Pintadillo con primitivo: las mujeres que cuidan la tradición negra en el Caquetá
Caquetá se imagina como un departamento indígena, pero tiene también población negra. Muchos llegaron a trabajar como maestros en los ochenta, cuando la coca era tan buen negocio que pocos querían hacer algo distinto y las plazas para maestro de escuela quedaban vacías. Hoy la Fundación Red de Mujeres Afroamazónicas Ubuntu, hecha en buena parte por esas maestras o sus hijas, busca resistir desde su tradición a las nuevas amenazas.
Paloma Cobo (*)
Las manos de las profesoras Mireya Emperatriz, Eyda y María Hilda desmenuzan un pintadillo para hacer un plato de bacalao desmechado. En el Chocó, de donde es originaria, la receta se hace con atún. Aquí, en Florencia, Caquetá, usan el pintadillo, un pescado manchado de río, porque el mar y los atunes están lejos. Del pintadillo hay que sacar más espinas, pero su sabor tiene algo terrenal, casi dulzón, que le va bien a la receta. Alrededor de las ollas se habla del mejor achiote, del plátano primitivo que llaman también píldoro en el Pacífico y de las mujeres que les enseñaron a ellas cómo hacer arroz con coco. Las jóvenes están aprendiendo y hacen preguntas. En las mesas, afuera, esperan sentadas las mayores. Todas pertenecen a la Fundación Red de Mujeres Afroamazónicas - Ubuntu, una organización de afrocolombianas habitantes del departamento de Caquetá. Vienen de San José, San Vicente del Caguán, Curillo, Puerto Rico y El Paujil y se han reunido aquí, en esta ciudad rodeada por la selva, para hablar de huertas caseras y comida negra.
Los orígenes
Yohaysa me cuenta que la población afro llegó en varias olas al departamento. La primera a finales de los años cincuenta buscando tierras para trabajar. La segunda ola, en los setenta, fue la de la colonización auspiciada por el Instituto de la Reforma Agraria, INCORA. En los ochenta comenzó la tercera ola, que llaman la académica. En esa época en Caquetá, la coca y en menor medida el caucho y la ganadería, eran tan buen negocio que pocos querían dedicar su vida a otros artes y oficios. Un campesino que trabajó cultivando coca cuenta para Diario de Paz que, durante el boom, pagaban unos $15.000 pesos por el kilo de hoja de coca; mucho más una vez que aprendieron a transformarla en pasta base y comenzaron a participar en algunas secciones de su transporte. Un profesor ganaba al mes $11.250. Lo mismo podía hacerse con la coca en días. Por eso, faltaban maestros de escuela en el departamento. El rumor se regó a través de familias y conocidos y llegó a la Costa Pacífica y a las normales del Chocó. De allí vinieron los maestros y maestras. Yohaysa es la hija de una de ellas.
Con ayuda de la Asociación Provivienda de Educadores de Caquetá, los maestros construyeron el barrio Yapurá de Florencia. Ahora es un tejido tranquilo de calles calientes, interrumpido por un parque o un caño de vegetación exuberante. Las bromelias encaramadas en los árboles recuerdan que la ciudad era antes la selva amazónica y que la selva es como un animal agazapado que amenaza siempre con retomar su dominio. En la mitad de una de esas cuadras que llega al parque, está la casa de la Fundación Red de Mujeres Afroamazónicas - Ubuntu, con un mural colorido de una mujer negra pintado en la fachada.
El primer piso tiene un restaurante de comida étnica, primorosamente decorado en rosas y verdes, y una exhibición de bebidas ancestrales del Pacífico. El segundo es el espacio de encuentro para las actividades que hace la Fundación. FREMA, cuenta Yohaysa, es un hijo que parieron en el 2019. En el momento, había organizaciones afros en el departamento, pero la mayoría eran lideradas por hombres. No había una organización de mujeres para mujeres negras. Hablaban en sus primeros encuentros de autorreconocimiento, salvaguarda e intercambio de saberes, medicina tradicional y partería. Después se sumaría el trabajo en torno a la lectura y la biblioteca Harambee, especializada en literatura negra, y otros espacios de formación en política, cocina, estética negra y comunicación popular. La historia de creación de la Fundación se interrumpe en la grabación por los saludos cariñosos y las risas de las compañeras de Yohaysa. Acababa de llegar a Florencia después de un viaje por su otro trabajo, en una organización humanitaria, y hacía días no la veían. Es fácil saber que la quieren y pienso que parte de lo que han recuperado es esto: la casa para encontrarse con las vecinas y sus hijas, el lugar para quererse.
