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El río aparece tras dos horas atravesando un páramo con el sol de frente. Son unos siete metros de ancho que descuelgan una corriente helada que viene de la montaña. Es tan cristalina que se puede ver el fondo pedregoso. Ante la falta de un puente, Belkinton Vitonás se quita las botas, arremanga su pantalón y se mete en el agua para servirnos de bastón.
Tiene 19 años, la piel cobriza y un par de ojos achinados, como la mayoría de los indígenas nasa que habitan este rincón del Cauca enterrado en la Cordillera Central. Se cubre del frío con una bufanda y viste un chaleco azul con dos palabras en nasa yuwe —la lengua originaria de su pueblo— bordadas en la espalda: “kiwe thegnas”. Su traducción es ‘cuidadores del territorio’, pero también se les conoce como guardias indígenas.
A la cabeza del grupo, cubierta con una ruana gris, está la mayora Arsené Sandoval. En la cola, con pasos menos afanados, va su esposo, el mayor Elicerio Vitonás, un reconocido “thê wala” (médico ancestral y guía espiritual) del resguardo de Tacueyó, en el municipio de Toribío. Hace 38 años, la pareja recorrió este mismo camino, que conecta con el resguardo de Caloto-Huila, para contraer matrimonio en este sitio, sagrado para su comunidad.
Un viento frío intensifica su fuerza mientras ascendemos. De repente, el mensaje de bienvenida llega en forma de anuncio: Laguna de Páez, 3.600 metros sobre el nivel del mar, se lee en un aviso de letras blancas pintado sobre una roca gigante. “También le decimos laguna La Gaitana, en honor a la guerrera que luchó por nuestro territorio (durante la conquista española)”, cuenta el mayor Elicerio con voz tenue. A medida que nos acercamos, se revela la inmensidad del nacimiento de agua.
“Acá venimos a recargarnos de fuerza espiritual, porque para nosotros estos no son sitios turísticos, sino que tienen otra connotación: son sitios de poder. Venimos a conectarnos con nuestros abuelos para que nos fortalezcan”, me dice el “thê wala” mientras se termina de desvestir para entrar al agua —sí, a esta altitud, con una temperatura por debajo de los 10 grados Celsius—, e iniciar un ritual.
A la gente de las ciudades le pasa con esta región lo mismo que a los extranjeros con Colombia: la estigmatizan, pero solo cuando se dan la oportunidad de venir y conocer descubren que es un paraíso
Luis Oimé, dinamizador de turismo del Cric
La imagen sobrecogedora de la laguna, rodeada de frailejones y enterrada en esas montañas de picos irregulares, conmueve hasta el límite del llanto. Estando acá, cuesta creer que el país reconozca este territorio no por su riqueza natural y cultural o su potencial turístico, sino por la violencia a la que ha sido condenado a raíz de la presencia de guerrillas, paramilitares y, hoy por hoy, de las disidencias de las FARC.
Lejos de estos paisajes, en el imaginario de un citadino promedio, el Norte del Cauca no es más que un escenario de guerra.
Basta con googlear ‘Tacueyó’ para comprobar que la huella del conflicto ensombrece cualquiera de las decenas de experiencias de autonomía y construcción de paz que han nacido en este resguardo, uno de los más emblemáticos del movimiento étnico en Colombia, cuna del Proyecto Nasa (que recibió el Premio Nacional de Paz en el 2000) y del Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric), fundado en estas montañas el 24 de febrero de 1971.
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En camino a la laguna, Luis Eduardo Oimé —un indígena yanacona que se ha dedicado a recorrer todos los rincones del departamento para impulsar el turismo de la mano del Cric—, explicó así esta paradoja: “A la gente de las ciudades le pasa con esta región lo mismo que a los extranjeros con Colombia: la estigmatizan, la generalizan como un territorio violento, pero solo cuando se dan la oportunidad de venir y conocer descubren que es un paraíso”.
