La historia del pueblo que le hace frente a las disidencias en el Norte del Cauca

Segunda entrega de la crónica de un viaje por el resguardo de Tacueyó. A través de las empresas comunitarias y las iniciativas de memoria, el pueblo indígena nasa combate el estigma y el reciclaje de la guerra. Buscan promover el turismo para tener otra opción de vida.

Julián Ríos Monroy
15 de septiembre de 2024 - 09:14 p. m.

El caserío aparece 15 minutos después de dejar atrás la carretera pavimentada. Desde el otro lado del río, Tacueyó se ve como una rasgadura en la montaña. Serpenteamos el último tramo de la trocha hasta entrar al pueblo: cuatro calles y seis carreras con casas de material, la mayoría de una y dos plantas.

Un camión frena al frente de la iglesia Nuestra Señora del Tránsito, una construcción modesta pintada de azul y blanco que aún mantiene los adornos navideños en su fachada.

Por las vías camina uno que otro “kiwe thegna” (guardia indígena) identificado con su chaleco azul y su bastón de mando, así como pobladores desprevenidos de piel cobriza en bluyín y tenis, casi todos, indígenas nasa (que representan el 96% de la población de Toribío, el municipio caucano donde se ubica el resguardo de Tacueyó).

Lea la primera entrega de esta crónica: Cauca, mucho más que guerra: viaje al territorio indígena que busca mostrarse al mundo

Una de las integrantes de la cooperativa Nasalac, formada en 1986 por indígenas nasa para evitar los intermediarios en la comercialización de lácteos.
Una de las integrantes de la cooperativa Nasalac, formada en 1986 por indígenas nasa para evitar los intermediarios en la comercialización de lácteos.
Foto: Julián Ríos Monroy

Varios de los locales comerciales alrededor del parque están destinados a microempresas comunitarias que han creado los nasa en las últimas décadas, para darle forma a los planes de vida que establecieron hace 44 años bajo la guía del padre Álvaro Ulcué Chocué, el primer párroco indígena del país.

Hoy por hoy, en medio del abandono estatal y el control violento que las disidencias de las FARC intentan imponer en este territorio enterrado en las montañas del Norte del Cauca, esas iniciativas económicas se han convertido en la principal carta de las autoridades indígenas para resistir al conflicto y garantizar su soberanía alimentaria. (Este sábado, en la primera entrega de esta crónica, le contamos cómo se resiste a la violencia a través del cuidado del territorio y el turismo indígena).

“Los grupos ilegales, históricamente, han tratado de involucrar a las comunidades en sus acciones. Actualmente tienen reclutados a varios de nuestros jóvenes, pero a partir de nuestras empresas tratamos de mostrarle a la población que hay opciones, que desde lo comunitario podemos salir adelante”, dice uno de los líderes indígenas de Tacueyó.

Resistir a la ilegalidad desde lo colectivo

Pensar en colectivo la vida y el territorio es una de las bases de la cultura nasa. Estos lazos se crean desde el nacimiento, cuando el cordón umbilical del niño se entierra en la cocina u otro espacio de la casa de sus padres.

Mientras crece, camina de la mano de sus abuelos, aprende a interpretar los vientos y recorridos de las aguas, acompaña a sus padres a las tulpas de pensamiento y las reuniones, en las que siempre se habla de lo político organizativo, de juntarse en mingas para cultivar, arreglar las casas, mantener los caminos, protestar, construir…

Bajo ese precepto comunitario nació, en 2002, el Fondo Rotatorio Kwentyu’, una suerte de banco indígena con sede en Tacueyó. “Los mayores soñaron con un sistema financiero adaptado a nuestro territorio”, dice Emma Fernanda Latín, la coordinadora del fondo, que se ubica en la “yat wala” (casa grande), la edificación donde se concentran las autoridades políticas, ambientales y de salud del resguardo.

Las paredes de la “yat wala” están decoradas con murales coloridos que reproducen la historia de los espacios sagrados y los líderes históricos de la zona. Debajo de una pintura del padre Ulcué está el retrato de José Miller Correa, una reconocida autoridad de Tacueyó que fue asesinada en marzo de 2022, cuya figura se convirtió en un símbolo de la resistencia nasa.

