Trujillo, vestigios y verdades de una masacre que escaló el conflicto en el Valle del Cauca
Trujillo fue un laboratorio para ensayar aquella alianza entre narcos, militares y sectores completos de la institucionalidad que buscaban combatir a las guerrillas utilizando tácticas de la guerra irregular. Y con ellas cualquier brote de organización y resistencia popular en Colombia.
Camilo Alzate - Afluentes de Baudó Agencia Pública
Este artículo hace parte de la sección Afluentes de Baudó Agencia Pública y fue publicado por primera vez en: https://baudoap.com/trujillo/
El gamonal
Nelson Fernández vuelve a esos sucesos que hoy percibe borrosos, cuando era un joven militante de la corriente holguinista del Partido Conservador en Trujillo, un pueblo —el suyo— recostado a las montañas que encierran el Valle del Cauca por el occidente. Eran los años setenta y aún no tenía esas arrugas finas que le cruzan las sienes y la frente sobre los ojos claros, casi trasparentes, y aún no lucía el cabello gris. “Yo fui concejal a título honorario, en esa época no pagaban” dice, encajando los detalles de una noche en la que no llegó a su casa después de las sesiones del Concejo Municipal, según era su costumbre, porque asistió con varios amigos a una fiesta en Ríofrío, el pueblo vecino.
Cree que eso le salvó la vida.
En mitad de la fiesta un hombre se acercó para hablarle. “Me pagaron por matarlo a usted” cuenta que le dijo enseñando un revólver en el bolsillo. “Perdóneme, usted no me ha hecho nada”. El hombre desapareció, pero Nelson supo de inmediato quién andaba ofreciendo plata por su vida: Leonardo Espinosa, un acaudalado negociante y cacique político conservador, que ya bordeaba los setenta años de edad sin que se le hubiera conocido mujer ni descendencia que pudiera heredar una fortuna estimada en miles de cabezas de ganado, más de treinta fincas, varias bodegas y compraventas de café, almacenes, locales y hasta un prostíbulo, fortuna que había acumulado en los años cincuenta durante la violencia bipartidista entre conservadores y liberales, cuando Espinosa aprovechó para adquirir propiedades de sus adversarios políticos a precios irrisorios. Eran tiempos en que las fincas no se negociaban con el dueño sino con la viuda. Leonardo Espinosa fue uno de los protectores y financiadores de León María Lozano El Cóndor, un célebre asesino a órdenes del Partido Conservador que sembró de terror el Valle del Cauca y el Eje Cafetero en aquella época.
El escritor Gustavo Álvarez Gardeazabal conoció en persona al viejo cacique. Sobre esa vida escribió una novela, El último gamonal (Plaza y Janés, 1987) que ciertos comentaristas muy osados emparejaron con Pedro Páramo de Juan Rulfo. En alguna reseña publicada en revista Semana el libro fue calificado como una “intrascendente” colección de rumores de alcoba, ideal para lectores “morbosos” tras el “rastro de sábanas manchadas”, un relato repleto de aberraciones “homosexuales”, porque a don Leonardo le gustaban los hombres, igual que a Gustavo Álvarez Gardeazabal.
Con su dinero y su poder, Leonardo Espinosa consiguió poner un senador de la República. Aún se oye en el pueblo que bajo su mando tenía subordinados al alcalde, a la mayoría de los inspectores de policía y a nueve concejales, incluyendo dos del Partido Liberal —contrario al suyo—, pero no al cura, que siempre se mantuvo independiente e incluso se le enfrentó. El dominio de Espinosa sobre Trujillo fue omnímodo y absoluto desde los años cincuenta hasta su muerte en 1980, cuando el Loco Arenas, uno de sus lugartenientes, lo asesinó para vaciarle la caja fuerte donde decían que guardaba la plata por costalados.
“Don Leonardo no dejaba vender una casa en el pueblo si él no quería” recuerda Nelson Fernández, “ya había matado a tres concejales antes porque se oponían a su voluntad”. Estas anécdotas, que parecen ligeras, contienen la clave para entender la espiral de violencia demencial que ha castigado a este pueblo.
