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Dejar las armas supone un cambio en la forma de luchar por mi país
Por "Camila Cienfuegos"
Me apresto a dejar las armas, no la lucha. Las armas no eran un fin, sino un medio. El objetivo siempre ha sido construir país desde la política. Espero y deseo que con la nueva situación del posacuerdo pueda ejercer esos derechos políticos de forma segura. No se trata solamente de que las Farc-EP dejen las armas, sino que deje de ser un peligro para la vida ejercer la política y la acción social a favor de los sectores más desamparados. El Estado debe garantizar la vida y los derechos fundamentales a todas y a todos los ciudadanos. Por todo esto, dejar de usar las armas para mí no supone nada más que un cambio en la forma de luchar por mi país. De defender una paz con justicia social, que es lo realmente importante para Colombia.
Construir país es luchar por la educación pública y de calidad, por la sanidad para todos y todas, trabajar para que no haya niños y niñas muriendo de hambre en Colombia. Eso llevo haciendo por años y eso quiero y pretendo seguir haciendo para construir país.
Ahora el 200 % de mis energías se centran en trabajar por conseguir un acuerdo de paz para Colombia. Así es como estoy construyendo país en este momento. En el año 2020 me visualizo haciendo lo mismo que ahora. Supongo que los que decidimos dedicar nuestra vida a luchar por la justicia social nunca dejamos de hacerlo, solo que lo hacemos por diferentes caminos.
En los próximos años me veo luchando por los más desfavorecidos, aunque realmente espero que las luchas sean por mejorar la vida, no por conservarla. Los temas que más me tocan el corazón son los niños y niñas en riesgo de exclusión, así como el empoderamiento de la mujer rural. Me veo trabajando en esos temas en el 2020, como llevo haciendo por más de 20 años, pero de otras maneras, con garantías y por caminos de paz y libertad.
Es imprescindible que la lucha social deje de estar estigmatizada y sobre todo es urgente que se garantice la vida y la integridad de quienes trabajan en la defensa de los derechos humanos. Si no, todo el esfuerzo que llevamos hasta aquí, como pueblo, sería en vano.
"Camila Cienfuegos" es integrante de la delegación de paz de las Farc. Hace parte de la Subcomisión de Género de la Mesa de Negociaciones. Ingresó a las Farc en 1994. / Cortesía
Nosotros no hablamos de posconflicto, sino de posacuerdo, pues el conflicto social va a seguir, dada la tremenda situación de desigualdad social que existe en nuestro país. Como mujer me veo en un rol muy difícil y de mucha agitación social. El papel que le toca a la mujer es muy duro. Reconozco que a mí personalmente, así como a mis compañeras guerrilleras, nos va a ser especialmente complicado afrontar esta nueva etapa, ya que nuestra vida dentro de la organización no refleja de forma tan dura el machismo que puedo ver que hay en la sociedad colombiana. Las mujeres que conforman asociaciones feministas y de género con las que he podido relacionarme a lo largo de las conversaciones de paz me han hecho ver que mi situación con mis compañeros no refleja la situación que vive la mujer actual.
No sé cómo pueda vivir con el miedo de salir de noche por la calle o tomar sola el transporte público y temer ser violada o atacada, por ejemplo. En una sociedad en la que por ser mujer haya empleos a los que no puedo optar, y que por el mismo puesto que un compañero varón a mi me paguen hasta un 30 % menos.
Me duele ver la situación de la mujer y me duele cada mujer asesinada por sus compañeros sentimentales. La violencia hacia la mujer solo por su género, por ser el “sexo débil” al que nos ha relegado durante años la sociedad patriarcal, me parece una lacra contra la que se debe luchar para construir la nueva Colombia en paz. Por todo ello espero poder formarme y desarrollarme para luchar, porque esa igualdad que yo he vivido se refleje en la sociedad colombiana.
Soy consciente de los desafíos que nos esperan, pero soy optimista. Pienso que la comisión para el esclarecimiento de la verdad contribuirá a saber qué pasó durante todos estos años de guerra. Las personas que nos estigmatizan, quizás es porque no nos conocen. En nuestro país, por años han fabricado una matriz basada en deslegitimar nuestra lucha social y política. Pero, confío en que hay otra buena parte de la población que sí nos conoce y sabe cuánta dosis de mentira, de exageración y descontextualización hay en muchas de las acusaciones vertidas sobre nosotros.
