Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hace 30 años, en Medellín, un grupo armado comenzó a matar a todo aquel que representara liderazgo en derechos humanos. La casa Castaño daba forma a su organización y su pistolero mayor, en contraste el menor del clan, Carlos Castaño, forjó su propia hora de exterminio. En seis meses, entre julio y diciembre, él y sus hombres asesinaron a 17 profesores y estudiantes de la Universidad de Antioquia, a los principales líderes del Comité de Derechos Humanos del departamento y a los dirigentes representativos de la Unión Patriótica y la Juventud Comunista.
Lea el especial completo: 1987 - Antioquia bajo el yugo paramilitar
La racha sangrienta comenzó el 3 de julio de 1987, con el homicidio del profesor Darío Garrido, de la Facultad de Odontología. Para encubrirlo se difundieron versiones de autoría del Epl. 24 horas después, en el anfiteatro de la capital antioqueña apareció el cuerpo sin vida de Édison Castaño Ortega, estudiante de segundo semestre de la misma facultad y octavo semestre de geología de la Universidad Nacional. El 14 de julio, en la vía Las Palmas, con señales de tortura, fue encontrado el cadáver del estudiante de Veterinaria y Zootecnia José Abad Sánchez.
El día 26, el aprendiz de Derecho John Jairo Villa Peláez, de 28 años, fue acribillado cerca de su casa en el barrio Castilla. Al día siguiente, Yowaldin Cardeño Cardona, alumno de grado 11 del Liceo Autónomo de la universidad, fue sacado de su casa por sujetos armados y horas después, baleado, reportado como NN. El 2 de agosto, el estudiante de último semestre de Comunicación Social José Ignacio Londoño fue asesinado en su barrio. En la ciudad circulaban panfletos de un supuesto grupo Amor por Medellín, con el propósito de “limpiar la ciudad de simpatizantes de grupos guerrilleros”.
Carlos López Bedoya
La alarma crecía, pero antes de que las autoridades aportaran respuestas convincentes, el 4 de agosto, un sicario motorizado le causó la muerte al profesor de antropología Carlos López Bedoya cuando conversaba en una cafetería frente a la universidad. Ese mismo día, en extrañas circunstancias, fue embestido por un camión el docente de la Facultad de Ciencias Naturales Jesús Hernando Restrepo. 24 horas después fue asesinado el estudiante de la Facultad de Ingeniería Gustavo Franco Marín.
Luego de nueve asesinatos con víctimas asociadas a la Universidad de Antioquia, en rechazo a la ola criminal que tomaba ribetes de exterminio, los principales líderes de derechos humanos optaron por una movilización de protesta, la Marcha de los Claveles, que se adelantó el jueves 13 de agosto. Unas 3.000 personas salieron a apoyarlos portando pancartas en favor de la vida y desfilaron por las calles de la ciudad hasta la Gobernación. La respuesta del paramilitarismo fue inmediata con una secuencia de magnicidios que la memoria de Antioquia se niega a olvidar.
Antes de las seis de la mañana del viernes 14 de agosto, cinco individuos que vestían uniformes policiales llegaron a la casa del profesor de la Facultad de Ingeniería y Salud Pública y además senador de la Unión Patriótica Pedro Luis Valencia Giraldo, con el pretexto de un allanamiento en busca de armas. Cuando Beatriz Zuluaga, esposa del congresista Valencia, respondía a los supuestos policías, una camioneta tumbó la puerta del garaje y sus ocupantes asesinaron a Valencia con ráfagas de ametralladora. El examen de necropsia determinó que le propinaron 42 impactos de bala.
Beatriz Zuluaga recuerda que el día anterior, cuando llegaron a casa después de la Marcha de los Claveles, su esposo le dijo que había perdido el miedo porque sabía que lo iban a asesinar. En el momento del ataque, ella corrió a tapar los ojos de sus hijos de seis y diez años para que no vieran a su padre masacrado. Tiempo después, cuando lo vio en televisión convertido en vedette de las autodefensas, identificó al hombre que comandó el asalto: Carlos Castaño. Beatriz Zuluaga y sus hijos tuvieron que marchar al exilio y, cuando retornaron, su hijo menor, Santiago, se suicidó agobiado por el recuerdo. El mismo que conserva su hija Natalia: “A mi papá le dieron varios tiros. Gateaba y le seguían dando. Bañado en sangre y continuaban”. Hoy Natalia Valencia es compositora y catedrática, y rememora a su padre como un médico que entendía que muchas enfermedades se curan más con reformas sociales que con medicina. “Éramos una familia amorosa, con padres comprometidos en la igualdad, pero después todo fue distinto. Un carro rojo pasaba todos los días frente a la casa, hasta que alguien le advirtió a mamá que iban a matarla. Fueron once años fuera de Colombia”.
