La lucha de las mujeres afro del norte del Cauca se cuenta en canciones
El canto y la música son algunos de los tantos vehículos con los que ASOM, una organización que existe desde 1997, busca prevenir las violencias de género y dotar de habilidades y autonomía a un grupo de 230 asociadas.
Mariana Escobar Roldán (*)
Si Eunice y Nancy Vergara pudieran contar su historia en canciones, lo harían. Afinarían las guitarras, marcarían el ritmo con las palmas y entonarían, la primera como contralto y la segunda como soprano, que ser mujer en Buenos Aires, Cauca, es un acto de supervivencia.
El repertorio incluiría sus días de niñas trabajadoras, cuando Eunice llevaba a cuestas a su pequeña hermana Nancy para cortar paja y venderla en pueblos cercanos. “Dos arrobas por 20 centavos para poder comer algo”, recuerdan. O cuando su papá, Azahel, iba a matar a su mamá, Leopoldina, y ambas se colgaron de la escopeta y le imploraron que no lo hiciera, o se lanzaban al río. Cantarían que cuando los adultos se ausentaban para trabajar selva adentro, ellas apagaban el fogón y se subían calladitas a un zarzo “por si pasaban los cazadores violadores”, y que cuando eran un poco mayores, los jóvenes y los señores las invitaban a “mingar”, como se referían a tener relaciones sexuales, a cambio de darles granos de café para vender por unos pesos.
Pero las hermanas Vergara aún no componen estos cantos. El talento que heredaron de Azahel, violinista indígena, y de Leopoldina, cantaora negra, lo han entregado al servicio colectivo. Ambas hacen parte de ASOM, Asociación de Mujeres Afrodescendientes del Norte del Cauca, una organización donde la música está en el centro del quehacer: es la forma, es el tono y es el color con el que las mujeres prefieren contar sus dolores, sus anhelos, sus formas de resistir y hasta su historia:
“En La Balsa el 20 de abril,
del año 97,
220 mujeres,
nos reunimos sin machete;
desde Honduras a la Alsacia,
todas puntual acudimos,
dejando nuestras parcelas y nuestras mentes unimos”.
Así comienza el himno de ASOM, con un fragmento que describe la génesis de esta organización. En Buenos Aires, la violencia de género se vivía en la cotidianidad de muchas formas y sin que nadie lo reprochara. Nancy se refiere por ejemplo a las dificultades que tenían las mujeres para tener autonomía económica, pues a muchos esposos les incomodaba que ellas trabajaran para conseguir recursos que garantizaran, por ejemplo, una mejor alimentación para sus hijas e hijos o la posibilidad de comenzar un negocio o un proyecto productivo. En ese contexto, llegó al corregimiento de Honduras, donde todavía hoy viven las hermanas Vergara, una lideresa fuerte llamada Clemencia Carabalí, que preocupada por este y otros derechos de las mujeres, estaba buscando a las futuras integrantes de ASOM.
Nancy, una de las primeras en sumarse, recuerda que comenzaron elaborando colchones de paja, con cuya venta buscaban mejorar la calidad de vida de sus familias y asegurar su independencia económica. En el intermedio, Clemencia y algunos aliados que se fueron uniendo al proceso impartían capacitaciones que les dieron a las integrantes de ASOM las primeras nociones sobre derechos humanos, equidad, participación y protección de los recursos naturales de sus territorios. Estas ideas calaron muy rápido en las mujeres, al punto en que en pocos meses Nancy se convirtió en la primera dinamizadora de la organización: iba de región en región replicando lo que aprendía y animando a otras mujeres a unirse a la organización.
Sin embargo, con la llegada del nuevo milenio, las veredas y corregimientos de Buenos Aires pasaron de ser pueblos pacíficos, de gente que cultivaba alimentos y trabajaba la minería ancestral de batea, a ser territorios disputados por actores armados. La confluencia de grupos guerrilleros, paramilitares y de fuerzas del Estado puso en alto riesgo a la población civil y dejó miles de víctimas de homicidio, secuestro, desplazamiento, amenazas, desaparición, tortura y otros vejámenes: 23.666, según el Registro Único.
