La muerte digna es muy digna, como también seguir luchando
Hace 16 años padece esclerosis lateral amiotrófica, la misma enfermedad de Martha Sepúlveda y Yolanda Chaparro, símbolos de la lucha por la eutanasia en Colombia. Para Pablo, sin embargo, esa jamás ha sido una opción, pues, según él, no escoger esa vía es igualmente digno.
Juan David Laverde Palma
jdlaverde@caracoltv.com / @jdlaverde9
Pablo Andrés Ramírez Correa tiene 47 años y quiere contar su historia. En 2006 fue diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad neurodegenerativa que lo fue postrando a cuentagotas. El pronóstico más optimista le daba seis años de vida, pero a contracorriente de la ciencia médica y sus vaticinios, Pablo ajusta 16 años porfiando entre cirugías, médicos y terapias. En esa brega diaria ha visto cómo su cuerpo lo ha ido abandonando. Sus dificultades respiratorias obligaron a realizar una traqueostomía; desde hace diez años no puede hablar ni comer y se alimenta por una sonda. Su cuerpo está prácticamente paralizado, aunque para fortuna suya todavía puede arquear ligeramente la boca y sonreír con los ojos. Se comunica a través de un programa de computador que maneja con el índice derecho del ratón. Tiene invertido su ciclo de sueño: duerme de día y pasa la noche conectado a internet. Pablo resiste como puede los zarpazos de la muerte.
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Pablo Andrés Ramírez Correa tiene 47 años y quiere contar su historia. En 2006 fue diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad neurodegenerativa que lo fue postrando a cuentagotas. El pronóstico más optimista le daba seis años de vida, pero a contracorriente de la ciencia médica y sus vaticinios, Pablo ajusta 16 años porfiando entre cirugías, médicos y terapias. En esa brega diaria ha visto cómo su cuerpo lo ha ido abandonando. Sus dificultades respiratorias obligaron a realizar una traqueostomía; desde hace diez años no puede hablar ni comer y se alimenta por una sonda. Su cuerpo está prácticamente paralizado, aunque para fortuna suya todavía puede arquear ligeramente la boca y sonreír con los ojos. Se comunica a través de un programa de computador que maneja con el índice derecho del ratón. Tiene invertido su ciclo de sueño: duerme de día y pasa la noche conectado a internet. Pablo resiste como puede los zarpazos de la muerte.
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Hace un año comenzamos a cruzarnos correos electrónicos y a tener contacto tras los reportajes que hice en Noticias Caracol sobre las luchas de Yolanda Chaparro y Martha Sepúlveda por la eutanasia. El impacto de sus historias, las trabas que padecieron para acceder a sus procedimientos, las cruzadas jurídicas que emprendieron para hacer valer sus derechos y sus hondas reflexiones sobre la libertad y dignidad humanas abrieron un debate profundo sobre la muerte digna en Colombia. Pablo siguió con atención el desenlace de sus casos, pues ambas también tenían ELA. Su primer correo decía lo siguiente: “Impactante la historia de doña Yolanda. Sin embargo, le sugiero que cuente el otro lado de la moneda. Hay pacientes que decidimos seguir adelante a pesar de todas las limitaciones que trae la ELA. Pienso que quien está empezando una situación así merece una opción de una voz de esperanza para luchar”. Ese fue el origen de este reportaje.
Pablo nació en Cali en julio de 1975. Desde muy joven fue un voleibolista consagrado: vistió las camisetas de la selección Valle y Colombia. A los 18 años se graduó del Colegio Alemán y en 2001 terminó Ingeniería Industrial en la Javeriana. Ya entonces había nacido su hija Valentina, él convivía con Ana Milena, la mamá de ella, y administraba un hotel. En 2004 se casaron; el amor de familia crecía y pronto le llegó una buena oferta profesional: dirigir un grupo de ventas de una multinacional de alimentos. Con todos sus peros y desafíos, a sus treinta años, por fin, todo iba mejor laboralmente. Pero en 2006 aparecieron los primeros síntomas y luego de semanas de exámenes, consultas e incertidumbres, llegó el diagnóstico temido, que le rompió el espinazo a la alegría. El neurólogo le describió crudamente lo que le esperaba. Descompuesto, Pablo se levantó al baño murmurando que aquello no podía ser verdad. Dieciséis años pasaron desde entonces.
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Hoy, a pesar de la progresión ineluctable de la enfermedad y de su cuerpo estragado que se rehúsa a ser vencido todavía, Pablo dice que la eutanasia jamás ha sido una opción. “Me preocupa que la lucha y la muerte de los pacientes que deciden seguir adelante sea deshonrada y considerada no legítima. Es decir, si alguien opta por la eutanasia se considera que ha decidido dignamente, pero quien no lo hace y enfrenta su diagnóstico, ¿elige indignamente?”, se pregunta Pablo en su último correo y pasa a contestarse enseguida: “Es tal el posicionamiento de la idea de ‘morir dignamente’ a través de la eutanasia que, en la mente de la gente, ven la otra opción con lástima y pesar, señal inequívoca de pérdida de dignidad”. Ahí radica la principal incomodidad de Pablo con el asunto. No tomar la vía de la muerte digna, dice, también es muy digno. Así se lo dijo a su hija en un video que colgó en YouTube en febrero pasado: “No me rindo, no me entrego, no me doy por vencido”.
