primera Línea en el paro de 2021
Durante las protestas del paro nacional, lideresas locales apoyaron a los manifestantes en la preparación de ollas comunitarias, recolecta de alimentos, búsqueda de alojamiento y apoyo jurídico y médico. El relato de tres de ellas.
María Helena Navarrete*
Una madrugada de julio de 2021, después de un aguacero infernal en el barrio La Resurrección, de la localidad Rafael Uribe Uribe (en Bogotá), los muchachos de la Primera Línea del Portal Resistencia sintieron que ya no quedaba nada por hacer. Habían llegado la noche anterior a ese punto tras ser desalojados de Kennedy, su localidad, en busca de cualquier lugar medianamente digno para armar sus carpas y dormir. Estaban tiritando de frío mientras de su ropa y cabello escurrían goterones de agua. “Ya no aguanto más, ya no quiero esto”, me dijo Crespo, uno de ellos, mientras miraba el tapete de marginalidad bogotana que se ve desde la punta de esa montaña.
Para nosotras también era difícil comprender toda la situación. En medio de las confrontaciones habituales entre manifestantes y el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) en las protestas, desde 2019 empezamos a ver grupos de jóvenes, algunos con el rostro cubierto, que se juntaron con piedras y escudos hechos de puertas, canecas y señales de tránsito para defenderse de lo que la misma Comisión Interamericana de Derechos Humanos llamó luego “uso excesivo y desproporcionado de la fuerza” del Estado.
Junto a ellos, estábamos nosotras: personas (la mayoría mujeres) que los apoyamos desde nuestro conocimiento jurídico o en salud, o simplemente con nuestras manos en las ollas comunitarias, en la búsqueda de recursos para su alimentación y hospedaje. Pocos llegaron a conocer como nosotras a esos jóvenes, que fueron llamados primero héroes y luego vándalos. Nosotras decidimos entenderlos, escucharlos y sobre todo, acompañarlos.
Yo, María Helena Navarrete, defensora de derechos humanos, no temo decir las palabras precisas. Las Primeras Líneas no son homogéneas y ninguna se formó como un grupo de delincuencia. Yo lo comprendí desde mi propia experiencia. Esos jóvenes, como yo en el pasado, habitaban dolores muy grandes: abandono y olvido, pobreza, padres ausentes o violentos, pérdida de hermanos y amigos en manos de quienes debían cuidarlos, falta de acceso a educación y empleo. A mí la rabia me llevó alguna vez a romper un plato en casa, ellos expresaron esa rabia en el escenario público.
(Le puede interesar: ¿Qué desató la protesta indígena que dejó 27 heridos en el Centro de Bogotá ?)
Su batalla había iniciado en noviembre de 2019 y fue suspendida en marzo de 2020 con la llegada del covid. Pero en abril de 2021, ni la pandemia pudo detener la indignación desatada por una reforma tributaria que gravaba la canasta familiar sumada al desconocimiento del ministro de Hacienda de algo tan básico como el valor de un huevo o un pasaje de Transmilenio.
Con las protestas, regresó la represión. Según un informe conjunto entre la ONG Temblores y el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), solo entre el 28 de abril y el 28 de junio de 2021 se registraron 75 asesinatos, de los cuales 44 tienen presunta autoría de la Fuerza Pública; además, hubo 28 víctimas de violencia sexual, 1.832 detenciones arbitrarias y 1.468 casos de violencia física por uniformados. A eso se sumaron 135 víctimas de lesiones oculares registradas por el Movimiento en Resistencia Contra las Agresiones Oculares (MOCAO).
La Primera Línea del Portal Resistencia (ubicado en Portal de las Américas) fue la que tuvo mayor visibilidad en Bogotá. Allí llegué yo con ánimo de ayudar. Al inicio, recolectaba alimentos, ropa e insumos médicos para llevarlos a los campamentos que tuvieron en Parque Mundo, ubicado detrás del portal, y en la Universidad Pedagógica de Kennedy (UPK). Hasta que el 21 de julio los desalojaron de la localidad.