El recuerdo de esa parte de la historia también se hizo canción:
“Las mujeres afrodescendientes de Buenos Aires y nuestras comunidades,
fuimos desplazadas, forzadamente, desde el ‘86, hasta el día de hoy.
Nos insultaban, nos humillaban,
con el acoso sexual por nuestro color de piel (…)
Se perdieron las cosechas, se murieron los animales,
las mujeres aguantando hambre, por esta situación.
¡Ay Dios Mio! Qué dolor al ver la desolación,
cuando las mujeres del campo partieron para la ciudad
a trabajar en casa de familia para sus hijos levantar”.
El conflicto armado por poco sepultó a ASOM. En Honduras, por ejemplo, las mujeres de la organización tuvieron que cerrar una tienda de abarrotes que habían construido en colectivo. En La Balsa, un corregimiento de Buenos Aires donde está la sede de ASOM, las mujeres tenían que encontrarse en pequeños grupos y a espaldas de los grupos armados que merodeaban la zona, pues las reuniones habían quedado prohibidas. De hecho, fue tanta la zozobra, que Clemencia Carabalí tomó la decisión de no continuar con el trabajo de la organización. Lo que no esperaba era que las compañeras a las que movilizó e inspiró lo impedirían. “Nosotras nos paramos y dijimos ¡no!, tenemos que seguir, aquí estamos juntas, y juntas nos levantamos. Ya no le podemos hacer más caso al miedo”, recuerda Nancy.
Y entonces, pese a las intimidaciones y obstáculos que ponía la violencia, la historia de este colectivo continuó con más fuerza. ASOM ya no solo movía a sus agremiadas, sino a las hijas de ellas, a las hijas de sus hijas y a mujeres en otros municipios del norte del Cauca y de la costa pacífica de ese departamento. Mónica Solís, hija de Nancy y sobrina de Eunice, fue una de ellas. De niña, compartía tareas del hogar con su mamá para que ella pudiera ir a las reuniones de la organización, participaba en la elaboración de los colchones de paja que comercializaban y apoyaba con intervenciones artísticas en las asambleas. Pero el liderazgo se afinó cuando ingresó a una escuela de formación para mujeres en temas políticos, técnicos y socioeconómicos. Al ver su vocación, la misma Clemencia la convocó a ella y a otras jóvenes para que se unieran de forma oficial a ASOM.
“Y todo esto ha significado mucho, siento que he crecido mucho. En cualquier espacio uno ya puede dar un debate sobre temas étnicos, y muchas personas se acercan a preguntar cosas de violencias basadas en género para que uno pueda darles pistas sobre una ruta”, cuenta Mónica, cuyos dos hijos hacen parte de la tercera generación de integrantes de ASOM como músicos de ritmos tradicionales y dinamizadores de las plataformas juveniles de la organización.
El relevo generacional de los liderazgos es una de las prioridades de este colectivo, que con 230 asociadas y 10 grupos de trabajo en el Cauca, se mantiene firme en su propósito de mejorar las condiciones de vida de mujeres afrocolombianas para que ellas mismas protejan y defiendan sus derechos, los de sus compañeras y los de los territorios que habitan. Lo hacen con procesos de aprendizaje, emprendimientos, proyectos productivos, comunicación alternativa y mucha música. Es a través de los cantos, de las tamboras, la guitarra, el violín y la marimba que a las mujeres de ASOM se les ha hecho más fácil “hablar, limpiar, zafar dolores, buscar esperanza”, dice con orgullo Mónica. No en vano, en 2022 crearon un cancionero sobre paz y reconciliación, y con las voces de Eunice, Nancy y Mónica, y la interpretación instrumental de sus hijos y nietos, le cantaron su versión del conflicto armado a la Comisión de la Verdad:
“Sí, sí busquemos la paz hermanas.
Sí, sí busquemos la paz hermanas.
Tenemos derecho a ser negras
y a vivir en libertad.
Sí, sí a vivir en libertad.
Por eso es que yo le pido a toda la juventud,
no olvidarse de la paz y la verdad vamo’a contar”.
Fragmento de la canción ‘Busquemos la paz’
(*) Periodista de Dejusticia.
