Más de 50 años formando a los “nadies”
Desde 1971, Fe y Alegría de Colombia emprendió su lucha por llevar opciones de vida y calidad educativa a poblaciones sin asfalto.
Farouk Caballero
Colombia, desde su bautizo como nación, ha excluido a sus ruralidades. Más que vivir, ahí se sobrevive. El Estado, por desconocimiento o decisión, solo hacía presencia en las marginalidades para sacar provecho económico de tierras, caucho, ganado, café, petróleo, flores, etc. Los de debajo, los compatriotas que habitan montañas y caminan trochas estaban condenados al olvido. El país urbano crecía con la industrialización y los campos sufrían lo más crudo de nuestra violencia y desigualdad. Allí, las garantías educativas eran más que escasas. Este era el panorama nacional en 1971 y ese, ese fue el motor principal del padre Armando Aguilar para llevar a esos territorios, desde ese año, opciones de vida.
Con esa idea en mente, se construyó una vertiente popular de la Compañía de Jesús. Bogotá, Medellín, Cúcuta y Cali fueron las primeras sedes; en las cuales, se motivó a la ciudadanía a comprar una rifa y de esa manera obtener recursos para los colegios en gestación. Así se edificaron cientos de instituciones para llevar educación; incluso, a lugares a los que ni el agua potable llegaba.
En pleno 2022, la lucha educativa continúa. En cincuenta años y monedas de funcionamiento son cientos de miles de vidas colombianas transformadas por esta labor social. Una de ellas es María Elba López: Melba.
Ante las guerras, la paz
Melba nació en 1958 en Pesca, Boyacá. Apenas si gateó en su terruño. Cumplió un año y llegó a Bogotá. Sus padres trastearon el hogar al barrio Quiroga. Melba creció y, como era usanza en la época, se casó. La nueva familia se hizo a un lote más allá del sur urbano de Bogotá y así llegaron al naciente barrio La Fiscala. Melba lo recuerda: “esto era campo. No había calles y nos tocaba bajar y subir con botas pantaneras. Nos llenábamos de barro todos los días, pues aquí no para de llover. Y, por la cercanía a La Picota, el barrio empezó a crecer. Las mujeres e hijos de los presos llegaron a las faldas de estas montañas para no estar lejos. Así se pusieron las primeras piedras del barrio La Paz. Mire usted, gente huyendo de la guerra, desplazados del Chocó, de Buenaventura, de Nariño, muchos llegaron de Satinga”.
(También puede leer: ¿Por qué urge hablar de los problemas en la salud mental por cuenta de la guerra?)
Melba hoy tiene 64 años. Está sentada en las instalaciones del Centro de Desarrollo Comunitario (Cedeco) del barrio Palermo sur. Lleva un buzo azul oscuro y una jardinera a cuadros que hace armonía con sus botas negras. Su cabello va corto y sin que un pelo esté fuera de lugar. Sus labios rojos y el rubor terminan de decorar su vanidad transparente. Eso sí, afirma que no le gustan las fotos, pero accede a hurgar en sus recuerdos y narra ese primer encuentro con las violencias del país. Eran los años setenta y el éxodo interno llegaba, cada vez con más desplazados, a los límites del sur de Bogotá. Esos migrantes internos abandonaron todo por conservar su vida y, sin quererlo, les enseñaron geografía a sus nuevos vecinos, pues muy pocas personas sabían (saben) que en el Pacífico colombiano, en Nariño, existe un municipio llamado Olaya Herrera, cuya cabecera es Bocas de Satinga, o Satinga a secas como dice Melba.
Los sobrevivientes de nuestras guerras nunca han querido algo distinto a vivir sin el temor de ser asesinados a cualquier hora del día. “Vivir sabroso” lo llama la actual vicepresidenta, Francia Márquez, y eso era justamente lo que tenían en mente los fundadores del barrio La Paz, que queda a 20 minutos caminando de La Picota. Unos llegaron a estar cerca de sus familiares detenidos, otros arribaron como sobrevivientes de la violencia y juntos, con sus manos, edificaron su barrio, La Paz. Sin embargo, la violencia urbana no les dio tregua. Así lo cuenta Melba: “ya a principios de los ochenta el barrio estaba construido y de la nada empezaron a llegar los muchachos del M-19. Ellos les quitaban a las empresas camiones de leche, gaseosas y mercado. Aquí venían a repartirlos y detrás la Policía y el Ejército persiguiéndolos y disparando”.