La estigmatización solo se podrá combatir con información y con ejemplo. Para ello espero que se cumplan las condiciones para el ejercicio libre y seguro de las libertades políticas, para que así nuestro mensaje y nuestras propuestas puedan llegar a mucha más gente que ahora.
A los jóvenes les digo que luchen. Que luchen siempre por educarse, por ser cada vez mejores seres humanos y por lo que consideren justo. Que luchen por una sociedad mejor, más equitativa y más justa. Que trabajen muy duro, porque así es como se consiguen las cosas que realmente merecen la pena. Y a las mujeres, las llamo a hacer un ejercicio de solidaridad de género. A trabajar juntas y unidas para conseguir un mañana más justo para nuestras hijas e hijos, para que puedan llegar a ser libres y como quieran ser. Que crezcan sanos y felices. Que puedan estudiar. Que puedan tener trabajos dignos.
A todos los jóvenes los invito a aprovechar este momento que se abre de poder vivir en paz, para desarrollar esa nueva Colombia de oportunidades para todos y todas, no solamente para los que las tuvieron siempre. Para que no se mueran niños de hambre, para que todos tengamos educación y salud y para que todos tengamos la posibilidad de alcanzar el amor y la felicidad.
Cada uno de nosotros tiene algo que aportar y que le aporten. Una de nuestras mayores capacidades es la de trabajo en equipo y esfuerzo; la conciencia política y de clase, los conocimientos adquiridos en estos aspectos, considero que son las piezas claves de lo que vamos a aportar en nuestra integración como movimiento social.
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Darle el aval al proceso de La Habana es construir país
Carolina Charry es hija de Carlos Alberto Charry, uno de los diputados secuestrados y asesinados por las Farc hace 9 años. Es abogada y trabaja en el Ministerio de Cultura./ Luis Ángel
Por Carolina Charry
Por su estado de descomposición, hasta nos hicieron hacer pruebas de ADN antes de la llegada de los cadáveres. Era someternos a sacarnos sangre y entregar la carta dental. Era raro. Un momento que sientes tan anhelado, pero a la vez tan triste, pues sabíamos que no íbamos a poder verlo a los ojos. Ni siquiera su cuerpo. Uno nunca quiere hacer vueltas para enterrar un ser amado, pero finalmente tocaba. Fueron cinco años de secuestro. De sufrimiento.
Llegaron la tarde del 17 de septiembre de 2007. Once cuerpos en unas bolsas selladas. Ahí, los de Medicina Legal nos dijeron que podía subir una persona a reconocer a su familiar, pero advirtieron que mi padre llevaba tres meses de muerto. El olor era fétido. Eso nunca se me va a olvidar. Nosotros decidimos que fuera mi madre.
Yo nunca perdí la esperanza. Siempre esperé el reencuentro con él. En medio del secuestro, teníamos una maleta lista con su ropa. Al segundo día de que se lo llevó la guerrilla nos dijeron eso: “Ténganla lista para salir corriendo a recogerlo en el momento que lo liberen”. Ese momento siempre lo esperamos. Tenía 21 años cuando me lo entregaron muerto. Hoy, 30.
La última vez que lo miré fue en su habitación cuando nos dio la plata para el recreo. Yo estaba en el colegio, con 15 años, y mi hermana, con 13, en la escuela.
Mi mamá nos cuenta que ese día, antes de montarse al carro, la miró de frente y le dijo: “Te voy a dar 25 besos y 25 abrazos”. Y ella le dijo: “Ay, no me canses Carlos Alberto”. Efectivamente se los dio y se fue a trabajar como todos los días.
Luego, a mi mamá la llamó mi abuela: “Gaby, pusieron una bomba en la Asamblea del Valle”. Casi no le prestó atención, pues pensó que era otro simulacro parecido a los dos que ya habían hecho enseñando una ruta de evacuación por si se presentaba un secuestro como los dos que ya habían sucedido en el Valle en esa época. Cuenta mi tía, a quien ese día también se llevó la guerrilla y luego la dejó libre, que mi papá fue el último que se montó. Paró el bus y dijo: “Yo también soy diputado”, y se subió.
Cuando los cuerpos estaban en Medicina Legal, me acuerdo tanto que había una procuradora muy querida. A cada familiar le pidieron una foto. Yo cargaba una tamaño cédula y se la pasé. Ella pudo ver los cuerpos y yo le pregunté cómo estaba él. “Está igualito que en la foto”, me respondió. Y yo le dije: “¿Y el lunar?”. “Ahí está, tal cual”, dijo. Con esa imagen me quedé. Claro, asimilando que estaba un poco más canoso e igual de gordito que en el retrato. Ahí entendí que era cierto todo. Que sí era él. Que ya nunca más lo volvería a ver.