(**) Este artículo hace parte del especial #TejidoVivo, producto de una alianza periodística entre el centro de estudios Dejusticia y El Espectador.
Si Eunice y Nancy Vergara pudieran contar su historia en canciones, lo harían. Afinarían las guitarras, marcarían el ritmo con las palmas y entonarían, la primera como contralto y la segunda como soprano, que ser mujer en Buenos Aires, Cauca, es un acto de supervivencia.
El repertorio incluiría sus días de niñas trabajadoras, cuando Eunice llevaba a cuestas a su pequeña hermana Nancy para cortar paja y venderla en pueblos cercanos. “Dos arrobas por 20 centavos para poder comer algo”, recuerdan. O cuando su papá, Azahel, iba a matar a su mamá, Leopoldina, y ambas se colgaron de la escopeta y le imploraron que no lo hiciera, o se lanzaban al río. Cantarían que cuando los adultos se ausentaban para trabajar selva adentro, ellas apagaban el fogón y se subían calladitas a un zarzo “por si pasaban los cazadores violadores”, y que cuando eran un poco mayores, los jóvenes y los señores las invitaban a “mingar”, como se referían a tener relaciones sexuales, a cambio de darles granos de café para vender por unos pesos.
Pero las hermanas Vergara aún no componen estos cantos. El talento que heredaron de Azahel, violinista indígena, y de Leopoldina, cantaora negra, lo han entregado al servicio colectivo. Ambas hacen parte de ASOM, Asociación de Mujeres Afrodescendientes del Norte del Cauca, una organización donde la música está en el centro del quehacer: es la forma, es el tono y es el color con el que las mujeres prefieren contar sus dolores, sus anhelos, sus formas de resistir y hasta su historia:
“En La Balsa el 20 de abril,
del año 97,
220 mujeres,
nos reunimos sin machete;
desde Honduras a la Alsacia,
todas puntual acudimos,
dejando nuestras parcelas y nuestras mentes unimos”.
Así comienza el himno de ASOM, con un fragmento que describe la génesis de esta organización. En Buenos Aires, la violencia de género se vivía en la cotidianidad de muchas formas y sin que nadie lo reprochara. Nancy se refiere por ejemplo a las dificultades que tenían las mujeres para tener autonomía económica, pues a muchos esposos les incomodaba que ellas trabajaran para conseguir recursos que garantizaran, por ejemplo, una mejor alimentación para sus hijas e hijos o la posibilidad de comenzar un negocio o un proyecto productivo. En ese contexto, llegó al corregimiento de Honduras, donde todavía hoy viven las hermanas Vergara, una lideresa fuerte llamada Clemencia Carabalí, que preocupada por este y otros derechos de las mujeres, estaba buscando a las futuras integrantes de ASOM.
Nancy, una de las primeras en sumarse, recuerda que comenzaron elaborando colchones de paja, con cuya venta buscaban mejorar la calidad de vida de sus familias y asegurar su independencia económica. En el intermedio, Clemencia y algunos aliados que se fueron uniendo al proceso impartían capacitaciones que les dieron a las integrantes de ASOM las primeras nociones sobre derechos humanos, equidad, participación y protección de los recursos naturales de sus territorios. Estas ideas calaron muy rápido en las mujeres, al punto en que en pocos meses Nancy se convirtió en la primera dinamizadora de la organización: iba de región en región replicando lo que aprendía y animando a otras mujeres a unirse a la organización.
Sin embargo, con la llegada del nuevo milenio, las veredas y corregimientos de Buenos Aires pasaron de ser pueblos pacíficos, de gente que cultivaba alimentos y trabajaba la minería ancestral de batea, a ser territorios disputados por actores armados. La confluencia de grupos guerrilleros, paramilitares y de fuerzas del Estado puso en alto riesgo a la población civil y dejó miles de víctimas de homicidio, secuestro, desplazamiento, amenazas, desaparición, tortura y otros vejámenes: 23.666, según el Registro Único.
El recuerdo de esa parte de la historia también se hizo canción:
“Las mujeres afrodescendientes de Buenos Aires y nuestras comunidades,
fuimos desplazadas, forzadamente, desde el ‘86, hasta el día de hoy.
