Resistirse a morir es un acto político: Colectivo de Comunicaciones Montes de María
Dos cofundadoras del Colectivo de Comunicaciones Montes de María Línea 21 narran, desde su experiencia, el valor y significado que ha tenido resistir desde el tejido en un territorio como los Montes de María. Desde 1994, a través de esta actividad, han buscado hilar la memoria de lo que vivieron en el conflicto armado.
Soraya Bayuelo e Italia Samudio*
En los tiempos de la guerra que creíamos ya pasada, en los Montes de María las balas zumbaban su rutina mortal cada febrero; luego cada mes, cada semana, cuando a los ejércitos se les antojara. En medio de ese horror, las comunidades montemarianas decidimos no seguir protagonizando los titulares en rojo de la prensa nacional desde el miedo o la rabia, que se sumaban a los silencios ordenados por la historia oficial. Tenía que ser una decisión, porque resistirse a morir es un acto político, un gesto de enorme valentía ante una muerte impuesta, especialmente si el campo de batalla es la propia casa.
Entonces, los habitantes de Montes de María nos juntamos y lloramos y tejimos nuestras palabras en telares, por convicción y hartazgo ante una guerra que se estaba llevando no solo la vida de mucha gente, sino también nuestro futuro y el del territorio, la casa grande.
Recurrimos a ese oficio ancestral de la narración tejida porque en la factura de la palabra contada yacen y se exponen los principios de la identidad, esa misma que se ha pretendido editar con la mentira, que es “el arma de la guerra”, como lo explicaba Ingrid Betancourt recientemente ante la Comisión de la Verdad.
Han sido siempre otros los que vienen y hablan por nosotros, los que definen y también deciden sobre nuestro territorio. Implantaron con balas su agenda económica, y cuando nuestra fuerza colectiva y ancestral representó su mayor obstáculo, nos pusieron a todos las máscaras de su guerra y dijeron que hacíamos parte de uno y otro bando, que cada uno de nuestros miles de muertos tenía justificación. En ese teatro perverso, las comunidades indefensas fueron presentadas ante el mundo no como un territorio, sino como un campo de batalla.
(Lea también: “Se escuchan voces de perdón de quienes hacen poco llamaban al odio”: Manuel Ramiro Muñoz)
Es por ello que resistirse a una identidad impuesta con sangre es un acto profundamente ético, de valor por la vida propia y la de los demás.
Para sobrevivir a esa realidad, unos y otras, con ritmo frenético, corrimos por los montes y las ciudades ajenas huyendo de la barbarie. En ese entonces la cotidianidad nos obligaba a dormir con zapatos y a llevar la cédula metida en la ropa para no terminar como un NN, en alguna fosa común o en algún titular de cifras y mentiras, que a la postre eran lo mismo. En los tiempos de la guerra, la vida se envolvía en tres jirones, el silencio se podía tocar y fuimos desterrados hasta del derecho a llorar nuestros muertos.
Antes, cuando caminar por los Montes de María era sinónimo de libertad, la siembra y la cosecha, la sequía y el hambre eran asunto de todos y se cantaban en la música de gaita india y tambores negros. La palabra ha representado para nosotros el hilo que se trenza para juntar colores y texturas diferentes: campesinas, luchadores, tejedoras, profesores, cantadoras. Montes de María tiene una historia de encuentros y una identidad fecunda. Nos hacemos con otros y otras, y así se lo contamos a nuestros hijos e hijas.
Pero los señores de la guerra vinieron por las tierras, por las vías, por el agua, y ocuparon estratégicamente las alcaldías, las Oficinas de Instrumentos Públicos, los batallones, los mercados de alimentos y las urnas electorales. Se llevaron por delante al que se les atravesó siguiendo la instrucción de abrirle paso al progreso que se sueñan en una capital que orbita más cerca de las estrellas y muy lejos de la realidad; como si matar fuera solo un requisito, como si el desarrollo se decretara con masacres y la riqueza se consolidara a punta de hambre.
Refundaron así el territorio, y lo rebautizaron: Zona Roja, Teatro de Operaciones Militares, Zona de Consolidación, de Rehabilitación. Trajeron sus batallones, más pie de fuerza decretada en sus Consejos de Seguridad –como hoy–. Dijeron que con una guerrilla doblegada por fin habría paz, y eso mismo repitieron con el brazo paramilitar desmovilizado. Insistieron en que, si se cambiaba el cultivo del ajonjolí por la palma aceitera y la teca, habría paz. Todo eso dijeron, pero no hubo paz.
