Los muertos incompletos de la masacre de El Salado
Del 2 al 5 de julio la Fiscalía entregará los restos de nueve personas asesinadas en esa masacre. Lo grave es que algunos restos de tres personas más no aparecen.
Diana Carolina Durán Núñez / Enviada especial, Montes de María
El alma de José Manuel Tapia anda divagando. Eso, al menos, teme su familia, que se niega a recibir sus restos mientras no haya cráneo que enterrar. Pero cráneo no hay. No hay. ¿Se esfumó? ¿Se desintegró? Misteriosamente desapareció de la tierra que lo resguardó desde 2000 hasta 2013, cuando fue exhumado. Desaparecieron también algunos huesos de los brazos que estiraba al entonar la ranchera Rama seca, de Antonio Aguilar, anunciando que la parranda había terminado y que volvía a casa. Y de la caja torácica que protegía los pulmones que le daban aire para cantar: “Rama seca que cuelga del árbol / nunca vuelve a tener hojas verdes…”. (Vea el video: Los huesos desaparecidos de la masacre de El Salado)
Ni sus seis hijos ni su viuda, doña Ignacia, vivían en El Salado cuando un comando de unos 450 paramilitares entraron a ese corregimiento de El Carmen de Bolívar el 18 de febrero de 2000, con sus botas que resonaban como truenos y su delirio de Moiras, aquellas divinidades griegas que cortaban a su antojo los hilos que regían los destinos humanos. Por eso ellos no lo sepultaron: lo hicieron un concuñado, un hijastro y vecinos, cuando los fusiles de los “paras” todavía echaban humo. Así fue como doce de las víctimas de El Salado resultaron en cuatro fosas comunes.
“A papi prácticamente le hace falta todo, porque a mí me parece que de aquí arriba hay más cuerpo. Están las manos, la cara, el pecho, ¿ya? Pero de aquí pa’ abajo ya es muslito, no hay nada. Si él aparece de aquí pa’ arriba, bueno, es que tuvo un accidente y perdió las piernas. ¡Cuántos mochos no han muerto! Pero cuando me dicen que es de la cintura pa’ arriba yo digo: ¡ah no, eso es to’, está to’ perdío!”, reprocha Milady, una de las hijas. Su hermana mayor, Damaris, pide una explicación, cualquiera, la que sea: “Hombre, digan: ‘lo botamos’…”.
Según la versión oficial, funcionarios del CTI de la Fiscalía y de Medicina Legal fueron los últimos en manipular los restos de las doce víctimas que fueron enterradas por sus propios familiares y amigos en cuatro fosas comunes. El 16 de febrero de 2000, los hombres con delirio de Moiras empezaron a asesinar en veredas cercanas a El Salado: 28 muertos. El 18 de febrero, en El Salado cortaron orejas, patearon, ahorcaron, clavaron bayonetas y cuchillos, golpearon con palos, violaron, empalaron: 38 muertos más. El 19 apareció la Infantería de Marina, cuando ya para qué: El Salado lloraba a 66 difuntos. Y el 21, ¡por fin!, pudo ingresar el CTI.
Entonces, por un momento, los doce cuerpos volvieron a sentir el aire del Caribe: el CTI y Medicina Legal los sacaron de las fosas que se habían cavado con ayuda de infantes de Marina (¿para qué combatir “paras” si era más fácil sepultar cadáveres?). Como las condiciones de seguridad no daban para más, de inmediato los volvieron a poner donde estaban: un terreno que podría aspirar a llamarse colina, a unos cuantos metros de la iglesia del pueblo y de la cancha de microfútbol donde los hombres con delirio de Moiras acribillaron a los saladeros al son de tamboras, gaitas y acordeones que se habían robado de la Casa de la Cultura.
“Saquearon el ron de las tiendas y repartían trago cada vez que asesinaban a alguien, y nadie podía llorar. A la gente también le tocó recibirles trago y tomarlo para celebrar la muerte de… nosotros mismos”, recuerda Ladis Redondo Torres. Los hombres con delirio de Moiras mataron a su hermano Luis Pablo y a su madre, Rosmira, y ella y su hermano menor los enterraron.
