Veinte años de verdades negadas en Barrancabermeja
El 16 de mayo de 1998, paramilitares, con omisión del DAS y miembros de la Fuerza Pública, asesinaron a siete personas y desaparecieron a 25 más. Hoy, sin verdad ni justicia, sus dolientes siguen luchando por encontrar sus restos.
Beatriz Valdés Correa - @beatrijelena
Cuando los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia empezaron a dar sus versiones libres ante las salas de Justicia y Paz, un grupo de víctimas de la masacre de Barrancabermeja fueron a escucharlos. Querían conocer su versión sobre lo ocurrido, que explicaran por qué lo hicieron y, especialmente, que dijeran cómo y por qué se habían aliado con instituciones como el DAS, la Policía y las Fuerzas Militares. Pero no escucharon esas verdades, a pesar de que en la noche de la masacre los vieron actuar en connivencia con las Autodefensas de Santander y el Sur del Cesar (Ausac), quienes perpetraron la masacre comandados por Guillermo Cristancho Acosta, conocido como Camilo Morantes.
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Esta incursión marcó el inicio del poder paramilitar en el puerto petrolero, un lugar estratégico tanto económica como territorialmente. Ingresar a Barranca, según dijo Rodrigo Pérez Alzate en dos versiones libres de Justicia y Paz, significaba tener acceso a los dos flancos de la Serranía de San Lucas, es decir, hacia el río Cauca y a los valles del río Magdalena. Además, podrían entrar a los corredores que tenía el Eln para ingresar al Oriente Antioqueño y a la Serranía del Perijá. De esa manera, las Auc “aseguraban el control absoluto de los frentes guerrilleros que operaban en los departamentos de Antioquia, Cesar, Sucre, Bolívar y, principalmente, Santander”, es decir, la zona que luego controlaría el Bloque Central Bolívar, comandado por Pérez Alzate o Julián Bolívar.
Además, las Autodefensas también infiltraron la contratación petrolera, tanto por colaboración como por intimidaciones, según una sentencia de 2015 de Justicia y Paz contra varios paramilitares del Frente Fidel Castaño de las Auc.
Esas, las sentencias contra paramilitares, son las únicas que han traído justicia en relación con la masacre. No hay a la fecha ninguna decisión judicial contra instituciones o funcionarios del Estado. Esto aunque las víctimas, como Jaime Peña, recuerdan haber visto hombres con chalecos negros marcados con las letras DAS. Peña los vio cuando, cerca de las 9:30 p.m., iba saliendo de su casa para buscar a su hijo Jaime Peña Rodríguez, de 16 años, quien cinco minutos antes también había salido a reunirse con algunos compañeros de su grupo de teatro.
El padre se disponía a ver un partido de fútbol, cuando escuchó el ladrido de un perro que lo impresionó y salió a ver qué pasaba. “Por una ventana grande de la sala, veo que va mi hijo y un tipo encapuchado apuntándole por la espalda con un fusil. Pero no sospeché de nada grave, porque pensé que era la autoridad pidiendo papeles, entonces solo era ir a la cancha y reclamarlo, porque era un estudiante menor de edad”, cuenta.
Sin embargo, cuando salió a la calle, vio una camioneta de platón con hombres fuertemente armados y con los chalecos del DAS. Menos iba a sospechar, porque eran autoridad. Entonces decidió ir a la cancha, escuchó gente gritando que eran “los masetos”, es decir, los paramilitares, y que habían degollado a una persona.
A ese mismo lugar llegó Luz Almanza, desesperada buscando a su esposo Ricky Nelson García, un mecánico de motos que había salido a desvarar a un soldado. Ella también estaba en el barrio El Campín, en un bazar justo al frente de su casa, cuando llegaron los paramilitares gritando que salieran los guerrilleros, apagando la música y mandando a todo el mundo a acostarse en el piso. “Yo salí corriendo, entré a mis hijos a la casa. La gente gritaba ‘auxilio, no se los lleven’”, dice.
