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Setenta años de una masacre oficial: la muerte, desde mi ventana

Testimonio de un testigo de los hechos violentos del Gobierno contra estudiantes de la Universidad Nacional en junio de 1954.

Mario Méndez
09 de junio de 2024 - 01:00 a. m.
“El Espectador” y su versión de la masacre en una edición impresa de hace 70 años.
“El Espectador” y su versión de la masacre en una edición impresa de hace 70 años.
Foto: Archivo

Cuatro días antes de la inauguración de la televisión colombiana (13 de junio de 1954), para conmemorar el primer aniversario de la toma del poder por el general Gustavo Rojas Pinilla, los estamentos de la Universidad Nacional marchaban hacia la Plaza de Bolívar en protesta por la muerte, el día anterior (8 de junio), de Uriel Gutiérrez, estudiante de Medicina, nombre que se les pondría más tarde a las residencias masculinas de la UN, que hoy son parte de su infraestructura administrativa. (Lea las columnas de Mario Méndez en El Espectador).

¿Qué había pasado en el campus? Aquí viene otra historia que se remonta al 7 de junio de 1929, cuando, en una confusa refriega con la Policía Nacional, murió Gonzalo Bravo Pérez, estudiante de Derecho, también de la Universidad Nacional, natural de Ipiales, cuyo tutor en Bogotá era el primer mandatario, Miguel Abadía Méndez. ¡Curiosidades que se dan! También en aquel momento, el origen de los hechos tuvo relación con la protesta estudiantil por abusos de poder, y el escenario de la muerte de Bravo Pérez es muy parecido y cercano al sitio de la masacre del 9 de junio, 25 años después: las cercanías del palacio presidencial, sobre la carrera 8.

Con ocasión, entonces, de este cuarto de siglo de la muerte del nariñense, los estudiantes de la Nacional conmemoraban el acontecimiento dentro de su propio espacio, cuando un policía disparó hacia el interior y mató a Uriel Gutiérrez. Este es el mecho “que encendió la pradera” de la tragedia del 9 de junio, hoy hace 70 años.

A la pacífica manifestación de aquel día 9 se sumaron compañeros de la Javeriana, el Externado, los Andes, América, la Libre, el Rosario y la Gran Colombia, además de un número apreciable de muchachos de bachillerato. Todos se desplazaron desde la Ciudad Universitaria, subieron por la calle 26 y avanzaron por la carrera séptima. Cuando la vanguardia de la marcha llegó a la calle 13 (hoy 12C), la detuvo una descarga del Batallón Colombia, comandado por el general Alberto Ruiz Novoa, causando la muerte de numerosos estudiantes. Este cuerpo del Ejército había regresado hacía poco de Corea, envalentonado por sus acciones en un país ajeno a nuestra realidad adonde acudió Colombia “en busca de lo que no se nos había perdido”, para ayudar a salvar obedientemente los intereses de Estados Unidos, llamados “la democracia” cuando estos intervienen en tierras asiáticas del este.

Estos son los nombres de los caídos en el centro de Bogotá aquel día 9: Jaime Moore Ramírez, Hernando Morales Sánchez, Hugo León Velásquez, Carlos J. Grisales, Álvaro Gutiérrez Góngora, Elmo Gómez Lucich (peruano), Rafael Sánchez Matallana (del Colegio Virrey Solís) y Hernando Ospina. A ellos hay que agregar alrededor de 50 heridos. Pero la lista de muertos no se puede asumir como concluyente, ya que las fuentes de la época son muy dispersas, sesgadas quizá y notoriamente carentes de credibilidad.

Desde mi ventana

Así relato en Historia de Colombia (Editorial Zamora, reedición de 1999) el pavoroso hecho que vi desde el sexto piso de mi lugar de trabajo, en los días en que apenas me cocinaba como el telegrafista que sería más tarde: “Menor de edad todavía, laboro en el sexto piso del edificio Murillo Toro de Bogotá, conocido asimismo por entonces como Palacio de Comunicaciones, sede del Ministerio del ramo. Antes del mediodía del 8 de junio de 1954, al escuchar lo que parece una descarga de fusilería, me asomo con algunos compañeros a una de las pequeñas ventanas del costado oriental del edificio, a unos tres metros de mi mesa de trabajo. No puedo creer ni entender aquel cuadro: en la esquina noroccidental de la carrera 7 con calle 13), al frente de un muro semidestruido que sirve de encerramiento a un lote, resultado de la ampliación de la principal vía bogotana, como obra que hace parte del trabajo de remodelación urbana a que obligan los incendios del 9 de abril, tratan de arrastrarse unos muchachos poco menos jóvenes que yo, con expresiones de dolor en el rostro; otros ya no pueden hacerlo porque están muertos”.