En los últimos años he viajado en más de una decena de ocasiones al Cauca, casi siempre para documentar la guerra. El objetivo esta vez fue poner la mirada en la apuesta de turismo indígena que están tratando de robustecer las comunidades en Tacueyó.
Tacueyó, ubicado a solo 120 kilómetros de Cali (la tercera ciudad principal de Colombia, y que en menos de un mes será la sede de la COP16), tiene todo para ofrecer: un valle de palmas de cera que nada le envidia al emblemático Cocora en Quindío; un extenso sistema de páramos, cascadas y ecosistemas de alta montaña; la ruta más inexplorada de senderismo al Nevado del Huila; un puñado de microempresas comunitarias y, sobre todo, el conocimiento y la cultura milenaria de los nasa, el tercer pueblo indígena más numeroso del país (con más de 243.000 integrantes), que ha resistido por siglos defendiendo y cuidando estas tierras.
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Belkinton Vitonás, el joven guardia que acompaña nuestro recorrido, escucha con atención y sin perder oportunidad las palabras de los mayores, que son reconocidos por la Unesco como maestros de sabiduría.
El recorrido que hacemos forma parte de una tradición esencial de los nasa: “caminar el territorio” para conocer y proteger sus “espacios de vida”.
Hasta hace unos años, eran frecuentes las expediciones de la guardia indígena por los rincones más alejados de los resguardos. Los kiwe thegnas pasaban hasta un mes visitando los sitios sagrados, caminando al pie de los ríos hasta llegar a su nacimiento para vigilar su cuidado, armados apenas con su bastón de mando.
Pero cada vez son más escasas las oportunidades de hacerlo: la arremetida de los grupos armados ilegales los obliga a estar más pendientes de los caseríos y las vías donde se concentra la mayoría de la población.
Las FARC llegaron a este territorio apenas un año después de su fundación, en 1965. Por décadas, el Sexto Frente controló y violentó a estas gentes, y el Acuerdo de Paz de 2016 no espantó la guerra de esta región, donde los cultivos de uso ilícito se convirtieron en una economía de subsistencia, un tema que genera controversia entre las autoridades indígenas.
Ahora, los nasa se enfrentan al dominio de estructuras disidentes como los frentes Dagoberto Ramos, Jaime Martínez y Carlos Patiño. En la última semana se señaló a estas estructuras de estar detrás de la masacre de 12 personas en López de Micay, y de un atentado terrorista que dejó ocho heridos en Timbiquí, otro municipio caucano.
En la mira de estos grupos también está el movimiento indígena: en los últimos años han asesinado a decenas de sus líderes y han reclutado a la fuerza a por lo menos 817 niños y jóvenes en los últimos ocho años. Aunque la disidencia hace presencia en Tacueyó, las autoridades indígenas garantizan la seguridad en las zonas donde están impulsando el turismo.
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Camino junto a Belkinton por el borde hasta llegar a una colina. Desde allí se ve casi toda la laguna. Cuando le pido que me deje tomarle una fotografía, lo primero que hace es levantar su bastón decorado con varios colores para que sea más visible: “El verde representa esto que estamos viendo, la naturaleza, lo que debemos cuidar y proteger, porque de aquí viene la vida y la fortaleza; el rojo es por toda la sangre que se ha derramado en este proceso”.
Antes de obturar, le digo a Belkinton que allá afuera mucha gente solo habla del rojo, de la violencia que se ha vivido en el territorio. El “kiwe thegna”, con voz de hielo, responde: “Sí, y es frustrante ese estigma de que aquí todo es conflicto. Acá tenemos mucho por mostrar, una diversidad de paisajes, animales, cultura, gente honrada que camina hacia un mismo objetivo: buscar el buen vivir en comunidad”.