(Vea: Lecciones de la Comisión de Verdad de Perú para Colombia)
Contar la historia no es una labor de simples escribanos porque lo que se resuelve en la imprenta oficial traspasa la piel: se convierte en explicación y motivos, para vivir y para morir, y a nosotros nos llegó como sentencia. En la narración montemariana las mujeres y los hombres narramos el futuro tejiendo en la urdimbre de la memoria; y lo hacemos, como siempre, en común unidad, en colectivo, con otros y para otros. Por todos. Lo aprendimos a hacer así, entendiendo que, por ejemplo, la madera del roble es la más fuerte para cimentar la memoria –es decir, los ejes del telar–. La de carreto, en cambio, sirve para juntar la estructura –la alegría y los abrazos–. Contamos y cantamos que la urdimbre debe ser lo suficientemente fuerte para incluir hilos de mil colores, y al mismo tiempo noble, para dejarlos bailar rítmicamente siguiendo la partitura que les es propia, la del encuentro y la organización comunitaria, la del sancocho y la lucha por las tierras, la del bien común.
En esa narración que surge al paso del hilo que los comunica a todos, la paleta va y viene recordando lo que es importante y sella ese poema a mil manos que es nuestra voz telúrica. Así se ha hecho siempre el trabajo comunitario, tejiendo con el alma, escuchándonos. Y cuando ya no haya árboles para bastidores, tierras para sembrarlos ni manos para tejer, quedará la memoria de esa historia, narrada siempre en primera persona del plural.
Esa es la Verdad, con mayúsculas, que nunca se dejará de contar en el territorio a pesar de que sus montañas, valles, ciénagas y ríos hayan quedado signados por la tragedia y con ello se deba sobrevivir. Eso, sobrevivir, es reconocerse vivos en la historia dolorosa que nos es común porque también es contada por el vecino, por el estudiante, por los profesores, por los campesinos, por las mujeres, por los viejos, que son los robles de la memoria.
En la versión oficial nadie preguntará por los nombres ni las historias del alma del tejido, y los titulares no le contarán al mundo lo que ha significado volver a ver la muerte a los ojos para un pueblo que hace menos de veinte años se desgarraba a bombazos y le tocaba hablar en susurros. Los escribanos oficiales están ocupados hoy buscando afanosamente los titulares para la masacre de mañana en otro rincón de este país sin oídos, mientras la esperanza de la No Repetición sigue escrita en algún papel hecho trizas.
Y, sin embargo, contar la historia, narrar desde la memoria y con el corazón en el futuro, es una opción a la que no renunciamos en el territorio, como no abandonamos la esperanza de una vida digna. Lo seguiremos haciendo porque esa es nuestra raíz. A ello hay que aferrarse para continuar el camino y seguir tejiendo la vida.
Colectivo de Comunicaciones Montes de María Línea 21
Premio Nacional de Paz 2003.
*Este texto es producto de “Reflexiones sobre la verdad”, una alianza de Colombia2020 con la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.
En los tiempos de la guerra que creíamos ya pasada, en los Montes de María las balas zumbaban su rutina mortal cada febrero; luego cada mes, cada semana, cuando a los ejércitos se les antojara. En medio de ese horror, las comunidades montemarianas decidimos no seguir protagonizando los titulares en rojo de la prensa nacional desde el miedo o la rabia, que se sumaban a los silencios ordenados por la historia oficial. Tenía que ser una decisión, porque resistirse a morir es un acto político, un gesto de enorme valentía ante una muerte impuesta, especialmente si el campo de batalla es la propia casa.
Entonces, los habitantes de Montes de María nos juntamos y lloramos y tejimos nuestras palabras en telares, por convicción y hartazgo ante una guerra que se estaba llevando no solo la vida de mucha gente, sino también nuestro futuro y el del territorio, la casa grande.
Recurrimos a ese oficio ancestral de la narración tejida porque en la factura de la palabra contada yacen y se exponen los principios de la identidad, esa misma que se ha pretendido editar con la mentira, que es “el arma de la guerra”, como lo explicaba Ingrid Betancourt recientemente ante la Comisión de la Verdad.
Han sido siempre otros los que vienen y hablan por nosotros, los que definen y también deciden sobre nuestro territorio. Implantaron con balas su agenda económica, y cuando nuestra fuerza colectiva y ancestral representó su mayor obstáculo, nos pusieron a todos las máscaras de su guerra y dijeron que hacíamos parte de uno y otro bando, que cada uno de nuestros miles de muertos tenía justificación. En ese teatro perverso, las comunidades indefensas fueron presentadas ante el mundo no como un territorio, sino como un campo de batalla.
(Lea también: “Se escuchan voces de perdón de quienes hacen poco llamaban al odio”: Manuel Ramiro Muñoz)
Es por ello que resistirse a una identidad impuesta con sangre es un acto profundamente ético, de valor por la vida propia y la de los demás.
