El fin del mundo, la cascada oculta por la guerra que ahora es paraíso turístico
El otrora paso de grupos armados se convirtió en un sendero que incluso los adultos mayores pueden transitar, a solo 6 kilómetros de Mocoa, Putumayo.
Julián Ríos Monroy
Cuando Jesús Huaca habló por primera vez de incentivar el turismo en las cascadas del Putumayo, lo tildaron de loco: “Decían que esos eran los sitios para hacer el paseo de olla, que nadie iba a pagar por eso. Y también decían que como esto era zona guerrillera y ellos usaban el camino, podía ser peligroso”.
Jesús es el líder de la Corporación Turística Fin del mundo. Tiene el rostro alargado y los ojos grandes, surcados por una que otra arruga. Viste pantalón verde y una camiseta polo roja, que combina con sus botas. Se resguarda del sol de este rincón de Mocoa con un sombrero de pescador mientras le cuenta a un puñado de visitantes cómo logró, tras dos décadas, transformar la mentalidad de sus vecinos y convertir al sendero en uno de los principales atractivos turísticos del departamento.
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“Yo llegué del Cauca en 1971 con una carabina, siendo un enemigo de la naturaleza. En ese tiempo solo sabíamos de la pesca, la cacería y la ganadería, de talar el bosque y acabar con todo. Pero nos dimos cuenta de que lo primero es el medioambiente. Eso que era potrero lo reforestamos y hoy vuelve a ser bosque y montaña”, les dice Jesús a los turistas parado en el puesto de control, que marca el inicio del camino.
Para llegar hasta ese punto hay que recorrer seis kilómetros en carro, desde el casco urbano de Mocoa -por la vía que conduce a Villagarzón- hasta la vereda San José del Pepino. La caminata empieza a orillas del río Dantayaco, la puerta de entrada a un camino de herradura en medio de una selva húmeda atestada de helechos y árboles de guamo, cedro, perillo y otras especies.
Lea también: Viaje al paraíso oculto que pasó de ser ruta de las Farc a tesoro turístico
“Acá la conservación es total, los puentes y los caminos los construimos con madera de árboles muertos o ya secos, cuidamos los que están en buen estado porque allí hacen nido los pajaritos, son comida de los monos y otros animales. La cacería está totalmente prohibida, desde una cauchera en adelante. Ahora este es un territorio de paz para respirar oxígeno puro, ver aguas cristalinas y bosque”, cuenta Jesús.
Pero no siempre fue así.
Salirle al paso a la guerra
Para el año 2000, cuando Jesús empezó a escuchar sobre turismo y se le metió en la cabeza la idea de apostarle, comenzó a viajar por varias zonas del país. Así aprendió qué eran los camping, cabañas, residencias, el transporte, la importancia de adecuar los senderos. Y aprendió que eran las propias comunidades las que podían ser responsables y protagonistas del turismo.
Eran épocas en las que el conflicto armado en la región tenía encendidas las alarmas. En plena negociación entre las Farc y el Gobierno de Andrés Pastrana, Putumayo se volvió estratégico para el repliegue de ese grupo armado. El bloque Sur de la hoy extinta guerrilla, que se creó en el vecino departamento del Caquetá, controlaba la zona, clave por su cercanía a la frontera con Ecuador, y hasta 2006 sostuvo enfrentamientos con paramilitares del frente Sur Putumayo del Bloque Central Bolívar de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc).
Además: La iniciativa de turismo en Nariño de víctimas y firmantes de paz
El paso de la guerra por el Putumayo fue tal que ocho de cada 10 de sus habitantes (282.598 de 348.000) fueron afectados por el conflicto y son reconocidos en el Registro Único de Víctimas.
Ese pedazo del piedemonte amazónico clavado entre Mocoa y Villagarzón, donde queda el Fin del mundo, tampoco se salvó de la dinámica de violencia.
“Las Farc manejaban todo acá. Cuando yo salía arriba, hacia el bosque, varias veces me encontré con guerrilleros. Me preguntaban el nombre de la señora y los hijos, y se iban hasta la casa conmigo. Ya llegando, me dejaban a un lado y se iban ellos a confirmar con mi esposa si era cierto lo que yo les había dicho. Donde hubiera mentido, pues ahí hubiera quedado”, dice Jesús.
Aunque algunos turistas visitaban el Fin del mundo desde antes de la firma del Acuerdo de Paz con las Farc, fue ese el acontecimiento que impulsó la actividad de los viajeros en la zona.