La violencia paramilitar seguía desatada en Medellín y el martes 25 de agosto sumó un capítulo más a la trágica secuencia. Hacia las siete de la mañana, en momentos en que ingresaba a la sede de la Asociación de Institutores de Antioquia, fue acribillado el presidente de la organización, Luis Felipe Vélez Herrera, otro promotor de la Marcha de los Claveles. Su velación la hicieron en la Casa del Maestro y allí acudieron los médicos y catedráticos Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur, también directivos del Comité de Derechos Humanos de Antioquia.
Luis Felipe Vélez
Sin embargo, cuando llegaron al sitio, hacia las cinco y treinta de la tarde, y conversaban con otros colegas que habían llegado a sumarse al duelo, apareció una moto con dos jóvenes que los atacaron a bala. En el sitio falleció Héctor Abad. Su colega Leonardo Betancur alcanzó a refugiarse en la Asociación, pero el homicida lo persiguió hasta saciar su sangre fría. La noticia se esparció por Medellín y luego por toda Colombia. El alcalde William Jaramillo exigió acciones urgentes y denunció que la ciudad era blanco de una ola de violencia política jamás vista.
En Bogotá se levantaron las sesiones del Congreso y el gobierno promovió un Consejo de Seguridad. Al menos 5.000 personas acudieron al cementerio Campos de Paz a rendir homenaje a los sacrificados. Ante la multitud, el vicepresidente del Comité de Derechos Humanos, Carlos Gaviria Díaz, recordó las horas que enlutaron a España en la Guerra Civil y, comparándolas con Colombia, expresó: “los asesinos los apostrofaron con la expresión bárbara de Millán Astrai que ensombreció un día a Salamanca: viva la muerte, abajo la inteligencia”. Esa misma semana, Gaviria marchó al exilio.
El médico Héctor Abad Gómez
Raquel Mejía, integrante del Partido Comunista, afrontó esos momentos. Además, sobrevivió a un atentado con bomba en la Avenida del Río y participó en la Marcha de los Claveles. Treinta años después así lo evoca: “asesinaron a muchos jóvenes beligerantes de la Universidad de Antioquia, pero nunca nos detuvimos, pues el lema siempre fue ‘si nos van a matar, pues aquí estamos’. Cuando mataron a Héctor Abad intentamos hacer otra marcha, pero ya no fue tan grande, el miedo aplicado por el paramilitarismo había permeado a la ciudad”.
El 17 de octubre, seis días después de la conmoción nacional por el asesinato del presidente de la UP, Jaime Pardo Leal, fue víctima de las balas el médico internista del hospital San Vicente de Paúl y vicepresidente de la Asociación de Médicos Internos y Residentes de la seccional Antioquia, Rodrigo Guzmán. A la semana siguiente fue desaparecido y luego encontrado muerto el estudiante de Medicina de la Universidad de Antioquia Orlando Castañeda Sánchez. Mientras desde Bogotá, Bernardo Jaramillo Ossa y sus copartidarios denunciaban la pasividad de las autoridades, en Medellín los asesinos seguían sueltos con Carlos Castaño sin frenos.
El 24 de noviembre, a escasos cien metros de la Basílica Metropolitana de Medellín, cuando un grupo de personas conversaban en el segundo piso de la sede de la Juventud Comunista (Juco), tres individuos, simulando un asalto común, los tomaron como rehenes y los obligaron a trasladarse a la cocina. Después fueron forzados a tenderse en el piso y, en estado de indefensión, asesinados sin piedad. Además de la estudiante de la Facultad de Química de la Universidad de Antioquia Luz Marina Ramírez, cayeron Orfelina Sánchez, Irian Suaza, Pedro Sandoval, Marlene Arango y Concepción Bolívar.