En esa década la violencia llegó al Palacio de Justicia, el Nevado del Ruiz arrasó con Armero, Colombia se quedó sin el Mundial de 1986 y, justamente ese año, Melba entró a Fe y Alegría: “yo estaba buscando colegio para mi hijo. Así conocí Palermo sur. La directora era la hermana Romualda Beloquí, era la cabeza de las Religiosas del Apostolado del Sagrado Corazón. La hermana Romualda, el primer día que me vio, me recibió al niño y me dijo una frase que jamás olvido: ‘vecina, su familia es bienvenida y recuerde que a donde no llega el asfalto, llega la fe y la alegría’”. Esta frase es el principio misional que acuñó el fundador, el padre chileno José María Vélaz. Él, en la Venezuela boyante de los cincuenta, logró donaciones para fundar Fe y Alegría el 5 de marzo de 1955. La primera sede se construyó en el barrio 23 de enero de Caracas. Hoy tienen presencia en 22 países.
La Habana y las Farc en Palermo sur
Melba tiene memoria puntual y remarca que su primer día de trabajo fue el 9 de agosto de 1986: “la hermana Romualda se enteró de que yo sabía tejer y me invitó para que tejiera los sacos azules del uniforme de los niños. Yo tejía, se vendían y así ganaba unos pesos. Eso que ahora llaman sostenible o algo así… nos sumamos varias a los talleres de tejido, luego de panadería, joyería, papel reciclado. Era una ayuda para que entrara alguito a las familias de la zona”.
(Le puede interesar este podcast: La verdad, la guerra y las escuelas: la importancia de construir ciudadanía)
En 2016, Melba cumplió treinta años de servicio a la comunidad y se pensionó. En su historia se puede ver el crecimiento urbano del sur de Bogotá. Hoy, el asfalto los traspasó y la ruralidad no es presente, es memoria. Justamente en esa memoria, Melba recuerda dos historias atravesadas por las ráfagas y el silencio de los fusiles. En junio de 2001, guerrilleros de la Farc, con armas, granadas y sobornos organizaron un ataque a La Picota, hubo una fuga masiva. Los reclusos se fugaron en manada, pero el ataque estaba planeado para liberar a cabecillas de las Farc. El Batallón de Artillería de Usme, ubicado a 1 km de La Picota, reaccionó y abrió fuego. Melba estaba en el colegio: “se escucharon estruendos y nos botamos al piso con los niños. Las balas entraron al salón y dejaron troneras. Recordar eso me eriza la piel. Luego, el desespero de los papás en la entrada, todos preocupados por sus hijos. Los familiares de los presos de La Picota preguntando por los suyos. Al día siguiente, nos enteramos de que los presos salieron corriendo y el Ejército los perseguía disparando por todo lado”.
Ese fue el primer encuentro de Melba con las Farc, el segundo no fue violento. El deterioro de las instalaciones del Cedeco Palermo sur creció. Entre tanto, las negociaciones de paz avanzaban. La primera oleada de excombatientes llegó a Bogotá en 2011. Melba pidió ayuda a la Alcaldía de Rafael Uribe Uribe y le respondieron con mano de obra para hacer adecuaciones: “aquí llegaron reinsertados, hombres y mujeres, eran de las Farc. Estaban felices, de veras eran excelentes colaboradores, me ayudaron mucho a arreglar el colegio y yo solo les daba tinto. Ellos me decían que ya no tenían miedo de los helicópteros y las bombas. Me ayudaban en todo. Las historias que me contaron son muy terribles. Eso del pueblo peleando contra el pueblo sí es que es muy duro”. Melba, además, señala que la comunidad en principio sintió recelo porque a los excombatientes el Gobierno les daba un auxilio económico, pero que, al verlos trabajar, poco a poco se acercaron y les llevaban ropa y comida.