“Como acá la tierra es colectiva y no se puede hipotecar, teníamos dificultades para pedir préstamos en el Banco Agrario. En sus inicios, el fondo se creó para solventar las necesidades de los comuneros que querían sembrar comida, pero ahora estamos fomentando la cultura del ahorro y generando alternativas distintas a los cultivos de uso ilícito, como la ganadería, el turismo o el acceso a educación”, explica Latín.

Acá, donde los grupos ilegales se imponen no solo por la fuerza de las armas, sino porque muestran una opción de obtener ingresos y poder que los jóvenes ven lejana en otros campos, una alternativa de crédito como el fondo rotatorio se convierte en una barrera para tener nexos con los violentos. Si el indígena quiere abandonar los cultivos de marihuana o coca, allí le hacen el presupuesto, lo asesoran y le dan los insumos agropecuarios.

Ese tema, el de las siembras de uso ilícito, sigue despertando controversia entre las comunidades. Aunque desde febrero de 1985, con la resolución de Vitoncó, se ordenó restringir esas plantas solo a usos medicinales y ancestrales, el mandato no se cumplió.

Cuando anochece, las montañas de Tacueyó parecen pesebres formados por las bombillas de los cultivos de cannabis. De ahí que una de las principales apuestas sea incentivar la sustitución de las matas que respondan a la dinámica del narcotráfico, cuyo control atrae a los grupos ilegales.

Lea: La lucha de los indígenas contra los cultivos de marihuana

“Siempre nos han estigmatizado por el tema del conflicto, pero como indígenas no compartimos eso, y por eso identificamos las problemáticas y damos opciones”, dice la coordinadora.

Un ejemplo de eso es el concesionario de motocicletas. La iniciativa surgió porque las autoridades vieron que al pueblo estaban llegando vehículos de origen dudoso, y decidieron crear una opción para que los comuneros pudieran comprar motos nuevas, con todas las garantías de legalidad, dándoles facilidades de pago.

La historia de las microempresas comunitarias

A una cuadra del parque principal, en una casa de paredes blancas de una planta, está la sede de Nasalac, donde Luz Mary Sandoval organiza un mostrador con quesos y yogures en todas sus presentaciones. La empresa nació en 1986, poco después de las primeras recuperaciones de fincas que estaban en poder de terratenientes pese a tener títulos coloniales que las certificaban como parte de los territorios indígenas.

De verdad quisiéramos darle trabajo a toda nuestra juventud. Es mucho mejor que estén acá a que se vayan a los grupos armados o a los cultivos de uso ilícito

“Ya con un pedacito de tierra y ganado, la gente vio la necesidad de organizar una empresa para sacar a los intermediarios. Primero recogíamos la leche por las veredas y las llevábamos a vender al municipio de Caloto, pero con los años vimos la necesidad de transformar y tener productos que pudiéramos consumir y comercializar lo nuestro”, cuenta el mayor Gustavo Orozco, un nasa rollizo y de bigote que estuvo entre los primeros asociados. Hoy por hoy, 240 familias participan en Nasalac y distribuyen sus productos en colegios, tiendas y supermercados de seis municipios del norte del Cauca.

Al frente, cruzando la calle, aparece un hombre de camiseta roja debajo del marco de una puerta de metal. Su nombre es Reinaldo Peteche y empezó a sembrar café en estas montañas hace 24 años. En 2011, junto a otros 40 indígenas productores del grano, formó una asociación que ya tiene más de 500 socios y se encarga de transformar el café y conectar a los cultivadores con las empresas, para que se lo compren directamente.

A media hora del casco urbano de Tacueyó, en camino a la vereda Santo Domingo, se ubica una de las iniciativas económicas más prósperas de los nasa de esta región: Truchas Juan Tama. Lo que empezó como un proyecto de jóvenes que buscaban recursos a finales de la década de 1990 se convirtió en un centro de producción con más de 20 lagos, del que cada mes salen entre 10 y 11 toneladas de pescado a los resguardos cercanos y ciudades como Cali, Medellín y Pereira.

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“Acá trabajamos más de 60 personas, y la mayoría son jóvenes. De verdad quisiéramos darle trabajo a toda nuestra juventud. Es mucho mejor que estén acá a que se vayan a los grupos armados o a los cultivos de uso ilícito”, dice una de las fundadoras de la iniciativa.