En estos quince años de su ausencia, Gaby se convirtió en madre y padre a la vez. Mi hermana, la chiquita de 13 años, hoy es politóloga y trabaja en la oficina de paz de la Gobernación del Valle. Trabaja con víctimas. Yo soy abogada y trabajo en el Ministerio de Cultura. Estoy a punto de terminar la maestría. Algo lindo es que tenemos muchos gestos de él. La gente cuando nos ve nos saca fácilmente por eso. “Esta es la hija de Carlos Charry”, dicen.
A pesar de todo, creo que llegó el momento de perdonar. Estamos a la espera de la pronta fecha para viajar a La Habana, Cuba, a encontrarnos con sus captores y saber qué fue lo que pasó. Queremos preguntar por qué se los llevaron, cuál era el fin y, si tenían un fin, por qué terminaron muertos. Es que sólo sabemos lo que nos dijeron en 2007: que murieron en un fuego cruzado y ya.
También pienso que este país se merece este proceso de paz. Por nosotros y por nuestros hijos. Pero no podemos firmar si no hay verdad absoluta de lo que pasó. Porque la familia Charry, por lo menos, pudo enterrar a Carlos Alberto Charry, pero ¿y los desaparecidos que aún no regresan?
Parte de construir país es darle una oportunidad a que se firme este acuerdo con la guerrilla. En mi caso, lo único que busco es la verdad. Con darle el aval, aceptar y querer el proceso estamos haciendo un gran aporte. No es fácil. Somos un país que tiende a estigmatizar a la gente y uno no quiere vivir al lado de quien fue guerrillero o paramilitar. Sin embargo, hay que abrirles nuevas puertas a ellos desde nuestro trabajo y dar ejemplo de reconciliación.
En el tema de reparación, algo bonito sería que nos entregaran las manualidades que ellos hacían durante el cautiverio. En las pruebas de supervivencia decían que tallaban madera, que aprendían inglés, en fin, todos esos recuerdos como el que nos trajo Sigifredo cuando regresó. Él pasó muchos días con mi papá y por eso sabía que a Laura le decía Negrita y a mí Flaquita.
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Tengo madera de líder
Alejandra Mahecha y su familia fueron desplazados por las Farc. Ahora ella es representante nacional de jóvenes víctimas del conflicto armado. / Gustavo Torrijos
Por Alejandra Mahecha
Lo último que recuerdo de Neiva es que me dormí viendo Cartoon Network en el televisor y me levanté en un camión en movimiento. Tenía siete años. Todo estaba muy oscuro y sentí miedo, luego mucho frío. Claramente ya no estaba en el Huila. Mi mamá nos dijo a mi hermana y a mí que no nos asustáramos, nos arropó en unas cobijas y nos bajó del camión. Así fue como llegamos a Sibaté.
Más tarde supe que habíamos tenido que huir porque mis papás no tuvieron con qué pagarles la vacuna a las Farc. Hombres armados llegaron al local donde ellos vendían muebles de bambú y guadua, y luego, en la calle, hirieron a mi papá en la cara con un machete.
Llegar a Sibaté fue muy duro. Todo era diferente. Antes, en tierra caliente, teníamos una casa con un patio amplio donde jugar, estudiábamos en un colegio tranquilo y Cuchita, nuestra nana, nos llevaba café con leche para la merienda.
El primer día en el nuevo colegio fue terrorífico. Cientos de niños corrían de un lado a otro. Mi hermana y yo éramos “las nuevas” y nos empezaron a matonear. A mí papá nadie lo contrataba por la cicatriz que le quedó en la cara y los muebles que hacía no se vendían, así que mi mamá tuvo que rebuscarse para poder comer. Encontró trabajo construyendo una carretera que pasaba por el colegio. Yo salía de clase para verla poner ladrillos. Eso me ponía muy triste. Los extrañaba tanto.
Cuando la situación se puso muy dura, mi mamá fue a la Alcaldía a pedir ayuda. Nos mandaron para la Red de Solidaridad Social, en Bogotá. Haciendo interminables filas nos dimos cuenta de que había muchas víctimas del conflicto. Nos unimos y creamos organizaciones.
Mi mamá se reunía con las amigas, pero no a tomar el té, sino a hacer derechos de petición, organizar marchas y leer las leyes de víctimas que nos podían ayudar. Creó la Asociación Nuevos Horizontes de Éxitos para apoyar a víctimas y, por ejemplo, logró que les financiaran unos proyectos productivos. Así fue como mi papá consiguió una guadaña para poder cortar pasto y sustentarnos con eso.
