El debate sobre la gratuidad del transporte público: derechos, subsidios y deberes
Análisis de un abogado, Ph D en ciencia política y profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia. La importancia de la solidaridad en una sociedad.
Juan Gabriel Gómez Albarello / Especial para El Espectador
El rechazo a la iniciativa del presidente Gustavo Petro de hacer gratuito el transporte público, formulado por personas que dicen que nunca lo usan, es revelador del limitado sentido de lo público en varios sectores de la población; en otras palabras, de la escasez de reservas de solidaridad con las cuales podríamos resolver problemas comunes. La réplica de los usuarios de transporte privado es que el transporte público es un asunto que no les concierne, que ese no es un problema común. (Recomendamos: Otro análisis de Juan Gabriel Gómez Albarello sobre la memoria de la guerra en El Salvador).
La posición de quienes así se expresan no es muy diferente de la de los vecinos de un edificio que se niegan a pagar por el funcionamiento del ascensor con el argumento de que nunca lo usan, pues viven en el primer o segundo piso. Guardadas las debidas proporciones, quienes vivimos en la misma ciudad, tenemos que cuidar todos de sus áreas comunes, lo cual incluye el sistema de transporte público. O, para decirlo con una metáfora que el Papa Francisco trajo a colación durante la pandemia: “todos estamos en la misma barca”.
Cuando uno mira la sociedad únicamente a través del prisma de la economía de mercado, suele ver solo transacciones individuales y termina por olvidarse de todo lo común. Eso común, el sentido de comunidad, engloba a la economía de mercado. Es eso común lo que la hace posible. Cuando eso común está averiado, es preciso repararlo, pues su impacto en las transacciones individuales termina por hacerlas más costosas e ineficientes.
El sistema de transporte público es una de esas averías de nuestra comunidad. Comparado con lo que otras personas pagan en otras ciudades del mundo, nuestro sistema es barato. Sin embargo, si tomamos como punto de referencia la porción del salario mínimo que una persona tiene que destinar al pago de los gastos de transporte, nuestro sistema está entre los más caros del mundo. De ahí el apremio que sienten muchas personas que viven del mínimo de ahorrarse no sólo uno o dos o más pasajes sino todos los que puedan. Dado que la capacidad de carga del sistema público es limitada y que hay mucha gente que lo usa sin pagar, no sólo los que tienen afugias económicas, se comprende que el sistema termine por averiarse.
Todo lo anterior proporciona argumentos a favor de la iniciativa del Presidente. En este asunto, sin embargo, todavía hay mucha más tela por cortar. Además de objeciones egoístas, la propuesta de hacer gratuito el sistema de transporte público suscita razonables preguntas. Quienes se beneficien del sistema de transporte público gratuito, ¿qué le darán a la sociedad como contraprestación? Si los más pudientes concurren a financiar el sistema, ¿qué contribución harán los menos pudientes?
En la base de esta pregunta, hay una intuición moral básica: si todos toman, entonces todos deberían poner. No hay ningún sistema que se pueda sostener donde muchos toman, pero no ponen nada. No es solo un asunto de sostenibilidad sino también de reciprocidad. En una sociedad de abundancia ilimitada, el principio de a cada quien según su necesidad sería realizable. En una sociedad de recursos escasos, el principio de reciprocidad juega un papel regulador esencial.
Este principio fortalece la cooperación, pues apela no sólo a la solidaridad de los de arriba con los de abajo sino también a la de los de abajo con los de arriba. La motivación para cooperar suele ser mucho más fuerte, donde cada quien percibe que los demás cooperarán en lugar de aprovecharse de los demás. En una sociedad dividida como la nuestra, desigual, y heterogénea étnica y culturalmente, el cuidado de la motivación para cooperar de los de arriba y los de abajo debería ocupar un lugar prominente en el diseño de todas las políticas sociales. De otro modo, corremos el riesgo de que aumente la división, y de que el espejismo del igualitarismo en los resultados impida la realización del más genuino sentido de igualdad de oportunidades.
Haríamos mal en diluir los incentivos para el esfuerzo individual. Una sociedad con tantos problemas requiere de personas que se esfuercen por mejorar su situación. Su empuje, de manera directa o indirecta, terminará por contribuir a mejorar la de los demás. Al mismo tiempo, haríamos mal en darle la espalda a las restricciones económicas y sociales que impiden que muchas personas puedan desarrollar plenamente su potencial, restricciones de las cuales ellas no son responsables – nadie escoge nacer en el seno de un hogar pobre. El principio de igualdad de oportunidades nos llama a corregir las injusticias del desigual punto de partida dotándonos a todos de unas mismas capacidades básicas. Al mismo tiempo, le pide a cada persona que se esfuerce para llegar tan lejos como se lo permitan esas capacidades.