La historia me la narra Nelson una tarde de 2017 en el Parque Monumento a las Víctimas, construido en homenaje a las 342 personas que fueron asesinadas o desaparecidas en el marco de una segunda oleada de crímenes —denominada “Masacre de Trujillo”— desatada en los años ochenta y noventa, cuando Espinosa ya había fallecido y su dominio absoluto había sido reemplazado casi sin transición por otro tan brutal como efectivo: el de los narcotraficantes aliados con miembros de la fuerza pública.
La masacre
La “masacre de Trujillo” es el nombre genérico con el que se conoce una andanada de violencia por la que fue condenado el Estado colombiano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Los hechos incluyen matanzas, desapariciones, torturas, secuestros y asesinatos cometidos entre 1986 y 1994 en los municipios de Trujillo, Bolívar, Riofrío y Tuluá, hechos enmarcados en una política sistemática de exterminio de las organizaciones sociales y campesinas de la región.
Los narcotraficantes Henry Loaiza más conocido como “El Alacrán” y Diego Montoya alias “Don Diego”, se aliaron con el mayor del ejército Alirio Urueña para imponer en el pueblo un régimen de terror que incluyó algunos de los primeros casos conocidos de descuartizamiento con motosierra ocurridos en el país, torturas con sopletes de gasolina, la desaparición forzada como práctica rutinaria, el despojo de tierras y las matanzas grupales. Siempre bajo la complicidad y el apoyo logístico del ejército y la policía.
Su pretexto declarado era contener el incipiente avance guerrillero, más puntualmente el arraigo de un frente del Ejército de Liberación Nacional que ganaba terreno en los cañones de la cordillera sobre la vertiente del Pacífico. Pero, detrás del discurso antisubversivo se camuflaban viejas disputas sectarias por el poder político heredadas de los tiempos de Leonardo Espinoza, y el deseo de venganza de narcos y militares, los primeros ofendidos por continuos robos de ganado y extorsiones a manos de la guerrilla, los segundos por una emboscada en la que murieron siete soldados.
Las organizaciones sociales lideradas por el sacerdote del pueblo, Tiberio Fernández, eran percibidas como una fachada de la insurgencia. El viernes santo de 1990 el sacerdote también fue secuestrado, torturado y asesinado en una de las fincas de Henry Loaiza. Su cuerpo mutilado fue recuperado del río Cauca días después. Los tres acompañantes que iban con él nunca aparecieron.
Trujillo fue un laboratorio para ensayar aquella alianza entre narcos, militares y sectores completos de la institucionalidad que buscaban combatir a las guerrillas utilizando tácticas de la guerra irregular. Y con ellas cualquier brote de organización y resistencia popular en Colombia.
Por los hechos de Trujillo el Estado colombiano se ha visto obligado a pedir perdón dos veces. Una en cabeza del presidente Ernesto Samper en 1995 y otra durante el gobierno de Juan Manuel Santos, cuando el entonces ministro de justicia Yesid Reyes fue a poner la cara el 23 de abril 2016.
De esa última fecha, en la que estuve presente, se me grabaron las palabras de Orlando Arboleda, hijo de una campesina asesinada en un caserío llamado La Sonora, mientras exponía al resto de víctimas y familiares que atendían al discurso del ministro Reyes: “queda a decisión de cada uno de ustedes si aceptan o no dar ese perdón, porque sólo ustedes saben lo que nos hicieron vivir”.
Y luego las palabras de doña Ludivia Vanegas, a la que le mataron un hijo adolescente. “Es muy fácil venir a hablar acá” decía empuñando el micrófono con la mirada imperturbable detrás de las gafas empañadas, el cuerpo firme pero pequeño, como doblegado por los años o el sufrimiento o el abatimiento de ese momento tan esperado y decepcionante para ella y los demás familiares, un momento que llegaba veintitantos años tarde, convertido en feria publicitaria para las cámaras. “Pero lo difícil era esperar que llegara esa gente a levantar los colchones de las camas, a revolcar la casa, a llevarse a nuestros seres queridos y no tener nosotros a quién acudir”.
Gustavo Álvarez Gardeazabal descifró bien la lógica del poder en estos pueblos, donde el control se logra “cuando la vida y la muerte llegan a valer lo mismo”. El gamonal, esa figura que acapara control económico y político al mismo tiempo, suele administrar ambos valores, el de la vida y el de la muerte. “Con ellas se juega, con ellas se disfruta, con ellas se abusa, con ellas se avanza” apunta el escritor en su novela. Los relatos de Trujillo le dan contorno a esa perversidad bestial y cristalina. Son horror auténtico que no admite términos medios ni atenuantes.
