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La historia de Yadi Consuelo Rodríguez es un tesoro escondido debajo de una piedra. Consuelo nació el 14 de noviembre de 1985 en Armero, Tolima. Un día después de que el rugido del volcán Nevado del Ruiz borrara con su estruendoso grito a este pueblo. El llanto de esta bebé recién nacida resonó en un paisaje luctuoso, abarrotado de cadáveres, de quejidos adoloridos y tristes. Era paradójico que pudiera nacer vida entre tanta muerte.
Parir un consuelo
Consuelo es la menor del primer matrimonio que tuvo Elena Rodríguez. Lleva solo el apellido de su mamá, porque su papá Jesús Pineda murió sepultado por la avalancha que generó el volcán horas antes de que ella naciera. Si el Ruiz no se hubiese posado como una nube negra sobre Armero aquel miércoles 13, Consuelo habría conocido a su papá y su nombre, así como su familia, estaría completo.
Pero los hubiera no existen y Jesús Pineda suma un número más en las 20.000 almas que quedaron enterradas bajo 350 millones de metros cúbicos de lodo y piedras que se vinieron montaña abajo aquella noche. La avalancha se tragó todo lo que encontró en su corto paso por esta tierra. Y aunque todo quedó convertido en un tenebroso cementerio, fue la llegada de Consuelo el único rayo de luz que se coló en el aire aún empañado por los gases y las cenizas.
Que Consuelo se llame así, y no María, Juana o Teresa, no es casualidad. En realidad, los hechos que trenzan esta historia, el trasegar de Consuelo y del médico que la atendió, parecen escogidos meticulosamente por una fuerza superior, perfeccionista, que todo lo ve, pero que nadie conoce. Según la RAE, Consuelo significa descanso y alivio de una pena. Para el médico Rodrigo Meléndez es el nombre de su primer amor y el mejor tributo que pudo hacer Elena Rodríguez a la única alegría que parió esa oscura noche.
Meléndez atendió el parto de Elena en una camilla improvisada con tablas de una casa que había enterrado la lava del volcán Nevado del Ruiz. La conoció cuando su barriga estaba a punto de hacer erupción y dar a luz a lo único vivo que el doctor había visto en las horas fúnebres que llevaba en Armero.
“Me dijeron que había una señora embarazada, grave, y en ese momento encontré a Elena en trabajo de parto. La palpé y vi que tenía contracciones, que ya venía la bebé. Entonces improvisamos un cambuche con los paramédicos que me acompañaban. Mi primer dilema fue qué hacer con el cordón umbilical, y la idea que tuve fue usar el cordón de mis zapatos para ligarlo. El segundo problema fue la placenta, pero logramos resolverlo rápidamente enterrándola debajo del mismo barro que ahogó a Armero”.
Los recuerdos a Rodrigo Meléndez, 38 años después de la tragedia, parecen escurrírseles de la memoria como la lava que recorrió 44 kilómetros del pueblo y se tragó las viviendas, vías, los locales, parques y puentes que se levantaban en Armero. Se estimaron entre $35.000 y $50.000 millones las pérdidas materiales.
El doctor Meléndez cree que el proceso de parto tardó 45 minutos y que la señora estaba sola. Lograron conseguir en tiempo récord un helicóptero para trasladar a la mamá y a la bebé sanas y salvas. “Cuando nació la niña fue una alegría, no podíamos creer que en medio de tanta muerte pudiera nacer vida. Comparo esa anécdota con la escena de la película de “El Rey León”, cuando Rafiki enseña a Simba”.
Por la dimensión de la catástrofe, y la cantidad de cadáveres que nadaban en la superficie, eran muy altas las probabilidades de que el parto saliera mal: una infección, un sangrado, la naturaleza iba en dirección opuesta a su esencia de dar vida y Rodrigo Meléndez fue consciente de eso en los segundos más importantes de su carrera como médico.
También sabía que ese día, que lo había atropellado a sus 24 años, pondría a prueba su lado más frágil. Su realidad desde que era un bebé, cuando fue diagnosticado con poliomielitis, y quedó con una parálisis parcial y ausencia de músculos en su brazo derecho. Esta particularidad no tendría relevancia si Rodrigo no se hubiera obsesionado con traer bebés al mundo y sus manos y brazos no fueran su principal herramienta para trabajar.