En diciembre de 2012 los familiares, a través de la Unidad de Víctimas, le solicitaron a la Fiscalía que los identificara y entregara para darles cristiana sepultura. Qué de cristiano tiene enterrar a papi sin cabeza, dirán los Tapia. Así, entre el 20 y el 27 de mayo de 2013, la Fiscalía llegó a El Salado. Cavó. Exhumó. Oh-oh: uno, dos, tres cadáveres con huesos escurridizos: José Manuel Tapia, su hermano Néstor y la esposa de éste, Margoth Fernández. En esa fosa sólo quedó intacto Víctor Arias, primo de los hermanos con esqueletos a medias. (¿Habrán sido animales de carroña?).
De los esposos Tapia Fernández, sin embargo, nadie había hablado. Representando a los seis hijos de José Manuel Tapia, los abogados de la Comisión Colombiana de Juristas le pidieron una reunión a la Fiscalía, que para ese momento ya empezaba a buscar fechas de entrega. Damaris Tapia le pidió a su primo Jorge, hijo de Néstor y Margoth, que la acompañara. Lo que sucedió después fue el desastre, recuerda Jorge Tapia Fernández en el sur de Barranquilla donde vive haciendo maromas para mantener a sus dos niños con un salario de un trabajo informal que le deja en promedio $20.000 diarios.
“Me llevo yo la sorpresa cuando dicen: es que el cadáver de José Manuel no es el único incompleto, ahora hay dos más. El de la señora Judith Margoth Fernández y el del señor Néstor Aníbal Tapia. Eso fue una impresión. ¡Imagínate! ¡O sea que si yo no asisto a esa reunión por invitado de Damaris no me entero! El antropólogo me dijo: se le iba a avisar un día antes de la entrega. ¡¿Cómo así?! ¡¿O sea que tú me ibas a avisar a mí un día antes para que yo no pudiera solucionar na’ o siquiera preguntar qué pasó con los cadáveres?! Yo me molesté, ¿ya?”. Era 31 de julio de 2014. (¿Santería? ¿Trofeos de guerra?).
A José Manuel Tapia lo mataron con 65 años cuando, asustado, se echó a correr. Mientras caía, herido mortalmente, alcanzó a pasar su mano sobre la pared de una casa que ahora es una tienda que administra un desplazado de Cocorná, Antioquia, quien no vivía en El Salado durante la masacre. Néstor Tapia, 58 años, también murió baleado. Pero Margoth, ay, Margoth… Según el Centro de Memoria Histórica, “a ella la cogieron, la tiraron, la levantaron a porro, a pata, la tumbaron. Le decían ‘hijueputa, acuéstate; malparida, tírate, tírate’. Ella no aguantó y cayó. Fue herida de muerte con la bayoneta del fusil en el cuello, el tórax y el abdomen. Tenía 47 años”.
Los primos de Jorge Tapia no alcanzaron a llegar a El Salado porque en esa época se decía que el camino estaba minado. Jorge, por su parte, había pasado la noche anterior a la masacre en el monte, al igual que todo el pueblo, porque los hombres con delirio de Moiras llevaban dos días matando gente en veredas cercanas. El 18 de febrero salió huyendo sin poder constatar cómo estaban sus padres: los fusiles se le atravesaron. El sepulturero de la pareja fue un hermano de Margoth afanado, le contaría luego a Jorge, porque los cadáveres se estaban descomponiendo a la velocidad de un tren bala.
“Nosotros alcanzamos a salir por la vía a Zambrano, pensando que mis papás habían salido por Canutal. A mí me dijeron: ellos van po’ el lao de arriba. Éramos un grupo de 30 personas y duramos caminando en los Montes (de María) como tres días, sin comer, hasta que llegamos a la casa de un señor que nos ofreció agua y prendió su radiecito. La masacre era el pan del día en todas las emisoras. Empezaron a decir los nombres de las personas que habían asesinado y pues… imagínate… eso fue impactante cuando mencionaron el nombre de mi mamá, el nombre de mi papá, de mi tío, de mis primas…”.