El despegue del turismo indígena: “Le apostamos a un cambio”
El viaje hacia Tacueyó inicia cuando despunta la mañana. Arrancamos desde Santander de Quilichao, una suerte de capital del norte del Cauca, con locales comerciales en cada acera, que en la última década duplicó su población y ya ronda los 120.000 habitantes.
Es frustrante ese estigma de que aquí todo es conflicto. Acá tenemos mucho por mostrar, una diversidad de paisajes, animales, cultura, gente honrada que camina hacia un mismo objetivo
Belkintón Vitonás, guardia indígena
El primer tramo de la carretera, recto y pavimentado, atraviesa un valle sembrado de caña de azúcar, cuyos límites se escapan a la capacidad de la vista y han sido escenario de disputa entre terratenientes e indígenas que reclaman los predios como parte de su territorio ancestral.
Media hora más tarde, justo después de desviar en el corregimiento de El Palo, el camino se vuelve angosto y empieza a trepar la montaña en zigzag. Siete kilómetros antes de llegar al caserío, el pavimento se acaba.
Mauricio, el conductor de la camioneta del resguardo de Tacueyó en la que nos transportamos, se estaciona en medio de la trocha, frente a una valla que muestra los retratos en primer plano de seis personas y un mensaje: “Por el territorio, la defensa de la vida y en memoria de los que han trascendido, ¡seguimos en resistencia! Çxhãçxha Çxhãçxha (Fuerza fuerza)”.
Lea la segunda parte de esta crónica: La historia del pueblo que le hace frente a las disidencias en el Norte del Cauca
Un hombre de espalda ancha vestido de bluyín, ruana y mochila terciada se baja de su motocicleta. Su nombre es Alirio Mestizo y es una de las autoridades ancestrales (neehwe’sx) de Tacueyó. Mide 1,60, casi lo mismo que el bastón de mando terminado en punta de lanza que siempre lleva consigo.
Mestizo me explica que la resistencia del pueblo nasa frente los actores violentos no solo se hace desde la labor de control territorial de la guardia indígena, sino a través de las formas organizativas más cotidianas de los comuneros.
Se trata de una serie de prácticas que tienen su origen en el Proyecto Nasa, creado hace más de 40 años por el primer párroco indígena del país, Álvaro Ulcué Chocué.
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El sacerdote es, probablemente, la figura más importante de la historia reciente de este pueblo ancestral: un mártir de sus luchas, pues resultó asesinado a manos de sicarios, tras dos años recibiendo amenazas de terratenientes. Hoy, su imagen aparece en murales y carteles por todo el territorio.
A finales de la década de 1970 el padre Álvaro empezó a recorrer los resguardos de Toribío, Tacueyó y San Francisco. Más que divulgar el evangelio, su propósito fue recuperar la conciencia indígena de los nasa, invitarlos a llevar con honor sus raíces y a buscar alternativas desde lo cultural, lo educativo, lo socioeconómico, lo político y lo ambiental para formular, a largo plazo, planes de vida acordes a su cosmovisión.
“Por eso es fundamental mostrarle a la comunidad de afuera que acá se ha venido trabajando en muchos campos, que en medio del conflicto hay personas que le apostamos a un cambio. Se han buscado formas de subsistir, de hacer empresas comunitarias, de incentivar que se siembre comida, y también de buscar nuevas expectativas de vida, de ahí que estemos dinamizando el turismo indígena”, dice el neehwe’sx Alirio.
Aunque en Colombia aún no se llega a un consenso sobre ese concepto –el turismo indígena–, lo que se busca es “un modelo que respete las estructuras de gobierno propio de las comunidades, que sea autosostenible y persiga la defensa cultural y territorial de los pueblos indígenas”, me explicará luego Doris Jacanamicoy, quien trabaja en el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo.
La mujer, miembro del pueblo kamëntsa del Putumayo, hace parte del equipo que está creando la política pública de turismo indígena en Colombia, una tarea en mora que en países como México, Canadá y Australia ha fortalecido a las comunidades étnicas y sus territorios.
