“Sin la verdad no se descansa”: víctima en el exilio
El 14 de enero de 1990, paramilitares paramilitares secuestraron, asesinaron y desaparecieron a 43 campesinos del corregimiento de Pueblo Bello, en Turbo (Antioquia). Eloia Romero, quien perdió a su esposo en este hecho, tuvo que exiliarse para resguardar su vida. Este es su testimonio.
Eloia Romero*
En Colombia, cuando te iban a matar ya habías muerto varias veces. En el momento del miedo quedas perdida. Cuando resucitas, el alma vuelve al cuerpo. Aún así me preguntaba: ¿por qué estoy viva? ¿por qué tengo que pagar por cosas que no he hecho?
Desde los siete años he vivido trabajando y luchando. Ya entonces sabía hacer arroz y arreglar un pollo. Me casé a los catorce años. Fui aprendiendo de mi propia vida. A los quince años tuve mi primer hijo. Tenía una finca con maíz, yuca y plátano en abundancia. Con mis ahorros compré mi primera vaquita roja, que se llamaba la Principio. Tuve seis hijos y crié a otros tres porque quedaron huérfanos. Las tierras se compraban sin papeles, con la palabra que se cumple.
(Lea también: El desarrollo rural es indispensable para alcanzar la paz: José Antonio Ocampo)
En diciembre de 1989, el EPL le robó un ganado a Fidel Castaño. Se decía que iban a venir al pueblo los Tangueros, así se llamaban, pero nosotros no debíamos nada. Desde la finca vi el pueblo arder, y luego supe que se habían llevado a mi marido con otros muchos. Fuimos a buscarlos, pero el retén militar que siempre estaba allí había desaparecido. Cuando llegamos al batallón un teniente nos dijo, a puras mujeres, en la puerta: “¿Ahora vienen a buscar? ¡Cambiaron gente por ganado!”. O sea que él mismo se descubrió. Un campesino no tiene la capacidad de entender esas cosas grandes, pero quedamos en la lucha.
En 1993 llegaron a la casa puros soldados. Traían a dos hombres torturados. Se oía un quejido, los marranos gritaban. Los enterraron ahí, en la quebrada. Después de eso, mi hijo tuvo que salir al exilio porque seguían pasando y lo buscaban.
(Le recomendamos: Lecciones de la Comisión de Verdad de Perú para Colombia)
Me fui a Montería, y ahí éramos cinco mujeres que empezamos a trabajar. Nos pusimos “La olla comunitaria de Ana”. Vivíamos con los ojos amarrados.
Yo nunca había pensado en otros países, pero en Amnistía Internacional conocieron nuestro caso y nuestro trabajo. Nos dijeron que querían apoyarnos, pero había que hacer un proyecto. ¿Qué es un proyecto? No teníamos idea.
Viajé a Dinamarca para eso. No estaba viva. No sabía ni cómo se abría la taza del baño. Pero me creyeron. Nos dieron el apoyo para montar un pequeño colegio, porque teníamos muchos niños. Seguí trabajando con las familias y visitándolas. Eran 43 desaparecidos del pueblo. Entonces empezaron a seguirme. Me decían que estaba haciendo vueltas para la guerrilla. ¡Otra vez el miedo! Un día me llamó una vecina y me dijo: “En la puerta está un malvado esperando para matarte, no vengas”.
(Le puede interesar: “Resulta urgente defender la verdad como patrimonio público”: Hernando Valencia)
Me fui para Bogotá y de ahí para Suecia, donde estaba mi hijo. Nos juntó el exilio. Aquí vivo desde el 30 de septiembre de 2004.
Yo no estaba preparada para vivir esto: este país, con este idioma y esta cultura. Tuve cuatro años de tristeza. Estuve enferma, traumatizada, con dolores por todos lados. Fue durísimo. Pero no puedes vivir con la rabia. Reflexionando he podido superar muchas cosas, pero para cerrar esa historia quiero saber la verdad sobre dónde están los desaparecidos de Pueblo Bello. Pero que sea verdad… Sin la verdad no se descansa. Un día no lejano se va a saber; o tal vez no, pero tenemos gente alrededor que nos apoya.