(Las primas de las que habla Jorge son Neivis y Helen Margarita Arrieta Martínez. A Neivis, acusada de ser la novia de un guerrillero, la acostaron boca abajo, la desnucaron y la empalaron. A Helen Margarita la escondió en el monte una vecina que, después de tres días sin comida ni líquidos, le ofreció orina para que no se deshidratara. La pequeña de siete años se negó a tomarla, convulsionó y falleció. Jorge también había perdido dos primos lejanos en la primera masacre de El Salado, la del 97, en la que murieron cinco personas. Dicen los saladeros que en este pueblo todo el mundo es familia por un lado o por el otro).
“Que se pierdan estructuras óseas muy pequeñas es normal. A veces el suelo o el agua afectan. Pero hablar de un cráneo o de huesos largos implica que hay un error de procedimiento que no se puede atribuir a fenómenos externos. Y hubo muchos de esos errores por parte de las instituciones del Estado”, dicen los antropólogos forenses de la ONG Équitas, que está apoyando el trabajo de los abogados de estas víctimas. “Hablar en retrospectiva es muy fácil. Pero no se puede olvidar que las condiciones de trabajo en 2000 no fueron las mismas que en 2013, y podemos asegurar que la exhumación de 2013 fue muy rigurosa”, dicen en la Fiscalía.
El 1º de septiembre de 2014, lo admite la Fiscalía, vino el error garrafal. El fiscal Hugo Villalobos señaló en un documento oficial que la comunidad era la “responsable del resguardo y protección del lugar”. “La Fiscalía nos echó la culpa a nosotros, ¿puedes creerlo?”, reprocha Ladis Redondo Torres. Ella y las demás familias les habían dicho a los Tapia que no habría entrega de restos sin explicaciones convincentes, pero el tiempo pasaba, el desespero crecía y el destino de los huesos seguía siendo enigma. (¿Se creyó su dueño algún coleccionista de huesos?).
Los Tapia, agradecidos, les dijeron que no había razón para retrasar más la entrega.
En este asunto todo el mundo tiene una hipótesis. Se ha hablado de animales de rapiña y roedores, pero tanto los forenses de Équitas como la Fiscalía lo descartan. Que se ensañaron con los cuerpos; pero la Fiscalía reitera que ninguna evidencia sostiene esa afirmación. Alguien mencionó una cañada, pero esta pasa tan lejos de donde estaban las fosas (al menos 50 metros, comprobamos nosotros en El Salado) que ni siquiera tiene sentido. Que se los robaron, pero, se pregunta la Fiscalía, ¿quién? ¿Con qué fin? ¿Por qué sólo unas partes y no el esqueleto entero? En esa fosa, además, apareció un pedazo de loza: ¿cómo llegó allí?
(OK: asumamos que no hubo profanadores de huesos. ¿Cómo explicar entonces que a la madre de Ladis Redondo Torres la hayan desenterrado con una ropa diferente al vestido fucsia con que sus hijos la enterraron, y con calzoncillos de hombre encima de todo?).
Los funcionarios de la Fiscalía que se encargaron de hacer las exhumaciones en 2013 no sólo analizaron los restos de las fosas. Analizaron también el suelo y concluyeron que maquinaria pesada, como retroexcavadoras, sí había sido utilizada para erigir el monumento que la Unidad de Víctimas construyó justo al lado de las fosas, porque el movimiento del terreno es “significativo”. La Unidad de Víctimas y los saladeros aseguran que no hubo retroexcavadoras. La Fiscalía cree que, si hubo maquinarias, éstas podrían haber deshecho los huesos y ese indicio, esa posibilidad, es lo más cerca que se llegará a la verdad. Porque certeza, certeza, acepta la propia Fiscalía, nunca habrá.
Érase una vez unos huesos que ya no son: ¿se extraviaron? ¿Los refundieron? ¿Existen todavía en algún lugar del planeta? A José Manuel Tapia, Néstor Tapia y Margoth Fernández los mataron hace 15 años, pero ni muertos estos muertos de la masacre de El Salado han encontrado paz.
