Anzorc: más de 20 años de lucha por la dignidad campesina
En el intrincado proceso de creación y consolidación de las zonas de reserva campesina, la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (Anzorc) ha jugado un papel clave. Aquí, un breve repaso de su historia. Una de tenacidad y valentía.
Simón Uprimny Añez (*)
Un luminoso verde esperanza coloreó el final del 2022 para el campesinado colombiano. El 30 de diciembre la Agencia Nacional de Tierras (ANT) aprobó la creación de las zonas de reserva campesina (ZRC) del Sumapaz (Cundinamarca), Losada-Guayabero y Güejar-Cafre (ambas en Meta). Solo unos días atrás había sido aprobada una más en la Tuna (Cauca). Con estas, ahora son doce las ZRC existentes en el territorio colombiano.
La historia de las ZRC cuenta ya casi tres agitadas décadas. En 1994, tras años de lucha del movimiento campesino, la ley 160 creó esta figura de ordenamiento territorial que delimita un área geográfica –usualmente ubicada en terrenos baldíos, pero no necesariamente– en la que una comunidad campesina construye un plan de desarrollo sostenible para decidir qué uso darle a la tierra. Para Ana Jimena Bautista, inspectora de tierras de la ANT, este aspecto es clave, pues “el plan se construye de abajo hacia arriba: es armado por la comunidad y luego discutido con las instituciones estatales”. A diferencia de los resguardos indígenas o los territorios colectivos afro, las ZRC no son un título de propiedad colectivo, sino que los propietarios de las tierras son las propias familias campesinas; pero, a pesar de que existe la propiedad privada, los campesinos que habitan dentro de una ZRC deben ponerse de acuerdo en la gestión que como comunidad le darán al territorio a través del plan de desarrollo sostenible. Además, están estipulados límites legales a la cantidad máxima de tierra que puede poseer un propietario (que varían según la región y la calidad del suelo en donde esté ubicada la ZRC), y así se impide el latifundio. Por todo esto, para Bautista las ZRC son “una invitación de los campesinos al Estado para que llegue. Son los territorios en donde florecen los derechos campesinos”.
En el 2001, en uno de los momentos más turbulentos de la historia reciente colombiana, iniciativas campesinas de diferentes regiones del país se unieron para fundar la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (Anzorc) con el objetivo de defender las siete ZRC existentes hasta ese momento e impulsar otras más. Para Anzorc, las ZRC son el logro jurídico más importante de la historia del campesinado, juicio que no parece descabellado si se piensa que, a pesar de todas sus bondades, la Constitución de 1991 no reconoció al campesinado como un sujeto especial de derechos, lo cual sí ocurrió con las poblaciones indígenas y afro. Para Elda Yaneth Martínez, actual presidenta de Anzorc, “las ZRC nos dan a los campesinos la capacidad de poder revisar lo que somos, de trabajar sobre las realidades que conocemos porque somos quienes habitamos y conocemos los territorios. Pero también son la posibilidad de proponer nuevas cosas, porque al campesino no le interesa quedarse en el discurso de las carencias y las desigualdades, sino buscar alternativas de cambios verdaderamente realizables”. En la ZRC de Cabrera (Cundinamarca), por ejemplo, los campesinos decidieron organizarse para producir café orgánico y, en la del valle del río Cimitarra, carne de búfalo. Estos alimentos son luego exportados a las ciudades, que, además de apoyar la economía campesina, reciben comida saludable y producida de una manera responsable con el medio ambiente.
En definitiva, las ZRC les permiten a los campesinos decidir cómo vivir. Pues el clamor campesino no es solo por la tierra, sino por la territorialidad: los campesinos no sólo reclaman más tierras, sino el derecho a vivir en esas tierras de acuerdo con sus tradiciones y prácticas culturales. Algo apenas justo teniendo en cuenta el pasado teñido de sangre y despojo que han padecido. No sólo porque el campesinado ha sido la primera víctima colectiva del conflicto armado (de acuerdo con el informe Guerra contra el campesinado, entre 1958 y 2018 más del 58 % de las víctimas de violencia sociopolítica fueron campesinos), sino porque Colombia es uno de los países más desiguales del mundo en cuanto a la distribución de su tierra: según Oxfam, el 1 % de las fincas de mayor tamaño concentran el 81 % de la tierra.
Las ZRC son entonces muy saludables para la democracia colombiana: permiten, al mismo tiempo, proteger el medio ambiente, detener el acaparamiento de tierras, promover la economía campesina y frenar la expansión de la frontera agrícola. En la valiente defensa de las ZRC radica la importancia de Anzorc, una asociación que se diferencia de otras porque es una organización “sombrilla” –o de segundo nivel– que agrupa a 79 organizaciones campesinas activas de 22 departamentos del país. De ahí que, en su interior, reine la diversidad, pues en contravía de lo que creen muchos citadinos, el campesinado no es un todo homogéneo. Dentro de Anzorc hay espacio para la discusión, el disenso. Y en esto, reflexiona Martínez, reside su fuerza: “Unidad mas no uniformidad: ese es uno de nuestros lemas”.