Las recetas
Primero el pescado, sea pintadillo o atún, se cocina en poca agua con hierbas de la azotea: tomillo, laurel y cilantro cimarrón sembrado en huertas caseras, más fuerte y de hojas más gruesas que las del cilantro común. Mientras tanto, en otra olla, se va armando un guiso de tomate, pimentón, con cebolla, ajo y achiote. Una vez que el pescado está hervido se desmecha y se une con el guiso. Se acompaña con primitivos, esos pequeños plátanos verdes. Leo en una noticia de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) que es la variedad de banano que más se produce en el Caquetá, que es propio de la dieta tradicional campesina del piedemonte amazónico y que han intentado propiciar su cultivo para sustituir los de coca. Las profesoras echaron los primitivos completos al agua hirviendo, sin pelar, y después de unos minutos la cáscara se fue abriendo como una flor.
Llegamos al taller invitadas por la profe Mireya, como todos la llaman, el pilar sobre el que se sostiene la fundación. Quisiera contar toda su historia: el robo de su padre que la llevó a Caquetá y la dejó ahí sin avisar a nadie, las familias de acogida, las clases del bachillerato nocturno después de trabajar en el día limpiando casas y cuidando niños, el curso para entrar al magisterio, las alumnas que le pedían ayuda cuando llegaban jefes paramilitares a buscarlas. Lo más importante, en todo caso, es que fue maestra por 35 años en la vereda Campolejano de Solita, Caquetá. Siempre le gustó, me cuenta, el trabajo comunitario. “Río arriba y río abajo, eso es lo que me gusta”. Al pensionarse, acompañó escuelas de Putumayo y descubrió que en algunas solo había letrinas. Logró que la Asociación de Exportadores de Flores de Colombia le donara lo suficiente para hacer los baños. Cuando los fueron a construir, se dieron cuenta de que era preciso correr el aula porque se la iba a llevar el río, así que lo hicieron. Ella dice que siempre tuvo ángel y que es por eso que las cosas le salen, pero es también por su audacia y por su persistencia alegre. Ahora trabaja en FREMA. Quiere que las tradiciones de sus ancestros no sigan perdiéndose. No se trata de un ejercicio de la nostalgia, o no solo, sino de aguante. Desde allí resisten a la injusticia contra las mujeres y los afros, que parece siempre reinventarse.
Una de las participantes más jóvenes en el taller de cocina es Mercy Ivonne Ararad. Nos cuenta que, a pesar de ser la hija de un hombre negro, no conocía, hasta ahora, sus tradiciones. Nadie se las había contado. Esto ocurre con frecuencia en el Caquetá. En parte se debe al racismo oculto, en parte a la migración y al paso del tiempo. “Hay un vacío en las familias, pero las organizaciones venimos a complementar”, dice Mireya. En FREMA, por ejemplo, enseñan también a querer y cuidar el pelo crespo. Cuando regrese a Puerto Rico, su vereda, Mercy va a intentar otra vez montar un grupo de danza afro. Bailar es su cosa favorita, junto a la pasta y la cazuela de mariscos.
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Elda María Quiñones Angulo, a quien todas llaman “La tía”, es una partera de 82 años de las riberas del río Caquetá. Ha traído decenas de niños al mundo y conoce los secretos de la chilangua y el pronto alivio, el escancel, la moringa y la cargadita. Sabe cómo curar el mal aire y el espanto, cómo hacer crecer las plantas, cómo rendir la comida, cómo anudar el cordón umbilical para que no sangre. Dice que la peor destrucción del campo es la coca, porque la gente se acostumbró a tener dinero en el bolsillo y ya no siembra. Ahora, compran el plátano en el supermercado. Las fumigaciones dejaron a la tierra sin sangre, dijo alguien más, “y si no tiene sangre, no tiene vida para dar”. Olvidaron también, dicen, la red de apoyo mutuo que trajeron consigo del Pacífico al llegar. Antes “si alguien cazaba, a todas las casas llegaba una presa”.
En el camino del centro a Yapurá nos contaron los taxistas que la coca no se está vendiendo y que los negocios estuvieron vacíos en Navidad. Leí hace poco que, ante la crisis, se esperaba una remontada de otros negocios ilegales. Pensé en lo que nos dijeron, “hay algo esencial que muchos han olvidado”, y pensé en las mujeres que todavía lo recuerdan.