Testimonios como el de Daniel Arcila —un campesino informante del ejército—, que declaró en contra de Urueña, cuyo relato fue publicado por la revista Semana el 3 de julio de 1995: “cuando amaneció, por ahí como a las siete de la mañana, llegó el mayor y le dijeron que había que torturarlos de una vez. Pero el ‘Tío’ dijo ‘no, desayunemos primero porque si no después nos da fastidio’. Les vendaron los ojos y los sacaron uno a uno de la bodega y se los llevaron para una cosa que llaman la peladora (…) Entonces les mocharon la cabeza con la motosierra para dejarlos desangrando para tirarlos al Cauca por la noche. A todos los mataron así y luego los cortaron en pedazos. Las cabezas las metieron en un costal y el resto de los cuerpos en otros costales. Eran como 12 costalados. En la noche del domingo primero de abril fueron y los botaron en la camioneta Ford 56”.
O relatos como el de Porfidio Antonio Galeano, un hombre flaco y de rostro hundido a un paso de desbarrancarse en la vejez, al que yo escuchaba contar su recorrido a pie por más de cien kilómetros de orilla del Cauca —desde Marsella hasta Bolombolo—, una travesía desesperada buscando el cadáver de su hermano Norbey, quien en las fotos se ve idéntico de lo flaco, el rostro igual de hundido, con las mismas facciones de Porfidio, como si fueran dos versiones del mismo hombre pero una mucho más joven, mucho más lejana, extraviada de modo irremediable. Norbey Galeano era el capellán de la iglesia y fue desaparecido con el sacerdote Tiberio Fernández. Porfidio Antonio jamás encontró su cadáver. “Es tanto el desespero que todavía estamos en estas” me dijo.
Pero también hay escenas de inmensa valentía, entre ellas las que propició la monja dominica Maritzé Trigos cuando reunió a las mujeres del pueblo desafiando el poder de los narcos para desenterrar de las fosas comunes a sus parientes desaparecidos. “Fueron las mujeres, viudas y mamás, las que corrieron ese riesgo” me explicó la hermana Maritzé, con un acento que es una mezcla del Santander dónde nació y la cadencia de los conventos franceses en los que se formó siendo joven, un canturreo golpeado y meloso, “teníamos que buscar quién nos ayudara a remover la tierra… ya sabiendo dónde estaban los muertos, pues íbamos y los traíamos”.
A la hermana Maritzé la conocí el 21 de mayo de 2018 en el cementerio de Marsella, Risaralda, junto a un corredor de tumbas rústicas y lápidas con nombres o números pintados a mano en una caligrafía de niño de cuatro años, donde los familiares habían puesto las fotografías de las víctimas formando una galería; la exposición de un holocausto.
La hermana Maritzé no se viste ni se comporta como religiosa. Sorprende el contraste que provoca su figura —tan canosa y menuda, tan cara de ancianita enternecedora— con la energía arrolladora de sus gestos, con la grandilocuencia de su lucha, con el ventarrón que le sale cada que habla aunque sólo tenga un interlocutor al frente.
Aquella tarde en que entrevisté a la hermana la Fiscalía realizaba las primeras exhumaciones de cuerpos no identificados que habían sido rescatados de las aguas del río Cauca. Los técnicos abrían fosas, cavaban huecos, recogían huesos envueltos en retazos de ropa desecha. Atrás de las cintas de seguridad lloraba un grupo de parientes y una entre ellos recordaba que la noche a finales de los ochenta en que el papá salió de la casa y nunca volvió llevaba una camisa a cuadros, entonces no podía ser el mismo que acababan de desenterrar.
Se presume que muchos de los cuerpos no identificados que reposan en el cementerio de Marsella podrían corresponder a los desaparecidos de Trujillo. Tres décadas después de las primeras desapariciones y asesinatos, la hermana Maritzé Trigos seguía ahí con los parientes de las víctimas, removiendo la tierra, como a ella le gusta decir.