El impulso del proceso de paz, bajo el gobierno de Juan Manuel Santos, le llevó a Palermo sur manos de apoyo inesperadas; pero luego, ese mismo gobierno terminó cerrando el colegio y dejando sin clases a más de 3.000 niños. Santos perdió la primera vuelta en 2014. Óscar Iván Zuluaga le ganó y el proceso de paz tambaleaba. Santos, astuto como pocos, sumó a su equipo los votos de figuras políticas como Gustavo Petro y Gina Parody. Esta estrategia le entregó la victoria en segunda vuelta. En contraprestación, Santos le ofrendó el Ministerio de Educación a Parody. Y ella, en una decisión incomprensible para cualquier ser humano con una neurona de pedagogía, midió a todos los colegios con el mismo rasero. No tuvo en cuenta el contexto, cantidad de estudiantes por docente, condiciones, zonas, etc. Solo a ella le cabe en la cabeza que se puede comparar un salón de 20 estudiantes estrato seis, con condiciones excepcionales y pensiones que superan el millón y medio de pesos, con un salón de 40 estudiantes que sobreviven en barrios ultraviolentos.
La entonces ministra exigió un promedio específico para mantener el convenio del Estado con los colegios. El Centro Educativo Fe y Alegría quedó a dos puntos de la cifra exigida. Lo cerraron.
Artes, tableros y protagonistas
Desde la fundación de Fe y Alegría Palermo sur el efecto social es incontrovertible. Colombianos y colombianas han logrado nuevas formas de vida. Una de ellas, hoy profesora en un colegio de Bogotá, es Mayerly Monsalve. Llegó a los 9 años y la música le marcó su camino. Tomó clases y aprendió a tocar flauta y saxofón. Conoció el xilófono, las melodías andinas y los secretos del charango y la quena. Absorbió la sabrosura de los aires tropicales y de lo que fue una tímida niña, quedó una cantante que hizo presencia en diferentes orquestas y hoy es profesora. Está a punto de graduarse de Licenciatura en psicología y pedagogía en la Universidad Pedagógica Nacional. Mayerly tiene 28 años y comenta: “sin este espacio no hubiese creído que nosotros, los nadies, también tenemos oportunidades reales en esta vida. Ahí me formé y encontré mi lugar en el mundo. Ahí tuve excelentes maestras. Recuerdo a Melbita, pero debo decir que yo siempre me imagino llegar a ser como Sabrina, ella es mi ejemplo”.
(Quizás quiera leer: 35 niñas colombianas irán a la base central de la Nasa en Houston)
Mayerly se refiere a Sabrina Burgos, quien se sumó al equipo en 2006 y hoy ocupa un puesto en la junta directiva. En principio, le solicitaron un material didáctico para organizar la pesca artesanal. Luego, sus funciones, como ella misma lo dice, “se diversificaron como las lentejas. Aquí todos crecemos hacia todos lados”. Sabrina ha estado en proyectos en municipios cuyos nombres son una radiografía del país profundo: Guapi, Timbiquí, Planadas, Atenco, Río Blanco, Chaparral, Quibdó, Villa Conto, Yuto y Buenaventura son los que recuerda a la carrera, pero agrega que son muchísimos más. Sabrina roza los 160 centímetros, tez blanca, tono de voz suave y bogotano, muy bogotano. Ella misma comenta: “en Chocó fue muy difícil, nos reclamaron por el olvido de siglos desde el centro a la periferia. El rector de la Universidad Claretiana me dijo: ‘para ustedes es sencillo, ustedes analizan los muertos, nosotros los ponemos’. Cada territorio te enseña y te exige; por eso sabemos que nuestro reto es llevar una opción de vida y educativa en medio del fuego cruzado de distintos actores armados que van desde el paramilitarismo hasta las bandas de microtráfico. Lo asumimos, pero sabemos que no tenemos la eternidad para hacerlo, nos toca actuar en el poco tiempo que nos abren posibilidades y con el presupuesto finito que tenemos”.
Sabrina tiene en su trayectoria cientos de experiencias, pero hay dos que todavía la hacen mirar para adentro y guardar, por unos instantes, silencio respetuoso. En el barrio Danubio azul de Bogotá, estaban preparando una comparsa y les robaron todo. La misma comunidad reaccionó, capturó a los ladrones y los llevó a la estación de Policía. Todo se recuperó, pero como Sabrina interpuso la demanda, entonces fue amenazada; durante dos años no pudo volver al sector. También recuerda: “lo más cruel fue una vez que nos enviaron una nota que decía: ‘les dejamos un regalo en el basurero’. Era un cuerpo desmembrado”.