Gracias a esa unidad han podido resistir. Porque el camino recorrido por Anzorc ha sido muy espinoso. Menos de un año después de haber visto la luz, tuvo que entrar, en el 2002, en un periodo de inactividad debido a que bajo el gobierno de Álvaro Uribe fue intensamente estigmatizada como aliada de las Farc. El expresidente incluso tildó a las ZRC de “repúblicas independientes” y “emporios del terrorismo”. Pero Anzorc, con la paciencia y tenacidad propias del campesino, resistió y, en octubre del 2010, se reactivó durante el mandato de Juan Manuel Santos. Entonces, con el Paro Nacional Agrario del 2013 y el proceso de paz, en el que Anzorc empujó para poner de nuevo sobre la mesa la discusión sobre las ZRC, la organización recuperó una visibilidad importante.
Luego, la subida de Iván Duque al poder significó un frenazo a la paz y a las políticas agrarias. En palabras de Bautista, en el Gobierno pasado “no hubo voluntad política de avanzar en la constitución de nuevas ZRC”.
Anzorc y otras organizaciones campesinas, apoyadas por Dejusticia, se vieron entonces obligadas a interponer una tutela para la aprobación de tres de las cuatro ZRC decretadas a finales del 2022, pues los requerimientos necesarios para ello estaban listos desde hace años pero habían sido ignorados por la ANT.
Ahora el panorama ha cambiado: la constitución de esas nuevas ZRC en los primeros meses del Gobierno Petro ilusionan al campesino. El contexto se muestra favorable para intentar sacarle el jugo a toda la potencialidad de la figura, algo que, según Bautista, recién empieza: hasta el momento la lucha se ha centrado en la declaración de las ZRC, pero aún no se ha logrado realmente mejorar las condiciones de existencia de los campesinos dentro de ellas. Anzorc, mientras tanto, no aflojará en su misión. Al fin y al cabo, como dice Martínez: “Las ZRC son un reconocimiento a los saberes campesinos, una forma de ordenamiento territorial pensada por el campesinado para el campesinado”. Esa es la verde realidad.
(*) Periodista independiente y colaborador de Dejusticia (simonuprimny@gmail.com).
(**) Este artículo hace parte del especial #TejidoVivo, producto de una alianza periodística entre el centro de estudios Dejusticia y El Espectador.
Un luminoso verde esperanza coloreó el final del 2022 para el campesinado colombiano. El 30 de diciembre la Agencia Nacional de Tierras (ANT) aprobó la creación de las zonas de reserva campesina (ZRC) del Sumapaz (Cundinamarca), Losada-Guayabero y Güejar-Cafre (ambas en Meta). Solo unos días atrás había sido aprobada una más en la Tuna (Cauca). Con estas, ahora son doce las ZRC existentes en el territorio colombiano.
La historia de las ZRC cuenta ya casi tres agitadas décadas. En 1994, tras años de lucha del movimiento campesino, la ley 160 creó esta figura de ordenamiento territorial que delimita un área geográfica –usualmente ubicada en terrenos baldíos, pero no necesariamente– en la que una comunidad campesina construye un plan de desarrollo sostenible para decidir qué uso darle a la tierra. Para Ana Jimena Bautista, inspectora de tierras de la ANT, este aspecto es clave, pues “el plan se construye de abajo hacia arriba: es armado por la comunidad y luego discutido con las instituciones estatales”. A diferencia de los resguardos indígenas o los territorios colectivos afro, las ZRC no son un título de propiedad colectivo, sino que los propietarios de las tierras son las propias familias campesinas; pero, a pesar de que existe la propiedad privada, los campesinos que habitan dentro de una ZRC deben ponerse de acuerdo en la gestión que como comunidad le darán al territorio a través del plan de desarrollo sostenible. Además, están estipulados límites legales a la cantidad máxima de tierra que puede poseer un propietario (que varían según la región y la calidad del suelo en donde esté ubicada la ZRC), y así se impide el latifundio. Por todo esto, para Bautista las ZRC son “una invitación de los campesinos al Estado para que llegue. Son los territorios en donde florecen los derechos campesinos”.
