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Las ocupaciones de tierra han sido noticia en las últimas semanas en el país. A las invasiones en el Cauca, que merecen un análisis especial, se suman los problemas que son cada vez más comunes en las ciudades y que, lejos del control de los planes de ordenamiento y las autoridades, se han convertido tanto en negocio para quienes motivan la toma de terrenos como en un riesgo para los que terminan habitándolos, que en la mayoría de casos son personas con múltiples vulnerabilidades.
La situación se replica. Si bien hay casos particulares de personas que ocupan predios por motivación propia, en el caso de ciudades como Bogotá, Medellín o Cali hay grupos organizados, denominados tierreros, que venden bajo engaños los lotes a personas que los necesitan y operan como una estructura criminal para apoderarse de los lugares y hasta cometer otras acciones ilícitas.
Las tácticas son básicas. Una vez identificado el predio, se buscan los inversionistas para hacer las adecuaciones, que van desde la tala de árboles hasta la conexión ilegal a servicios públicos, así como maquinistas y un topógrafo o arquitecto, que pueda hacer el loteo del predio para venderlos y para definir el acceso al mismo.
Aquí entran intermediarios que se encargan de ofrecer los predios voz a voz y por redes sociales, hasta que se define el día en el que el grupo que hará la ocupación llega al lugar a construir los primeros cambuches con palos y polisombras.
“En las primeras 48 horas de la invasión se tiene la ventaja de que la Policía puede entrar a intervenir sin preguntarle a nadie y sin importar si es un bien público o privado. Ya después de eso, hay que instaurar una querella, consultar al inspector urbano o al corregidor rural y en eso se puede pasar más de un mes, lo que da suficiente tiempo para que comiencen a hacer construcciones en ladrillo y entren en juego otros factores como las garantías a las poblaciones vulnerables, como las víctimas de desplazamiento”, señala Cesar Lemus, coordinador de la Unidad Anti Invasiones de Cali.
En este punto, el papel más importante lo juegan los abogados de estas organizaciones, encargados de la apropiación de los predios y la dilatación de los procesos penales y de desalojo a través de la instauración de tutelas, mientras que a la par suelen operar brazos armados que se encargan de mantener el control en estas zonas y ocurrentemente negocios ilegales como el microtráfico, que se puedan establecer dentro de las invasiones.
Esto no quiere decir que quienes habitan estas zonas son malos o criminales. Marco Tulio Quevedo es desplazado. Tuvo que salir de su finca por la violencia que se desató en 1987 en los municipios de Riofrío y Trujillo. “Vivía en medio de dos haciendas rodeadas de nacimientos de agua. Metieron laboratorios de droga y desde ahí nos prohibieron salir a pescar a la quebrada Limones y al desembocadero del Cauca. Nos prohibieron, siendo los dueños de esas montañas, a vivir. Nos mataron dos hermanos y por eso nos tocó salir de allá”.
Desde ese momento Quevedo no ha tenido vivienda fija. Hace exactamente un mes, su casa fue una de las 50 que fueron desalojadas del corregimiento de Navarro, en Cali, y que se encontraban sobre el humedal Ibis. Es la tercera vez que lo sacan del lugar, pues como señala “nunca me he ido. Yo me quedó por ahí con mis palos de guadua”.
Algo similar le ocurrió a Paulina Mosquera, quien tuvo que huir de Chocó. “Llegamos a casas ajenas y nos echaron porque no teníamos cómo pagar. Tengo ocho nietos, cuatro hijas y en mi casa somos cuatro madres cabeza de hogar. Yo no puedo trabajar porque tengo problemas de la tensión y del azúcar y llegamos aquí por pura necesidad”.
Frente a los desalojos está convencida que no abandonará por su voluntad la zona. “Cuando llegamos acá esto era un predio abandonado y nadie le paraba bolas, pero ¿por qué cuando uno lo necesita si nos quieren sacar? Eso no es justo, necesitamos dónde vivir”, indicó Mosquera. Para evitar dilaciones y avanzar con los procesos de desalojo, las alcaldías realizan las caracterizaciones de los habitantes, para determinar quiénes pueden obtener auxilios por ser víctimas del conflicto, su categorización del Sisbén, así como se evalúan las condiciones de los menores de edad, con el fin de avanzar en el ofrecimiento de la oferta institucional.