(*) Investigadora de Dejusticia
(**) Este artículo hace parte del especial #TejidoVivo, producto de una alianza periodística entre el centro de estudios Dejusticia y El Espectador.
Las manos de las profesoras Mireya Emperatriz, Eyda y María Hilda desmenuzan un pintadillo para hacer un plato de bacalao desmechado. En el Chocó, de donde es originaria, la receta se hace con atún. Aquí, en Florencia, Caquetá, usan el pintadillo, un pescado manchado de río, porque el mar y los atunes están lejos. Del pintadillo hay que sacar más espinas, pero su sabor tiene algo terrenal, casi dulzón, que le va bien a la receta. Alrededor de las ollas se habla del mejor achiote, del plátano primitivo que llaman también píldoro en el Pacífico y de las mujeres que les enseñaron a ellas cómo hacer arroz con coco. Las jóvenes están aprendiendo y hacen preguntas. En las mesas, afuera, esperan sentadas las mayores. Todas pertenecen a la Fundación Red de Mujeres Afroamazónicas - Ubuntu, una organización de afrocolombianas habitantes del departamento de Caquetá. Vienen de San José, San Vicente del Caguán, Curillo, Puerto Rico y El Paujil y se han reunido aquí, en esta ciudad rodeada por la selva, para hablar de huertas caseras y comida negra.
Los orígenes
Yohaysa me cuenta que la población afro llegó en varias olas al departamento. La primera a finales de los años cincuenta buscando tierras para trabajar. La segunda ola, en los setenta, fue la de la colonización auspiciada por el Instituto de la Reforma Agraria, INCORA. En los ochenta comenzó la tercera ola, que llaman la académica. En esa época en Caquetá, la coca y en menor medida el caucho y la ganadería, eran tan buen negocio que pocos querían dedicar su vida a otros artes y oficios. Un campesino que trabajó cultivando coca cuenta para Diario de Paz que, durante el boom, pagaban unos $15.000 pesos por el kilo de hoja de coca; mucho más una vez que aprendieron a transformarla en pasta base y comenzaron a participar en algunas secciones de su transporte. Un profesor ganaba al mes $11.250. Lo mismo podía hacerse con la coca en días. Por eso, faltaban maestros de escuela en el departamento. El rumor se regó a través de familias y conocidos y llegó a la Costa Pacífica y a las normales del Chocó. De allí vinieron los maestros y maestras. Yohaysa es la hija de una de ellas.
Con ayuda de la Asociación Provivienda de Educadores de Caquetá, los maestros construyeron el barrio Yapurá de Florencia. Ahora es un tejido tranquilo de calles calientes, interrumpido por un parque o un caño de vegetación exuberante. Las bromelias encaramadas en los árboles recuerdan que la ciudad era antes la selva amazónica y que la selva es como un animal agazapado que amenaza siempre con retomar su dominio. En la mitad de una de esas cuadras que llega al parque, está la casa de la Fundación Red de Mujeres Afroamazónicas - Ubuntu, con un mural colorido de una mujer negra pintado en la fachada.
El primer piso tiene un restaurante de comida étnica, primorosamente decorado en rosas y verdes, y una exhibición de bebidas ancestrales del Pacífico. El segundo es el espacio de encuentro para las actividades que hace la Fundación. FREMA, cuenta Yohaysa, es un hijo que parieron en el 2019. En el momento, había organizaciones afros en el departamento, pero la mayoría eran lideradas por hombres. No había una organización de mujeres para mujeres negras. Hablaban en sus primeros encuentros de autorreconocimiento, salvaguarda e intercambio de saberes, medicina tradicional y partería. Después se sumaría el trabajo en torno a la lectura y la biblioteca Harambee, especializada en literatura negra, y otros espacios de formación en política, cocina, estética negra y comunicación popular. La historia de creación de la Fundación se interrumpe en la grabación por los saludos cariñosos y las risas de las compañeras de Yohaysa. Acababa de llegar a Florencia después de un viaje por su otro trabajo, en una organización humanitaria, y hacía días no la veían. Es fácil saber que la quieren y pienso que parte de lo que han recuperado es esto: la casa para encontrarse con las vecinas y sus hijas, el lugar para quererse.