Nos insultaban, nos humillaban,
con el acoso sexual por nuestro color de piel (…)
Se perdieron las cosechas, se murieron los animales,
las mujeres aguantando hambre, por esta situación.
¡Ay Dios Mio! Qué dolor al ver la desolación,
cuando las mujeres del campo partieron para la ciudad
a trabajar en casa de familia para sus hijos levantar”.
El conflicto armado por poco sepultó a ASOM. En Honduras, por ejemplo, las mujeres de la organización tuvieron que cerrar una tienda de abarrotes que habían construido en colectivo. En La Balsa, un corregimiento de Buenos Aires donde está la sede de ASOM, las mujeres tenían que encontrarse en pequeños grupos y a espaldas de los grupos armados que merodeaban la zona, pues las reuniones habían quedado prohibidas. De hecho, fue tanta la zozobra, que Clemencia Carabalí tomó la decisión de no continuar con el trabajo de la organización. Lo que no esperaba era que las compañeras a las que movilizó e inspiró lo impedirían. “Nosotras nos paramos y dijimos ¡no!, tenemos que seguir, aquí estamos juntas, y juntas nos levantamos. Ya no le podemos hacer más caso al miedo”, recuerda Nancy.
Y entonces, pese a las intimidaciones y obstáculos que ponía la violencia, la historia de este colectivo continuó con más fuerza. ASOM ya no solo movía a sus agremiadas, sino a las hijas de ellas, a las hijas de sus hijas y a mujeres en otros municipios del norte del Cauca y de la costa pacífica de ese departamento. Mónica Solís, hija de Nancy y sobrina de Eunice, fue una de ellas. De niña, compartía tareas del hogar con su mamá para que ella pudiera ir a las reuniones de la organización, participaba en la elaboración de los colchones de paja que comercializaban y apoyaba con intervenciones artísticas en las asambleas. Pero el liderazgo se afinó cuando ingresó a una escuela de formación para mujeres en temas políticos, técnicos y socioeconómicos. Al ver su vocación, la misma Clemencia la convocó a ella y a otras jóvenes para que se unieran de forma oficial a ASOM.
“Y todo esto ha significado mucho, siento que he crecido mucho. En cualquier espacio uno ya puede dar un debate sobre temas étnicos, y muchas personas se acercan a preguntar cosas de violencias basadas en género para que uno pueda darles pistas sobre una ruta”, cuenta Mónica, cuyos dos hijos hacen parte de la tercera generación de integrantes de ASOM como músicos de ritmos tradicionales y dinamizadores de las plataformas juveniles de la organización.
El relevo generacional de los liderazgos es una de las prioridades de este colectivo, que con 230 asociadas y 10 grupos de trabajo en el Cauca, se mantiene firme en su propósito de mejorar las condiciones de vida de mujeres afrocolombianas para que ellas mismas protejan y defiendan sus derechos, los de sus compañeras y los de los territorios que habitan. Lo hacen con procesos de aprendizaje, emprendimientos, proyectos productivos, comunicación alternativa y mucha música. Es a través de los cantos, de las tamboras, la guitarra, el violín y la marimba que a las mujeres de ASOM se les ha hecho más fácil “hablar, limpiar, zafar dolores, buscar esperanza”, dice con orgullo Mónica. No en vano, en 2022 crearon un cancionero sobre paz y reconciliación, y con las voces de Eunice, Nancy y Mónica, y la interpretación instrumental de sus hijos y nietos, le cantaron su versión del conflicto armado a la Comisión de la Verdad:
“Sí, sí busquemos la paz hermanas.
Sí, sí busquemos la paz hermanas.
Tenemos derecho a ser negras
y a vivir en libertad.
Sí, sí a vivir en libertad.
Por eso es que yo le pido a toda la juventud,
no olvidarse de la paz y la verdad vamo’a contar”.
Fragmento de la canción ‘Busquemos la paz’
(*) Periodista de Dejusticia.
(**) Este artículo hace parte del especial #TejidoVivo, producto de una alianza periodística entre el centro de estudios Dejusticia y El Espectador.