Los vestigios
El Parque Monumento a las Víctimas de Trujillo posee una belleza tranquila que no compagina con el dolor contenido en él. Edificado en las faldas de una colina que domina todo el pueblo, allí se emplaza un ágora con forma de anfiteatro entre una ebullición de jardineras, de heliconias, de naranjos y palos de aguacate, de enredaderas resplandecientes que Essaú Betancur se ha esmerado en cuidar con sus manos de montañero ásperas, salpicadas de pecas.
Essaú, quien también perdió un hermano durante la masacre, optó por el destierro muchos años. Essaú conoce la persecución y las amenazas. Sus ojos sin fondo, atrincherados en unas cejas azabaches igual de profusas e intrincadas que las enredaderas que riega cada mañana, han visto la guerra por dentro y por fuera. Sus ojos han mirado con odio y lo han visto también. Ahora Essaú cuida las flores del Parque. Es probable que nunca leyera estos versos de José Martí: “y para el cruel que me arranca/el corazón con que vivo/cardo ni ortigas cultivo;/cultivo la rosa blanca”, no obstante, los pone en práctica a diario.
¿Dentro de varios siglos que dirán las ruinas de este lugar? ¿Quién podrá descifrar las figuras talladas en bajo relieve? Son imágenes toscas, similares al rastro de una civilización antigua ya desaparecida. La lápida de Francy Adela Mejía Chilito lleva la siguiente inscripción: “Asesinato. 27 de agosto de 1991”. Las formas revelan a Francy Adela cruzada de brazos, mirando al frente, los ojos grandes, un vestido enterizo de señora de finca. A su lado Nohelia Mejía, asesinada el mismo día. Nohelia aparece de perfil, inclinada para regar o cuidar un espeso ramo de flores, atrás suyo se abre el botón inmenso que podría ser de girasol o de San Joaquín. Varios pasos adelante Reinaldo y Diego González.
¿Eran hermanos? ¿Primos? La escultura los muestra recolectando café. En otra escalinata está Gloria Estela Vascos moviendo algo que se asemeja a un trapiche, adelante Juan de Jesús Restrepo empuñando una pala, más allá José Bernardo Gutiérrez sosteniendo en su mano una manguera de la gasolinera donde trabajaba y Antonio José Alvear levanta su azadón, una leyenda indica que murió de la pena moral que le causó perder a sus familiares.
“Cuál es la relación de todo esto con la política, con la economía, con la cultura” se pregunta el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad que tiene la espinosa tarea de sentar un veredicto sobre el conflicto armado, un consenso sobre lo que ocurrió para que no se repita. Es el mediodía sofocante del 18 de agosto de 2018, ha terminado la peregrinación que hacen cada año los familiares de las víctimas de Trujillo. El padre está bajo la sombra frondosa de los árboles que coronan el promontorio del Parque Monumento y yo estoy tratando de hacerle una entrevista decente antes que caigan encima las cámaras de la televisión a disparar preguntas atosigantes. “En todas partes hay Trujillos, hay monumentos a los mártires, hay recuerdos de memoria, para que el país le pierda el miedo a la verdad y comprenda que la verdad nos libera”.
¿La verdad nos libera? Y sobre todo ¿hay consensos en torno a la verdad del conflicto? Aquella misma jornada de 2018 me topé con el sacerdote jesuita Javier Giraldo, un veterano activista por los derechos humanos que ha acompañado movimientos de víctimas y comunidades de paz en varias regiones del país. Le pregunté por los acuerdos de paz y las posibilidades de cerrar por fin el ciclo de la barbarie. “Soy escéptico porque participé de una comisión en La Habana” confesó Giraldo, que ya no tenía puesta la sotana y había recuperado su aspecto cotidiano más parecido al de un profesor jubilado que al de un cura.
La pasividad de su voz sin sobresaltos ni énfasis impedía captar lo terrible de unas predicciones que hoy se materializan. “La expectativa que había frente a las negociaciones era que llegaran a reformas que tocaran las raíces de la violencia” continuó hablándome Javier Giraldo, “dos principales, la tierra y el sistema político, lo que podríamos llamar la democracia. Eso no se tocó, se hizo de una manera ficticia: los acuerdos sobre la tierra fueron muy decepcionantes, los acuerdos sobre participación también. Esas raíces de la violencia siguen vivas”.