Santo domingo, una apuesta por la memoria entre un valle de palmas

Desde el aire, el valle de palmas de cera del Sinaí parece infinito. Son montañas y montañas cubiertas de troncos rectos de hasta 60 metros que surcan un río de agua cristalina que brota desde el nevado del Huila, muy cerca de allí.

Esas mismas palmeras aparecen, de fondo, en una imagen capturada por el fotógrafo de El Espectador Luis Ramírez el 9 de marzo de 1990, durante la entrega de armas del M-19, la guerrilla liderada por Carlos Pizarro Leongómez, cuyo proceso de paz se llevó a cabo acá, en Santo Domingo.

De aquella época apenas sobreviven un par de casas de madera que en su momento ocuparon los hombres de Pizarro, y un letrero desvencijado que declara a la zona como territorio de paz. Camino por la plazoleta del caserío junto a William Díaz Velazco, un líder social que, junto a sus vecinos, trata de impulsar el turismo en este territorio.

“En su momento, tuvimos muchas esperanzas con ese proceso, que ha sido tan histórico que hoy en día tenemos un presidente de la República que perteneció a esa guerrilla, Gustavo Petro. Sentimos que Santo Domingo se quedó en las mentes de muchos, pero por la estigmatización nadie quiere venir, por la violencia que se ha vivido acá”, dice Díaz mientras se acomoda una ruana con la que ataja el frío de la tarde.

Hace algunos años, los pobladores de la vereda le apostaron a construir un museo de la memoria. Con oleos, retrataron en las paredes varios de los eventos históricos del caserío: la llegada de los campesinos y su encuentro con los indígenas, el incendio que sufrió el pueblo en 1958 (en la época de La Violencia), el inicio del proceso de recuperación de tierras, el renacer del periodo de paz que alcanzaron a vivir y la huella del proceso de paz con el M-19.

Esa iniciativa complementa los planes turísticos de la zona: caminatas por el valle de palmas, senderos ecológicos, avistamiento de aves, recorridos al cerro de La Muela y los páramos cercanos.

Wiliam asegura que es una suma de intentos por encontrar una nueva esperanza de vida: “En medio de este conflicto tenemos que buscar opciones. Lo único que le pedimos a la gente es que se dé la oportunidad de venir, porque acá, como comunidad, trabajamos para forjar vida, fortalecer a nuestras familias y a la madre tierra”.

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Justo antes de montarnos a la camioneta para volver a Tacueyó, una pareja de hermanos que estuvieron presentes en las entrevistas -ella de 7 años, él de 9- me abordan con la cautela de quien va a confesar un secreto. Los niños me llevan a un rincón del museo de la memoria y me cuentan que hace ya varios meses, “un señor” visitó el caserío y les prometió un parque infantil.

“Nos dijo que podía ser un parque grande, con toro mecánico y todo, o uno más sencillito, con columpios y rodaderos, pero no volvió y nunca vinieron a poner nada para que podamos jugar. Entonces queríamos preguntarle si usted nos puede traer un parque”, dice ella, tratando de encontrarle cura a la desilusión.

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Salimos de Santo Domingo con las últimas luces de la tarde. Los hermanos se quedan jugando con una carretilla de construcción, y yo me voy con la frustración de no poder darles una respuesta. Acá, en los lugares a los que el Estado nunca llega, donde los grupos ilegales dictan el orden y someten, hasta las demandas más básicas parecen una realidad inalcanzable. Por eso este pueblo se abraza a lo único que tiene para resistir a esa violencia estructural: su territorio, su fuerza ancestral y la oportunidad de mostrarlas al mundo para buscar una nueva opción de vida.

*Si está interesado en conocer este territorio de la mano de las autoridades indígenas, puede comunicarse al correo representacionlegal@tacueyo.co o economicoambiental@cric-colombia.org. También, a los teléfonos 3202687226 o 3113362156.

Julián Ríos Monroy

Por Julián Ríos Monroy

Periodista y fotógrafo. Es subeditor de Colombia+20 y profesor de cátedra en la Universidad del Rosario.@julianrios_mjrios@elespectador.com

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Maribel(27840)16 de septiembre de 2024 - 01:59 a. m.
Amén
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