Hay que asumir “diálogos improbables”: John Paul Lederach
El experto dice que superar la violencia comienza con cambiar el modelo mental de la enemistad y a la vez imaginar la posibilidad de una convivencia digna con una política sin violencia.
Diego Arias / Especial para El Espectador
John Paul Lederach es un reconocido académico y experto internacional en temas de mediación de conflictos. Estuvo recientemente en un encuentro nacional de integrantes de Consejos Territoriales de Paz (CTPRC), promovido por el Secretariado Nacional de Pastoral Social (Programa ConPaz). Lederach, compartió sus propios aprendizajes y reflexiones desde su intervención en distinto tipo de conflictividades en el mundo, incluyendo Centroamérica y Colombia, a cuya realidad se acercó de manera directa desde la década de los 8Os. (Recomendamos: Videodebate sobre por qué no se ha consolidado la paz después de un lustro de firmarla).
En diálogo con El Espectador, recuerda cómo llegó a un nuevo enfoque en el que, en vez de intentar resolver los conflictos, lo que propone es su transformación. Durante una conferencia en Centroamérica un participante le dijo: “Si usted llega aquí para resolver los conflictos sin cambiar nada, no nos interesa, porque esto ya lo hemos visto demasiadas veces”. Y enfatiza en que “a partir de esa experiencia, entendí hasta qué punto es posible resolver un conflicto y no cambiar las condiciones ni las dinámicas que lo sustentan e incluso lo reproducen, y por eso, a partir de este momento prefiero hablar de transformación de conflictos”.
En Colombia tenemos una extensa experiencia de acuerdos de paz, pero es evidente que aún no superamos la condición violenta de la conflictividad. ¿Qué no se ha hecho bien?
En el contexto de Colombia, con más de medio siglo de conflictividad violenta, se trata de todo un ecosistema de violencias, capaz de autosostenerse. Por eso, no es que haya que superar una sola condición. El desafío radica en cómo transformar las dinámicas repetidas y los patrones de daño que se autonutren. Por un lado, significa hacer frente a lo que sustenta las condiciones y yo diría que muchas de ellas tienen que ver con estructuras de exclusión. Por otro, hay que afrontar la dinámica de justificar la violencia como la única manera de hacer frente a uno u otro enemigo, que son conciudadanos. La política se define por una alta polarización tóxica que vive de la enemistad, una serie de dinámicas profundas de miedo social y político, que se basa en divisiones fuertes de identidad y un sentido profundo de sobrevivencia “si perdemos, lo perdemos todo”.
Este modelo requiere tener (o crear) un enemigo…
La conflictividad violenta sistémica requiere un enemigo o, mejor dicho, enemigos. Y como resultado y causa, se trastorna la naturaleza de la política, que ya no es un espacio público de debate acerca de cómo construir país y ciudadanía, y se transforma en una batalla de reacciones con tácticas de culpar al otro y defenderse como una forma de escapar de la responsabilidad, al costo que sea, y la meta sigue siendo destruir para no ser destruido.
Superar la violencia comienza con cambiar el modelo mental de la enemistad y, a la vez, imaginar la posibilidad de una convivencia digna con una política sin violencia en un país tan rico y diverso como es Colombia. Empíricamente, este ecosistema ha sido capaz, una década tras otra, de producir exquisitamente la violencia y la polarización tóxica. Fíjense: en estos cincuenta años, más del 80 % de las víctimas del conflicto armado han sido ciudadanos sin armas. El cambio necesario para salir del ecosistema abarca a todos. La vocación principal de la ciudadanía comienza con la capacidad de imaginar la convivencia en medio de inmensa diversidad, pero sin crear una imagen de enemigo. En cuanto al liderazgo, se requiere una ética política focalizada más en propuestas de cambio constructivo que en culpar a otros, sin actos de violencia.
Tras cinco años de firmado el acuerdo con las Farc, ¿cuál es su balance?