Recorrimos el sur, de oriente a occidente, en varias oportunidades pero las comunidades los rechazaban, señalándolos de violentos o de consumidores de sustancias. Después de salir de La Resurrección por petición de la comunidad, pudimos alojarlos un par de días en La Casa del Hip Hop en el barrio Patio Bonito, gracias a Lorena, su dueña, y en el salón comunal del barrio Malvinas, en San Cristóbal, gracias a la gestión del Majito, un líder local. En el suelo de espacios de 20 a 40 metros cuadrados, se acomodaban cien jóvenes que en el día salían a protestar y de noche volvían a buscar refugio.
Hasta que logramos conseguir en arriendo una casa que se convirtió en “la funda”: la Fundación Libertad para el Pueblo. Ese fue un sueño que pensamos que podíamos sostener con donaciones y el trabajo de los chicos, pero las necesidades y el abandono nos desbordaron.
Mientras todo esto pasaba, los jóvenes asistieron a las mesas de diálogo creadas por la Alcaldía de Bogotá, pero no pudimos concordar siquiera en el establecimiento de las garantías para desarrollar ese diálogo. Entonces Luis Ernesto Gómez se levantó de la mesa y a nosotros no nos quedó más que el agrio sabor de no ser escuchados. En este proceso no he sido la única. Como yo, conocí a muchas que decidieron apoyar a los muchachos con sus conocimientos o afectos.
“Triz”, la doctora
Triz prefiere no decir su nombre. Tiene 36 años, es enfermera y madre soltera, y se unió al paro nacional por las dificultades que ha tenido para conseguir trabajo y sostener a su hijo. En medio de las protestas, vio que los manifestantes de Puente Aranda, su localidad, no tenían una brigada de primeros auxilios y decidió poner al servicio de la Primera Línea su conocimiento en salud. “Tuve que atenderlos en las gaseadas más tremendas, pero también cuando recibían golpizas por parte de los policías o quedaban heridos por elementos como las aturdidoras o marcadoras”, recuerda.
“Tuve que atenderlos en las gaseadas más tremendas, pero también cuando recibían golpizas por parte de los policías o quedaban heridos por elementos como las aturdidoras o marcadoras”
Poco tiempo después se trasladó a Usme, en donde algunos jóvenes pidieron apoyo porque allí eran más continuos los enfrentamientos con la Policía. “Con un grupo de brigadistas atendíamos más de 50 heridos diarios, hasta que un día el Esmad entró hasta la cuadra del punto médico y nos llenó de gas el salón”, recuerda. Entonces decidió que mejor iba a andar de arriba para abajo con su botiquín en la espalda y tarros de agua con bicarbonato y leche magnesia en las manos para aliviar el efecto del lacrimógeno.
Estuvo en Suba, Engativá y el Portal Resistencia. Y recibió todo tipo de señalamientos. “Los policías nos trataban a las enfermeras de sapas, perras; una vez una mujer de la fuerza disponible me gritó que me iba a llenar la boca de moscos. Incluso una de las brigadistas del Portal 80 fue capturada y señalada de terrorismo y concierto para delinquir, cuando ella andaba con su batica”, asegura. Ella no comprendía esos señalamientos, porque incluso también atendieron a miembros de la Fuerza Pública. “Uno como personal de salud debe ser imparcial y varias veces les apliqué el mismo espray que a los manifestantes, cuando los veía afectados por el gas”, dice.
Las necesidades eran tantas que Triz también empezó a ampliar su labor más allá de la salud. “Les he ayudado a conseguir mercado para sus familias, ayudé en las ollas a cocinar y a recolectar alimentos, busqué dónde alojarlos cuando en sus casas les cerraban las puertas por salir a las protestas; incluso algunas veces se quedaron en mi casa y yo compraba una libra de arroz y unos huevos y con eso comíamos todos, pero nunca nos dejábamos morir”, enumera en una lista interminable de acciones tan invisibles como importantes en el marco de la protesta.