Los paramilitares ingresaron a la Comuna 7, cerca de la avenida Circunvalar y de una base militar, asegura Luz Almanza. Cometieron los crímenes en menos de una hora y salieron de la ciudad. En eso interceptaron a Ricky Nelson García, que ya iba de regreso, cerca del barrio 9 de Abril. Lo bajaron de su moto y lo subieron a una camioneta. Según El Espectador de la época, eran dos camionetas Ford 350 carpadas. A Luz le dijeron que la moto de su esposo estaba tirada en la calle, entonces ella corrió a buscarlo. En el camino se encontró al mismo joven degollado. Sin embargo, no se detuvo ahí, logró encontrar la moto y ver la camioneta de la que lanzaron a una mujer embarazada, una sobreviviente de la masacre.
Esa noche asesinaron a siete personas y desaparecieron a 25 más. La ciudad se paralizó durante una semana, incluso la refinería de petróleo dejó de funcionar, pues la Unión Sindical Obrera (USO) entró en cese de actividades, mientras se movilizaban rechazando la masacre y exigiendo justicia. Tiempo después, Camilo Morantes, el comandante paramilitar de las Ausac, diría que fue una equivocación, que las víctimas no eran guerrilleros, pero que igualmente los asesinaron. Lo mismo dijo Rodrigo Pérez Alzate en su versión libre, que todas las víctimas eran inocentes.
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¿Entonces quién los acusó? ¿Cuál era el objetivo de la masacre? Lo cierto es que después de este hecho, el frente Fidel Castaño se apoderó de la zona, extendiendo su dominio criminal en el Magdalena Medio y el sur del Bolívar.
Hoy, el Colectivo de Víctimas 16 de Mayo todavía está esperando una audiencia contra miembros de la Fuerza Pública involucrados en la masacre. Varios de estos uniformados, según las víctimas, están en libertad condicionada porque se acogieron a la JEP. Es el caso del coronel Joaquín Correa López. De los 25 desaparecidos han podido recuperar e identificar a cinco personas, entre esos a Ricky Nelson García. Los restos de una persona más, dice Luz Almanza, están en cadena de custodia desde 2008. Mientras aguardan justicia en el país, su caso ya está en manos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Precisamente, con “20 años de justicia denegada y 20 años de resistencia abnegada”, como sostiene este colectivo, tienen esperanzas en que la Unidad de Búsqueda de Desaparecidos pueda encontrar a sus familiares y que la Justicia Especial para la Paz, ahora sí, pueda completar las verdades que quedaron a medias desde la desmovilización paramilitar.
Cuando los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia empezaron a dar sus versiones libres ante las salas de Justicia y Paz, un grupo de víctimas de la masacre de Barrancabermeja fueron a escucharlos. Querían conocer su versión sobre lo ocurrido, que explicaran por qué lo hicieron y, especialmente, que dijeran cómo y por qué se habían aliado con instituciones como el DAS, la Policía y las Fuerzas Militares. Pero no escucharon esas verdades, a pesar de que en la noche de la masacre los vieron actuar en connivencia con las Autodefensas de Santander y el Sur del Cesar (Ausac), quienes perpetraron la masacre comandados por Guillermo Cristancho Acosta, conocido como Camilo Morantes.
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Esta incursión marcó el inicio del poder paramilitar en el puerto petrolero, un lugar estratégico tanto económica como territorialmente. Ingresar a Barranca, según dijo Rodrigo Pérez Alzate en dos versiones libres de Justicia y Paz, significaba tener acceso a los dos flancos de la Serranía de San Lucas, es decir, hacia el río Cauca y a los valles del río Magdalena. Además, podrían entrar a los corredores que tenía el Eln para ingresar al Oriente Antioqueño y a la Serranía del Perijá. De esa manera, las Auc “aseguraban el control absoluto de los frentes guerrilleros que operaban en los departamentos de Antioquia, Cesar, Sucre, Bolívar y, principalmente, Santander”, es decir, la zona que luego controlaría el Bloque Central Bolívar, comandado por Pérez Alzate o Julián Bolívar.
Además, las Autodefensas también infiltraron la contratación petrolera, tanto por colaboración como por intimidaciones, según una sentencia de 2015 de Justicia y Paz contra varios paramilitares del Frente Fidel Castaño de las Auc.
Esas, las sentencias contra paramilitares, son las únicas que han traído justicia en relación con la masacre. No hay a la fecha ninguna decisión judicial contra instituciones o funcionarios del Estado. Esto aunque las víctimas, como Jaime Peña, recuerdan haber visto hombres con chalecos negros marcados con las letras DAS. Peña los vio cuando, cerca de las 9:30 p.m., iba saliendo de su casa para buscar a su hijo Jaime Peña Rodríguez, de 16 años, quien cinco minutos antes también había salido a reunirse con algunos compañeros de su grupo de teatro.
El padre se disponía a ver un partido de fútbol, cuando escuchó el ladrido de un perro que lo impresionó y salió a ver qué pasaba. “Por una ventana grande de la sala, veo que va mi hijo y un tipo encapuchado apuntándole por la espalda con un fusil. Pero no sospeché de nada grave, porque pensé que era la autoridad pidiendo papeles, entonces solo era ir a la cancha y reclamarlo, porque era un estudiante menor de edad”, cuenta.
Sin embargo, cuando salió a la calle, vio una camioneta de platón con hombres fuertemente armados y con los chalecos del DAS. Menos iba a sospechar, porque eran autoridad. Entonces decidió ir a la cancha, escuchó gente gritando que eran “los masetos”, es decir, los paramilitares, y que habían degollado a una persona.
A ese mismo lugar llegó Luz Almanza, desesperada buscando a su esposo Ricky Nelson García, un mecánico de motos que había salido a desvarar a un soldado. Ella también estaba en el barrio El Campín, en un bazar justo al frente de su casa, cuando llegaron los paramilitares gritando que salieran los guerrilleros, apagando la música y mandando a todo el mundo a acostarse en el piso. “Yo salí corriendo, entré a mis hijos a la casa. La gente gritaba ‘auxilio, no se los lleven’”, dice.
Los paramilitares ingresaron a la Comuna 7, cerca de la avenida Circunvalar y de una base militar, asegura Luz Almanza. Cometieron los crímenes en menos de una hora y salieron de la ciudad. En eso interceptaron a Ricky Nelson García, que ya iba de regreso, cerca del barrio 9 de Abril. Lo bajaron de su moto y lo subieron a una camioneta. Según El Espectador de la época, eran dos camionetas Ford 350 carpadas. A Luz le dijeron que la moto de su esposo estaba tirada en la calle, entonces ella corrió a buscarlo. En el camino se encontró al mismo joven degollado. Sin embargo, no se detuvo ahí, logró encontrar la moto y ver la camioneta de la que lanzaron a una mujer embarazada, una sobreviviente de la masacre.
Esa noche asesinaron a siete personas y desaparecieron a 25 más. La ciudad se paralizó durante una semana, incluso la refinería de petróleo dejó de funcionar, pues la Unión Sindical Obrera (USO) entró en cese de actividades, mientras se movilizaban rechazando la masacre y exigiendo justicia. Tiempo después, Camilo Morantes, el comandante paramilitar de las Ausac, diría que fue una equivocación, que las víctimas no eran guerrilleros, pero que igualmente los asesinaron. Lo mismo dijo Rodrigo Pérez Alzate en su versión libre, que todas las víctimas eran inocentes.
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Hoy, el Colectivo de Víctimas 16 de Mayo todavía está esperando una audiencia contra miembros de la Fuerza Pública involucrados en la masacre. Varios de estos uniformados, según las víctimas, están en libertad condicionada porque se acogieron a la JEP. Es el caso del coronel Joaquín Correa López. De los 25 desaparecidos han podido recuperar e identificar a cinco personas, entre esos a Ricky Nelson García. Los restos de una persona más, dice Luz Almanza, están en cadena de custodia desde 2008. Mientras aguardan justicia en el país, su caso ya está en manos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Precisamente, con “20 años de justicia denegada y 20 años de resistencia abnegada”, como sostiene este colectivo, tienen esperanzas en que la Unidad de Búsqueda de Desaparecidos pueda encontrar a sus familiares y que la Justicia Especial para la Paz, ahora sí, pueda completar las verdades que quedaron a medias desde la desmovilización paramilitar.