“Rama seca que cuelga del árbol / nunca vuelve a tener hojas verdes…”.
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El alma de José Manuel Tapia anda divagando. Eso, al menos, teme su familia, que se niega a recibir sus restos mientras no haya cráneo que enterrar. Pero cráneo no hay. No hay. ¿Se esfumó? ¿Se desintegró? Misteriosamente desapareció de la tierra que lo resguardó desde 2000 hasta 2013, cuando fue exhumado. Desaparecieron también algunos huesos de los brazos que estiraba al entonar la ranchera Rama seca, de Antonio Aguilar, anunciando que la parranda había terminado y que volvía a casa. Y de la caja torácica que protegía los pulmones que le daban aire para cantar: “Rama seca que cuelga del árbol / nunca vuelve a tener hojas verdes…”. (Vea el video: Los huesos desaparecidos de la masacre de El Salado)
Ni sus seis hijos ni su viuda, doña Ignacia, vivían en El Salado cuando un comando de unos 450 paramilitares entraron a ese corregimiento de El Carmen de Bolívar el 18 de febrero de 2000, con sus botas que resonaban como truenos y su delirio de Moiras, aquellas divinidades griegas que cortaban a su antojo los hilos que regían los destinos humanos. Por eso ellos no lo sepultaron: lo hicieron un concuñado, un hijastro y vecinos, cuando los fusiles de los “paras” todavía echaban humo. Así fue como doce de las víctimas de El Salado resultaron en cuatro fosas comunes.
“A papi prácticamente le hace falta todo, porque a mí me parece que de aquí arriba hay más cuerpo. Están las manos, la cara, el pecho, ¿ya? Pero de aquí pa’ abajo ya es muslito, no hay nada. Si él aparece de aquí pa’ arriba, bueno, es que tuvo un accidente y perdió las piernas. ¡Cuántos mochos no han muerto! Pero cuando me dicen que es de la cintura pa’ arriba yo digo: ¡ah no, eso es to’, está to’ perdío!”, reprocha Milady, una de las hijas. Su hermana mayor, Damaris, pide una explicación, cualquiera, la que sea: “Hombre, digan: ‘lo botamos’…”.
Según la versión oficial, funcionarios del CTI de la Fiscalía y de Medicina Legal fueron los últimos en manipular los restos de las doce víctimas que fueron enterradas por sus propios familiares y amigos en cuatro fosas comunes. El 16 de febrero de 2000, los hombres con delirio de Moiras empezaron a asesinar en veredas cercanas a El Salado: 28 muertos. El 18 de febrero, en El Salado cortaron orejas, patearon, ahorcaron, clavaron bayonetas y cuchillos, golpearon con palos, violaron, empalaron: 38 muertos más. El 19 apareció la Infantería de Marina, cuando ya para qué: El Salado lloraba a 66 difuntos. Y el 21, ¡por fin!, pudo ingresar el CTI.
Entonces, por un momento, los doce cuerpos volvieron a sentir el aire del Caribe: el CTI y Medicina Legal los sacaron de las fosas que se habían cavado con ayuda de infantes de Marina (¿para qué combatir “paras” si era más fácil sepultar cadáveres?). Como las condiciones de seguridad no daban para más, de inmediato los volvieron a poner donde estaban: un terreno que podría aspirar a llamarse colina, a unos cuantos metros de la iglesia del pueblo y de la cancha de microfútbol donde los hombres con delirio de Moiras acribillaron a los saladeros al son de tamboras, gaitas y acordeones que se habían robado de la Casa de la Cultura.
“Saquearon el ron de las tiendas y repartían trago cada vez que asesinaban a alguien, y nadie podía llorar. A la gente también le tocó recibirles trago y tomarlo para celebrar la muerte de… nosotros mismos”, recuerda Ladis Redondo Torres. Los hombres con delirio de Moiras mataron a su hermano Luis Pablo y a su madre, Rosmira, y ella y su hermano menor los enterraron.