Triz, como yo, tuvo que lidiar con los genios y los caracteres de los jóvenes. “No era fácil. Había mucho recelo entre unos y otros. Algunos de ellos solo saben responder de manera violenta, otros son más calmados. Y nosotras teníamos que ser las bravas y detenerlos muchas veces”, describe. Y lleva su propia lucha por dentro. En noviembre pasado le descubrieron leucemia y desde entonces ha tratado de balancear su vida entre el dolor, el tratamiento, su hijo, su trabajo y su apoyo a los Primera Línea.
Lorena, una madre que busca justicia
Lorena González está agotada de escuchar y leer que su hijo es “delincuente, torturador o terrorista”. Desde que era adolescente, a Sergio Andrés Pastor González le dicen Diecinueve porque se crió en la localidad número 19 de Bogotá: Ciudad Bolívar. Pero desde el 28 de julio del año pasado, su apodo pasó a ser denominado un alias por la Fiscalía, que tras su captura le imputó los delitos de tortura y concierto para delinquir por hechos que, dice Lorena, no han podido relacionar con su hijo en las audiencias.
Pese a ello, desde entonces Diecinueve ha sido descrito como líder, articulador o cabecilla de lo que las autoridades denominan un grupo delincuencial, aunque para Lorena no es más que la estigmatización de la protesta social. “Sergio ni siquiera es la cabeza de la Primera Línea del Portal Resistencia, porque ellos siempre evitaron que se dieran protagonismos. Lo que pasa es que sí asumió una vocería, varias veces dio pronunciamientos públicos sobre lo que buscaban los jóvenes con el paro y fue muy activo en redes sociales”, explica.
(Le puede interesar: Sumapaz: la historia de las mujeres que se abrieron camino en el liderazgo social)
La estigmatización la atraviesa directamente a ella, porque decidió dedicar todos sus esfuerzos a la búsqueda de justicia y libertad para su hijo, lo que la dejó sin empleo y dos veces la ha obligado a mudarse a petición de sus arrendadores. “Además de lo duro que es ver cómo difaman de mi hijo, me han señalado a mí: la mamá de un terrorista. Por eso decidí crear el Colectivo Cuerpos Presos Mentes Libres para limpiar su nombre y acompañar todo su proceso jurídico”, dice.
En ese proceso ha recibido el apoyo de la Fundación Nydia Érika Bautista y del abogado Rubén Acosta, de la Primera Línea Jurídica. Este último explica que el proceso jurídico de Diecinueve responde a un mecanismo estatal para desincentivar la protesta. “En medio de las protestas, curiosamente no capturaban a quienes cometían actos violentos sino a quienes tenían cierta visibilidad y les hicieron montajes judiciales con inflación punitiva”, describe. La técnica, según él, consiste en que “en vez de imputar daño en bien ajeno, por ejemplo, les imputaron delitos de alta gravedad, como terrorismo o concierto para delinquir”, explica. Así hay 350 personas entre sindicados y judicializados, según el registro de ese colectivo.
Por esa magnitud, nuestra lucha coincidió en la búsqueda de justicia y apoyo efectivo para las problemáticas que afrontan los jóvenes.
Los proyectos van más allá de las calles
Las protestas se pausaron, pero las necesidades y la fuerza de los jóvenes no. Por eso, todas continuamos acompañando sus procesos. Triz representa a Puente Aranda en la Unión de Resistencias de Bogotá, el colectivo de las Primera Línea que está trabajando en la construcción de una escuela popular. “Vamos a brindarles clases a adultos mayores, jóvenes y amas de casa que no han podido finalizar el bachillerato y estamos aliados con el SENA para que, luego de culminar el proceso, puedan acceder a cursos gratuitos”, explica.
Lorena sigue dedicando sus esfuerzos a la búsqueda de la libertad para su hijo y luego apoyar a otros en situaciones similares, a quienes ella llama “falsos positivos judiciales”. Y nosotros iniciamos recientemente el proyecto “Échele Ojo”, en alianza con el PNUD y la Veeduría Distrital, donde los jóvenes harán control social e incidencia en las acciones de las entidades públicas a las que cuestionaron y contra las que protestaron en el paro nacional.