Gustavo Álvarez Gardeazabal ya había escrito en un aparte de su novela que Trujillo era un pueblo “que se resistía a vestirse de etiqueta, a bajarse de la mula, a dejar de usar el revólver o la pistola como instrumento de justicia”.
Trujillo como si fuera la miniatura de este país.
Este artículo hace parte de la sección Afluentes de Baudó Agencia Pública y fue publicado por primera vez en: https://baudoap.com/trujillo/
El gamonal
Nelson Fernández vuelve a esos sucesos que hoy percibe borrosos, cuando era un joven militante de la corriente holguinista del Partido Conservador en Trujillo, un pueblo —el suyo— recostado a las montañas que encierran el Valle del Cauca por el occidente. Eran los años setenta y aún no tenía esas arrugas finas que le cruzan las sienes y la frente sobre los ojos claros, casi trasparentes, y aún no lucía el cabello gris. “Yo fui concejal a título honorario, en esa época no pagaban” dice, encajando los detalles de una noche en la que no llegó a su casa después de las sesiones del Concejo Municipal, según era su costumbre, porque asistió con varios amigos a una fiesta en Ríofrío, el pueblo vecino.
Cree que eso le salvó la vida.
En mitad de la fiesta un hombre se acercó para hablarle. “Me pagaron por matarlo a usted” cuenta que le dijo enseñando un revólver en el bolsillo. “Perdóneme, usted no me ha hecho nada”. El hombre desapareció, pero Nelson supo de inmediato quién andaba ofreciendo plata por su vida: Leonardo Espinosa, un acaudalado negociante y cacique político conservador, que ya bordeaba los setenta años de edad sin que se le hubiera conocido mujer ni descendencia que pudiera heredar una fortuna estimada en miles de cabezas de ganado, más de treinta fincas, varias bodegas y compraventas de café, almacenes, locales y hasta un prostíbulo, fortuna que había acumulado en los años cincuenta durante la violencia bipartidista entre conservadores y liberales, cuando Espinosa aprovechó para adquirir propiedades de sus adversarios políticos a precios irrisorios. Eran tiempos en que las fincas no se negociaban con el dueño sino con la viuda. Leonardo Espinosa fue uno de los protectores y financiadores de León María Lozano El Cóndor, un célebre asesino a órdenes del Partido Conservador que sembró de terror el Valle del Cauca y el Eje Cafetero en aquella época.
El escritor Gustavo Álvarez Gardeazabal conoció en persona al viejo cacique. Sobre esa vida escribió una novela, El último gamonal (Plaza y Janés, 1987) que ciertos comentaristas muy osados emparejaron con Pedro Páramo de Juan Rulfo. En alguna reseña publicada en revista Semana el libro fue calificado como una “intrascendente” colección de rumores de alcoba, ideal para lectores “morbosos” tras el “rastro de sábanas manchadas”, un relato repleto de aberraciones “homosexuales”, porque a don Leonardo le gustaban los hombres, igual que a Gustavo Álvarez Gardeazabal.
Con su dinero y su poder, Leonardo Espinosa consiguió poner un senador de la República. Aún se oye en el pueblo que bajo su mando tenía subordinados al alcalde, a la mayoría de los inspectores de policía y a nueve concejales, incluyendo dos del Partido Liberal —contrario al suyo—, pero no al cura, que siempre se mantuvo independiente e incluso se le enfrentó. El dominio de Espinosa sobre Trujillo fue omnímodo y absoluto desde los años cincuenta hasta su muerte en 1980, cuando el Loco Arenas, uno de sus lugartenientes, lo asesinó para vaciarle la caja fuerte donde decían que guardaba la plata por costalados.
“Don Leonardo no dejaba vender una casa en el pueblo si él no quería” recuerda Nelson Fernández, “ya había matado a tres concejales antes porque se oponían a su voluntad”. Estas anécdotas, que parecen ligeras, contienen la clave para entender la espiral de violencia demencial que ha castigado a este pueblo.
La historia me la narra Nelson una tarde de 2017 en el Parque Monumento a las Víctimas, construido en homenaje a las 342 personas que fueron asesinadas o desaparecidas en el marco de una segunda oleada de crímenes —denominada “Masacre de Trujillo”— desatada en los años ochenta y noventa, cuando Espinosa ya había fallecido y su dominio absoluto había sido reemplazado casi sin transición por otro tan brutal como efectivo: el de los narcotraficantes aliados con miembros de la fuerza pública.