Entre las justificaciones que se esgrimieron para explicar un hecho como el de segar la vida de varios jóvenes en una correlación tan desnivelada, se conocieron las declaraciones del general ibaguereño Gabriel París, que en 1957 hará parte de la Junta Militar [que reemplace al general Rojas cuando caiga el 10 de mayo], quien “asegura que los disparos de la tropa son la respuesta a unos tiros que él ha visto salir desde la manifestación estudiantil, tras la cual se esconden elementos comunistas y seguidores de Laureano Gómez. Por aquella aseveración, París recibirá el remoquete de “Ojo de Águila” (obra citada).

En todo caso, aquella ráfaga de realidad me rebautizó precozmente en el ámbito de la política, cuyas primeras nociones llegaron a mi cerebro cuando, seis años atrás, me enteré del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (9 de abril de 1948), magnicidio que me significó una comprensión más o menos clara de que a los sueños de justicia se les puede responder con ajustes en las funciones del Estado, pero también con la más descarnada violencia que neutralice sin remedio las ideas de quienes no se resignan a que las cosas se tornen inmodificables. Así, sin saber a qué hora, el niño que había vivido en mí empezó a tener una mirada de adulto a la brava.

Hechos recientes, en la misma tónica

Con respecto a los abusos oficiales, hace alrededor de un mes, un videógrafo colombiano fue maltratado en la capital por un joven miembro de la fuerza pública, condicionado precisamente por el pensamiento enquistado en las estructuras policiales. La escena estaba siendo grabada por numerosos ciudadanos con su celular, de manera que era difícil ocultar lo que pasaba. Ante la contundencia de las cámaras, el director de la Policía ordenó la destitución inmediata del implicado en los golpes de bolillo, y entonces se dio allí una lección de vida que impresiona: el videógrafo rechazó el tratamiento que había recibido, pero expresó su desacuerdo con una medida que le truncaba su carrera al joven oficial. El comunicador gráfico agregó que lo importante era instruirlo en forma adecuada en lo que tiene que ver con un trato justo para el ciudadano.

Nos parece que en el presente texto encaja perfectamente una muestra de pensamiento hirsuto, retrógrado y peligroso, presente en la base de tantos acontecimientos inspirados en la ideología imperante de nuestra fuerza armada, que conocimos en la Nacional en nuestro paso por ese centro de estudios que siempre llevamos en el corazón. Nos referimos a un folleto editado por el Ejército Nacional que leímos entre asombrados e incrédulos. En una de sus páginas aparecía el dibujo de un militar que persigue a un muchacho vestido de suéter marcado con una U, y a quien señala diciendo: “He ahí el enemigo”. Ante algo así, nada queda por decir.

Operaciones encubiertas

Sin embargo, para mayor comprensión de lo que ocurre entre la mano armada del Estado y el estudiantado de la Universidad Nacional, resulta necesario mostrar que, así como aquí se recoge un acontecer con muertes que se han dado ante la mirada ciudadana, en muchas “operaciones encubiertas” la acción de los uniformados se ha traducido en incontables desaparecidos, como en el caso del Colectivo 82, hace algo más de 40 años, ampliamente denunciado y que ha comprometido la solidaridad de Javier Giraldo, respetable sacerdote jesuita, lo mismo que la asistencia jurídica del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo.

Por esa época, bajo la administración del presidente Julio César Turbay Ayala, con papel destacado del general Luis Carlos Camacho Leyva, ministro de Defensa, y la expedición de lo que se conoció como Estatuto de Seguridad, se cubrieron en el misterio las vidas de muchos estudiantes de universidades públicas, en especial de la UN, sin olvidar que numerosos profesores también han sido víctimas.

Ojalá en los nuevos tiempos, en Colombia se logre cambiar paulatinamente la mentalidad institucional en la que, a la luz de los hechos comentados, imperan el abuso y un factor inherente a tanta arbitrariedad: la cobardía.

* Columnista de El Espectador.

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Teocrato(a6w66)10 de junio de 2024 - 01:08 p. m.
El "despertador" y el "destiempo" desde sus editoriales siempre insultaban (insultan) todo lo que tenia que ver con la UN y particularmente sus estudiantes, con mentiras, sofismas, verdades a su medida etc. Goditos siempre!
CR(qofpn)09 de junio de 2024 - 11:55 p. m.
Sin palabras!
miller(38108)09 de junio de 2024 - 10:05 p. m.
el estudiante se llamaba Gonzalo Bravo Páez ,no Pérez. Un barrio de Bogotá leva su nombre
jose(lr3j3)09 de junio de 2024 - 04:26 p. m.
y añora la derecha esos acontecimientos.
A(68560)09 de junio de 2024 - 01:36 p. m.
La actualidad del artículo no tiene discusión. Siguen policías y militares envenenados contra jóvenes y estudiantes, con las mismas consignas grabadas en las mentes criminales de unas fuerzas corrompidas y traidoras. Aliados con narcoparacos y estimulados por delincuentes como el matarife y el cerdo , participan en masacres.
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