¿Qué pasó con los secuestrados de la toma de Mitú, 20 años después?

Jorge Andrés Salamanca, quien en 1998 tenía 19 años, cuenta qué ha pasado con la vida de los 61 miembros de la Policía Nacional secuestrados, muchos de ellos oriundos del Vaupés y auxiliares bachilleres que prestaban servicio militar. Dice que la institución les dio la espalda.

Edinson Arley Bolaños / @eabolanos
02 de noviembre de 2018 - 11:00 a. m.
Jorge Andrés Salamanca, tiene hoy 40 años y estaba prestando servicio militar en la Policía cuando fue secuestrado por las Farc. / Andrea Quintero
Jorge Andrés Salamanca, tiene hoy 40 años y estaba prestando servicio militar en la Policía cuando fue secuestrado por las Farc. / Andrea Quintero
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Hoy hace 20 años, Mitú no descansaba de las balas, las granadas y los cilindros de la guerrilla y la Fuerza Pública. Era el segundo día de la toma de las Farc, por primera vez a una capital departamental, y el control del comando ya estaba en sus manos. El día anterior, en la noche del 1º de noviembre, la guerrilla se llevó a los 61 miembros de la Policía a lo más profundo de la selva de la Orinoquia colombiana. Desde ese día pasarían dos años y siete meses para que los uniformados recobraran la libertad en el marco del acuerdo de intercambio humanitario, pactado por el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc durante el proceso de paz de San Vicente del Caguán (Caquetá).

Jorge Andrés Salamanca Espitia fue uno de los auxiliares secuestrados. Es oriundo de Mitú, la capital del Vaupés, y tenía 19 años cuando el comandante Romaña —cuenta hoy, a sus 40— lo retuvo mientras se escondía en un cerro cerca del pueblo. Siete guerrilleros lo rodearon, le dijeron que era “prisionero de guerra” y que debía acompañarlos al pueblo, “a pesar de los enfrentamientos que continuaban”, para sacar de las casas a los otros auxiliares que eran de Mitú.

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“¡Y a la fuerza quién no va!”, exclama Salamanca, aún con el recuerdo de lo que fue esa misión dolorosa para el resto de su vida. “Bajamos del cerro. De un lado tiraban granadas; de otro, el avión fantasma rociaba con la ametralladora punto 50. Mientras tanto atravesábamos la pista de aterrizaje. Fuimos a la casa de Fabián Rojas, Alexánder Mujica y de otros compañeros que no recuerdo. Las Farc nos reunieron en una casa del pueblo y al otro día nos trasladaron nuevamente al cerro. De ahí, cuando la toma se había acabado, caminamos horas y horas, y en la noche llegamos al río Vaupés, nos embarcaron en un planchón, taparon la visibilidad y partimos sin rumbo fijo”, rememora Salamanca.

Caminaron y navegaron por los ríos Miraflores y Calamar (Guaviare). Estuvieron cerca de Mitú, pero en la selva, y la última etapa fue en la zona de distensión en La Macarena (Meta), a unas horas de donde el Gobierno negociaba con la guerrilla. Caminaban con una soga en el cuello, la cual estaba amarrada al pie de quien iba delante de la marcha, para evitar una fuga, recuerda. Así pasarían los días de la rutina insoportable de vivir privados de la libertad.

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Salamanca estaba junto a los otros uniformados secuestrados en la toma. Algunos de ellos eran los policías de mayor rango en la institución regional: el general Luis Herlindo Mendieta, director del Comando de la Policía del Vaupés, junto a los tenientes coroneles William Donato y Enrique Murillo, además de los sargentos Arbey Delgado y César Augusto Lasso; los capitanes Enrique Murillo y Julián Ernesto Guevara; el teniente Javier Rodríguez y el subintendente John Frank Pinchao. 

Hacían parte de la lista de los 61 policías secuestrados en la toma de Mitú, pero en el intercambio humanitario solo serían liberados 54 auxiliares y patrulleros de la institución. Por eso, en los años siguientes, el subintendente Pinchao se escaparía en 2007 en un corregimiento de Pacoa (Vaupés); en la operación Jaque sería liberado el teniente Javier Rodríguez, y en la operación Camaleón, desarrollada el 10 de junio de 2010, serían rescatados en las selvas de Calamar (Guaviare) el general Mendieta, los tenientes coroneles Donato y Murillo, y el sargento Delgado. El capital Guevara murió en cautiverio y su cuerpo fue sepultado por sus familiares luego de recibir los restos el 31 de mayo de 2010. Mientras tanto, el cuerpo del intendente Luis Hernando Peña Bonilla, quien habría muerto después del capitán, aún está desaparecido.  

Por eso, cuando la guerrilla les informó a Salamanca y sus compañeros que iban a ser liberados, a los anteriores los despacharon con rumbo desconocido, cuenta. Ese día de 2001, a las 4 a.m., se montaron en una lancha y estuvieron ocho días navegando distintos ríos entre el Guaviare y el Vaupés. Una madrugada, cuando anclaron a la orilla de un río, de pronto alguien empezó a gritar el apodo que le tenían en el pueblo: “Píter, Píter, salga, salga marica, no tenga miedo”, le gritaban desde afuera de la embarcación.

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Él pidió autorización a sus compañeros y salió, porque no sabía quién era ni de qué se trataba. Eran las 2 a.m. y ellos aún no sabían que iban a ser liberados. “En la proa, de espaldas y con las manos en los bolsillos se miraba una silueta de contextura media, cabello largo ondulado, camiseta esqueleto, sudadera de camuflado y botas pantaneras. Me fui acercando y, vaya sorpresa: era un gran amigo de infancia de Mitú al que le decían Chómpiras. Nos abrazamos, lloramos, me pidió disculpas y me dio la noticia de que pronto recobraría mi libertad”, dice Salamanca, quien aún tiene pesadillas con la guerra, la oscuridad y las balas.

Diez días después de esa travesía, por fin, en el aeropuerto de La Macarena (Meta), luego de que los guerrilleros le hicieran calle de honor, Salamanca corrió junto a los 352 uniformados, secuestrados en diferentes tomas como la de Puerto Rico (Meta) y Patascoy (Nariño), aunque su vuelo sería el último en salir hacia la Base Aérea de Catam, en Bogotá. Ese mismo día, mientras su madre lo esperaba controlada por los médicos y psicólogos, él llegó para alisarle el cabello por detrás y decirle que tranquila, que él estaba con ella y que le deseaba un feliz cumpleaños ese 28 de junio de 2001.

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Pasaron los meses en libertad. Salamanca y sus compañeros recurrieron a la institución, pero ésta les dio la espalda, relata el entonces auxiliar de la Policía. “Queríamos seguir en nuestra institución, a pesar de lo que sucedió, pero no nos dieron la oportunidad de hacer el curso de oficiales. Querían que saliéramos como patrulleros y que fuéramos a las estaciones de zonas roja y naranja, pero no aceptamos. Solo uno firmó la incorporación como patrullero y el resto interpusimos una demanda contra el Estado, pero después de diez años de la liberación, la institución concilió con nosotros con sumas irrisorias”, relata hoy Salamanca, quien añora estudiar y trabajar para consolidar el Acuerdo de Paz con quienes fueron sus verdugos.

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Por Edinson Arley Bolaños / @eabolanos

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