En video: Desde el territorio, así se construyó paz en Colombia en 2022
“Una vez se retiraron de acá y se empezó a hablar de paz, pudimos empezar a trabajar hacia la parte de arriba, arreglar los senderos y jalonar el turismo, hasta que nos convertimos en un referente en la Amazonia”, dice el el líder de la Corporación Turística Fin del mundo.
Así es el recorrido
Cuando Isabel Cortés llega al fin del recorrido, donde por fin se ven los 75 metros de caída del Fin del mundo, los guías la reciben con halagos. No es para menos: tiene 92 años e hizo el recorrido completo al mismo paso que su hija y su nieta, sin necesidad de botas de senderismo ni ropa deportiva.
La ruta, en total, tiene una duración de entre una y dos horas. La primera parada es el puesto de control, donde Jesús y los vigías reciben a los viajeros, les cobran los 25.000 pesos de la entrada -tarifa que se reduce a 15.000 para quienes duermen en hospedajes dentro de la reserva- y les dan una charla sobre la historia del lugar y las precauciones del camino.
De los tiempos en que la única forma de ascender la montaña era agarrarse de las ramas no queda nada. A punta de palos sin vida útil y piedra, Jesús Huaca, su familia y algunos lugareños adecuaron unas escaleras que conducen hasta un camino en piedra que por décadas estuvo cubierto de maleza, pero que ahora parece una autopista de dos metros de ancho en la mitad de la selva.
En otras noticias: Estos serán los voceros de paramilitares de la Sierra Nevada con el Gobierno Petro
Media hora después de empezar la caminata, el agua empieza a verse. El pozo negro aparece con su trampolín natural de seis metros de altura, y desde entonces no se pierde el sonido de la corriente.
A pocos minutos aparece El Encanto, una cascada de tres caídas que forma un lago, justo al frente de un restaurante que los pobladores armaron en el interior de una cueva. En el último tramo del recorrido se atraviesa un puente formado por la roca, que permite cruzar la quebrada para llegar a la última caída.
“Le llamamos ‘fin del mundo’ porque antes era muy difícil el acceso. Al llegar a la última cascada, a una altura de casi 80 metros, hay pura piedra grande en el fondo. Si alguien se deja caer, pues hasta ahí le llegó el mundo”, cuenta Jesús.
Desde el borde, sujetados por un sistema de arneses, los visitantes pueden asomarse a escuchar y ver el agua caer y estrellarse con las piedras para seguir su cauce. Un espectáculo de la naturaleza que durante décadas fue nublado por el conflicto, pero que en los últimos años se ha convertido en uno de los principales puntos de interés en la región.
Cuando Jesús Huaca habló por primera vez de incentivar el turismo en las cascadas del Putumayo, lo tildaron de loco: “Decían que esos eran los sitios para hacer el paseo de olla, que nadie iba a pagar por eso. Y también decían que como esto era zona guerrillera y ellos usaban el camino, podía ser peligroso”.
Jesús es el líder de la Corporación Turística Fin del mundo. Tiene el rostro alargado y los ojos grandes, surcados por una que otra arruga. Viste pantalón verde y una camiseta polo roja, que combina con sus botas. Se resguarda del sol de este rincón de Mocoa con un sombrero de pescador mientras le cuenta a un puñado de visitantes cómo logró, tras dos décadas, transformar la mentalidad de sus vecinos y convertir al sendero en uno de los principales atractivos turísticos del departamento.
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“Yo llegué del Cauca en 1971 con una carabina, siendo un enemigo de la naturaleza. En ese tiempo solo sabíamos de la pesca, la cacería y la ganadería, de talar el bosque y acabar con todo. Pero nos dimos cuenta de que lo primero es el medioambiente. Eso que era potrero lo reforestamos y hoy vuelve a ser bosque y montaña”, les dice Jesús a los turistas parado en el puesto de control, que marca el inicio del camino.
Para llegar hasta ese punto hay que recorrer seis kilómetros en carro, desde el casco urbano de Mocoa -por la vía que conduce a Villagarzón- hasta la vereda San José del Pepino. La caminata empieza a orillas del río Dantayaco, la puerta de entrada a un camino de herradura en medio de una selva húmeda atestada de helechos y árboles de guamo, cedro, perillo y otras especies.
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“Acá la conservación es total, los puentes y los caminos los construimos con madera de árboles muertos o ya secos, cuidamos los que están en buen estado porque allí hacen nido los pajaritos, son comida de los monos y otros animales. La cacería está totalmente prohibida, desde una cauchera en adelante. Ahora este es un territorio de paz para respirar oxígeno puro, ver aguas cristalinas y bosque”, cuenta Jesús.