*Con reportería de Natalia Romero Peñuela
**Este texto hace parte de varios productos periodísticos construidos con lideresas sociales de Santander, Córdoba, Sucre y Cundinamarca en el marco del proyecto de International Media Support (IMS) “Implementando la Resolución 1325 a través de los medios”, en asocio con la Alianza Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz y el apoyo de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo.
Una madrugada de julio de 2021, después de un aguacero infernal en el barrio La Resurrección, de la localidad Rafael Uribe Uribe (en Bogotá), los muchachos de la Primera Línea del Portal Resistencia sintieron que ya no quedaba nada por hacer. Habían llegado la noche anterior a ese punto tras ser desalojados de Kennedy, su localidad, en busca de cualquier lugar medianamente digno para armar sus carpas y dormir. Estaban tiritando de frío mientras de su ropa y cabello escurrían goterones de agua. “Ya no aguanto más, ya no quiero esto”, me dijo Crespo, uno de ellos, mientras miraba el tapete de marginalidad bogotana que se ve desde la punta de esa montaña.
Para nosotras también era difícil comprender toda la situación. En medio de las confrontaciones habituales entre manifestantes y el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) en las protestas, desde 2019 empezamos a ver grupos de jóvenes, algunos con el rostro cubierto, que se juntaron con piedras y escudos hechos de puertas, canecas y señales de tránsito para defenderse de lo que la misma Comisión Interamericana de Derechos Humanos llamó luego “uso excesivo y desproporcionado de la fuerza” del Estado.
Junto a ellos, estábamos nosotras: personas (la mayoría mujeres) que los apoyamos desde nuestro conocimiento jurídico o en salud, o simplemente con nuestras manos en las ollas comunitarias, en la búsqueda de recursos para su alimentación y hospedaje. Pocos llegaron a conocer como nosotras a esos jóvenes, que fueron llamados primero héroes y luego vándalos. Nosotras decidimos entenderlos, escucharlos y sobre todo, acompañarlos.
Yo, María Helena Navarrete, defensora de derechos humanos, no temo decir las palabras precisas. Las Primeras Líneas no son homogéneas y ninguna se formó como un grupo de delincuencia. Yo lo comprendí desde mi propia experiencia. Esos jóvenes, como yo en el pasado, habitaban dolores muy grandes: abandono y olvido, pobreza, padres ausentes o violentos, pérdida de hermanos y amigos en manos de quienes debían cuidarlos, falta de acceso a educación y empleo. A mí la rabia me llevó alguna vez a romper un plato en casa, ellos expresaron esa rabia en el escenario público.
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Su batalla había iniciado en noviembre de 2019 y fue suspendida en marzo de 2020 con la llegada del covid. Pero en abril de 2021, ni la pandemia pudo detener la indignación desatada por una reforma tributaria que gravaba la canasta familiar sumada al desconocimiento del ministro de Hacienda de algo tan básico como el valor de un huevo o un pasaje de Transmilenio.
Con las protestas, regresó la represión. Según un informe conjunto entre la ONG Temblores y el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), solo entre el 28 de abril y el 28 de junio de 2021 se registraron 75 asesinatos, de los cuales 44 tienen presunta autoría de la Fuerza Pública; además, hubo 28 víctimas de violencia sexual, 1.832 detenciones arbitrarias y 1.468 casos de violencia física por uniformados. A eso se sumaron 135 víctimas de lesiones oculares registradas por el Movimiento en Resistencia Contra las Agresiones Oculares (MOCAO).
La Primera Línea del Portal Resistencia (ubicado en Portal de las Américas) fue la que tuvo mayor visibilidad en Bogotá. Allí llegué yo con ánimo de ayudar. Al inicio, recolectaba alimentos, ropa e insumos médicos para llevarlos a los campamentos que tuvieron en Parque Mundo, ubicado detrás del portal, y en la Universidad Pedagógica de Kennedy (UPK). Hasta que el 21 de julio los desalojaron de la localidad.
Recorrimos el sur, de oriente a occidente, en varias oportunidades pero las comunidades los rechazaban, señalándolos de violentos o de consumidores de sustancias. Después de salir de La Resurrección por petición de la comunidad, pudimos alojarlos un par de días en La Casa del Hip Hop en el barrio Patio Bonito, gracias a Lorena, su dueña, y en el salón comunal del barrio Malvinas, en San Cristóbal, gracias a la gestión del Majito, un líder local. En el suelo de espacios de 20 a 40 metros cuadrados, se acomodaban cien jóvenes que en el día salían a protestar y de noche volvían a buscar refugio.