Un acuerdo de paz no es un documento de palabras y firmas, sino que representa una serie de propuestas de cambio. Son compromisos entre enemigos para cambiar su relación, con el concurso de toda la nación. Hacer el balance de un acuerdo nunca es fácil. Por la trayectoria internacional que he tenido, casi siempre he puesto los lentes sistémicos y los comparativos para evaluar un acuerdo, que desde luego se mide no por la belleza de sus promesas sino por la calidad de su implementación. Una forma de abordar el balance es seguir tres pautas claves del acuerdo y un vacío a afrontar.
Primero, el acuerdo ubica a las víctimas en un punto céntrico como referencia para todo el proceso. Muy importante esto, porque las víctimas en Colombia representan una pluralidad y esto ayuda a sentar un enfoque más sistémico que supera, en principio, la polarización que solo quiere echar culpas sin tomar responsabilidades. Ha habido avances importantes, sobre todo en el aspecto de las herramientas jurídicas creadas que combinan la justicia (contra la impunidad) con el esclarecimiento, la convivencia y la no repetición.
Algo positivo es la decisión de extender el tiempo de la CEV. Las víctimas aprecian y necesitan este espacio de compromiso nacional y sus esfuerzos de generar escucha y diálogo para llegar al esclarecimiento y reconocimiento. A la vez, para muchas víctimas, el avance en las reparaciones colectivas está demasiado atrasado. Y como sabemos, la transformación y la sinceridad política se ven no en lo dicho sino en lo hecho y la brecha en este momento requiere mayor esfuerzo en recentralizar a las víctimas y los territorios.
Segundo, el acuerdo contempló una redefinición de relaciones de poder; clave esto, sobre todo desde y con los territorios más afectados por la violencia con el fin de aumentar la participación y hacer frente a los patrones excluyentes y de discriminación de poblaciones históricamente marginadas.
Se han logrado avances en crear una participación territorial en los espacios de los PDET. La queja principal sigue siendo que participar es mucho más que una consulta. Supone un cambio de cultura de política pública que abre mayor transparencia, un diálogo continuo y el aumento de voz en procesos decisivos desde y con los territorios. Las grandes propuestas de transformaciones agrarias, que van de la mano con reparaciones colectivas, han sido poco realizadas hasta el momento. Y quizá lo más preocupante es el pésimo avance en lo acordado frente al respeto de los derechos y la protección de los pueblos indígenas y afrodescendientes, y que transversalmente tomó en serio el compromiso de género diferenciado.
Tercero, el avance de mayor éxito se vio en el proceso con las Farc en cuestiones de desarme y desmovilización en los primeros dos años del acuerdo. Hubo hitos, por supuesto, pero comparativamente este aspecto se ha realizado más rápido y completo que otros acuerdos e indica la seriedad y la cooperación entre firmantes. La reincorporación de las Farc ha sido un proceso con más desafíos que éxitos, y con demasiadas muertes de los que tomaron con firmeza esta transformación de lo bélico a la vida civil.Y sugiere usted un gran desafío…
El desafío en el acuerdo, al que llamo “vacío”, toca la cuestión de la reforma del sector de seguridad y las fuerzas públicas. Visto con lentes comparativos, casi la totalidad de otros acuerdos internacionales contemplan la reforma del sector tanto militar como policial. El acuerdo colombiano no tiene un capítulo de “reforma del sector de seguridad”, aunque para cumplir con los compromisos adquiridos en los demás capítulos se requeriría un cambio de modelo mental, de sus estructuras y del comportamiento del sector con las comunidades que sirven. Dos ejemplos donde tenemos mayores alertas de implementación: el compromiso firme de proteger el derecho a la protesta y la necesidad contundente de proteger a los líderes sociales se muestran como focos de transformación sectorial incompletos.