Orfelina Sánchez, víctima de la masacre de la JUCO
Luz Marina Ramírez era la tesorera de la organización, Orfelina Sánchez cumplía labores de seguridad en la sede de la Juco. Los demás eran activistas políticos. Tras perpetrar la masacre, circuló en la ciudad un panfleto firmado por el supuesto grupo “Movimiento Obrero Estudiantil Nacional Socialista”, reivindicando el hecho. Lo paradójico es que la sede de la Juco en Medellín permanecía custodiada por la policía, que esa vez se destacó por su ausencia. Los estudiantes Mónica Arango y Alexánder Naranjo, sobrevivientes de la acción, fueron testigos de este crimen impune.
En esa época, Rafael Bolívar vivía en la sede de la Juco con su esposa Orfelina Sánchez, recién operada de apendicitis, y el día de la masacre fue a ayudarles su hermana Concepción Bolívar. Hoy recuerda que, hacia las 3:30 de la tarde, llegó primero a la sede un hombre con un maletín que pasó derecho y cuando llegó al segundo piso sacó un arma y con otros los obligó a ir a la cocina. Después empezaron a disparar. Él se vio empapado en sangre y pensó que estaba herido, pero era la sangre de su esposa, su hermana y sus amigos. Su único camino fue huir de la ciudad cercado por las amenazas.
Las protestas retornaron y, entre las voces que reclamaron justicia inmediata, se destacó la del diputado y coordinador de la Unión Patriótica en Medellín, Gabriel Jaime Santamaría. Pero era tal el contexto de impunidad en el que se movía a sus anchas el paramilitarismo, que sus reclamos solo exacerbaron a los violentos. Esa misma semana de noviembre, a la lista de desaparecidos en Antioquia fueron sumados Wilson Mario Taborda Cardona y Germán Emilio Torres, conductor y escolta del nuevo presidente de la Unión Patriótica, Bernardo Jaramillo Ossa.
Taborda y Torres, también militantes de la UP, habían acompañado a Jaramillo a un acto público en Itagüí el 22 de noviembre. Después emprendieron su regreso por tierra pero, como lo documentó después la Procuraduría, a la altura del corregimiento de Doradal, en el municipio de Puerto Triunfo, fueron interceptados por gente del movimiento Muerte a Secuestradores (MAS), sin que desde entonces volviera a saberse de su paradero. Según los directivos de la UP, en marcha seguía el plan “Baile Rojo” para exterminarlos y minar su ascenso electoral.
El jueves 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos, continuó la tragedia. Hacia las diez y media de la mañana, un grupo de seis desconocidos que portaban prendas policiales y que se movilizaban en un campero Nissan y un automóvil Mazda de color verde, ingresó a las instalaciones de la Cooperativa de Trabajadores de Simesa y, tras pedir que todos se identificaran, ubicaron a quien buscaban, el estudiante de la Facultad de Ciencias de la Comunicación, militante del Partido Comunista y dirigente de la UP Francisco Eladio Gaviria Jaramillo.
Francisco Gaviria
El dirigente comenzó a gritar para pedir ayuda y suplicó a quienes lo acompañaban que impidieran su secuestro. Pero todos quedaron inmovilizados por el pánico y el escuadrón armado lo sacó a golpes mientras lo insultaban. Desde ese mismo momento, su familia y las organizaciones sociales emprendieron su búsqueda. Inicialmente en los organismos de seguridad del Estado y después, en la Cuarta Brigada del Ejército, donde quedaron confusas versiones de que una persona con las mismas características de Gaviria había sido ingresada a la unidad militar.
La búsqueda fue infructuosa, porque el viernes 11 de diciembre, en el sitio conocido como La loma del Esmeraldal, de Envigado, fue encontrado su cuerpo. Presentaba un impacto de bala en la cabeza, fracturas en distintas partes del cuerpo y sus manos y pies atenazadas con alambre de púas. El atroz crimen de Francisco Gaviria fue reivindicado por el mismo Movimiento Obrero Estudiantil Nacional Socialista, que además lo enmarcó como “el inicio del exterminio de la plaga comunista”. La lista de víctimas en Medellín en 1987 ya era escandalosa.
En ese momento, Manuela Gaviria, hija mayor de Francisco Gaviria, tenía ocho años. Hoy recuerda que su mamá no pudo ir al sepelio y que un amigo la convenció de que debía vivir para cuidar a sus hijas. En cambio, ella sí acudió y esa película de dolor se conserva en su memoria. Con su madre y su hermana tuvieron que vivir en Bogotá ocultando la historia. Hasta el día que entendieron que era urgente contarla, porque muchos otros de su misma generación y visión política habían vivido lo mismo. Sigue convencida de que el Estado es también responsable de esos asesinatos y de esa generación que se perdió en medio de la violencia y la impunidad.