En diciembre de 2012 los familiares, a través de la Unidad de Víctimas, le solicitaron a la Fiscalía que los identificara y entregara para darles cristiana sepultura. Qué de cristiano tiene enterrar a papi sin cabeza, dirán los Tapia. Así, entre el 20 y el 27 de mayo de 2013, la Fiscalía llegó a El Salado. Cavó. Exhumó. Oh-oh: uno, dos, tres cadáveres con huesos escurridizos: José Manuel Tapia, su hermano Néstor y la esposa de éste, Margoth Fernández. En esa fosa sólo quedó intacto Víctor Arias, primo de los hermanos con esqueletos a medias. (¿Habrán sido animales de carroña?).
De los esposos Tapia Fernández, sin embargo, nadie había hablado. Representando a los seis hijos de José Manuel Tapia, los abogados de la Comisión Colombiana de Juristas le pidieron una reunión a la Fiscalía, que para ese momento ya empezaba a buscar fechas de entrega. Damaris Tapia le pidió a su primo Jorge, hijo de Néstor y Margoth, que la acompañara. Lo que sucedió después fue el desastre, recuerda Jorge Tapia Fernández en el sur de Barranquilla donde vive haciendo maromas para mantener a sus dos niños con un salario de un trabajo informal que le deja en promedio $20.000 diarios.
“Me llevo yo la sorpresa cuando dicen: es que el cadáver de José Manuel no es el único incompleto, ahora hay dos más. El de la señora Judith Margoth Fernández y el del señor Néstor Aníbal Tapia. Eso fue una impresión. ¡Imagínate! ¡O sea que si yo no asisto a esa reunión por invitado de Damaris no me entero! El antropólogo me dijo: se le iba a avisar un día antes de la entrega. ¡¿Cómo así?! ¡¿O sea que tú me ibas a avisar a mí un día antes para que yo no pudiera solucionar na’ o siquiera preguntar qué pasó con los cadáveres?! Yo me molesté, ¿ya?”. Era 31 de julio de 2014. (¿Santería? ¿Trofeos de guerra?).
A José Manuel Tapia lo mataron con 65 años cuando, asustado, se echó a correr. Mientras caía, herido mortalmente, alcanzó a pasar su mano sobre la pared de una casa que ahora es una tienda que administra un desplazado de Cocorná, Antioquia, quien no vivía en El Salado durante la masacre. Néstor Tapia, 58 años, también murió baleado. Pero Margoth, ay, Margoth… Según el Centro de Memoria Histórica, “a ella la cogieron, la tiraron, la levantaron a porro, a pata, la tumbaron. Le decían ‘hijueputa, acuéstate; malparida, tírate, tírate’. Ella no aguantó y cayó. Fue herida de muerte con la bayoneta del fusil en el cuello, el tórax y el abdomen. Tenía 47 años”.
Los primos de Jorge Tapia no alcanzaron a llegar a El Salado porque en esa época se decía que el camino estaba minado. Jorge, por su parte, había pasado la noche anterior a la masacre en el monte, al igual que todo el pueblo, porque los hombres con delirio de Moiras llevaban dos días matando gente en veredas cercanas. El 18 de febrero salió huyendo sin poder constatar cómo estaban sus padres: los fusiles se le atravesaron. El sepulturero de la pareja fue un hermano de Margoth afanado, le contaría luego a Jorge, porque los cadáveres se estaban descomponiendo a la velocidad de un tren bala.
“Nosotros alcanzamos a salir por la vía a Zambrano, pensando que mis papás habían salido por Canutal. A mí me dijeron: ellos van po’ el lao de arriba. Éramos un grupo de 30 personas y duramos caminando en los Montes (de María) como tres días, sin comer, hasta que llegamos a la casa de un señor que nos ofreció agua y prendió su radiecito. La masacre era el pan del día en todas las emisoras. Empezaron a decir los nombres de las personas que habían asesinado y pues… imagínate… eso fue impactante cuando mencionaron el nombre de mi mamá, el nombre de mi papá, de mi tío, de mis primas…”.