Pablo recibe todos los días terapias respiratorias, físicas y fonoaudiológicas. Una rutina que inicia a las cuatro de la tarde, cuando se despierta. Después lo llevan al baño y ese proceso dura unas dos horas. “Un muchacho llega para pasarme al baño con la ayuda de una auxiliar de enfermería en una grúa hidráulica”, cuenta. Enseguida lo acomodan en la sala de su casa en una silla reclinomática. “Ahí, frente al televisor, me arriman la mesa del computador y me acomodan la mano en el mouse. En esa silla estoy hasta las 5:30 de la mañana. Ahí la paso en redes sociales, veo noticias, escucho programas de deportes, veo series y películas y tengo suscripciones para seguir voleibol a nivel mundial. A las 7 de la mañana me pasan a la cama y apago la luz para dormir”, añade. Durante las 24 horas del día las auxiliares le aspiran las secreciones por la traqueostomía. “La nutrición me la conectan en tres tomas: 7:00 a.m., 12:30 m. y 7:00 p.m.”.
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Su madre, Stella, su padrastro Diego, sus hermanos; Juana, la auxiliar que lo cuida desde hace ocho años, y Patricia, la empleada de la casa, se encargan de su bienestar. Todos se articulan para que no le falte nada, continúe su lucha, su ánimo no decaiga y sagradamente pueda hablar con Valentina, su hija de veinte años. Una operación logística que incluye también mucho papeleo: seguimiento de órdenes médicas, reclamar medicamentos, administrar los insumos hospitalarios y hasta recurrir a derechos de petición y tutelas. “Mi familia es heterogénea en sus apreciaciones sobre el diagnóstico. La más realista y cercana ha sido mi mamá. Siento su tristeza ocasionalmente, pero es muy creyente y eso la reconforta. Valen es crítica de por qué me tocó, pero lo ha sobrellevado valientemente. Admira mi lucha y me siento muy bien por eso. En general es duro para todos. Mis hermanos no creo que lo hayan asimilado”.
Las reflexiones de Pablo
Pablo dice que la eutanasia necesita mayor discusión pública y una ley precisa del Congreso, y que a los pacientes con enfermedades muy graves se les garantice la mejor atención psicológica. Además, insiste, si escogen esa vía se tiene que cumplir sin ningún tipo de trabas. La crítica de Pablo pasa más por el lenguaje. Para él, que en los medios de comunicación se haya instalado la narrativa de que la eutanasia significa “morir dignamente” constituye “un mensaje subliminal” que podría llevar a personas con diagnósticos catastróficos “hacia ese procedimiento”. Pablo sostiene que en esa condición los pacientes están a merced de sus temores, absolutamente vulnerables y muchos en estado de negación. Por eso, asegura, le parece peligroso que decidan en ese momento si quieren seguir viviendo o no. Su preocupación parece válida, pero no es real: los comités científicos que aprueban las eutanasias siempre valoran el estado mental de los pacientes.
“De la eutanasia como alternativa para quien no quiere pasar las consecuencias o el dolor insoportable de un diagnóstico no me incomoda nada. No estoy en contra”, dice Pablo, pero agrega que sería ideal que cada paciente pudiera llegar a esa convicción después de una reflexión serena. “Hablo desde mi experiencia porque son temas que, en su momento, me generaron incertidumbre, tristeza y ansiedad”, enfatiza. Cuando leo su respuesta me asalta una pregunta obvia: ¿acaso Martha Sepúlveda, Yolanda Chaparro y los casi 160 pacientes que se han sometido a la eutanasia desde 2015 no llegaron a esa convicción de manera serena? Entonces le contrapregunto: “No cree que muchas veces parte del prejuicio cuando piensa que quienes han optado por la eutanasia lo hicieron porque no tuvieron la mejor asesoría médica y psicológica?”. “Seguramente sí”, reconoce Pablo, “de pronto me precipito al generalizar”.
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Poco a poco nos vamos metiendo en asuntos más hondos. Para empezar, su concepto de la dignidad humana. “Para mí es un estado físico, emocional y social en el que uno se siente bien consigo mismo; honorable, decente y donde el amor propio no se ha visto vulnerado. Sin embargo, cada cual traza ese límite donde termina la dignidad humana. De ahí que cada persona tenga una escala propia que define hasta dónde llegaría en caso de ser diagnosticada con una enfermedad como la ELA. Un ejemplo de esto se puede ver en la diferencia de decisiones de Yolanda Chaparro y Martha Sepúlveda y la mía. Ambas respetables”, recalca. “Yolanda y Martha, además de estar devastadas por la enfermedad, sentían que sus familias llevaban demasiado tiempo sufriendo. En su caso, ¿cómo ha manejado esa situación durante 16 años?”, le insisto. Antes de contestar, Pablo dice que entiende perfectamente las razones de Martha y Yolanda para optar por la eutanasia.