Una sociedad que pone el acento solamente en los derechos y que procura su realización progresiva mediante subsidios, pero que se olvida de los deberes, es una sociedad que le quita a las personas el aliciente para esforzarse, y que termina por profundizar el resentimiento entre los que tienen y los que no. Si la flecha de la solidaridad de las políticas sociales apunta en una sola dirección, los que más se esfuerzan, y también los que más tienen, terminarán por unirse a una revuelta contra esas políticas. No importa que sean arrogantes y desagradables como Javier Milei o arrogantes, desagradables y vulgares como Donald Trump. Los líderes de esa revuelta siempre han sabido encontrar un sólido punto de apoyo en la percepción de que está rota la relación de reciprocidad.
Colombia está en mora de refundar las bases de su sentido de comunidad, de sus reservas de solidaridad. Está en mora también de imbuir a su ciudadanía de la idea de que la realización de sus derechos depende en altísimo grado de la realización de sus deberes. Desde la orilla izquierda, alguien puede objetar: ¿cómo se le puede exigir deberes a quienes son pobres? Se trata de una de las objeciones más desafortunadas y corrosivas, destructoras de todo sentido de civilidad y convivencia. Se trata también de una objeción que reproduce, inadvertidamente, el prejuicio de que la dignidad de una persona depende de la riqueza material que ostenta. La dignidad del ser humano se hace patente en el celo con el cual cumple con sus deberes. Es bajo el azote de la indigencia o del terror donde el apremio por la supervivencia hace que las personas se olviden de sus deberes.
Esto no es óbice para recordar que un considerable sector de la población vive todavía bajo el azote del hambre y todos los días va a dormirse sin comer. Este es un caso límite que demanda especial consideración. El principio general es que los subsidios, financiados debidamente con impuestos progresivos, son un medio para corregir las desigualdades y realizar progresivamente los derechos. Pueden ser también una trampa para el conformismo y una fuente de resentimiento, no de solidaridad. Articuladas al cumplimiento de los deberes ciudadanos, las políticas sociales podrían hacer efectiva la igualdad de oportunidades y, de ese modo, hacer más sólido nuestro sentido de comunidad y también de responsabilidad personal. De otro modo, el espejismo del igualitarismo podría dejarnos atascados en la pobreza, y en una división infranqueable entre los que piden y los que no quieren dar.
El rechazo a la iniciativa del presidente Gustavo Petro de hacer gratuito el transporte público, formulado por personas que dicen que nunca lo usan, es revelador del limitado sentido de lo público en varios sectores de la población; en otras palabras, de la escasez de reservas de solidaridad con las cuales podríamos resolver problemas comunes. La réplica de los usuarios de transporte privado es que el transporte público es un asunto que no les concierne, que ese no es un problema común. (Recomendamos: Otro análisis de Juan Gabriel Gómez Albarello sobre la memoria de la guerra en El Salvador).
La posición de quienes así se expresan no es muy diferente de la de los vecinos de un edificio que se niegan a pagar por el funcionamiento del ascensor con el argumento de que nunca lo usan, pues viven en el primer o segundo piso. Guardadas las debidas proporciones, quienes vivimos en la misma ciudad, tenemos que cuidar todos de sus áreas comunes, lo cual incluye el sistema de transporte público. O, para decirlo con una metáfora que el Papa Francisco trajo a colación durante la pandemia: “todos estamos en la misma barca”.
Cuando uno mira la sociedad únicamente a través del prisma de la economía de mercado, suele ver solo transacciones individuales y termina por olvidarse de todo lo común. Eso común, el sentido de comunidad, engloba a la economía de mercado. Es eso común lo que la hace posible. Cuando eso común está averiado, es preciso repararlo, pues su impacto en las transacciones individuales termina por hacerlas más costosas e ineficientes.
El sistema de transporte público es una de esas averías de nuestra comunidad. Comparado con lo que otras personas pagan en otras ciudades del mundo, nuestro sistema es barato. Sin embargo, si tomamos como punto de referencia la porción del salario mínimo que una persona tiene que destinar al pago de los gastos de transporte, nuestro sistema está entre los más caros del mundo. De ahí el apremio que sienten muchas personas que viven del mínimo de ahorrarse no sólo uno o dos o más pasajes sino todos los que puedan. Dado que la capacidad de carga del sistema público es limitada y que hay mucha gente que lo usa sin pagar, no sólo los que tienen afugias económicas, se comprende que el sistema termine por averiarse.