Sabrina entró a Fe y Alegría por invitación del padre Manolo Martínez, pieza clave en este engranaje, pues él guio los primeros años en Colombia del hoy director: Víctor Murillo Urraca. Sentado en la oficina principal en Bogotá, Víctor se confiesa como insatisfecho diagnosticado, fan del ajiaco, la lechona y los tamales, y un convencido de entregar la vida por los otros. Nació el 21 de enero de 1956 en Grañón, España. Allí aprendió de su papá una lección para toda la vida: “de mi padre aprendí el amor al trabajo, era un hombre absolutamente trabajador, pero trabajador lo que te digo trabajador. Ese hombre trabajaba como una bestia en el campo, pero quería un futuro menos salvaje para mí; por eso me dijo que cuanto más estudiara, más lejos del trabajo duro del campo iba a estar. En esas sigo”.
Víctor es autocrítico y dice que, en su gestión, que inició el 2 de abril de 2014 y terminará el próximo 31 de agosto, le quedaron dos tareas pendientes: “una, el haber logrado en los estudiantes de Fe y Alegría los resultados por los que hemos luchado y por los que hemos querido transformar la educación. Me faltó ese nivel o incrementar y mejorar la calidad de los aprendizajes de las juventudes. Y dos, el haber dejado montada la propuesta de educación terciaria. Considero que son dos vacíos que creo que dejo en mi paso”.
Del mismo modo, reconoce dos logros que para él marcaron su labor: “Son dos. Uno, las juventudes de Fe y Alegría. Y dos, los equipos con los que hemos podido construir la nueva partitura de Fe y Alegría”. Antes de despedirnos, Víctor suspira y recuerda cómo fue esa llegada al país, siendo apenas un joven entusiasta en la década del setenta: “llegamos con un compañero a Bogotá y esa imagen no se me olvida. La rebobino y recuerdo una canción de La Bullonera, cuando nos bajamos del avión, cantábamos: ‘venimos simplemente a trabajar, como uno más a arrimar el hombro al tajo (al trabajo) … No hemos venido aquí para deciros que está dura la vida aquí debajo, para eso está el jornal, la ley y el palo’. Esa canción me marcó el camino del esfuerzo por encima de todo, pero al final era la posibilidad de vivir al servicio de otros”. Estos versos son una especie de símbolo de su gestión y ese es el mensaje que Víctor Murillo le entrega al padre Juan Manuel Montoya, nuevo director, quien tiene la misión de llevar fe, alegría y dignidad a donde no llegan ni el agua potable, ni la paz, ni el asfalto.
Colombia, desde su bautizo como nación, ha excluido a sus ruralidades. Más que vivir, ahí se sobrevive. El Estado, por desconocimiento o decisión, solo hacía presencia en las marginalidades para sacar provecho económico de tierras, caucho, ganado, café, petróleo, flores, etc. Los de debajo, los compatriotas que habitan montañas y caminan trochas estaban condenados al olvido. El país urbano crecía con la industrialización y los campos sufrían lo más crudo de nuestra violencia y desigualdad. Allí, las garantías educativas eran más que escasas. Este era el panorama nacional en 1971 y ese, ese fue el motor principal del padre Armando Aguilar para llevar a esos territorios, desde ese año, opciones de vida.
Con esa idea en mente, se construyó una vertiente popular de la Compañía de Jesús. Bogotá, Medellín, Cúcuta y Cali fueron las primeras sedes; en las cuales, se motivó a la ciudadanía a comprar una rifa y de esa manera obtener recursos para los colegios en gestación. Así se edificaron cientos de instituciones para llevar educación; incluso, a lugares a los que ni el agua potable llegaba.
En pleno 2022, la lucha educativa continúa. En cincuenta años y monedas de funcionamiento son cientos de miles de vidas colombianas transformadas por esta labor social. Una de ellas es María Elba López: Melba.
Ante las guerras, la paz
Melba nació en 1958 en Pesca, Boyacá. Apenas si gateó en su terruño. Cumplió un año y llegó a Bogotá. Sus padres trastearon el hogar al barrio Quiroga. Melba creció y, como era usanza en la época, se casó. La nueva familia se hizo a un lote más allá del sur urbano de Bogotá y así llegaron al naciente barrio La Fiscala. Melba lo recuerda: “esto era campo. No había calles y nos tocaba bajar y subir con botas pantaneras. Nos llenábamos de barro todos los días, pues aquí no para de llover. Y, por la cercanía a La Picota, el barrio empezó a crecer. Las mujeres e hijos de los presos llegaron a las faldas de estas montañas para no estar lejos. Así se pusieron las primeras piedras del barrio La Paz. Mire usted, gente huyendo de la guerra, desplazados del Chocó, de Buenaventura, de Nariño, muchos llegaron de Satinga”.