En esa época entré a la Universidad de Cundinamarca a estudiar educación física, pero siempre supe que no sería profesora de patio. Veía el deporte como un poder transformador para la vida. Y así lo enfoqué para cumplir mi sueño: ser líder social y conocer las leyes que nos ayudan a construir la paz. Siempre dije que quería ser presidenta de Colombia.
El 12 de octubre de 2012 fui a Corferias al anuncio del proceso de paz. Estaba en contra de que empezaran un proceso con los que nos habían hecho tanto daño. Me subí a la tarima, agarré el micrófono y dije cuáles eran las necesidades reales de las víctimas. Estaba muy disgustada. No les creía a las Farc porque veía que seguían llegando desplazados a Sibaté y Soacha. Cuando me bajé, todo el mundo me felicitó y me di cuenta de que tengo madera de líder. Al año siguiente me inscribí a la mesa de víctimas de mi municipio.
Ahora veo que todos los momentos tristes de mi vida tuvieron un sentido: me prepararon para el liderazgo social. Hasta ahora hemos tenido tres logros grandes: la Unidad de Víctimas empezará a construir unos lineamientos de política pública especialmente para jóvenes víctimas. Eso quiere decir que desde los ministerios hasta las secretarías tendrán que atender las necesidades específicas de los jóvenes. También impulsamos la reforma a ley estatutaria juvenil y logramos que los jóvenes víctimas tengan una curul directa en los Consejos de Juventud. Otro logro es que, cuando las mesas de víctimas enviaron a un consejero a las mesas territoriales de planeación, eligieron al delgado joven en 80 % de los casos. Muchos jóvenes víctimas son consejeros de planeación territorial y sus propuestas quedaron en los planes de desarrollo.
Este es mi último año como representante joven en la mesa y espero dejar un legado en el ámbito educativo. Hoy sólo 9 % de los jóvenes sobrevivientes de la guerra entran a la universidad, esta cifra está muy por debajo de la media nacional, que está en 26 %. ¿Cómo se puede solucionar? Convenciendo a las universidades para que apadrinen a jóvenes víctimas. Que les brinden, además de una beca, ayuda psicológica, acompañamiento académico y oportunidades de recreación. Otra ayuda sería no cobrar el examen de admisión. Por último, hay que proveer oportunidades de educación superior en los territorios. Eso es vital, porque el 52 % de las ocho millones de víctimas registradas son jóvenes o pronto lo serán, y también se merecen entrar en contacto con ese conocimiento que libera y repara.
Una de las metas más importantes hacia el futuro es que el Gobierno recupere la confianza de los jóvenes. Para eso necesitamos que todas las políticas públicas tengan un enfoque territorial y suplan las necesidades reales de las regiones. Así el país dará un paso grande hacia la convivencia y la equidad.
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No dejemos pasar las oportunidades para ser partícipes del cambio
Martín Santos es director de la Fundación Buen Gobierno. Hijo del presidente de la República, Juan Manuel Santos. /Presidencia
Por Martín Santos*
Tener privilegios otorga muchas responsabilidades, entre ellas propender por la reconciliación, buscar la equidad y generar espacios de participación para que todos podamos opinar y elegir con libertad, sin estigmas, sin que importe el lugar donde nacimos, el dinero que tenemos o que nos falta, las posturas ideológicas o el género que seamos. Mi aporte a la construcción del país es concreto, es mi trabajo diario por hacer de esta visión una realidad. Desde la Fundación Buen Gobierno pongo un grano de arena al promover debates abiertos de asuntos diversos y prioritarios en esta coyuntura que es tan especial.
Los colombianos somos gente buena y yo soy testigo de ello todos los días, así que no dudo de que nos reconciliaremos. El reto de superar los odios y sanar las heridas de la guerra no será fácil, pero para nosotros no será imposible, como no lo ha sido para otras sociedades que han vivido procesos similares. Necesitaremos de esa voluntad de transformación que nos caracteriza, y de nuevas energías para buscar soluciones creativas a los problemas. Definitivamente soy un optimista.