La masacre
La “masacre de Trujillo” es el nombre genérico con el que se conoce una andanada de violencia por la que fue condenado el Estado colombiano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Los hechos incluyen matanzas, desapariciones, torturas, secuestros y asesinatos cometidos entre 1986 y 1994 en los municipios de Trujillo, Bolívar, Riofrío y Tuluá, hechos enmarcados en una política sistemática de exterminio de las organizaciones sociales y campesinas de la región.
Los narcotraficantes Henry Loaiza más conocido como “El Alacrán” y Diego Montoya alias “Don Diego”, se aliaron con el mayor del ejército Alirio Urueña para imponer en el pueblo un régimen de terror que incluyó algunos de los primeros casos conocidos de descuartizamiento con motosierra ocurridos en el país, torturas con sopletes de gasolina, la desaparición forzada como práctica rutinaria, el despojo de tierras y las matanzas grupales. Siempre bajo la complicidad y el apoyo logístico del ejército y la policía.
Su pretexto declarado era contener el incipiente avance guerrillero, más puntualmente el arraigo de un frente del Ejército de Liberación Nacional que ganaba terreno en los cañones de la cordillera sobre la vertiente del Pacífico. Pero, detrás del discurso antisubversivo se camuflaban viejas disputas sectarias por el poder político heredadas de los tiempos de Leonardo Espinoza, y el deseo de venganza de narcos y militares, los primeros ofendidos por continuos robos de ganado y extorsiones a manos de la guerrilla, los segundos por una emboscada en la que murieron siete soldados.
Las organizaciones sociales lideradas por el sacerdote del pueblo, Tiberio Fernández, eran percibidas como una fachada de la insurgencia. El viernes santo de 1990 el sacerdote también fue secuestrado, torturado y asesinado en una de las fincas de Henry Loaiza. Su cuerpo mutilado fue recuperado del río Cauca días después. Los tres acompañantes que iban con él nunca aparecieron.
Trujillo fue un laboratorio para ensayar aquella alianza entre narcos, militares y sectores completos de la institucionalidad que buscaban combatir a las guerrillas utilizando tácticas de la guerra irregular. Y con ellas cualquier brote de organización y resistencia popular en Colombia.
Por los hechos de Trujillo el Estado colombiano se ha visto obligado a pedir perdón dos veces. Una en cabeza del presidente Ernesto Samper en 1995 y otra durante el gobierno de Juan Manuel Santos, cuando el entonces ministro de justicia Yesid Reyes fue a poner la cara el 23 de abril 2016.
De esa última fecha, en la que estuve presente, se me grabaron las palabras de Orlando Arboleda, hijo de una campesina asesinada en un caserío llamado La Sonora, mientras exponía al resto de víctimas y familiares que atendían al discurso del ministro Reyes: “queda a decisión de cada uno de ustedes si aceptan o no dar ese perdón, porque sólo ustedes saben lo que nos hicieron vivir”.
Y luego las palabras de doña Ludivia Vanegas, a la que le mataron un hijo adolescente. “Es muy fácil venir a hablar acá” decía empuñando el micrófono con la mirada imperturbable detrás de las gafas empañadas, el cuerpo firme pero pequeño, como doblegado por los años o el sufrimiento o el abatimiento de ese momento tan esperado y decepcionante para ella y los demás familiares, un momento que llegaba veintitantos años tarde, convertido en feria publicitaria para las cámaras. “Pero lo difícil era esperar que llegara esa gente a levantar los colchones de las camas, a revolcar la casa, a llevarse a nuestros seres queridos y no tener nosotros a quién acudir”.
Gustavo Álvarez Gardeazabal descifró bien la lógica del poder en estos pueblos, donde el control se logra “cuando la vida y la muerte llegan a valer lo mismo”. El gamonal, esa figura que acapara control económico y político al mismo tiempo, suele administrar ambos valores, el de la vida y el de la muerte. “Con ellas se juega, con ellas se disfruta, con ellas se abusa, con ellas se avanza” apunta el escritor en su novela. Los relatos de Trujillo le dan contorno a esa perversidad bestial y cristalina. Son horror auténtico que no admite términos medios ni atenuantes.