Pero los procesos no suelen ser tan fáciles, ya que además de la negativa de muchas comunidades a ser censadas, se han registrado casos como el de Soacha (Cundinamarca), donde el alcalde fue amenazado de muerte. El caso es el de Ciudadela Sucre, un terreno declarado de protección ambiental sobre uno de los tantos límites con Bogotá que no se ha conurbado (conjunto de poblaciones que han crecido tanto que terminan poniéndose en contacto).
Como se explicó previamente, los tierreros lotearon y con retroexcavadoras abrieron vías y adecuaron el terreno, vendieron lotes de 50 m2 a $20 millones y comenzaron a ocupar, en 2020, y aunque días después la alcaldía intentó hacer el desalojo, tanto el Esmad como funcionarios fueron atacados con piedras y disparos al intentar entrar a la zona.
Finalmente, el lugar pudo ser recuperado a mediados del año pasado, pero las autoridades tuvieron que permanecer más de tres meses en la zona, ante la amenaza de nuevas tomas, con el agravante de que, con el paso del tiempo, el alcalde Juan Carlos Saldarriaga ha recibido amenazas. “Nos mandan diferentes mensajes con diferentes personas. El primer mensaje decía que si quiere plata o quiere bala. Y les dije en su momento que ni plata ni bala. El mensaje que recibí es que si expropio esa tierra voy a tener graves problemas y que aumente mis niveles de seguridad”.
Para el urbanista Mario Noriega es importante diferenciar este tipo de invasiones, a las que se están presentando en el norte del Cauca, por ejemplo. “Una busca el poder sobre la tierra, es decir, sobre la propiedad, mientras que la otra, la que ocurre en las ciudades, es desde el principio una ocupación ilegal de tierras, sobre un predio legal y propietario claro, utilizando artimañas para hacerlo parecer legal y de paso construir sin ningún tipo de permiso”.
Bajo esta premisa, asegura que hay que tener otras consideraciones, como por ejemplo, que la mayoría de las invasiones en las ciudades se dan en predios públicos. “Esto se debe a que el privado es un poco más eficiente a la hora de defender sus terrenos, mientras que en lo público muchas veces no se sabe quién es el celador, ni se tiene un catastro claro de las propiedades en uso, lo que hace de los predios públicos carnadas maravillosas de invadir”.
Por su parte, el urbanista Ómar Oróstegui, director de Futuros Urbanos, hace la diferenciación entre el desarrollo informal, que es el que se ha dado en el mayor porcentaje de ciudades como Bogotá y Cali, y el que se da como consecuencia de invasiones, como es el caso del barrio Olaya Herrera I, sobre la doble calzada al túnel de Occidente en Medellín, donde se ha dado una urbanización acelerada y descontrolada sobre la ladera. “Es un tema que no se le prestó atención, en especial en zonas de borde urbano y eso lo están trasladando a lo rural. Lo otro que ocurre es que hay personas que se asientan en zonas de alto riesgo para que cuando tuvieran que sacarlo tuvieran que priorizarlo en otra vivienda, son ocupaciones ilegales».
Cuando no hay ningún tipo de control, termina compactando las zonas como ocurrió desde los 70 en el distrito de Aguablanca, en Cali, o el barrio Policarpa Salavarrieta, en Bogotá, y obligando a las administraciones a legalizar estos sectores, por ello para Noriega es importante que los planes de ordenamiento territorial respondan a preguntas como ¿qué herramientas se proponen para el manejo de estas situaciones?
Algo contrario piensa Oróstegui, para quien los instrumentos del suelo están y lo que aprovechan son los vacíos legales, por eso considera que la pregunta debe ir dirigida a entender quiénes son los interesados en mantener estas dinámicas. “El tema es cómo opera el negocio ilegal de las bandas, cómo instrumentalizan, presionan al Estado y terminan extorsionando hasta a quienes ocupan esas zonas”.
Lo cierto es que este tipo de dinámicas merecen una atención particular, en especial cuando las tácticas están tan claras y se pone en riesgo a quienes las ocupan, así como a las áreas ambientales que se llegan a afectar.