Todo lo anterior proporciona argumentos a favor de la iniciativa del Presidente. En este asunto, sin embargo, todavía hay mucha más tela por cortar. Además de objeciones egoístas, la propuesta de hacer gratuito el sistema de transporte público suscita razonables preguntas. Quienes se beneficien del sistema de transporte público gratuito, ¿qué le darán a la sociedad como contraprestación? Si los más pudientes concurren a financiar el sistema, ¿qué contribución harán los menos pudientes?
En la base de esta pregunta, hay una intuición moral básica: si todos toman, entonces todos deberían poner. No hay ningún sistema que se pueda sostener donde muchos toman, pero no ponen nada. No es solo un asunto de sostenibilidad sino también de reciprocidad. En una sociedad de abundancia ilimitada, el principio de a cada quien según su necesidad sería realizable. En una sociedad de recursos escasos, el principio de reciprocidad juega un papel regulador esencial.
Este principio fortalece la cooperación, pues apela no sólo a la solidaridad de los de arriba con los de abajo sino también a la de los de abajo con los de arriba. La motivación para cooperar suele ser mucho más fuerte, donde cada quien percibe que los demás cooperarán en lugar de aprovecharse de los demás. En una sociedad dividida como la nuestra, desigual, y heterogénea étnica y culturalmente, el cuidado de la motivación para cooperar de los de arriba y los de abajo debería ocupar un lugar prominente en el diseño de todas las políticas sociales. De otro modo, corremos el riesgo de que aumente la división, y de que el espejismo del igualitarismo en los resultados impida la realización del más genuino sentido de igualdad de oportunidades.
Haríamos mal en diluir los incentivos para el esfuerzo individual. Una sociedad con tantos problemas requiere de personas que se esfuercen por mejorar su situación. Su empuje, de manera directa o indirecta, terminará por contribuir a mejorar la de los demás. Al mismo tiempo, haríamos mal en darle la espalda a las restricciones económicas y sociales que impiden que muchas personas puedan desarrollar plenamente su potencial, restricciones de las cuales ellas no son responsables – nadie escoge nacer en el seno de un hogar pobre. El principio de igualdad de oportunidades nos llama a corregir las injusticias del desigual punto de partida dotándonos a todos de unas mismas capacidades básicas. Al mismo tiempo, le pide a cada persona que se esfuerce para llegar tan lejos como se lo permitan esas capacidades.
Una sociedad que pone el acento solamente en los derechos y que procura su realización progresiva mediante subsidios, pero que se olvida de los deberes, es una sociedad que le quita a las personas el aliciente para esforzarse, y que termina por profundizar el resentimiento entre los que tienen y los que no. Si la flecha de la solidaridad de las políticas sociales apunta en una sola dirección, los que más se esfuerzan, y también los que más tienen, terminarán por unirse a una revuelta contra esas políticas. No importa que sean arrogantes y desagradables como Javier Milei o arrogantes, desagradables y vulgares como Donald Trump. Los líderes de esa revuelta siempre han sabido encontrar un sólido punto de apoyo en la percepción de que está rota la relación de reciprocidad.
Colombia está en mora de refundar las bases de su sentido de comunidad, de sus reservas de solidaridad. Está en mora también de imbuir a su ciudadanía de la idea de que la realización de sus derechos depende en altísimo grado de la realización de sus deberes. Desde la orilla izquierda, alguien puede objetar: ¿cómo se le puede exigir deberes a quienes son pobres? Se trata de una de las objeciones más desafortunadas y corrosivas, destructoras de todo sentido de civilidad y convivencia. Se trata también de una objeción que reproduce, inadvertidamente, el prejuicio de que la dignidad de una persona depende de la riqueza material que ostenta. La dignidad del ser humano se hace patente en el celo con el cual cumple con sus deberes. Es bajo el azote de la indigencia o del terror donde el apremio por la supervivencia hace que las personas se olviden de sus deberes.
Esto no es óbice para recordar que un considerable sector de la población vive todavía bajo el azote del hambre y todos los días va a dormirse sin comer. Este es un caso límite que demanda especial consideración. El principio general es que los subsidios, financiados debidamente con impuestos progresivos, son un medio para corregir las desigualdades y realizar progresivamente los derechos. Pueden ser también una trampa para el conformismo y una fuente de resentimiento, no de solidaridad. Articuladas al cumplimiento de los deberes ciudadanos, las políticas sociales podrían hacer efectiva la igualdad de oportunidades y, de ese modo, hacer más sólido nuestro sentido de comunidad y también de responsabilidad personal. De otro modo, el espejismo del igualitarismo podría dejarnos atascados en la pobreza, y en una división infranqueable entre los que piden y los que no quieren dar.