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Al bajar la ventanilla del vehículo, se coló un olor a pétalos de rosa arrancados. Por unos segundos el aroma inundó los rincones de la buseta donde algunos dormían y otros esperaban ansiosos que terminara el viaje que habíamos iniciado hacía cerca de 10 horas desde Cali. Estábamos cruzando por Armero al filo de las 12 de la noche del viernes 4 de septiembre de 2015. La luna, en fase menguante, lucía amarillenta y cansada. Me aferré al asiento y comencé a recordar 30 años atrás, cuando llegué por primera vez a esta ciudad. Una presión en el pecho se mantuvo invariable en los escasos minutos que tardó el vehículo en atravesar la vía flanqueada por fachadas de casas destrozadas por la furia de un volcán y el olvido de los hombres. (Vea en video los testimonios de las heridas abiertas de Armero)
En la lejana madrugada de 14 de noviembre de 1985 había conocido de primera mano los restos que dejó la bestia que se tragó un pueblo que se había acostado a dormir la noche anterior con la idea de que no iba a pasar nada. Así nos lo recordó, a mí y a mis estudiantes de periodismo de la Universidad Javeriana de Cali, 30 años después, ya con la luz del día, Ómar Aragón, un hombre de 59 años que vive de contar historias en una ciudad de nadie. “Yo me acosté como a las 8 y media de la noche porque al otro día tenía que madrugar. Trabajaba en la Federación de Cafeteros y mi esposa en el hospital San Lorenzo”, recordó este hombre a la sombra de un árbol que le sirve —como él mismo dice— de oficina. Desde allí sale todos los días a la carretera a ofrecer a los conductores que pasan un par de videos que cuestan $12.000. (Vea el especial de El Espectador Armero, ecos de una tragedia)
Hace 30 años, aventurarse en el lodo era algo que confrontaba el instinto de supervivencia y la impotencia de no poder ayudar a quienes yacían en medio de la sopa mortífera que bajó por el cañón del río Lagunilla. Veinticinco mil personas quedaron sepultadas allí. Hoy se puede caminar por la calle 12 de Armero, por donde se abrió paso la descomunal avalancha que se llevó la iglesia de San Lorenzo, los bancos, el comando de la Policía, la estación de Bomberos y la cárcel municipal, extendiendo sus brazos en todas las direcciones. Ese era el corazón de una ciudad donde se negociaba algodón, arroz, café, sorgo y maní. Hoy sólo hay jirones de esa población cubierta por la maleza y las hojas que perezosamente caen de los árboles.
Aquí todo lo que se ha hecho por tratar de preservar la memoria ha caído en el olvido. Sólo las culebras y los insectos propios del trópico merodean los mausoleos donde se leen infinidad de nombres perdidos en el tiempo. No existe el tal “Parque de la Vida”.
La cruz blanca de concreto ante la que oró el papa Juan Pablo II recuerda que ese es un gigantesco cementerio que guarda el recuerdo de 25.000 almas que allí vieron salir el sol que calentó sus vidas y sus sueños que acabaron de un tajo la noche del 13 de noviembre de 1985.
Pero allí también hay una roca salida de las entrañas de la bestia, que, arrastrada por la avalancha, fue a parar cerca de lo que fue el Banco de Colombia y el cuartel de la Policía. “Le dicen la Asesina”, precisa Ómar Aragón. Con apariencia de meteorito prehistórico, parecía desafiante para mis estudiantes que no resistieron la tentación de subirse a tomarse fotos.
El corazón se encoge aún más con la tumba de la niña Omaira Sánchez. La creencia popular fue construyendo allí un santuario donde al turista le muestran el video y le venden objetos religiosos. A esta altura del recorrido, lo único que quería era agua para pasar el trago amargo de los últimos minutos de Omaira. En silencio observé las placas dejadas por la gente en las que le agradecen a la pequeña heroína favores y milagros. Allí estaba, en medio de centenares, una inscripción dejada por el exgobernador del Meta Alan Jara, secuestrado por las Farc.
“Mi esposa se llama Ilva de los Ríos, pero ya estamos separados. Ella vive en Fresno y mis hijos ya son profesionales. Trabajan en Bogotá e Ibagué y de vez en cuando pasan por aquí. Uno es abogado y el otro ingeniero”, cuenta Ómar Aragón.
“Yo permanezco aquí solamente de día. Vivo en Lérida y trabajo de ocho a seis. Sin embargo, a veces estando solo oigo personas hablando. Pero cuando miro no veo a nadie… Sé que hay mucha gente enterrada aquí donde estamos parados”, expresa.
Al llegar al hospital, Ómar habla con propiedad de esta edificación enterrada hasta el primer piso. La conoce muy bien pues allí nació hace 59 años y su esposa laboró en esa entidad en la parte de contabilidad. “Muchos no saben que este hospital tenía dos escaleras para llegar al segundo piso. Los que alcanzaron a subir a la terraza se salvaron de morir por la avalancha. Allí estuvieron varios días mientras los rescataron con helicópteros”, recuerda.
Hoy, el segundo piso del hospital es habitado por murciélagos que al notar nuestra presencia revolotean por nuestras cabezas como en una especie de danza macabra. Las cicatrices de Armero se ven allí en los muros derruidos por el tiempo, los saqueadores y el olvido de los gobiernos de los últimos 30 años. “Yo conocí a muchos alcaldes de Armero Guayabal, incluso algunos de ellos sobrevivientes, a quienes siempre les dije que no podíamos dejar acabar el recuerdo de las familias. Simplemente ellos vienen todos los 13 de noviembre a tomarse las fotos y no pasa nada”, señala con un gesto de frustración.
El sol del mediodía aprieta y el hombre que vende los helados agotó su provisión gracias a la sed voraz de mis estudiantes que acabaron con todo lo que traía en su nevera de icopor. Se llama Luis Guillermo Moreno y cuando Armero desapareció tenía apenas tres años y vivía en el barrio Pueblo Nuevo. Desde entonces ha sobrevivido al abrigo de lo que fue su ciudad. Hoy recorre las tumbas en una moto ofreciendo helados a los visitantes.
* Esta crónica hace parte de un especial multimedia que realizó El Espectador con la Pontificia Universidad Javeriana (Cali). La versión completa está disponible en http://www.elespectador.com/files/especiales/armero/index.html.