Hasta que logramos conseguir en arriendo una casa que se convirtió en “la funda”: la Fundación Libertad para el Pueblo. Ese fue un sueño que pensamos que podíamos sostener con donaciones y el trabajo de los chicos, pero las necesidades y el abandono nos desbordaron.
Mientras todo esto pasaba, los jóvenes asistieron a las mesas de diálogo creadas por la Alcaldía de Bogotá, pero no pudimos concordar siquiera en el establecimiento de las garantías para desarrollar ese diálogo. Entonces Luis Ernesto Gómez se levantó de la mesa y a nosotros no nos quedó más que el agrio sabor de no ser escuchados. En este proceso no he sido la única. Como yo, conocí a muchas que decidieron apoyar a los muchachos con sus conocimientos o afectos.
“Triz”, la doctora
Triz prefiere no decir su nombre. Tiene 36 años, es enfermera y madre soltera, y se unió al paro nacional por las dificultades que ha tenido para conseguir trabajo y sostener a su hijo. En medio de las protestas, vio que los manifestantes de Puente Aranda, su localidad, no tenían una brigada de primeros auxilios y decidió poner al servicio de la Primera Línea su conocimiento en salud. “Tuve que atenderlos en las gaseadas más tremendas, pero también cuando recibían golpizas por parte de los policías o quedaban heridos por elementos como las aturdidoras o marcadoras”, recuerda.
“Tuve que atenderlos en las gaseadas más tremendas, pero también cuando recibían golpizas por parte de los policías o quedaban heridos por elementos como las aturdidoras o marcadoras”
Poco tiempo después se trasladó a Usme, en donde algunos jóvenes pidieron apoyo porque allí eran más continuos los enfrentamientos con la Policía. “Con un grupo de brigadistas atendíamos más de 50 heridos diarios, hasta que un día el Esmad entró hasta la cuadra del punto médico y nos llenó de gas el salón”, recuerda. Entonces decidió que mejor iba a andar de arriba para abajo con su botiquín en la espalda y tarros de agua con bicarbonato y leche magnesia en las manos para aliviar el efecto del lacrimógeno.
Estuvo en Suba, Engativá y el Portal Resistencia. Y recibió todo tipo de señalamientos. “Los policías nos trataban a las enfermeras de sapas, perras; una vez una mujer de la fuerza disponible me gritó que me iba a llenar la boca de moscos. Incluso una de las brigadistas del Portal 80 fue capturada y señalada de terrorismo y concierto para delinquir, cuando ella andaba con su batica”, asegura. Ella no comprendía esos señalamientos, porque incluso también atendieron a miembros de la Fuerza Pública. “Uno como personal de salud debe ser imparcial y varias veces les apliqué el mismo espray que a los manifestantes, cuando los veía afectados por el gas”, dice.
Las necesidades eran tantas que Triz también empezó a ampliar su labor más allá de la salud. “Les he ayudado a conseguir mercado para sus familias, ayudé en las ollas a cocinar y a recolectar alimentos, busqué dónde alojarlos cuando en sus casas les cerraban las puertas por salir a las protestas; incluso algunas veces se quedaron en mi casa y yo compraba una libra de arroz y unos huevos y con eso comíamos todos, pero nunca nos dejábamos morir”, enumera en una lista interminable de acciones tan invisibles como importantes en el marco de la protesta.
Triz, como yo, tuvo que lidiar con los genios y los caracteres de los jóvenes. “No era fácil. Había mucho recelo entre unos y otros. Algunos de ellos solo saben responder de manera violenta, otros son más calmados. Y nosotras teníamos que ser las bravas y detenerlos muchas veces”, describe. Y lleva su propia lucha por dentro. En noviembre pasado le descubrieron leucemia y desde entonces ha tratado de balancear su vida entre el dolor, el tratamiento, su hijo, su trabajo y su apoyo a los Primera Línea.