Creo que las prioridades en la construcción del país son la reducción de la pobreza, la creación de empleo, el apoyo al emprendimiento y un gran patrocinio para el desarrollo de oferta cultural. Los primeros, porque sabemos que serán necesarios para lograr consolidar una paz duradera, y a través de la cultura en todas sus manifestaciones podremos evolucionar y esto es fundamental para la superación de los odios. Nos ayudará a reconocernos y a entendernos dentro de nuestra propia historia y sobre todo para levantar la mirada y pensarnos en el futuro.
Muchos se imaginan que yo heredo poder político de mi padre aspirando a cargos de poder. Yo me vislumbro siendo útil a la sociedad. Más que heredar un poder político, espero ser heredero de sus valores como ser humano y sobre todo de su compromiso con ver este país mejor cada día, de su esperanza en la paz y de su paciencia.
Les digo a los jóvenes colombianos que aún están apáticos frente al tema que es importante ser dueños de su destino y no dejar pasar las oportunidades que nos ofrece este momento para ser partícipes del cambio de nuestro futuro. Eso significa muchas cosas: ser responsable con las decisiones de la vida privada, pero sobre todo entender el reto que tenemos enfrente para vivirlo plenamente. La paz la podremos construir los más jóvenes, y esto no es poca cosa.
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Cambiar ideologías para construir país
Ferley Ruíz es desmovilizado del Bloque Central Bolívar de las Auc, administrador de empresas y becado por Uniandes para la maestría Construcción de paz./ Andrés Torres
Por Ferley Ruíz
Hace muchos años que no lloraba de felicidad. Mis últimas lágrimas habían sido para enterrar a mi padre, a quien no volví a ver desde que los paramilitares del Bloque Central Bolívar me reclutaron en una vereda del Magdalena Medio. Tenía 13 años. Ahora tengo 30 y lloro cada vez que leo el correo que me envió la Universidad de los Andes hace ocho días: “Nos complace informarle que fue admitido a la maestría Construcción de paz… Ha sido una selección competida y nos complace que un perfil como el suyo sea parte de este proyecto”.
Imagínense. Después de tanto odio en mi pecho, luego de que la guerrilla se tomara el pueblo donde vivíamos y mataran a mi hermana que tenía 10 años, después de que decidiera irme a las Autodefensas Unidas de Colombia para que no se llevaran a mi hermana mayor, que tenía 13 años, por fin puedo llorar de felicidad.
“Tranquilos, yo me voy”, les dije. Como ya raspaba coca, me creía lo suficientemente maduro. La familia nunca se enteró. Me llevaron como patrullero a un grupo de contraguerrilla y la ideología que nos vendían era acabar con la represión subversiva. Me metían odio para que vengara la muerte de mi hermana.
Pero no logré ni eso ni nada de lo que promulgan las ideologías, que son las que nos han hecho matar en este país. Llegó la negociación de paz en Santa Fe Ralito y soñé con la libertad. Lo primero que acordaron fue entregar a los menores. Ya tenía 17 años. Pero el listado llegó y mi nombre no aparecía. Le reclamé al comandante y lo que hizo fue mandarme de centinela a orillas del río Magdalena.
Días después, con las ansias de regresar a ver a mis padres, le dije a un pescador que me pasara al otro lado del río. Caminé cuatro horas y me encontré un retén militar. Levanté las manos y me cogieron. Ahí empezó mi reintegración a la vida civil.
Pasé por la correccional de Las Flores, en Barranca. Cuando llegué lo primero que me dijeron fue: “No vaya a decir que usted fue tal (paramilitar)”. Ese ha sido el secreto mejor guardado ante mi propia familia. Mi padre murió hace seis años y se fue sin saber dónde estaba yo. Nunca más lo volví a ver. Mi mamá dice que él siempre creyó que estaba internado en una de esas fincas raspando coca, porque allá uno se iba y podía durar meses o años sin regresar.
Hace doce años vivo en Bogotá. A los 18 años salí de la correccional y terminé el bachillerato. A los 25 ya había culminado mi carrera de administrador de empresas en la Fundación Universitaria Minuto de Dios.
Sin necesidad de recordar mi pasado estuve en muchas empresas. Hoy soy promotor de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), es decir, la cara visible de la población desmovilizada dentro de la institución. Gestiono proyectos para ellos y les hablo. Les digo: vengan, que sí se puede.
El odio contra la insurgencia ya está superado. He podido estar en varios escenarios de sanación y perdonar la muerte de mi hermana. Allá he concluido cosas como la canción: “mientras el pueblo se mata, la guerra engorda a unos pocos. Si alimentamos los cuervos siempre nos sacarán los ojos”.