(También puede leer: ¿Por qué urge hablar de los problemas en la salud mental por cuenta de la guerra?)
Melba hoy tiene 64 años. Está sentada en las instalaciones del Centro de Desarrollo Comunitario (Cedeco) del barrio Palermo sur. Lleva un buzo azul oscuro y una jardinera a cuadros que hace armonía con sus botas negras. Su cabello va corto y sin que un pelo esté fuera de lugar. Sus labios rojos y el rubor terminan de decorar su vanidad transparente. Eso sí, afirma que no le gustan las fotos, pero accede a hurgar en sus recuerdos y narra ese primer encuentro con las violencias del país. Eran los años setenta y el éxodo interno llegaba, cada vez con más desplazados, a los límites del sur de Bogotá. Esos migrantes internos abandonaron todo por conservar su vida y, sin quererlo, les enseñaron geografía a sus nuevos vecinos, pues muy pocas personas sabían (saben) que en el Pacífico colombiano, en Nariño, existe un municipio llamado Olaya Herrera, cuya cabecera es Bocas de Satinga, o Satinga a secas como dice Melba.
Los sobrevivientes de nuestras guerras nunca han querido algo distinto a vivir sin el temor de ser asesinados a cualquier hora del día. “Vivir sabroso” lo llama la actual vicepresidenta, Francia Márquez, y eso era justamente lo que tenían en mente los fundadores del barrio La Paz, que queda a 20 minutos caminando de La Picota. Unos llegaron a estar cerca de sus familiares detenidos, otros arribaron como sobrevivientes de la violencia y juntos, con sus manos, edificaron su barrio, La Paz. Sin embargo, la violencia urbana no les dio tregua. Así lo cuenta Melba: “ya a principios de los ochenta el barrio estaba construido y de la nada empezaron a llegar los muchachos del M-19. Ellos les quitaban a las empresas camiones de leche, gaseosas y mercado. Aquí venían a repartirlos y detrás la Policía y el Ejército persiguiéndolos y disparando”.
En esa década la violencia llegó al Palacio de Justicia, el Nevado del Ruiz arrasó con Armero, Colombia se quedó sin el Mundial de 1986 y, justamente ese año, Melba entró a Fe y Alegría: “yo estaba buscando colegio para mi hijo. Así conocí Palermo sur. La directora era la hermana Romualda Beloquí, era la cabeza de las Religiosas del Apostolado del Sagrado Corazón. La hermana Romualda, el primer día que me vio, me recibió al niño y me dijo una frase que jamás olvido: ‘vecina, su familia es bienvenida y recuerde que a donde no llega el asfalto, llega la fe y la alegría’”. Esta frase es el principio misional que acuñó el fundador, el padre chileno José María Vélaz. Él, en la Venezuela boyante de los cincuenta, logró donaciones para fundar Fe y Alegría el 5 de marzo de 1955. La primera sede se construyó en el barrio 23 de enero de Caracas. Hoy tienen presencia en 22 países.
La Habana y las Farc en Palermo sur
Melba tiene memoria puntual y remarca que su primer día de trabajo fue el 9 de agosto de 1986: “la hermana Romualda se enteró de que yo sabía tejer y me invitó para que tejiera los sacos azules del uniforme de los niños. Yo tejía, se vendían y así ganaba unos pesos. Eso que ahora llaman sostenible o algo así… nos sumamos varias a los talleres de tejido, luego de panadería, joyería, papel reciclado. Era una ayuda para que entrara alguito a las familias de la zona”.
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En 2016, Melba cumplió treinta años de servicio a la comunidad y se pensionó. En su historia se puede ver el crecimiento urbano del sur de Bogotá. Hoy, el asfalto los traspasó y la ruralidad no es presente, es memoria. Justamente en esa memoria, Melba recuerda dos historias atravesadas por las ráfagas y el silencio de los fusiles. En junio de 2001, guerrilleros de la Farc, con armas, granadas y sobornos organizaron un ataque a La Picota, hubo una fuga masiva. Los reclusos se fugaron en manada, pero el ataque estaba planeado para liberar a cabecillas de las Farc. El Batallón de Artillería de Usme, ubicado a 1 km de La Picota, reaccionó y abrió fuego. Melba estaba en el colegio: “se escucharon estruendos y nos botamos al piso con los niños. Las balas entraron al salón y dejaron troneras. Recordar eso me eriza la piel. Luego, el desespero de los papás en la entrada, todos preocupados por sus hijos. Los familiares de los presos de La Picota preguntando por los suyos. Al día siguiente, nos enteramos de que los presos salieron corriendo y el Ejército los perseguía disparando por todo lado”.
