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Gracias a Germán Castro Caycedo

Columna de un escritor en agradecimiento a las lecciones que le dio el recientemente fallecido autor colombiano.

Petrit Baquero * / Especial para El Espectador
09 de agosto de 2021 - 03:50 p. m.
Germán Castro Caycedo nació en Zipaquirá el 3 de marzo de 1940 y murió en Bogotá el 15 de julio de 2021. Es autor de al menos 30 libros entre ellos "Colombia amarga", “Perdido en el Amazonas”, “El Karina”, entre otros.
Germán Castro Caycedo nació en Zipaquirá el 3 de marzo de 1940 y murió en Bogotá el 15 de julio de 2021. Es autor de al menos 30 libros entre ellos "Colombia amarga", “Perdido en el Amazonas”, “El Karina”, entre otros.
Foto: ANDRÉS TORRES/ EL ESPECTADOR - ANDRÉS TORRES
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Germán Castro Caycedo fue una persona fundamental en mi vida, no solo por los textos (entre libros, crónicas, reportajes y columnas) que escribió, que, con un lenguaje moderno, vivo, complejo, pero a la vez, simple y bacano, me hicieron conocer -y querer conocer- las profundas realidades de esta “Colombia amarga” en la que, a pesar de todo, sigue habiendo espacio para la alegría (¿será que sí?). (Video: Murió Germán Castro Caycedo).

Pero digo que Castro Caycedo fue fundamental en mi vida primordialmente, porque, con su generosidad, me abrió una puerta que me dio una oportunidad que espero haber sabido aprovechar (ahora les cuento). (Recomendamos: Entrevista a Germán Castro Caycedo).

Castro Caycedo era un maestro, pues sus libros dejaron en evidencia, siguiendo una importante tradición de cronistas en Colombia, que se podía tener rigor investigativo y, al mismo tiempo, hacer gala de un gran swing literario -es que el swing se tiene o no se tiene- para contar las cosas que vale la pena contar (que, a la larga, son todas las que uno quiera). Y lo hacía con una mirada crítica y bien sustentada, que deja ver que conocía profundamente el país al que llevaba recorriendo durante décadas, desde que, como un novato periodista zipaquireño respaldado, en el diario El Tiempo, por otro tótem de la crónica colombiana como Germán Pinzón Moncaleano, empezó a hacer reportajes que maravillaron al público -y sus editores- por su calidez, agudeza y profundidad.

Y, claro, al poco tiempo empezó a escribir libros que, como sabemos, son buenísimos, pues plasmó las utopías y fatalidades de la gente que busca otras realidades en lejanísimos lugares en “Mi alma se la dejo al Diablo” (que título, ¿no?), dejó en evidencia las tribulaciones de un hombre al que se lo tragó la manigua en “Perdido en el Amazonas”, describió las maquinaciones de unos traficantes de armas para alimentar la guerra en Colombia en “El Karina”, mostró las historias de esos aventureros que, cargando todo tipo de productos -legales e ilegales-, empezaron a moverse, a través de sus aviones, por numerosos territorios olvidados del país, en “El Alcaraván”, y relató los vínculos tragicómicos entre políticos, narcos y charlatanes de todo tipo en “La Bruja”, entre muchos textos más.

Claro que es posible que parte de su fama -y prestigio- se debiera también a haber dirigido y presentado, durante varios años (desde 1976), “Enviado Especial”, el primer programa periodístico en Colombia que se grabó en exteriores y que, en aquellos tiempos en los que solo había dos canales de televisión, tenía una audiencia impresionante. Con “Enviado Especial”, conocimos, de verdad verdad, con poderosas imágenes, una gran investigación y un sesudo análisis, muchas de esas realidades colombianas que se mueven y transforman a un ritmo incesante.

Es que Castro Caycedo sabía transmitir el mensaje, con su aspecto serio, incluso de señor medio bravo; tono de voz particular, bigote que me recordaba a Juan Valdez (o a García Márquez o a “Don Chinche”) y pinta de periodista investigativo, de esos que hoy en día están en vías de extinción.

El primer libro que leí de él fue “El Hueco”, con el cual me metí en la historia de esos colombianos que llegaron ilegalmente -por el hueco- a Estados Unidos y que siguieron luchando por ganarle a una vida que parecía estar en contra de ellos, claro, con distinta suerte.

Luego, varios años después, ya en la universidad, me enganché con “En Secreto” donde me maravillé con su entrevista a Jaime Bateman (la primera que dio públicamente) y encontré el, para mí, mejor perfil que se ha escrito sobre Pablo Escobar (y yo sé de lo que hablo), con una agudeza que ponía en evidencia la manera en que los, en ese entonces, curiosos y exóticos comerciantes venidos a más y que hacían negocios con políticos, empresarios y militares, pasaron a convertirse en los “enemigos número 1” del país (y del mundo) en una guerra que no termina y en la que, como bien dice el libro, “se murió hasta el hijueputa”.

Y años después, me fasciné con “El Huracán”, un libro que mostraba, desde la muy relevante visión de los tradicionalmente vencidos, los abusos de aquellos que, con la excusa de ser enviados de Dios, cometieron todos los atropellos del mundo por una causa que llamaban “noble” y que estaba, obvio, muy bien remunerada (a costa, claro, de otros).

Todos esos libros eran diferentes, pero en todos -incluso, en los más flojos- se percibía un ritmo especial -el de un maestro- que permitía sentir, escuchar, ver y hasta oler esos testimonios de vida, a veces tan complejos, a veces tan inciertos, a veces tan desilusionantes y a veces tan llenos de esperanza, sobre todo por aquellos proscritos de lo establecido, es decir, los rebeldes, los aventureros y los olvidados.