A mediados de 2023, el Ministerio se embarcó en desarrollar una escuela itinerante intercultural de turismo en Tacueyó. Pese a la presencia de grupos armados, durante cinco días, alrededor de 200 personas, incluyendo invitados extranjeros y altos funcionarios del Estado, visitaron el resguardo y participaron en las capacitaciones.
“No faltaron los comentarios de que era una zona roja, pero mostramos que el territorio no es como lo pintan. Las autoridades y la guardia indígena brindaron seguridad y pudimos transitar y hacer las actividades libremente”, recuerda Jacanamijoy.
La resistencia de los herederos de Juan Tama
El escozor del sol nos obliga a buscar sombra. Desde el otro lado de la carretera se ve un precipicio y se escucha la corriente del río Tominio. Debajo de las ramas de un árbol, el “neehwe’sx“ Alirio Mestizo me cuenta lo que pasó el 29 de octubre de 2019.
Lo hace con el tono irremediable de lo que parte en dos la historia de un pueblo: “Ese día ocurrió la tragedia”.
Se refiere a la masacre de la “neehwe’sx” Cristina Bautista Taquinas y cuatro guardias indígenas que la acompañaban mientras intentaban liberar a dos personas que habían sido secuestradas.
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“Ella nos orientaba, nos acompañaba en las tulpas de pensamiento, nos enseñó la importancia de continuar con el liderazgo”, lamenta Mestizo mientras caminamos sobre el mismo pedazo de tierra donde miembros del frente Dagoberto Ramos asesinaron a sus compañeros.
Pocos días antes de la masacre, la “neehwe’sx” Cristina se paró frente a cientos de indígenas, tomó un micrófono y les habló, con esa voz aguda y rebelde, sobre uno de los principios base de su pueblo: la unidad. “Tenemos un lema: si tocan a uno, tocan a todos”.
Es una consigna que, según cuentan los mayores, se heredó desde hace más de 300 años, en los tiempos del cacique Juan Tama de La Estrella. Tama, un personaje legendario entre los nasa, orientó a las comunidades para enfrentar a los invasores, lideró el reconocimiento de los territorios indígenas frente a la corona española y logró, hacia el año 1701, los títulos de cuatro cacicazgos: Pitayó, Togoima, Vitoncó y Toribío (en este último se ubica Tacueyó).
Alirio, que conoce bien la historia de su pueblo, me dice que desde entonces no ha parado la lucha de los nasa por su autonomía: “Hemos seguido resistiendo a pesar de las confrontaciones de grupos armados, de las muertes de nuestros líderes y lideresas”.
Tal vez por eso, en el lugar de la tragedia, junto a la valla con las fotos de Cristina y los guardias asesinados, la comunidad construyó un monumento que reivindica esa resistencia.
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En el centro de un rombo de casi dos metros enmarcado en verde y rojo, pintaron las montañas, el sol naciente y un brazo sosteniendo el bastón de mando. En la base, escribieron a mano una frase que muestra el talante de un pueblo que no está dispuesto a rendirse: Nos quitaron tanto que nos quitaron el miedo.
Basta con pisar su territorio para comprender ese lema. En medio de las amenazas, que no se han ido en más de 60 años, en Tacueyó han buscado la forma de encontrarle salidas a la violencia.
De hecho, su territorio fue sede del proceso de paz con el M-19, y actualmente cobija una serie de microempresas e iniciativas económicas que buscan romper con los ciclos de violencia. De eso hablaremos este domingo, en la segunda entrega de esta crónica.
(Vea la segunda parte de esta crónica: La historia del pueblo que le hace frente a las disidencias en el Norte del Cauca)
*Si está interesado en conocer este territorio de la mano de las autoridades indígenas, puede comunicarse al correo representacionlegal@tacueyo.co o economicoambiental@cric-colombia.org. También, a los teléfonos 3202687226 o 3113362156.