Ese fue el primer encuentro de Melba con las Farc, el segundo no fue violento. El deterioro de las instalaciones del Cedeco Palermo sur creció. Entre tanto, las negociaciones de paz avanzaban. La primera oleada de excombatientes llegó a Bogotá en 2011. Melba pidió ayuda a la Alcaldía de Rafael Uribe Uribe y le respondieron con mano de obra para hacer adecuaciones: “aquí llegaron reinsertados, hombres y mujeres, eran de las Farc. Estaban felices, de veras eran excelentes colaboradores, me ayudaron mucho a arreglar el colegio y yo solo les daba tinto. Ellos me decían que ya no tenían miedo de los helicópteros y las bombas. Me ayudaban en todo. Las historias que me contaron son muy terribles. Eso del pueblo peleando contra el pueblo sí es que es muy duro”. Melba, además, señala que la comunidad en principio sintió recelo porque a los excombatientes el Gobierno les daba un auxilio económico, pero que, al verlos trabajar, poco a poco se acercaron y les llevaban ropa y comida.
El impulso del proceso de paz, bajo el gobierno de Juan Manuel Santos, le llevó a Palermo sur manos de apoyo inesperadas; pero luego, ese mismo gobierno terminó cerrando el colegio y dejando sin clases a más de 3.000 niños. Santos perdió la primera vuelta en 2014. Óscar Iván Zuluaga le ganó y el proceso de paz tambaleaba. Santos, astuto como pocos, sumó a su equipo los votos de figuras políticas como Gustavo Petro y Gina Parody. Esta estrategia le entregó la victoria en segunda vuelta. En contraprestación, Santos le ofrendó el Ministerio de Educación a Parody. Y ella, en una decisión incomprensible para cualquier ser humano con una neurona de pedagogía, midió a todos los colegios con el mismo rasero. No tuvo en cuenta el contexto, cantidad de estudiantes por docente, condiciones, zonas, etc. Solo a ella le cabe en la cabeza que se puede comparar un salón de 20 estudiantes estrato seis, con condiciones excepcionales y pensiones que superan el millón y medio de pesos, con un salón de 40 estudiantes que sobreviven en barrios ultraviolentos.
La entonces ministra exigió un promedio específico para mantener el convenio del Estado con los colegios. El Centro Educativo Fe y Alegría quedó a dos puntos de la cifra exigida. Lo cerraron.
Artes, tableros y protagonistas
Desde la fundación de Fe y Alegría Palermo sur el efecto social es incontrovertible. Colombianos y colombianas han logrado nuevas formas de vida. Una de ellas, hoy profesora en un colegio de Bogotá, es Mayerly Monsalve. Llegó a los 9 años y la música le marcó su camino. Tomó clases y aprendió a tocar flauta y saxofón. Conoció el xilófono, las melodías andinas y los secretos del charango y la quena. Absorbió la sabrosura de los aires tropicales y de lo que fue una tímida niña, quedó una cantante que hizo presencia en diferentes orquestas y hoy es profesora. Está a punto de graduarse de Licenciatura en psicología y pedagogía en la Universidad Pedagógica Nacional. Mayerly tiene 28 años y comenta: “sin este espacio no hubiese creído que nosotros, los nadies, también tenemos oportunidades reales en esta vida. Ahí me formé y encontré mi lugar en el mundo. Ahí tuve excelentes maestras. Recuerdo a Melbita, pero debo decir que yo siempre me imagino llegar a ser como Sabrina, ella es mi ejemplo”.