“Mi mamá fue a un evento en la zona que se conoce en Bogotá como el Park Way, y me dio a probar lechuga. Así me contagié de polio a los 45 días de nacido. Hasta los 7 años me ayudé con muletas y mi silla de ruedas fue la silla de un escritorio. Pude volver a caminar y también aprendí a bailar, pero mi brazo derecho es hueso, no tiene músculo, por lo que siempre se me dificultó hacer cosas con este”.
Debido a la condición de su brazo, Rodrigo nunca pudo suturar a las mujeres que ayudaba a dar a luz, por lo que siempre le encargaba el trabajo de “coger los puntos” a otro colega.
En los minutos de tensión y adrenalina que vivió al ver a Elena Rodríguez con su enorme barriga a punto de estallar, llena de barro y con confusión en su rostro, no le quedó de otra que orar porque no fuera necesario unirla para que pariera.
“A Elena no hubo necesidad de abrirla porque tuvo otros embarazos antes, y eso ayudó. Si el escenario hubiera sido otro, el parto se habría complicado. No teníamos instrumentos quirúrgicos y, por la cantidad de cuerpos en estado de putrefacción, una infección habría sido inminente”.
Consuelo era un milagro. El alivio de una pena que después de 38 años sigue doliendo. Hay desconsuelo en las palabras de Rodrigo cuando recuerda todo lo que vio y vivió en los cinco días que estuvo en Armero. Aún le parece haber estado sumergido en un mal sueño.
“Los abdómenes de los cadáveres en la superficie comenzaron a explotar y el olor se volvió insoportable. Ni siquiera el tapabocas podía contenerlo. Pedimos que incineraran los cuerpos, pero no nos dejaron. Nos tocó, entonces, rociarles cal viva. Pero lo más doloroso que vi fue la indolencia de muchos voluntarios con los muertos. Les arrancaban los aretes, las cadenas, las cajas de dientes. Todo lo que veían de valor se lo llevaban. Luego de despojarlos de todas sus pertenencias, de la manera más despreciable los pateaban y los hundían en el barro”.
El comercio de niños también fue una tragedia de las mismas proporciones provocadas por la furia del Nevado del Ruiz. Según la Fundación Armando Armero, abanderada por la búsqueda de los niños desaparecidos en la avalancha, hay más de 500 menores que no se tragaron la lava y los escombros, sino supuestos voluntarios que vieron en la tragedia una oportunidad para hacer negocio.
“Fui testigo de cuando se llevaron varios niños, pero no pude hacer nada. En ese momento todo era confusión y no sabíamos a qué o a quiénes nos enfrentábamos. Creo que Consuelo se salvó porque estaba recién nacida y no podían separarla de su mamá”.
Consuelo volvía a salvarse de otra desgarradora realidad que sumergía a Armero. Era lo único bonito que había nacido de la lava y las piedras. Era un milagro. Era el sorbo dulce entre tanto trago amargo que había dejado la tragedia de la majestuosa montaña que siempre usa el mismo traje: un casquete glaciar. Pero esa noche sus hermanos no corrieron con la misma suerte. Jesús Pineda tiene 49 años. Es el más cercano a Consuelo. Cada vez que recuerda esa noche en Armero se le quiebran la voz y los ojos.
“Sería medianoche cuando mi mamá nos despierta a gritos y casi a empujones nos saca de la casa. No entendíamos nada, solo corríamos, pero a media cuadra todo se puso oscuro: se fue la luz, sentí un golpe y perdí el conocimiento”.
Lo cuenta así porque fue como si todo hubiera pasado al tiempo: “Cuando abrí los ojos estaba en un centro médico en Ibagué. Luego de recuperarme pasé a un hogar del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Fue mi casa por un año hasta que mi hermano mayor me encontró”.
Jesús se refiere a su hermano Jorge, quien, después de la tragedia, logró reunir nuevamente a toda la familia luego de que la feroz avalancha los separara a todos aquella noche. Fueron meses en los que Jorge buscó debajo de las piedras a sus hermanos Jesús, Sandra, Amanda y a su mamá Elena. Solo fue necesario mirar bien.