Para sobrevivir a esa realidad, unos y otras, con ritmo frenético, corrimos por los montes y las ciudades ajenas huyendo de la barbarie. En ese entonces la cotidianidad nos obligaba a dormir con zapatos y a llevar la cédula metida en la ropa para no terminar como un NN, en alguna fosa común o en algún titular de cifras y mentiras, que a la postre eran lo mismo. En los tiempos de la guerra, la vida se envolvía en tres jirones, el silencio se podía tocar y fuimos desterrados hasta del derecho a llorar nuestros muertos.
Antes, cuando caminar por los Montes de María era sinónimo de libertad, la siembra y la cosecha, la sequía y el hambre eran asunto de todos y se cantaban en la música de gaita india y tambores negros. La palabra ha representado para nosotros el hilo que se trenza para juntar colores y texturas diferentes: campesinas, luchadores, tejedoras, profesores, cantadoras. Montes de María tiene una historia de encuentros y una identidad fecunda. Nos hacemos con otros y otras, y así se lo contamos a nuestros hijos e hijas.
Pero los señores de la guerra vinieron por las tierras, por las vías, por el agua, y ocuparon estratégicamente las alcaldías, las Oficinas de Instrumentos Públicos, los batallones, los mercados de alimentos y las urnas electorales. Se llevaron por delante al que se les atravesó siguiendo la instrucción de abrirle paso al progreso que se sueñan en una capital que orbita más cerca de las estrellas y muy lejos de la realidad; como si matar fuera solo un requisito, como si el desarrollo se decretara con masacres y la riqueza se consolidara a punta de hambre.
Refundaron así el territorio, y lo rebautizaron: Zona Roja, Teatro de Operaciones Militares, Zona de Consolidación, de Rehabilitación. Trajeron sus batallones, más pie de fuerza decretada en sus Consejos de Seguridad –como hoy–. Dijeron que con una guerrilla doblegada por fin habría paz, y eso mismo repitieron con el brazo paramilitar desmovilizado. Insistieron en que, si se cambiaba el cultivo del ajonjolí por la palma aceitera y la teca, habría paz. Todo eso dijeron, pero no hubo paz.
(Vea: Lecciones de la Comisión de Verdad de Perú para Colombia)
Contar la historia no es una labor de simples escribanos porque lo que se resuelve en la imprenta oficial traspasa la piel: se convierte en explicación y motivos, para vivir y para morir, y a nosotros nos llegó como sentencia. En la narración montemariana las mujeres y los hombres narramos el futuro tejiendo en la urdimbre de la memoria; y lo hacemos, como siempre, en común unidad, en colectivo, con otros y para otros. Por todos. Lo aprendimos a hacer así, entendiendo que, por ejemplo, la madera del roble es la más fuerte para cimentar la memoria –es decir, los ejes del telar–. La de carreto, en cambio, sirve para juntar la estructura –la alegría y los abrazos–. Contamos y cantamos que la urdimbre debe ser lo suficientemente fuerte para incluir hilos de mil colores, y al mismo tiempo noble, para dejarlos bailar rítmicamente siguiendo la partitura que les es propia, la del encuentro y la organización comunitaria, la del sancocho y la lucha por las tierras, la del bien común.
En esa narración que surge al paso del hilo que los comunica a todos, la paleta va y viene recordando lo que es importante y sella ese poema a mil manos que es nuestra voz telúrica. Así se ha hecho siempre el trabajo comunitario, tejiendo con el alma, escuchándonos. Y cuando ya no haya árboles para bastidores, tierras para sembrarlos ni manos para tejer, quedará la memoria de esa historia, narrada siempre en primera persona del plural.
Esa es la Verdad, con mayúsculas, que nunca se dejará de contar en el territorio a pesar de que sus montañas, valles, ciénagas y ríos hayan quedado signados por la tragedia y con ello se deba sobrevivir. Eso, sobrevivir, es reconocerse vivos en la historia dolorosa que nos es común porque también es contada por el vecino, por el estudiante, por los profesores, por los campesinos, por las mujeres, por los viejos, que son los robles de la memoria.
En la versión oficial nadie preguntará por los nombres ni las historias del alma del tejido, y los titulares no le contarán al mundo lo que ha significado volver a ver la muerte a los ojos para un pueblo que hace menos de veinte años se desgarraba a bombazos y le tocaba hablar en susurros. Los escribanos oficiales están ocupados hoy buscando afanosamente los titulares para la masacre de mañana en otro rincón de este país sin oídos, mientras la esperanza de la No Repetición sigue escrita en algún papel hecho trizas.
Y, sin embargo, contar la historia, narrar desde la memoria y con el corazón en el futuro, es una opción a la que no renunciamos en el territorio, como no abandonamos la esperanza de una vida digna. Lo seguiremos haciendo porque esa es nuestra raíz. A ello hay que aferrarse para continuar el camino y seguir tejiendo la vida.
Colectivo de Comunicaciones Montes de María Línea 21
Premio Nacional de Paz 2003.
*Este texto es producto de “Reflexiones sobre la verdad”, una alianza de Colombia2020 con la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.