(Las primas de las que habla Jorge son Neivis y Helen Margarita Arrieta Martínez. A Neivis, acusada de ser la novia de un guerrillero, la acostaron boca abajo, la desnucaron y la empalaron. A Helen Margarita la escondió en el monte una vecina que, después de tres días sin comida ni líquidos, le ofreció orina para que no se deshidratara. La pequeña de siete años se negó a tomarla, convulsionó y falleció. Jorge también había perdido dos primos lejanos en la primera masacre de El Salado, la del 97, en la que murieron cinco personas. Dicen los saladeros que en este pueblo todo el mundo es familia por un lado o por el otro).
“Que se pierdan estructuras óseas muy pequeñas es normal. A veces el suelo o el agua afectan. Pero hablar de un cráneo o de huesos largos implica que hay un error de procedimiento que no se puede atribuir a fenómenos externos. Y hubo muchos de esos errores por parte de las instituciones del Estado”, dicen los antropólogos forenses de la ONG Équitas, que está apoyando el trabajo de los abogados de estas víctimas. “Hablar en retrospectiva es muy fácil. Pero no se puede olvidar que las condiciones de trabajo en 2000 no fueron las mismas que en 2013, y podemos asegurar que la exhumación de 2013 fue muy rigurosa”, dicen en la Fiscalía.
El 1º de septiembre de 2014, lo admite la Fiscalía, vino el error garrafal. El fiscal Hugo Villalobos señaló en un documento oficial que la comunidad era la “responsable del resguardo y protección del lugar”. “La Fiscalía nos echó la culpa a nosotros, ¿puedes creerlo?”, reprocha Ladis Redondo Torres. Ella y las demás familias les habían dicho a los Tapia que no habría entrega de restos sin explicaciones convincentes, pero el tiempo pasaba, el desespero crecía y el destino de los huesos seguía siendo enigma. (¿Se creyó su dueño algún coleccionista de huesos?).
Los Tapia, agradecidos, les dijeron que no había razón para retrasar más la entrega.
En este asunto todo el mundo tiene una hipótesis. Se ha hablado de animales de rapiña y roedores, pero tanto los forenses de Équitas como la Fiscalía lo descartan. Que se ensañaron con los cuerpos; pero la Fiscalía reitera que ninguna evidencia sostiene esa afirmación. Alguien mencionó una cañada, pero esta pasa tan lejos de donde estaban las fosas (al menos 50 metros, comprobamos nosotros en El Salado) que ni siquiera tiene sentido. Que se los robaron, pero, se pregunta la Fiscalía, ¿quién? ¿Con qué fin? ¿Por qué sólo unas partes y no el esqueleto entero? En esa fosa, además, apareció un pedazo de loza: ¿cómo llegó allí?
(OK: asumamos que no hubo profanadores de huesos. ¿Cómo explicar entonces que a la madre de Ladis Redondo Torres la hayan desenterrado con una ropa diferente al vestido fucsia con que sus hijos la enterraron, y con calzoncillos de hombre encima de todo?).
Los funcionarios de la Fiscalía que se encargaron de hacer las exhumaciones en 2013 no sólo analizaron los restos de las fosas. Analizaron también el suelo y concluyeron que maquinaria pesada, como retroexcavadoras, sí había sido utilizada para erigir el monumento que la Unidad de Víctimas construyó justo al lado de las fosas, porque el movimiento del terreno es “significativo”. La Unidad de Víctimas y los saladeros aseguran que no hubo retroexcavadoras. La Fiscalía cree que, si hubo maquinarias, éstas podrían haber deshecho los huesos y ese indicio, esa posibilidad, es lo más cerca que se llegará a la verdad. Porque certeza, certeza, acepta la propia Fiscalía, nunca habrá.
Érase una vez unos huesos que ya no son: ¿se extraviaron? ¿Los refundieron? ¿Existen todavía en algún lugar del planeta? A José Manuel Tapia, Néstor Tapia y Margoth Fernández los mataron hace 15 años, pero ni muertos estos muertos de la masacre de El Salado han encontrado paz.
“Rama seca que cuelga del árbol / nunca vuelve a tener hojas verdes…”.
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