En el 2001, en uno de los momentos más turbulentos de la historia reciente colombiana, iniciativas campesinas de diferentes regiones del país se unieron para fundar la Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina (Anzorc) con el objetivo de defender las siete ZRC existentes hasta ese momento e impulsar otras más. Para Anzorc, las ZRC son el logro jurídico más importante de la historia del campesinado, juicio que no parece descabellado si se piensa que, a pesar de todas sus bondades, la Constitución de 1991 no reconoció al campesinado como un sujeto especial de derechos, lo cual sí ocurrió con las poblaciones indígenas y afro. Para Elda Yaneth Martínez, actual presidenta de Anzorc, “las ZRC nos dan a los campesinos la capacidad de poder revisar lo que somos, de trabajar sobre las realidades que conocemos porque somos quienes habitamos y conocemos los territorios. Pero también son la posibilidad de proponer nuevas cosas, porque al campesino no le interesa quedarse en el discurso de las carencias y las desigualdades, sino buscar alternativas de cambios verdaderamente realizables”. En la ZRC de Cabrera (Cundinamarca), por ejemplo, los campesinos decidieron organizarse para producir café orgánico y, en la del valle del río Cimitarra, carne de búfalo. Estos alimentos son luego exportados a las ciudades, que, además de apoyar la economía campesina, reciben comida saludable y producida de una manera responsable con el medio ambiente.
En definitiva, las ZRC les permiten a los campesinos decidir cómo vivir. Pues el clamor campesino no es solo por la tierra, sino por la territorialidad: los campesinos no sólo reclaman más tierras, sino el derecho a vivir en esas tierras de acuerdo con sus tradiciones y prácticas culturales. Algo apenas justo teniendo en cuenta el pasado teñido de sangre y despojo que han padecido. No sólo porque el campesinado ha sido la primera víctima colectiva del conflicto armado (de acuerdo con el informe Guerra contra el campesinado, entre 1958 y 2018 más del 58 % de las víctimas de violencia sociopolítica fueron campesinos), sino porque Colombia es uno de los países más desiguales del mundo en cuanto a la distribución de su tierra: según Oxfam, el 1 % de las fincas de mayor tamaño concentran el 81 % de la tierra.
Las ZRC son entonces muy saludables para la democracia colombiana: permiten, al mismo tiempo, proteger el medio ambiente, detener el acaparamiento de tierras, promover la economía campesina y frenar la expansión de la frontera agrícola. En la valiente defensa de las ZRC radica la importancia de Anzorc, una asociación que se diferencia de otras porque es una organización “sombrilla” –o de segundo nivel– que agrupa a 79 organizaciones campesinas activas de 22 departamentos del país. De ahí que, en su interior, reine la diversidad, pues en contravía de lo que creen muchos citadinos, el campesinado no es un todo homogéneo. Dentro de Anzorc hay espacio para la discusión, el disenso. Y en esto, reflexiona Martínez, reside su fuerza: “Unidad mas no uniformidad: ese es uno de nuestros lemas”.
Gracias a esa unidad han podido resistir. Porque el camino recorrido por Anzorc ha sido muy espinoso. Menos de un año después de haber visto la luz, tuvo que entrar, en el 2002, en un periodo de inactividad debido a que bajo el gobierno de Álvaro Uribe fue intensamente estigmatizada como aliada de las Farc. El expresidente incluso tildó a las ZRC de “repúblicas independientes” y “emporios del terrorismo”. Pero Anzorc, con la paciencia y tenacidad propias del campesino, resistió y, en octubre del 2010, se reactivó durante el mandato de Juan Manuel Santos. Entonces, con el Paro Nacional Agrario del 2013 y el proceso de paz, en el que Anzorc empujó para poner de nuevo sobre la mesa la discusión sobre las ZRC, la organización recuperó una visibilidad importante.
Luego, la subida de Iván Duque al poder significó un frenazo a la paz y a las políticas agrarias. En palabras de Bautista, en el Gobierno pasado “no hubo voluntad política de avanzar en la constitución de nuevas ZRC”.
Anzorc y otras organizaciones campesinas, apoyadas por Dejusticia, se vieron entonces obligadas a interponer una tutela para la aprobación de tres de las cuatro ZRC decretadas a finales del 2022, pues los requerimientos necesarios para ello estaban listos desde hace años pero habían sido ignorados por la ANT.
Ahora el panorama ha cambiado: la constitución de esas nuevas ZRC en los primeros meses del Gobierno Petro ilusionan al campesino. El contexto se muestra favorable para intentar sacarle el jugo a toda la potencialidad de la figura, algo que, según Bautista, recién empieza: hasta el momento la lucha se ha centrado en la declaración de las ZRC, pero aún no se ha logrado realmente mejorar las condiciones de existencia de los campesinos dentro de ellas. Anzorc, mientras tanto, no aflojará en su misión. Al fin y al cabo, como dice Martínez: “Las ZRC son un reconocimiento a los saberes campesinos, una forma de ordenamiento territorial pensada por el campesinado para el campesinado”. Esa es la verde realidad.
(*) Periodista independiente y colaborador de Dejusticia (simonuprimny@gmail.com).
(**) Este artículo hace parte del especial #TejidoVivo, producto de una alianza periodística entre el centro de estudios Dejusticia y El Espectador.