Lorena, una madre que busca justicia
Lorena González está agotada de escuchar y leer que su hijo es “delincuente, torturador o terrorista”. Desde que era adolescente, a Sergio Andrés Pastor González le dicen Diecinueve porque se crió en la localidad número 19 de Bogotá: Ciudad Bolívar. Pero desde el 28 de julio del año pasado, su apodo pasó a ser denominado un alias por la Fiscalía, que tras su captura le imputó los delitos de tortura y concierto para delinquir por hechos que, dice Lorena, no han podido relacionar con su hijo en las audiencias.
Pese a ello, desde entonces Diecinueve ha sido descrito como líder, articulador o cabecilla de lo que las autoridades denominan un grupo delincuencial, aunque para Lorena no es más que la estigmatización de la protesta social. “Sergio ni siquiera es la cabeza de la Primera Línea del Portal Resistencia, porque ellos siempre evitaron que se dieran protagonismos. Lo que pasa es que sí asumió una vocería, varias veces dio pronunciamientos públicos sobre lo que buscaban los jóvenes con el paro y fue muy activo en redes sociales”, explica.
(Le puede interesar: Sumapaz: la historia de las mujeres que se abrieron camino en el liderazgo social)
La estigmatización la atraviesa directamente a ella, porque decidió dedicar todos sus esfuerzos a la búsqueda de justicia y libertad para su hijo, lo que la dejó sin empleo y dos veces la ha obligado a mudarse a petición de sus arrendadores. “Además de lo duro que es ver cómo difaman de mi hijo, me han señalado a mí: la mamá de un terrorista. Por eso decidí crear el Colectivo Cuerpos Presos Mentes Libres para limpiar su nombre y acompañar todo su proceso jurídico”, dice.
En ese proceso ha recibido el apoyo de la Fundación Nydia Érika Bautista y del abogado Rubén Acosta, de la Primera Línea Jurídica. Este último explica que el proceso jurídico de Diecinueve responde a un mecanismo estatal para desincentivar la protesta. “En medio de las protestas, curiosamente no capturaban a quienes cometían actos violentos sino a quienes tenían cierta visibilidad y les hicieron montajes judiciales con inflación punitiva”, describe. La técnica, según él, consiste en que “en vez de imputar daño en bien ajeno, por ejemplo, les imputaron delitos de alta gravedad, como terrorismo o concierto para delinquir”, explica. Así hay 350 personas entre sindicados y judicializados, según el registro de ese colectivo.
Por esa magnitud, nuestra lucha coincidió en la búsqueda de justicia y apoyo efectivo para las problemáticas que afrontan los jóvenes.
Los proyectos van más allá de las calles
Las protestas se pausaron, pero las necesidades y la fuerza de los jóvenes no. Por eso, todas continuamos acompañando sus procesos. Triz representa a Puente Aranda en la Unión de Resistencias de Bogotá, el colectivo de las Primera Línea que está trabajando en la construcción de una escuela popular. “Vamos a brindarles clases a adultos mayores, jóvenes y amas de casa que no han podido finalizar el bachillerato y estamos aliados con el SENA para que, luego de culminar el proceso, puedan acceder a cursos gratuitos”, explica.
Lorena sigue dedicando sus esfuerzos a la búsqueda de la libertad para su hijo y luego apoyar a otros en situaciones similares, a quienes ella llama “falsos positivos judiciales”. Y nosotros iniciamos recientemente el proyecto “Échele Ojo”, en alianza con el PNUD y la Veeduría Distrital, donde los jóvenes harán control social e incidencia en las acciones de las entidades públicas a las que cuestionaron y contra las que protestaron en el paro nacional.
*Con reportería de Natalia Romero Peñuela
**Este texto hace parte de varios productos periodísticos construidos con lideresas sociales de Santander, Córdoba, Sucre y Cundinamarca en el marco del proyecto de International Media Support (IMS) “Implementando la Resolución 1325 a través de los medios”, en asocio con la Alianza Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz y el apoyo de la Agencia Noruega para la Cooperación al Desarrollo.