Testimonios como el de Daniel Arcila —un campesino informante del ejército—, que declaró en contra de Urueña, cuyo relato fue publicado por la revista Semana el 3 de julio de 1995: “cuando amaneció, por ahí como a las siete de la mañana, llegó el mayor y le dijeron que había que torturarlos de una vez. Pero el ‘Tío’ dijo ‘no, desayunemos primero porque si no después nos da fastidio’. Les vendaron los ojos y los sacaron uno a uno de la bodega y se los llevaron para una cosa que llaman la peladora (…) Entonces les mocharon la cabeza con la motosierra para dejarlos desangrando para tirarlos al Cauca por la noche. A todos los mataron así y luego los cortaron en pedazos. Las cabezas las metieron en un costal y el resto de los cuerpos en otros costales. Eran como 12 costalados. En la noche del domingo primero de abril fueron y los botaron en la camioneta Ford 56”.
O relatos como el de Porfidio Antonio Galeano, un hombre flaco y de rostro hundido a un paso de desbarrancarse en la vejez, al que yo escuchaba contar su recorrido a pie por más de cien kilómetros de orilla del Cauca —desde Marsella hasta Bolombolo—, una travesía desesperada buscando el cadáver de su hermano Norbey, quien en las fotos se ve idéntico de lo flaco, el rostro igual de hundido, con las mismas facciones de Porfidio, como si fueran dos versiones del mismo hombre pero una mucho más joven, mucho más lejana, extraviada de modo irremediable. Norbey Galeano era el capellán de la iglesia y fue desaparecido con el sacerdote Tiberio Fernández. Porfidio Antonio jamás encontró su cadáver. “Es tanto el desespero que todavía estamos en estas” me dijo.
Pero también hay escenas de inmensa valentía, entre ellas las que propició la monja dominica Maritzé Trigos cuando reunió a las mujeres del pueblo desafiando el poder de los narcos para desenterrar de las fosas comunes a sus parientes desaparecidos. “Fueron las mujeres, viudas y mamás, las que corrieron ese riesgo” me explicó la hermana Maritzé, con un acento que es una mezcla del Santander dónde nació y la cadencia de los conventos franceses en los que se formó siendo joven, un canturreo golpeado y meloso, “teníamos que buscar quién nos ayudara a remover la tierra… ya sabiendo dónde estaban los muertos, pues íbamos y los traíamos”.
A la hermana Maritzé la conocí el 21 de mayo de 2018 en el cementerio de Marsella, Risaralda, junto a un corredor de tumbas rústicas y lápidas con nombres o números pintados a mano en una caligrafía de niño de cuatro años, donde los familiares habían puesto las fotografías de las víctimas formando una galería; la exposición de un holocausto.
La hermana Maritzé no se viste ni se comporta como religiosa. Sorprende el contraste que provoca su figura —tan canosa y menuda, tan cara de ancianita enternecedora— con la energía arrolladora de sus gestos, con la grandilocuencia de su lucha, con el ventarrón que le sale cada que habla aunque sólo tenga un interlocutor al frente.
Aquella tarde en que entrevisté a la hermana la Fiscalía realizaba las primeras exhumaciones de cuerpos no identificados que habían sido rescatados de las aguas del río Cauca. Los técnicos abrían fosas, cavaban huecos, recogían huesos envueltos en retazos de ropa desecha. Atrás de las cintas de seguridad lloraba un grupo de parientes y una entre ellos recordaba que la noche a finales de los ochenta en que el papá salió de la casa y nunca volvió llevaba una camisa a cuadros, entonces no podía ser el mismo que acababan de desenterrar.
Se presume que muchos de los cuerpos no identificados que reposan en el cementerio de Marsella podrían corresponder a los desaparecidos de Trujillo. Tres décadas después de las primeras desapariciones y asesinatos, la hermana Maritzé Trigos seguía ahí con los parientes de las víctimas, removiendo la tierra, como a ella le gusta decir.
Los vestigios
El Parque Monumento a las Víctimas de Trujillo posee una belleza tranquila que no compagina con el dolor contenido en él. Edificado en las faldas de una colina que domina todo el pueblo, allí se emplaza un ágora con forma de anfiteatro entre una ebullición de jardineras, de heliconias, de naranjos y palos de aguacate, de enredaderas resplandecientes que Essaú Betancur se ha esmerado en cuidar con sus manos de montañero ásperas, salpicadas de pecas.