El llamado “estallido social” que inició el 28 de abril con el paro nacional puso en evidencia la complejidad y profundidad de una conflictividad social que está lejos de estar siendo tramitada positivamente. Muchos se preguntan no si habrá un nuevo estallido sino cuándo será…
Precisamente, la transformación de la conflictividad entiende que el brote de conflicto destructivo requiere algo más allá de quitarnos de encima el problema o eliminar a los “problemáticos” que hacen ruido. Tiene que ir más a fondo en una apuesta del acuerdo de paz y el desafío para toda la población: tener la capacidad de construir la paz en lo diario, mejorar la calidad de convivencia y la calidad de vida para los que más han sufrido.
Lo que hace falta es abrir los espacios de diálogos “improbables”, es decir que nos exigen salir de solo hablar con los que son y piensan como nosotros y a sostener en el tiempo estos espacios de diálogo para que sean procesos transformadores donde la gente puede intercambiar ideas y propuestas de cómo, en términos concretos, se puede mejorar el bienestar colectivo.
En cuanto al estallido, creo de suma importancia los pilotos que se han hecho con la Unidad Policial de Edificación para la Paz (Unipep), este esfuerzo en la Policía Nacional de pilotear un abordaje que mejore su deber de proteger el derecho a la protesta y a los líderes sociales, y es allá precisamente que la institucionalidad tiene que responder, si quiere, con cambios de actitud y comportamiento poco a poco construir esta confianza que representa el camino de pasar del dicho al hecho.
Hay muchas experiencias nacionales y territoriales de construcción de paz, como las de los Consejos Territoriales de Paz. En el actual contexto, ¿cuáles son sus mayores retos?
Creo que los desafíos que más escucho son tres. Primero, la situación de seguridad preocupa y afecta directamente su trabajo local. Muchos se sienten muy vulnerables y vulnerados. Esto requiere un replanteamiento fundamental de la relación entre comunidades locales y la institucionalidad en cuanto a la seguridad colectiva. Es urgente proteger a estos líderes sociales y sus comunidades, que están haciendo un esfuerzo enorme de construir un sentido de pertenencia por asegurar una participación equitativa. Reconocerles y protegerles, pues son un tesoro nacional de sabiduría y saneamiento social.
Segundo, hay que acelerar los procesos de reparación colectiva, sobre todo en estos territorios que han padecido mucho sufrimiento histórico. Y tercero, la polarización tóxica que prevalece entre políticos y envenena los procesos electorales son una amenaza directa al bienestar de la ciudadanía. Ya ha llegado el tiempo de que la política nacional aprenda de lo que durante décadas las comunidades locales han ejemplificado como proyecto de vida en búsqueda de la construcción de la paz: es posible tener profundas diferencias y a la vez respetar al otro.
Dos ejemplos: el de Josué Vargas, del Magdalena Medio, quien dijo frente a las amenazas que experimentaron en los años 80: no tenemos enemigos. Hablaremos con todos. Nos comprometemos a entender a los que no nos entienden. Y la idea del Espacio Regional de Construcción de Paz en Montes de María, que ha sostenido unas conversaciones diversas y casi semanales durante más de una década, Ricardo Esquivia, uno de sus líderes, expresó que se debe construir el diálogo entre iguales en desencuentro.
El desafío local y territorial no se trata de darles saberes de cómo practicar la construcción de la paz. Ya tienen una experiencia larga, profunda y muy aterrizada. Más bien el desafío ha sido que el mundo político y en gran parte la institucionalidad los ignoran o los han invisibilizado. La transformación empieza con reconocer y cocrear de manera respetuosa con esta sabiduría.
Del trámite de varios conflictos en el mundo, como en Sudáfrica, ha surgido una visión compartida que ha guiado a esas sociedades (incluyendo sus antagonistas) hacia un destino común. ¿Cómo caminar en esa dirección, en medio, sobre todo, de una profunda desconfianza, miedo y frustración?
Creo que todo comienza con lo que llamo la imaginación de la abuela: esta capacidad de entender que proteger el bienestar de mis nietos está íntimamente conectada con proteger el bienestar de los nietos de mi enemigo. El horizonte de la reconciliación es visible, pero hace falta echarle camino por la convivencia día a día.