Aquí no sólo los desmovilizados tenemos que cambiar. ¿Cómo cambiar las ideologías para empezar a construir país? Es triste que los campesinos y los más humildes seamos los que pongamos las víctimas.
Yo ya construyo país. Ahora mi sueño es terminar la maestría y trabajar con comunidades del campo colombiano. Llevarles mi experiencia a esa población humilde, a quienes los politiqueros engañan fácilmente por un bocado de comida.
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Somos la generación que debe darle fin al conflicto
Daniel Chaparro es hijo de Julio Daniel Chaparro, periodista de El Espectador asesinado el 24 de abril de 1991 en Segovia, Antioquia. / Cristian Garavito
Por Daniel Chaparro*
Me vinculé a Hijos e Hijas por la Memoria y contra la Impunidad en 2006, cuando terminaba mis estudios de ciencia política e historia en los Andes. Siempre me había llamado la atención estudiar el conflicto, pero lo hacía con la distancia de un observador, y una de las primeras propuestas de ese grupo era poner en el epicentro de sus manifestaciones públicas a las víctimas como sujetos políticos en el marco de la Ley de Justicia y Paz. Era no sólo hacer ejercicios de memoria, sino ver que los familiares y sobrevivientes nos hablaban de un país que ha sido negado, exterminado, emboscado, pero que sigue patente. Es una actualización del pasado para transformar el país, es una posición política que va más allá de ser víctima.
En ese colectivo entendí que no se trata de traer los recuerdos de mi padre sin contexto, sino que cuando las viíctimas hacen públicos sus testimonios, se convierten en sujetos políticos que hablan del pasado que no ha dejado de pasar en este país, entendí por qué la insistencia en hablar de los desaparecidos, de los asesinados. Es porque tenemos un país en el que las condiciones que hicieron posible esa violencia, siguen existiendo.
Esas experiencias y testimonios, esas demandas que hacen las víctimas, ayudan a generar una conciencia sobre todas las afectaciones que hemos tenido como sociedad. Por ejemplo, si nosotros como ciudadanos no somos conscientes de que con el asesinato de 152 periodistas, desde 1977 a 2015, se afectó nuestro derecho a estar informados, no seremos conscientes de las amenazas que afectan a toda la sociedad. Cuando asesinan a un concejal nos vulneran el derecho a elegir o a estar representado en esa persona, se afecta la democracia; si asesinan a un sindicalista vulneran nuestros derechos a una reivindicación laboral. Hemos pagado un costo muy alto por no tener a esas personas que podrían ayudar a transformar el país.
Mi padre tenía 29 años cuando lo asesinaron, él logró desarrollar una crónica periodística muy elaborada, tenía un potencial en el mundo de la literatura y no pudimos saber hasta dónde hubiera llegado; mataron a un joven poeta.
Desde la esfera donde uno se encuentre puede contribuir a construir el país. Se requieren esfuerzos de todos para cambiar el país que hemos tenido. Es una invitación a pensar de manera colectiva, esta es una carrera de largo aliento y somos la generación que tiene la opción de darle fin al conflicto. Con los acuerdos de La Habana y los que se logren con el Eln nos quedarán unas tareas arduas, tenemos que empezar a darle forma al país en paz, incluso con quienes estén en la oposición.
No puedo ocultar el sentimiento de indignación porque la justicia no ha investigado el caso de mi padre. El mayor símbolo de impunidad fue que se perdió su libreta de apuntes, su instrumento de trabajo. Los victimarios no dicen nada, el Estado no cumple su deber. Estos sentimientos deben ser un motor para expresar y hacer que estas personas que no tienen conciencia de afectaciones por la guerra, la tomen.
Nací en una década terriblemente violenta en los 80; mi papá fue un sogamoseño que creció en Villavicencio, un departamento con altos índices de violencia hacia expresiones diferentes a statu quo, él vio que asesinaban a gente muy cercana a su familia y esa fue una fijación en su poesía y en su actividad periodística. En la serie que estaba escribiendo cuando lo asesinaron, Lo que la violencia se llevó, hablaba de su generación como una generación emboscada. Esta generación está haciendo los máximos esfuerzos para que nosotros que hemos crecido con estas violencias dejemos de estar emboscados.
El país ha avanzado en reconocer que hubo víctimas sin importar la orilla ideológica desde donde se disparó. Hoy las víctimas son un ejemplo, generan aprendizajes y procesos de reconciliación, aportan a partir del dolor. Hay que reconocer la labor de muchas mujeres que han hecho ejercicios de convivencia y reconciliación entre víctimas y victimarios.