Las recetas
Primero el pescado, sea pintadillo o atún, se cocina en poca agua con hierbas de la azotea: tomillo, laurel y cilantro cimarrón sembrado en huertas caseras, más fuerte y de hojas más gruesas que las del cilantro común. Mientras tanto, en otra olla, se va armando un guiso de tomate, pimentón, con cebolla, ajo y achiote. Una vez que el pescado está hervido se desmecha y se une con el guiso. Se acompaña con primitivos, esos pequeños plátanos verdes. Leo en una noticia de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) que es la variedad de banano que más se produce en el Caquetá, que es propio de la dieta tradicional campesina del piedemonte amazónico y que han intentado propiciar su cultivo para sustituir los de coca. Las profesoras echaron los primitivos completos al agua hirviendo, sin pelar, y después de unos minutos la cáscara se fue abriendo como una flor.
Llegamos al taller invitadas por la profe Mireya, como todos la llaman, el pilar sobre el que se sostiene la fundación. Quisiera contar toda su historia: el robo de su padre que la llevó a Caquetá y la dejó ahí sin avisar a nadie, las familias de acogida, las clases del bachillerato nocturno después de trabajar en el día limpiando casas y cuidando niños, el curso para entrar al magisterio, las alumnas que le pedían ayuda cuando llegaban jefes paramilitares a buscarlas. Lo más importante, en todo caso, es que fue maestra por 35 años en la vereda Campolejano de Solita, Caquetá. Siempre le gustó, me cuenta, el trabajo comunitario. “Río arriba y río abajo, eso es lo que me gusta”. Al pensionarse, acompañó escuelas de Putumayo y descubrió que en algunas solo había letrinas. Logró que la Asociación de Exportadores de Flores de Colombia le donara lo suficiente para hacer los baños. Cuando los fueron a construir, se dieron cuenta de que era preciso correr el aula porque se la iba a llevar el río, así que lo hicieron. Ella dice que siempre tuvo ángel y que es por eso que las cosas le salen, pero es también por su audacia y por su persistencia alegre. Ahora trabaja en FREMA. Quiere que las tradiciones de sus ancestros no sigan perdiéndose. No se trata de un ejercicio de la nostalgia, o no solo, sino de aguante. Desde allí resisten a la injusticia contra las mujeres y los afros, que parece siempre reinventarse.
Una de las participantes más jóvenes en el taller de cocina es Mercy Ivonne Ararad. Nos cuenta que, a pesar de ser la hija de un hombre negro, no conocía, hasta ahora, sus tradiciones. Nadie se las había contado. Esto ocurre con frecuencia en el Caquetá. En parte se debe al racismo oculto, en parte a la migración y al paso del tiempo. “Hay un vacío en las familias, pero las organizaciones venimos a complementar”, dice Mireya. En FREMA, por ejemplo, enseñan también a querer y cuidar el pelo crespo. Cuando regrese a Puerto Rico, su vereda, Mercy va a intentar otra vez montar un grupo de danza afro. Bailar es su cosa favorita, junto a la pasta y la cazuela de mariscos.
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Elda María Quiñones Angulo, a quien todas llaman “La tía”, es una partera de 82 años de las riberas del río Caquetá. Ha traído decenas de niños al mundo y conoce los secretos de la chilangua y el pronto alivio, el escancel, la moringa y la cargadita. Sabe cómo curar el mal aire y el espanto, cómo hacer crecer las plantas, cómo rendir la comida, cómo anudar el cordón umbilical para que no sangre. Dice que la peor destrucción del campo es la coca, porque la gente se acostumbró a tener dinero en el bolsillo y ya no siembra. Ahora, compran el plátano en el supermercado. Las fumigaciones dejaron a la tierra sin sangre, dijo alguien más, “y si no tiene sangre, no tiene vida para dar”. Olvidaron también, dicen, la red de apoyo mutuo que trajeron consigo del Pacífico al llegar. Antes “si alguien cazaba, a todas las casas llegaba una presa”.
En el camino del centro a Yapurá nos contaron los taxistas que la coca no se está vendiendo y que los negocios estuvieron vacíos en Navidad. Leí hace poco que, ante la crisis, se esperaba una remontada de otros negocios ilegales. Pensé en lo que nos dijeron, “hay algo esencial que muchos han olvidado”, y pensé en las mujeres que todavía lo recuerdan.
(*) Investigadora de Dejusticia
(**) Este artículo hace parte del especial #TejidoVivo, producto de una alianza periodística entre el centro de estudios Dejusticia y El Espectador.