Pero no siempre fue así.
Salirle al paso a la guerra
Para el año 2000, cuando Jesús empezó a escuchar sobre turismo y se le metió en la cabeza la idea de apostarle, comenzó a viajar por varias zonas del país. Así aprendió qué eran los camping, cabañas, residencias, el transporte, la importancia de adecuar los senderos. Y aprendió que eran las propias comunidades las que podían ser responsables y protagonistas del turismo.
Eran épocas en las que el conflicto armado en la región tenía encendidas las alarmas. En plena negociación entre las Farc y el Gobierno de Andrés Pastrana, Putumayo se volvió estratégico para el repliegue de ese grupo armado. El bloque Sur de la hoy extinta guerrilla, que se creó en el vecino departamento del Caquetá, controlaba la zona, clave por su cercanía a la frontera con Ecuador, y hasta 2006 sostuvo enfrentamientos con paramilitares del frente Sur Putumayo del Bloque Central Bolívar de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc).
Además: La iniciativa de turismo en Nariño de víctimas y firmantes de paz
El paso de la guerra por el Putumayo fue tal que ocho de cada 10 de sus habitantes (282.598 de 348.000) fueron afectados por el conflicto y son reconocidos en el Registro Único de Víctimas.
Ese pedazo del piedemonte amazónico clavado entre Mocoa y Villagarzón, donde queda el Fin del mundo, tampoco se salvó de la dinámica de violencia.
“Las Farc manejaban todo acá. Cuando yo salía arriba, hacia el bosque, varias veces me encontré con guerrilleros. Me preguntaban el nombre de la señora y los hijos, y se iban hasta la casa conmigo. Ya llegando, me dejaban a un lado y se iban ellos a confirmar con mi esposa si era cierto lo que yo les había dicho. Donde hubiera mentido, pues ahí hubiera quedado”, dice Jesús.
Aunque algunos turistas visitaban el Fin del mundo desde antes de la firma del Acuerdo de Paz con las Farc, fue ese el acontecimiento que impulsó la actividad de los viajeros en la zona.
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“Una vez se retiraron de acá y se empezó a hablar de paz, pudimos empezar a trabajar hacia la parte de arriba, arreglar los senderos y jalonar el turismo, hasta que nos convertimos en un referente en la Amazonia”, dice el el líder de la Corporación Turística Fin del mundo.
Así es el recorrido
Cuando Isabel Cortés llega al fin del recorrido, donde por fin se ven los 75 metros de caída del Fin del mundo, los guías la reciben con halagos. No es para menos: tiene 92 años e hizo el recorrido completo al mismo paso que su hija y su nieta, sin necesidad de botas de senderismo ni ropa deportiva.
La ruta, en total, tiene una duración de entre una y dos horas. La primera parada es el puesto de control, donde Jesús y los vigías reciben a los viajeros, les cobran los 25.000 pesos de la entrada -tarifa que se reduce a 15.000 para quienes duermen en hospedajes dentro de la reserva- y les dan una charla sobre la historia del lugar y las precauciones del camino.
De los tiempos en que la única forma de ascender la montaña era agarrarse de las ramas no queda nada. A punta de palos sin vida útil y piedra, Jesús Huaca, su familia y algunos lugareños adecuaron unas escaleras que conducen hasta un camino en piedra que por décadas estuvo cubierto de maleza, pero que ahora parece una autopista de dos metros de ancho en la mitad de la selva.
En otras noticias: Estos serán los voceros de paramilitares de la Sierra Nevada con el Gobierno Petro
Media hora después de empezar la caminata, el agua empieza a verse. El pozo negro aparece con su trampolín natural de seis metros de altura, y desde entonces no se pierde el sonido de la corriente.
A pocos minutos aparece El Encanto, una cascada de tres caídas que forma un lago, justo al frente de un restaurante que los pobladores armaron en el interior de una cueva. En el último tramo del recorrido se atraviesa un puente formado por la roca, que permite cruzar la quebrada para llegar a la última caída.
“Le llamamos ‘fin del mundo’ porque antes era muy difícil el acceso. Al llegar a la última cascada, a una altura de casi 80 metros, hay pura piedra grande en el fondo. Si alguien se deja caer, pues hasta ahí le llegó el mundo”, cuenta Jesús.
Desde el borde, sujetados por un sistema de arneses, los visitantes pueden asomarse a escuchar y ver el agua caer y estrellarse con las piedras para seguir su cauce. Un espectáculo de la naturaleza que durante décadas fue nublado por el conflicto, pero que en los últimos años se ha convertido en uno de los principales puntos de interés en la región.