Essaú, quien también perdió un hermano durante la masacre, optó por el destierro muchos años. Essaú conoce la persecución y las amenazas. Sus ojos sin fondo, atrincherados en unas cejas azabaches igual de profusas e intrincadas que las enredaderas que riega cada mañana, han visto la guerra por dentro y por fuera. Sus ojos han mirado con odio y lo han visto también. Ahora Essaú cuida las flores del Parque. Es probable que nunca leyera estos versos de José Martí: “y para el cruel que me arranca/el corazón con que vivo/cardo ni ortigas cultivo;/cultivo la rosa blanca”, no obstante, los pone en práctica a diario.
¿Dentro de varios siglos que dirán las ruinas de este lugar? ¿Quién podrá descifrar las figuras talladas en bajo relieve? Son imágenes toscas, similares al rastro de una civilización antigua ya desaparecida. La lápida de Francy Adela Mejía Chilito lleva la siguiente inscripción: “Asesinato. 27 de agosto de 1991”. Las formas revelan a Francy Adela cruzada de brazos, mirando al frente, los ojos grandes, un vestido enterizo de señora de finca. A su lado Nohelia Mejía, asesinada el mismo día. Nohelia aparece de perfil, inclinada para regar o cuidar un espeso ramo de flores, atrás suyo se abre el botón inmenso que podría ser de girasol o de San Joaquín. Varios pasos adelante Reinaldo y Diego González.
¿Eran hermanos? ¿Primos? La escultura los muestra recolectando café. En otra escalinata está Gloria Estela Vascos moviendo algo que se asemeja a un trapiche, adelante Juan de Jesús Restrepo empuñando una pala, más allá José Bernardo Gutiérrez sosteniendo en su mano una manguera de la gasolinera donde trabajaba y Antonio José Alvear levanta su azadón, una leyenda indica que murió de la pena moral que le causó perder a sus familiares.
“Cuál es la relación de todo esto con la política, con la economía, con la cultura” se pregunta el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad que tiene la espinosa tarea de sentar un veredicto sobre el conflicto armado, un consenso sobre lo que ocurrió para que no se repita. Es el mediodía sofocante del 18 de agosto de 2018, ha terminado la peregrinación que hacen cada año los familiares de las víctimas de Trujillo. El padre está bajo la sombra frondosa de los árboles que coronan el promontorio del Parque Monumento y yo estoy tratando de hacerle una entrevista decente antes que caigan encima las cámaras de la televisión a disparar preguntas atosigantes. “En todas partes hay Trujillos, hay monumentos a los mártires, hay recuerdos de memoria, para que el país le pierda el miedo a la verdad y comprenda que la verdad nos libera”.
¿La verdad nos libera? Y sobre todo ¿hay consensos en torno a la verdad del conflicto? Aquella misma jornada de 2018 me topé con el sacerdote jesuita Javier Giraldo, un veterano activista por los derechos humanos que ha acompañado movimientos de víctimas y comunidades de paz en varias regiones del país. Le pregunté por los acuerdos de paz y las posibilidades de cerrar por fin el ciclo de la barbarie. “Soy escéptico porque participé de una comisión en La Habana” confesó Giraldo, que ya no tenía puesta la sotana y había recuperado su aspecto cotidiano más parecido al de un profesor jubilado que al de un cura.
La pasividad de su voz sin sobresaltos ni énfasis impedía captar lo terrible de unas predicciones que hoy se materializan. “La expectativa que había frente a las negociaciones era que llegaran a reformas que tocaran las raíces de la violencia” continuó hablándome Javier Giraldo, “dos principales, la tierra y el sistema político, lo que podríamos llamar la democracia. Eso no se tocó, se hizo de una manera ficticia: los acuerdos sobre la tierra fueron muy decepcionantes, los acuerdos sobre participación también. Esas raíces de la violencia siguen vivas”.
Gustavo Álvarez Gardeazabal ya había escrito en un aparte de su novela que Trujillo era un pueblo “que se resistía a vestirse de etiqueta, a bajarse de la mula, a dejar de usar el revólver o la pistola como instrumento de justicia”.
Trujillo como si fuera la miniatura de este país.