John Paul Lederach es un reconocido académico y experto internacional en temas de mediación de conflictos. Estuvo recientemente en un encuentro nacional de integrantes de Consejos Territoriales de Paz (CTPRC), promovido por el Secretariado Nacional de Pastoral Social (Programa ConPaz). Lederach, compartió sus propios aprendizajes y reflexiones desde su intervención en distinto tipo de conflictividades en el mundo, incluyendo Centroamérica y Colombia, a cuya realidad se acercó de manera directa desde la década de los 8Os. (Recomendamos: Videodebate sobre por qué no se ha consolidado la paz después de un lustro de firmarla).
En diálogo con El Espectador, recuerda cómo llegó a un nuevo enfoque en el que, en vez de intentar resolver los conflictos, lo que propone es su transformación. Durante una conferencia en Centroamérica un participante le dijo: “Si usted llega aquí para resolver los conflictos sin cambiar nada, no nos interesa, porque esto ya lo hemos visto demasiadas veces”. Y enfatiza en que “a partir de esa experiencia, entendí hasta qué punto es posible resolver un conflicto y no cambiar las condiciones ni las dinámicas que lo sustentan e incluso lo reproducen, y por eso, a partir de este momento prefiero hablar de transformación de conflictos”.
En Colombia tenemos una extensa experiencia de acuerdos de paz, pero es evidente que aún no superamos la condición violenta de la conflictividad. ¿Qué no se ha hecho bien?
En el contexto de Colombia, con más de medio siglo de conflictividad violenta, se trata de todo un ecosistema de violencias, capaz de autosostenerse. Por eso, no es que haya que superar una sola condición. El desafío radica en cómo transformar las dinámicas repetidas y los patrones de daño que se autonutren. Por un lado, significa hacer frente a lo que sustenta las condiciones y yo diría que muchas de ellas tienen que ver con estructuras de exclusión. Por otro, hay que afrontar la dinámica de justificar la violencia como la única manera de hacer frente a uno u otro enemigo, que son conciudadanos. La política se define por una alta polarización tóxica que vive de la enemistad, una serie de dinámicas profundas de miedo social y político, que se basa en divisiones fuertes de identidad y un sentido profundo de sobrevivencia “si perdemos, lo perdemos todo”.
Este modelo requiere tener (o crear) un enemigo…
La conflictividad violenta sistémica requiere un enemigo o, mejor dicho, enemigos. Y como resultado y causa, se trastorna la naturaleza de la política, que ya no es un espacio público de debate acerca de cómo construir país y ciudadanía, y se transforma en una batalla de reacciones con tácticas de culpar al otro y defenderse como una forma de escapar de la responsabilidad, al costo que sea, y la meta sigue siendo destruir para no ser destruido.
Superar la violencia comienza con cambiar el modelo mental de la enemistad y, a la vez, imaginar la posibilidad de una convivencia digna con una política sin violencia en un país tan rico y diverso como es Colombia. Empíricamente, este ecosistema ha sido capaz, una década tras otra, de producir exquisitamente la violencia y la polarización tóxica. Fíjense: en estos cincuenta años, más del 80 % de las víctimas del conflicto armado han sido ciudadanos sin armas. El cambio necesario para salir del ecosistema abarca a todos. La vocación principal de la ciudadanía comienza con la capacidad de imaginar la convivencia en medio de inmensa diversidad, pero sin crear una imagen de enemigo. En cuanto al liderazgo, se requiere una ética política focalizada más en propuestas de cambio constructivo que en culpar a otros, sin actos de violencia.
Tras cinco años de firmado el acuerdo con las Farc, ¿cuál es su balance?