Su hermana Alejandra agrega que todo hizo parte de un plan sistemático para exterminar a quienes trabajaban por los derechos humanos y que por eso, tres décadas después, en un momento de transición hacia la paz como el actual, resulta fundamental recordarlos desde sus luchas inconclusas. En su fuero personal, ella sostiene que, además de su valentía, su padre les dejó un legado de alegría, arte y humildad que llevan con orgullo. En homenaje a Francisco Gaviria, su hija añade que su trabajo por la paz y la dignidad de Colombia es la mejor manera de recordarlo con amor.
Ana Gaviria, hermana de Francisco, resalta su carácter comprometido, con alta sensibilidad social, que siempre creyó en el proyecto de la Unión Patriótica como una salida a la guerra. “Hoy es más importante que nunca que la verdad se imponga y que se diga que el asesinato de los líderes de la Universidad de Antioquia, el Comité de Derechos Humanos, la Unión Patriótica y la Juco fue parte de una violencia selectiva que debe ser aclarada. Hay que sanar las heridas y también perdonar, porque el país de estos tiempos lo necesita, pero con una historia clara de lo que sucedió”.
Las exequias se realizaron en el cementerio Campos de Paz y una vez más se escucharon los vehementes reclamos de Gabriel Jaime Santamaría, coordinador de la Unión Patriótica; de Luis Fernando Vélez Vélez, presidente del Comité de Derechos Humanos, y de Carlos Gónima, personero auxiliar de Medellín. “Enamorados de la vida y resentidos con la muerte: a la vida por fin daremos todo, a la muerte jamás daremos nada”, sintetizaron los estudiantes de Comunicación Social en un comunicado que resumió lo que para la comunidad académica significó este nuevo golpe.
Esa misma semana, durante la clausura de las sesiones del Congreso, por fin el presidente Virgilio Barco reconoció la ofensiva que afrontaba Antioquia: “Padecemos el recorrido tenebroso de un nuevo tipo de guerra sucia. Sufrimos una guerra sucia contra la democracia, contra la libertad de expresión, contra la autonomía intelectual, contra los jueces contra la soberanía del Congreso, contra las Fuerzas Militares, contra la patria”. Pero el paramilitarismo no tenía tiempos de cierre y, en el ocaso de 1987, aportó el puntillazo.
En la mañana del 17 de diciembre, cuando se movilizaba en su campero oficial hacia la sede de la Asamblea, fue blanco de un atentado el diputado Gabriel Jaime Santamaría. El ataque se produjo con granada de fragmentación y disparos. Por fortuna, aunque el conductor Hernán Sánchez quedó gravemente herido, los sicarios no concretaron su cometido. En contraste, a esa misma hora, la familia y los amigos del abogado y teólogo Luis Fernando Vélez Vélez, confirmaban el hallazgo de su cuerpo sin vida. Veinticuatro horas antes había sido secuestrado.
Ese 1987 fue el preámbulo de una violencia que se extendió por el país como una epidemia. Con un primer capítulo colectivo que tuvo como blanco a la Universidad de Antioquia, el Comité de Derechos Humanos de Antioquia, la Juventud Comunista y la Unión Patriótica. En febrero de 1988 cayó asesinado Carlos Gónima. El dirigente Gabriel Jaime Santamaría sobrevivió hasta el 27 de octubre de 1989, cuando un sicario le causó la muerte en su propia oficina de la Asamblea de Antioquia, en el Centro Administrativo de La Alpujarra de Medellín. La lista de homicidios nunca se detuvo.
Su hija Luisa Santamaría, hoy documentalista, manifiesta que a pesar de que su padre sufrió tres atentados, nunca dejó de luchar por los desprotegidos, y que su sensibilidad y su carisma lo hicieron un hombre cercano a la gente. Y luego recalca que ahora lo importante es que se aclare lo que sucedió, porque fue evidente que Carlos Castaño logró penetrar la escolta de Gabriel Jaime Santamaría y, como en los casos de Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, se agregaron acciones criminales para silenciar al asesino y de paso asegurar un olvido que se debe combatir.