A las primeras que encontró fue a Elena y a Consuelo. Las reconoció por un video transmitido en televisión de la mujer que había dado a luz en Armero. Luego halló a Jesús. A Sandra y a Amanda las encontró casi dos años después de la tragedia. Una estaba en Cali y la otra en Popayán.
Jesús y Consuelo son los más cercanos. A Jesús le dicen “Valancha” y a Consuelo “Valanchera”. Es el apodo cariñoso que tienen estos dos hermanos que comparten una vida igual de trágica a la noche del 13 de noviembre de 1985. La historia de Consuelo se ha vestido de luto en varias ocasiones. El 18 de noviembre de 2016 tuvo que enterrar al papá de sus cuatro hijos. Luego, el 14 de noviembre de 2021, despidió a su mamá Elena. La diabetes se la llevó. Pero el peor duelo lo atraviesa desde el 1° de noviembre de 2022, cuando fue asesinado uno de sus hijos.
Pasa muy rápido por estos episodios de su vida. Sospecho que duda en contarlos en voz alta porque le duelen y no quiere abrir puertas que permitan a otros entrometerse en su vida. Lo que le importa de este relato es recordar lo que la hace especial y le da sentido al hecho de abrirse por primera vez y contar su historia.
“Para mí es solo coincidencia que todos los hechos relevantes de mi vida hayan ocurrido en el mismo mes. ¿O no?”, se cuestiona y pensativa remata: “La verdad, nunca me he puesto a pensar en eso”.
Coincidencia o no, Consuelo es parte de los niños milagro que sobrevivieron a situaciones adversas, como Terremotico, el bebé que nació entre la resquebrajada Armenia, convertida en escombros el 25 de enero de 1999 cuando un terremoto de magnitud 6,2 casi la sepulta.
“Recuerdo que mi mamá tenía varias cicatrices en su estómago, piernas y pies de los alambres de púas y troncos que tuvo que esquivar y otros con los que se golpeó. También tenía una mancha en forma de moneda por una chispa de lava que le cayó encima. Esas heridas fueron más notorias para mí cuando conocí nuestra historia. Siempre la repetía a los nietos, y yo aprovechaba para escucharla”.
Elena, que no lloraba tan fácilmente, y puso buena cara cuando la nevera y la barriga de sus hijos estaban vacías, y no pudo darles nada más allá que berraquera para trabajar, se derrumbaba y se achicaba como Armero.
“Recuerdo que cuando era pequeña mi mamá me vio jugando con barro. Hice una casa grande y le dije que algún día tendría una así. Es un recuerdo bonito, pero amargo a la vez, porque mi mamá se fue y se la quedé debiendo. A ella no le alcanzó la vida ni a mí el tiempo”.
Aunque con el barro Consuelo solo dio forma a uno de sus tantos sueños, su espíritu persistente está construido sobre barrotes. Aspira con terminar el bachillerato, estudiar una carrera técnica o profesional, y cumplirse a ella, honrando la promesa que le hizo a mamá, el sueño de tener casa propia. Una casa amplia, bonita, como la que tenían sus papás en Armero y que la naturaleza desapareció.
Los milagros existen, Consuelo.
* Productora periodística en “Los Informantes”, programa del Canal Caracol que cumple 11 años al aire. El 27 de octubre de 2013 el programa emitió su primer capítulo. Desde aquel domingo el equipo periodístico liderado por María Elvira Arango ha publicado casi 1.600 historias. Arango, la directora y presentadora de formato, recuerda: “La idea fue de Gonzalo Córdoba (presidente del canal) y Luis Calle. Lo que querían hacer era un programa periodístico de investigación que respaldara la franja de la noche (…) llegué con el reto de montar el nuevo proyecto. Me hizo muy feliz que me invitaran a una cosa que no existía. Miraba programas de televisión de todo el mundo, por ejemplo ‘60 minutos’ (CBS)”. Con un modelo de tres reportajes por emisión se ha posicionado y ha sido premiado por ello como el mejor programa periodístico de los domingos en la noche. “Que te conmueva o te haga sonreír. Te indigne y te enfurezcas o porque te dé ilusión y esperanza”, son las emociones que, según Arango, buscan generar.