Un acuerdo de paz no es un documento de palabras y firmas, sino que representa una serie de propuestas de cambio. Son compromisos entre enemigos para cambiar su relación, con el concurso de toda la nación. Hacer el balance de un acuerdo nunca es fácil. Por la trayectoria internacional que he tenido, casi siempre he puesto los lentes sistémicos y los comparativos para evaluar un acuerdo, que desde luego se mide no por la belleza de sus promesas sino por la calidad de su implementación. Una forma de abordar el balance es seguir tres pautas claves del acuerdo y un vacío a afrontar.
Primero, el acuerdo ubica a las víctimas en un punto céntrico como referencia para todo el proceso. Muy importante esto, porque las víctimas en Colombia representan una pluralidad y esto ayuda a sentar un enfoque más sistémico que supera, en principio, la polarización que solo quiere echar culpas sin tomar responsabilidades. Ha habido avances importantes, sobre todo en el aspecto de las herramientas jurídicas creadas que combinan la justicia (contra la impunidad) con el esclarecimiento, la convivencia y la no repetición.
Algo positivo es la decisión de extender el tiempo de la CEV. Las víctimas aprecian y necesitan este espacio de compromiso nacional y sus esfuerzos de generar escucha y diálogo para llegar al esclarecimiento y reconocimiento. A la vez, para muchas víctimas, el avance en las reparaciones colectivas está demasiado atrasado. Y como sabemos, la transformación y la sinceridad política se ven no en lo dicho sino en lo hecho y la brecha en este momento requiere mayor esfuerzo en recentralizar a las víctimas y los territorios.
Segundo, el acuerdo contempló una redefinición de relaciones de poder; clave esto, sobre todo desde y con los territorios más afectados por la violencia con el fin de aumentar la participación y hacer frente a los patrones excluyentes y de discriminación de poblaciones históricamente marginadas.
Se han logrado avances en crear una participación territorial en los espacios de los PDET. La queja principal sigue siendo que participar es mucho más que una consulta. Supone un cambio de cultura de política pública que abre mayor transparencia, un diálogo continuo y el aumento de voz en procesos decisivos desde y con los territorios. Las grandes propuestas de transformaciones agrarias, que van de la mano con reparaciones colectivas, han sido poco realizadas hasta el momento. Y quizá lo más preocupante es el pésimo avance en lo acordado frente al respeto de los derechos y la protección de los pueblos indígenas y afrodescendientes, y que transversalmente tomó en serio el compromiso de género diferenciado.
Tercero, el avance de mayor éxito se vio en el proceso con las Farc en cuestiones de desarme y desmovilización en los primeros dos años del acuerdo. Hubo hitos, por supuesto, pero comparativamente este aspecto se ha realizado más rápido y completo que otros acuerdos e indica la seriedad y la cooperación entre firmantes. La reincorporación de las Farc ha sido un proceso con más desafíos que éxitos, y con demasiadas muertes de los que tomaron con firmeza esta transformación de lo bélico a la vida civil.Y sugiere usted un gran desafío…
El desafío en el acuerdo, al que llamo “vacío”, toca la cuestión de la reforma del sector de seguridad y las fuerzas públicas. Visto con lentes comparativos, casi la totalidad de otros acuerdos internacionales contemplan la reforma del sector tanto militar como policial. El acuerdo colombiano no tiene un capítulo de “reforma del sector de seguridad”, aunque para cumplir con los compromisos adquiridos en los demás capítulos se requeriría un cambio de modelo mental, de sus estructuras y del comportamiento del sector con las comunidades que sirven. Dos ejemplos donde tenemos mayores alertas de implementación: el compromiso firme de proteger el derecho a la protesta y la necesidad contundente de proteger a los líderes sociales se muestran como focos de transformación sectorial incompletos.