(Quizás quiera leer: 35 niñas colombianas irán a la base central de la Nasa en Houston)
Mayerly se refiere a Sabrina Burgos, quien se sumó al equipo en 2006 y hoy ocupa un puesto en la junta directiva. En principio, le solicitaron un material didáctico para organizar la pesca artesanal. Luego, sus funciones, como ella misma lo dice, “se diversificaron como las lentejas. Aquí todos crecemos hacia todos lados”. Sabrina ha estado en proyectos en municipios cuyos nombres son una radiografía del país profundo: Guapi, Timbiquí, Planadas, Atenco, Río Blanco, Chaparral, Quibdó, Villa Conto, Yuto y Buenaventura son los que recuerda a la carrera, pero agrega que son muchísimos más. Sabrina roza los 160 centímetros, tez blanca, tono de voz suave y bogotano, muy bogotano. Ella misma comenta: “en Chocó fue muy difícil, nos reclamaron por el olvido de siglos desde el centro a la periferia. El rector de la Universidad Claretiana me dijo: ‘para ustedes es sencillo, ustedes analizan los muertos, nosotros los ponemos’. Cada territorio te enseña y te exige; por eso sabemos que nuestro reto es llevar una opción de vida y educativa en medio del fuego cruzado de distintos actores armados que van desde el paramilitarismo hasta las bandas de microtráfico. Lo asumimos, pero sabemos que no tenemos la eternidad para hacerlo, nos toca actuar en el poco tiempo que nos abren posibilidades y con el presupuesto finito que tenemos”.
Sabrina tiene en su trayectoria cientos de experiencias, pero hay dos que todavía la hacen mirar para adentro y guardar, por unos instantes, silencio respetuoso. En el barrio Danubio azul de Bogotá, estaban preparando una comparsa y les robaron todo. La misma comunidad reaccionó, capturó a los ladrones y los llevó a la estación de Policía. Todo se recuperó, pero como Sabrina interpuso la demanda, entonces fue amenazada; durante dos años no pudo volver al sector. También recuerda: “lo más cruel fue una vez que nos enviaron una nota que decía: ‘les dejamos un regalo en el basurero’. Era un cuerpo desmembrado”.
Sabrina entró a Fe y Alegría por invitación del padre Manolo Martínez, pieza clave en este engranaje, pues él guio los primeros años en Colombia del hoy director: Víctor Murillo Urraca. Sentado en la oficina principal en Bogotá, Víctor se confiesa como insatisfecho diagnosticado, fan del ajiaco, la lechona y los tamales, y un convencido de entregar la vida por los otros. Nació el 21 de enero de 1956 en Grañón, España. Allí aprendió de su papá una lección para toda la vida: “de mi padre aprendí el amor al trabajo, era un hombre absolutamente trabajador, pero trabajador lo que te digo trabajador. Ese hombre trabajaba como una bestia en el campo, pero quería un futuro menos salvaje para mí; por eso me dijo que cuanto más estudiara, más lejos del trabajo duro del campo iba a estar. En esas sigo”.
Víctor es autocrítico y dice que, en su gestión, que inició el 2 de abril de 2014 y terminará el próximo 31 de agosto, le quedaron dos tareas pendientes: “una, el haber logrado en los estudiantes de Fe y Alegría los resultados por los que hemos luchado y por los que hemos querido transformar la educación. Me faltó ese nivel o incrementar y mejorar la calidad de los aprendizajes de las juventudes. Y dos, el haber dejado montada la propuesta de educación terciaria. Considero que son dos vacíos que creo que dejo en mi paso”.
Del mismo modo, reconoce dos logros que para él marcaron su labor: “Son dos. Uno, las juventudes de Fe y Alegría. Y dos, los equipos con los que hemos podido construir la nueva partitura de Fe y Alegría”. Antes de despedirnos, Víctor suspira y recuerda cómo fue esa llegada al país, siendo apenas un joven entusiasta en la década del setenta: “llegamos con un compañero a Bogotá y esa imagen no se me olvida. La rebobino y recuerdo una canción de La Bullonera, cuando nos bajamos del avión, cantábamos: ‘venimos simplemente a trabajar, como uno más a arrimar el hombro al tajo (al trabajo) … No hemos venido aquí para deciros que está dura la vida aquí debajo, para eso está el jornal, la ley y el palo’. Esa canción me marcó el camino del esfuerzo por encima de todo, pero al final era la posibilidad de vivir al servicio de otros”. Estos versos son una especie de símbolo de su gestión y ese es el mensaje que Víctor Murillo le entrega al padre Juan Manuel Montoya, nuevo director, quien tiene la misión de llevar fe, alegría y dignidad a donde no llegan ni el agua potable, ni la paz, ni el asfalto.