Y entonces explica su caso: “Saber que Valen sufre por verme así es muy triste. Me duele mucho ver el dolor de mi mamá y de mis hermanos. Mi mamá y Diego han renunciado a muchas cosas de sus vidas para estar pendientes de mí. Es inevitable sentirme culpable. Como todo en este proceso, manejar el dolor de mi familia también ha sido un reto. Es imposible borrar su sufrimiento. Lo que sí he tratado de hacer es seguir adelante, aun en los peores momentos. Estoy convencido de que verme así, perseverante y fuerte, disminuye el dolor de mi familia. Además, procuro hacer lo que más pueda en cosas de mi manutención, dentro de mis posibilidades. Por ejemplo, comunicar a la clínica inconvenientes con su servicio o supervisar el aseo de mi área. En resumen, mi idea es que me vean bien, tranquilo y fuerte. También que sepan que, a pesar de todo, soy útil. Quiero resaltar la valentía de Valen y de mi mamá. Nunca me han hecho sentir que soy una carga”.
El cruce de preguntas y mensajes continúa. “¿Qué quisiera decirles a tantos pacientes en Colombia y el mundo que están sobrellevando enfermedades catastróficas y que probablemente están considerando la vía de la muerte digna?”, le digo a Pablo. “Que estoy en sus zapatos”, responde. “Que creo entender lo que sienten. Que he vivido su proceso por 16 años. Que le den una oportunidad a la vida. Que busquen la forma de alivianar el peso de la situación. Si después de intentarlo aún se sienten impotentes para continuar, respeto su decisión y admiro profundamente su valentía. Los entiendo de corazón. Lo dijo Facundo Cabral: ‘No hay muerte, hay mudanza’. ¡Buen viaje!”. Para él, al final, la dignidad está en elegir. “¿Ve usted en la eutanasia un acto de amor, tal como lo concibieron, por ejemplo, Martha Sepúlveda y su hijo?”. “Es un acto de amor infinito. El hijo de Martha debe sentirse orgulloso de su mamá”.
“A propósito de Martha”, añadí, “ella decía que uno venía al mundo a ser feliz hasta donde pudiera. Y que si uno ya no lo era, la eutanasia era una salida absolutamente válida. ¿Usted es feliz?”. La respuesta de Pablo es así de contundente. “Cómo no serlo si puedo escuchar a mi hija decir que me ama. Si puedo sentir su amor en un abrazo. Si puedo mirar su sonrisa y sus hermosos ojos verdes. Si puedo ver sus logros día tras día. Si puedo compartir tiempo con mi familia. Amarlos y que me amen. Si puedo celebrar la vida junto a ellos y pasar momentos inolvidables con amigos. Cómo no ser feliz si puedo escuchar vallenatos. Si puedo disfrutar los partidos de la selección Colombia y de mi equipo del alma, el América. Si puedo contestar este cuestionario. ¿Que si soy feliz? Cómo no serlo si estoy vivo. ¡Soy inmensamente feliz!”. En resumen, Pablo ve toda la dignidad en la eutanasia, pero también en el camino que emprendió para estirar tanto como pueda su vida con su hija.
Dice Pablo: “Valen está bien hoy, pero no fue sencillo llegar allí. Mi diagnóstico llegó cuando apenas dejaba de ser una bebé. Hoy es una mujer valiente e inteligente. Su mamá fue muy importante en todo el proceso emocional. El esposo de su mamá también. Siempre agradeceré su cariño por mi hija. Las conversaciones con ella sobre la enfermedad y la muerte empezaron hace cinco años. Antes sentía que ignorando el tema la protegía. Después perdí el miedo y pudimos hablar. Hace poco ella tenía un viaje por unos meses y me dijo que tenía dudas, pues sentía temor de que muriera mientras ella no estaba. Le dije que esa posibilidad existía desde hacía mucho tiempo, pero que no podía dejar de vivir ni perder las oportunidades importantes para su futuro. Que disfrutáramos la vida día a día. Hemos hablado de la eutanasia. Y frente a esa opción de adelantar mi fallecimiento, por cansancio u otra razón, Valen siempre ha manifestado su apoyo incondicional a mis decisiones”.
Pablo sigue su lucha. No piensa claudicar. Su hija es su brújula y el norte, y el único destino elegido. También quiere que su historia trascienda porque, dice, quizá puede aportar desde su orilla unas cuantas reflexiones en medio de una discusión pública tan compleja y espinosa. Mucho más, desde el fallo de la Corte Constitucional de hace un año, que amplió la eutanasia para pacientes no terminales. “Yo estoy a favor de ella en casos como el diagnóstico que tengo, porque lo vivo hace 16 años y conozco lo duro que es. He mirado el sufrimiento a los ojos”, concluye. Pablo no quiere juzgar. Solamente poner sobre la mesa del debate el revés de la moneda y, eso sí, dejar una constancia: la dignidad no la otorga un procedimiento eutanásico, sino la decisión libre y autónoma de cada paciente. Continuar la lucha o pedir la eutanasia, al final, es un camino elegido. Y en ambos caminos siempre habrá dignidad.