El mundo entero sufre por la ambición y el odio. Aquí, en el exilio, la batalla sigue. Ojalá escuchen, porque muchas veces esto se vive en silencio.
Este texto es producto de “Reflexiones sobre la verdad”, una alianza de Colombia2020 con la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.
En Colombia, cuando te iban a matar ya habías muerto varias veces. En el momento del miedo quedas perdida. Cuando resucitas, el alma vuelve al cuerpo. Aún así me preguntaba: ¿por qué estoy viva? ¿por qué tengo que pagar por cosas que no he hecho?
Desde los siete años he vivido trabajando y luchando. Ya entonces sabía hacer arroz y arreglar un pollo. Me casé a los catorce años. Fui aprendiendo de mi propia vida. A los quince años tuve mi primer hijo. Tenía una finca con maíz, yuca y plátano en abundancia. Con mis ahorros compré mi primera vaquita roja, que se llamaba la Principio. Tuve seis hijos y crié a otros tres porque quedaron huérfanos. Las tierras se compraban sin papeles, con la palabra que se cumple.
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En diciembre de 1989, el EPL le robó un ganado a Fidel Castaño. Se decía que iban a venir al pueblo los Tangueros, así se llamaban, pero nosotros no debíamos nada. Desde la finca vi el pueblo arder, y luego supe que se habían llevado a mi marido con otros muchos. Fuimos a buscarlos, pero el retén militar que siempre estaba allí había desaparecido. Cuando llegamos al batallón un teniente nos dijo, a puras mujeres, en la puerta: “¿Ahora vienen a buscar? ¡Cambiaron gente por ganado!”. O sea que él mismo se descubrió. Un campesino no tiene la capacidad de entender esas cosas grandes, pero quedamos en la lucha.
En 1993 llegaron a la casa puros soldados. Traían a dos hombres torturados. Se oía un quejido, los marranos gritaban. Los enterraron ahí, en la quebrada. Después de eso, mi hijo tuvo que salir al exilio porque seguían pasando y lo buscaban.
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Me fui a Montería, y ahí éramos cinco mujeres que empezamos a trabajar. Nos pusimos “La olla comunitaria de Ana”. Vivíamos con los ojos amarrados.
Yo nunca había pensado en otros países, pero en Amnistía Internacional conocieron nuestro caso y nuestro trabajo. Nos dijeron que querían apoyarnos, pero había que hacer un proyecto. ¿Qué es un proyecto? No teníamos idea.
Viajé a Dinamarca para eso. No estaba viva. No sabía ni cómo se abría la taza del baño. Pero me creyeron. Nos dieron el apoyo para montar un pequeño colegio, porque teníamos muchos niños. Seguí trabajando con las familias y visitándolas. Eran 43 desaparecidos del pueblo. Entonces empezaron a seguirme. Me decían que estaba haciendo vueltas para la guerrilla. ¡Otra vez el miedo! Un día me llamó una vecina y me dijo: “En la puerta está un malvado esperando para matarte, no vengas”.
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Me fui para Bogotá y de ahí para Suecia, donde estaba mi hijo. Nos juntó el exilio. Aquí vivo desde el 30 de septiembre de 2004.
Yo no estaba preparada para vivir esto: este país, con este idioma y esta cultura. Tuve cuatro años de tristeza. Estuve enferma, traumatizada, con dolores por todos lados. Fue durísimo. Pero no puedes vivir con la rabia. Reflexionando he podido superar muchas cosas, pero para cerrar esa historia quiero saber la verdad sobre dónde están los desaparecidos de Pueblo Bello. Pero que sea verdad… Sin la verdad no se descansa. Un día no lejano se va a saber; o tal vez no, pero tenemos gente alrededor que nos apoya.
El mundo entero sufre por la ambición y el odio. Aquí, en el exilio, la batalla sigue. Ojalá escuchen, porque muchas veces esto se vive en silencio.
Este texto es producto de “Reflexiones sobre la verdad”, una alianza de Colombia2020 con la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición.