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Las negociaciones con el ELN se estancaron en un ciclo vicioso. Una tautología argumentativa. En distintas declaraciones públicas, el ELN ha afirmado que para que haya proceso de paz, se tienen que evidenciar “acciones reales de paz” de parte del gobierno. Lo anterior, derivado de la lectura que el grupo tiene sobre los Acuerdos de La Habana y según la cual primero tienen que verse “las transformaciones” antes de pensar siquiera en la entrega de las armas.
Estas acciones reales de paz se traducen, desde la visión del ELN, en políticas de Estado que les permita afirmar con certeza, tanto en las zonas donde hacen presencia como al interior de la organización (piénsese que las negociaciones terminan siendo también un espacio donde se consolida lo que un grupo profesa), que las luchas que han defendido por años están siendo implementadas. Que se está avanzando rápidamente en la construcción de una sociedad más incluyente y equitativa. En ese momento, y sólo en ese momento, se puede empezar a discutir el proceso de dejación de armas.
Lo anterior, claramente, implica incidencia directa en la planeación, diseño y ejecución de las políticas públicas del país. Ser gobierno, o una parte del mismo, al menos.
Esto es leído por el gobierno nacional y los gobiernos locales como el abuso de un derecho no adquirido: ¿Por qué debería el ELN tener voz en las decisiones de política pública, si no ha ganado un solo voto? O como se ha descrito, desconectado con la realidad territorial de la organización, en distintos medios de comunicación: Si no se le concedió tanto terreno a las FARC, ¿por qué hacerlo ahora con una guerrilla que no tiene siquiera la mitad de su capacidad militar? La premisa, entonces, se transforma de nuevo. El mensaje de las élites locales se convierte en: si quieren incidir en política pública, ganen las elecciones limpiamente, sin armas.
Con ello, se llega al punto de partida una vez más: 1) para que el ELN deje las armas, tiene que haber “acciones reales de paz”, ello implica 2) incidencia en política pública, sin embargo, el gobierno nacional y los gobiernos locales afirman que 3) para incidir en política pública se deben ganar elecciones; para lo cual es necesario 4) dejar las armas. Una y mil vueltas a esta discusión sin fin. Los unos, afirmando que no dejarán las armas hasta que se haya cimentado, como consecuencia de su acción directa, un camino sin retorno de transformación social. Los otros, defendiendo -con razón- que para actuar y decidir sobre lo público se tiene que ganar a través de la competencia electoral. Y mientras tanto, los habitantes de las zonas donde hace presencia el ELN, atrapadas en conflictos anacrónicos sin luces de salidas humanitarias.
El ELN podría argumentar que su vocación de poder no se reduce a las urnas y que la participación electoral sólo valida la “democracia burguesa”, bandera que han enarbolado en coyunturas críticas de la organización. Sin embargo, y para no entrar a discutir las corrientes anti-electorales del ELN, quiero plantear una posible ruta de salida al círculo de negociación sin fin. Pensado por la misma guerrilla, creo que para salir de esta tautología se deben asegurar unos “cambios básicos urgentes”.
Por esta expresión el ELN entiende una suerte de “alivios” que permitan solventar la crisis económica, social y de violencia que atraviesa el país, en particular (y en general, como todo con esta guerrilla) en sus territorios de influencia. Distintos en su esencia más no en sus implicaciones, por mi parte planteo otro tipo de cambios básicos urgentes, principalmente garantías de participación democrática y representación de los distintos sectores sociales, que permitan conciliar los intereses anteriormente descritos. Es decir, transformaciones, -traducidas en acciones de política pública- que ofrezcan certezas al ELN y a las élites políticas locales de que estamos en un momento de transición democrática y en una ruta de construcción de país, sin que esto represente una afrenta a los procesos electorales y al poder “limpiamente” adquirido.
Estos cambios necesitan de una dosis de pragmatismo, a veces tan escasa en ambas partes. Por parte del ELN, implica reconocer que, como se ha vuelto ya adagio popular, no se logrará en la negociación lo que no se ganó en la guerra. Que, aun cuando en las negociaciones se estén haciendo amagues de jugador de póker con la carta del modelo económico, para incidir de verdad en temas más profundos se deben ganar elecciones, ya sea a nombre propio, o de un movimiento creado por la sociedad civil y que abandere las reivindicaciones de la organización.
Por parte de las élites políticas, el reto es doble en tanto implica reconocer no sólo que para negociar con un grupo político alzado en armas se tiene que negociar, oh sorpresa, temas políticos, y que dicha negociación incide en la política pública; sino también que la negociación trae la posibilidad de perder el poder, aspecto natural (y en el caso colombiano, deseable) del juego democrático.
Esperemos que, en medio de tanto escepticismo con la política de Paz Total y sus distintos tropezones, tanto el gobierno nacional como el ELN tengan un impulso de “sujetos de estado” y sepan incluir las preocupaciones de las personas que pueden boicotear, desde lo regional, las negociaciones. El presidente Petro dio el primer paso al invitar a José Félix Lafaurie a la Mesa de Diálogo. Ahora es el deber de los negociantes encontrar una manera de subir a las élites locales a este barco, ojalá antes de que se hunda.