Conocí a Castro Caycedo en el año 2011, en un café del norte de Bogotá (Il Pomerigio) al que no quería entrar, pero al que, afortunadamente, entré (ya después me volví cliente, pues, sobre todo, me di cuenta de toda la movida que había ahí y que, seguramente por eso también, a él le gustaba). Le hablé porque sabía que en su programa “Enviado Especial” había hecho la única entrevista en video al poderoso capo de la cocaína Gonzalo Rodríguez Gacha, “El Mexicano”, además que conocía sus trabajos periodísticos sobre Escobar, Lehder y los Ochoa (con monseñores y políticos incluidos).

Pero ese fue solo el comienzo porque, bien pronto, resultamos hablando de muchas otras cosas y es que algo interesante le tuve que haber dicho, pues, para mi sorpresa, encontrarme con él para charlar se volvió un plan frecuente, mínimo de una vez cada dos semanas (y se vale chicanear por eso).

Con Castro Caycedo boté corriente, conocí mucha gente que hoy en día es mi amiga y me pegué mis buenos vinos (porque, sin duda, le encantaba la “dolce vita”), sabiendo el privilegio que tenía al conversar permanentemente con uno de los grandes cronistas del país, reconocido por muchas personas y con acceso a los más conspicuos representantes del establecimiento, a quienes, por cierto, criticaba bastante. Y esas conversaciones eran sobre cualquier cosa, pues, además, el hombre tenía un tremendo humor negro que evidenciaba con ácidos comentarios, chismes de la farándula política y periodística (que son siempre bastantes), historias fascinantes de sus crónicas y sus entrevistados, y un gusto, bastante evidente, por las mujeres, a las que galanteaba no tan inocentemente como ellas creían (al parecer, las canas le ayudaban).

Pero decía que Castro Caycedo fue fundamental en mi vida, porque, buscando su consejo de sabio escritor, le mostré la tabla de contenido de un libro que, muy calladito, estaba escribiendo y que a él le pareció fantástico, al punto de llamar al editor general de Planeta y conseguirme una cita para la semana siguiente, pues la llamada del, en ese entonces, “best seller” de Colombia pesaba bastante.

A eso de 10 meses, luego de un complejo proceso de edición, salió publicado mi primer libro “El ABC de la Mafia”, con una frase en la carátula del gran Germán Castro Caycedo que decía: “Un libro fundamental para comprender nuestro presente”.

Hago pausa, porque eso fue, sin duda, un gran espaldarazo para un novel escritor, como era yo, y estoy seguro de que, al menos, una parte del éxito de ese texto fue por esa frase, pues, además, el nombre de Castro Caycedo está en letras rojas y más de un despistado lo compró pensando que era un libro de él (y ya lo compraron, ni modo, aunque el libro tiene lo suyo).

Con Castro Caycedo viajé a Florencia (Caquetá) a presentar mi libro, estuve en Villavicencio en un Simposio de Historia y di varias charlas en algunos colegios de Bogotá, y si bien, no hay que negar que el maestro tenía actitudes de “estrellita” (es que lo era) y ya no escuchaba a la gente con tanta atención como, seguramente, lo habría hecho antes, siempre tuvo una actitud cálida, generosa y muy amena, no exenta de sus ácidos comentarios y chistes subidos de tono. Y en ese contexto de amistad y camaradería, pero también de respeto, tuve el privilegio de observarlo en su proceso de investigación abordando fuentes, siendo testigo de un par de entrevistas y consiguiéndole otra para su libro “La Tormenta”, con lo cual (y con la colección de películas de Cantinflas que le regalé), creo que en algo, al menos en un poquito, pude retribuir a su generosidad.

Sin embargo, con el tiempo, me fui metiendo en otros asuntos y las charlas con él se fueron espaciando y espaciando hasta ya no vernos más, porque uno siempre cree que habrá tiempo para todo, así las trágicas noticias nos demuestren que no es así.

Hablé con él por última vez a finales del año pasado. Sabía que lo habían operado de la columna y que había quedado -él me lo dijo- con algunos problemas, aunque no sabía que estaba enfermo. Quedamos en hablar pronto, cuando él estuviera recuperado y le fuera fácil moverse para encontrarnos, como en los viejos tiempos. De hecho, lo iba a llamar en estos días, pues quería llevarle un libro de crónicas del que fui asesor editorial y que, sin duda, habría disfrutado. Pero hoy me encontré con la triste noticia de su viaje al infinito en este triste año en el que tantos amigos y personas importantes (al menos para nuestras vidas) se han marchado.

Germán Castro Caycedo fue mi mentor y mi amigo. A él no le costaba ayudarme, pero lo hizo generosamente, y sin que yo se lo pidiera, lo cual, en gran parte, cambió mi vida.

Por eso, a él, como me dijo otro amigo ya entrado en años, yo realmente no debería hacerle un obituario, sino un monumento. Y tiene toda la razón, aunque, por ahora, le escribo solo estas letras, porque la palabra fue, realmente, lo que nos acercó en la vida.

¡Gracias por todo, Maestro Germán!

* Petrit Baquero es Historiador y Politólogo. Autor de El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012); La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017) y Manual de Derechos Humanos y Paz (CINEP/PPP, 2014)

Por Petrit Baquero * / Especial para El Espectador

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