El llamado “estallido social” que inició el 28 de abril con el paro nacional puso en evidencia la complejidad y profundidad de una conflictividad social que está lejos de estar siendo tramitada positivamente. Muchos se preguntan no si habrá un nuevo estallido sino cuándo será…
Precisamente, la transformación de la conflictividad entiende que el brote de conflicto destructivo requiere algo más allá de quitarnos de encima el problema o eliminar a los “problemáticos” que hacen ruido. Tiene que ir más a fondo en una apuesta del acuerdo de paz y el desafío para toda la población: tener la capacidad de construir la paz en lo diario, mejorar la calidad de convivencia y la calidad de vida para los que más han sufrido.
Lo que hace falta es abrir los espacios de diálogos “improbables”, es decir que nos exigen salir de solo hablar con los que son y piensan como nosotros y a sostener en el tiempo estos espacios de diálogo para que sean procesos transformadores donde la gente puede intercambiar ideas y propuestas de cómo, en términos concretos, se puede mejorar el bienestar colectivo.
En cuanto al estallido, creo de suma importancia los pilotos que se han hecho con la Unidad Policial de Edificación para la Paz (Unipep), este esfuerzo en la Policía Nacional de pilotear un abordaje que mejore su deber de proteger el derecho a la protesta y a los líderes sociales, y es allá precisamente que la institucionalidad tiene que responder, si quiere, con cambios de actitud y comportamiento poco a poco construir esta confianza que representa el camino de pasar del dicho al hecho.
Hay muchas experiencias nacionales y territoriales de construcción de paz, como las de los Consejos Territoriales de Paz. En el actual contexto, ¿cuáles son sus mayores retos?
Creo que los desafíos que más escucho son tres. Primero, la situación de seguridad preocupa y afecta directamente su trabajo local. Muchos se sienten muy vulnerables y vulnerados. Esto requiere un replanteamiento fundamental de la relación entre comunidades locales y la institucionalidad en cuanto a la seguridad colectiva. Es urgente proteger a estos líderes sociales y sus comunidades, que están haciendo un esfuerzo enorme de construir un sentido de pertenencia por asegurar una participación equitativa. Reconocerles y protegerles, pues son un tesoro nacional de sabiduría y saneamiento social.
Segundo, hay que acelerar los procesos de reparación colectiva, sobre todo en estos territorios que han padecido mucho sufrimiento histórico. Y tercero, la polarización tóxica que prevalece entre políticos y envenena los procesos electorales son una amenaza directa al bienestar de la ciudadanía. Ya ha llegado el tiempo de que la política nacional aprenda de lo que durante décadas las comunidades locales han ejemplificado como proyecto de vida en búsqueda de la construcción de la paz: es posible tener profundas diferencias y a la vez respetar al otro.
Dos ejemplos: el de Josué Vargas, del Magdalena Medio, quien dijo frente a las amenazas que experimentaron en los años 80: no tenemos enemigos. Hablaremos con todos. Nos comprometemos a entender a los que no nos entienden. Y la idea del Espacio Regional de Construcción de Paz en Montes de María, que ha sostenido unas conversaciones diversas y casi semanales durante más de una década, Ricardo Esquivia, uno de sus líderes, expresó que se debe construir el diálogo entre iguales en desencuentro.
El desafío local y territorial no se trata de darles saberes de cómo practicar la construcción de la paz. Ya tienen una experiencia larga, profunda y muy aterrizada. Más bien el desafío ha sido que el mundo político y en gran parte la institucionalidad los ignoran o los han invisibilizado. La transformación empieza con reconocer y cocrear de manera respetuosa con esta sabiduría.
Del trámite de varios conflictos en el mundo, como en Sudáfrica, ha surgido una visión compartida que ha guiado a esas sociedades (incluyendo sus antagonistas) hacia un destino común. ¿Cómo caminar en esa dirección, en medio, sobre todo, de una profunda desconfianza, miedo y frustración?
Creo que todo comienza con lo que llamo la imaginación de la abuela: esta capacidad de entender que proteger el bienestar de mis nietos está íntimamente conectada con proteger el bienestar de los nietos de mi enemigo. El horizonte de la reconciliación es visible, pero hace falta echarle camino por la convivencia día a día.