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La política de drogas “Sembrando Vida Desterramos el Narcotráfico” 2023-2033 que este martes presenta el presidente Gustavo Petro en Cauca ha recibido comentarios positivos y también críticas de distintos sectores por las inconsistencias y vacíos detectados. En comparación con los enfoques punitivos predominantes en el pasado, la política formulada reconoce explícitamente que la “guerra contra las drogas” fracasó a nivel mundial, lo que exige transformar sustancialmente las premisas que criminalizan a los pequeños productores de plantas prohibidas, a los consumidores de drogas y mantienen en un segundo plano los enfoques de secuencia debida y derechos humanos también incluidos en instrumentos de Naciones Unidas.
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Consciente de que el nuevo paradigma de drogas depende de un dudoso consenso internacional, Petro propone una transición de una década donde se combinan acciones de liderazgo internacional para la reforma de las Convenciones de Viena con acciones internas orientadas a la transformación estructural de los territorios con coca, amapola y marihuana acompañada de programas de reconversión de economías ilícitas a lícitas de alcance regional, la restauración ambiental de áreas protegidas, la posibilidad de usos alternativos de la hoja de coca y del cannabis, la regulación del mercado de marihuana recreativa y la reducción de riesgos y daños en el consumo de drogas que airean los preceptos jurídico-represivos repetidos en los últimos cincuenta años en Colombia.
El oxígeno para solucionar los aspectos sociales de las drogas no llega solo. Una estrategia de asfixia al narcotráfico acentuará la represión sobre las cadenas de procesamiento y tráfico de las drogas y la desarticulación de las organizaciones criminales que se lucran del negocio ilícito, dentro de una estrategia de más garrote al narcotráfico y más zanahoria a los cultivadores que no se aleja de los preceptos de reducción de oferta del que Petro se alejó en los discursos de campaña.
Esta es la razón por la que se notan algunas inconsistencias en la política de drogas, novedosa en la narrativa del diagnóstico, pero anclada todavía en estrategias de disminución de oferta de drogas y de hectáreas cultivadas que echan por tierra la promesa de gradualidad para la reconversión económica a la que aspira el campesinado.
Una pregunta a responder es cuánto influyó la Casa Blanca en la confección final de la política de drogas de Colombia y sobre todo que hay que esperar en el plan operativo de la misma, donde es más difícil disfrazar con los vocablos de lo “holístico” y lo “integral” las estrategias antidrogas con que el Departamento de Estado mide el comportamiento de los llamados países de la oferta. En este sentido, preocupa el curso de la tercera reunión antinarcóticos entre los gobiernos de Colombia y los Estados Unidos que concluyó el pasado 26 de septiembre. En el tono usual de la sección Antinarcóticos de la Embajada Estadounidense, se acordó “proveer oportunidades de desarrollo económico lícito como alternativa a los cultivos ilícitos, en conjunción con esfuerzos continuados estratégicos de erradicación”, por encima del interés del gobierno nacional por cambiar de estrategia.
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Otra vez el énfasis en los cultivos de uso ilícito
El gobierno acepta erradicar 100.000 hectáreas de cultivos de coca, voluntariamente afirma, pero sin descartar la eliminación forzosa no solo de los cultivos “industriales” sino también de pequeñas siembras si se comprueba que se realizaron “después de la publicación de la política” o si sus propietarios fallaron en los compromisos adquiridos, sin que se sepa aún cuáles son estos, ni cuándo comenzarán a pactarse y mucho menos cuando empezarán a volverse realidad. Estos condicionamientos dejan espacio para que técnicos y funcionarios impongan filtros de exclusión para que las familias no reciban las ayudas del Estado, como sucedió con más de 13 mil hogares desafiliados del Programa Nacional de Sustitución en el pasado gobierno.
El interrogante sobre la sincronía entre estas erradicaciones y la transformación territorial vuelve dolorosamente a plantearse. Así le sucedió al PNIS, al Programa Guardabosques, al PLANTE y a anteriores proyectos de sustitución que se adelantaron en el país. Estas promesas de “transformación territorial” no alcanzaron a cubrir ni siquiera la expectativa del cambio por cultivos medianamente sostenibles para la subsistencia familiar. Ajustar la sincronía entre el pedido y la acción de erradicar sin un adecuado engranaje institucional, sin presupuestos sostenibles y con temporalidades realistas, solo reproducirá las fallas anteriores.
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Petro ofrece más interdicción de droga procesada, más destrucción de laboratorios y más control de insumos como se ha hecho en todos los gobiernos. No hay que olvidar que estas rutas, caletas y laboratorios están en zonas rurales donde viven las comunidades. Para aumentar resultados operacionales, las autoridades atacan los cambullones rudimentarios del pequeño productor, arrancan cultivos pequeños, controlan la gasolina que se usa para múltiples fines, no solo para procesar cocaína, y al reducirse el dinero circulante en los territorios, el campesinado se empobrece sin que la solución económica productiva o las inversiones sociales lleguen con esa misma rapidez. A comienzos de la década del 2000 las comunidades experimentaron estos malos resultados.
¿Nueva versión de estabilización y consolidación?
Además de la intención de erradicar de manera forzosa los grandes cultivos y los pequeños de campesinos desobedientes, como está sucediendo en Putumayo, Sur de Bolívar y Guaviare, la política deja entrever una estrategia similar al Plan Nacional de Consolidación ya ensayado en los gobiernos Uribe y Santos. En estos planes cívico-militares ingresa primero la Fuerza Pública a los territorios y de acuerdo a los resultados operacionales obtenidos llega la oferta de inversión social. La militarización de los territorios, el debilitamiento de autoridades locales, la descoordinación y la paquidermia institucional impiden la gobernabilidad y la materialización de derechos de las poblaciones. En este punto, el Gobierno y el movimiento social deberían revisar la experiencia de la región de La Macarena, cuyos resultados de corto plazo fueron a la postre insostenibles.
No se aboga aquí por la inacción en seguridad, máxime cuando los actores armados dependen de economías ilícitas para financiarse y el control territorial es una de sus premisas. Pero deben construirse rutas claras que conlleven, si eso es lo que se propone, a resolver en la mesa de negociaciones, el desescalamiento del conflicto, el respeto al DIH y los Derechos Humanos de la población civil y a los mecanismos de convivencia que las comunidades establezcan en sus territorios. Si esto no se logra, la fusión de economías ilícitas, corrupción y guerra puede dar al traste con el oxígeno que necesitan las comunidades rurales y el propio Petro para poner los primeros ladrillos de la nueva política de drogas y la Paz Total.